Capítulo 11
Celle, Mediados de mayo - diciembre de 1945
Alfred Pierrepoint no tuvo más remedio que aceptar su nuevo cargo y marchar hacia Berlín a las órdenes del Mariscal Jenkins. Al principio, creyó que el nuevo Brigadier le estaba tomando el pelo, pero la carta que traía con él era auténtica. Ahora que había encontrado lo más parecido a la felicidad tenía que irse de allí, porque tenía grandes esperanzas en la relación establecida con Elmira. En sus planes estaba que esta y Heike lo acompañasen a su nuevo destino, pero la primera, para gran decepción suya, se negó rotundamente, lo que ocasionó una gran discusión entre ellos.
—No puedes pedirme que vaya contigo a Berlín. ¿Qué pasaría con esta casa? —Elmira veía inconcebible abandonar su casa de la noche a la mañana y más cuando la estancia de Alfred en Alemania resultaba impredecible. Puede que después de Berlín, lo siguiente sería Inglaterra y ella tendría que quedarse allí y no volvería a verlo.
—¿Y qué pasa con lo nuestro? ¿Es que no significa nada lo que pasa entre nosotros?
—Solo hemos hecho el amor varias veces. Estábamos solos y desesperados y las circunstancias nos llevaron a ello.
—Así que lo nuestro es solo eso. Sexo. —Alfred no daba crédito a lo que oía. Cada vez sentía algo más por Elmira y no comprendía ese repentino rechazo.
—No es solo sexo. Me has hecho sentir como nunca estos días, pero no sé si estoy preparada...
—Preparada, ¿para qué? —gritó Alfred, interrumpiéndola. Si solo querías acostarte conmigo, podías habérmelo dicho directamente.
—¿Cómo puedes ser tan cínico? Fuiste tú quien tomó la iniciativa la primera vez cuando estabas bañándote. Yo no vine pidiéndote nada. No tenía intención de hacer el amor contigo.
—Y tú no seas tan mentirosa. Si lo hiciste conmigo fue porque te dio la gana. Podrías haberte ido en cualquier momento si hubieras querido. No soy de los que obligan a nada y lo sabes. Además, ¿has olvidado todo lo que disfrutaste, los momentos tan tiernos que pasamos?
Ambos estaban furiosos. Con lo bien que iba todo y ahora la cosa se derrumbaba como una torre de palillos. Alfred se encontraba devastado, pero no podía negar que Elmira tenía algo de razón. Sí notaba la atracción que sentía por él, pero ella no le había provocado ni seducido directamente. Pero sí cedió enseguida en cuanto él le mostró su deseo. Incluso en ese momento la deseaba. Aquella tigresa de ojos plateados se veía más hermosa cuando sacaba sus garras. Y ese día, más que nunca. Quiso cogerle la mano a Elmira, para apaciguar la situación, pero se apartó.
—No intentes ahora hacer las paces conmigo. Ya me has demostrado tus verdaderas intenciones. Solo me querías llevar a la cama. Ahora lo veo más claro. Eres un desgraciado. No te diferencias en nada de los demás hombres. Incluso eres peor que Thomas. —Elmira le dio la espalda e intentó marcharse a su dormitorio.
Ciego de ira, Alfred la agarró del brazo, le dio la vuelta y la abofeteó con todas sus fuerzas, que incluso acabó derribándola al suelo. ¿Cómo se atrevía a compararlo con aquel niñato que había intentado violar a una niña? Qué equivocado estaba con ella. Oyó unos sollozos. Elmira estaba todavía en el suelo, con la mano en el rostro y mirándole con odio. Cayó en la cuenta de lo que acababa de pasar. Sintió asco de sí mismo. Nunca había golpeado a una mujer. Odiaba a los hombres que lo hacían. Elmira volvía a tener razón. No era mejor que otros.
—Elmira, querida, lo siento tanto, perdóname, mi amor. —Alfred balbuceaba, intentando levantar a Elmira del suelo, pero esta lo rechazó.
—Hijo de puta. ¿Cómo has sido capaz? ¡Te odio! No quiero volver a verte. ¡Vete! —Elmira estalló como nunca. Fue capaz de levantarse y se alejó de él. Cerró con llave su dormitorio y no salió de allí. No quería siquiera pensar en nada, así que tomó una cucharada de láudano, se tumbó en la cama sin dejar de sollozar hasta que se quedó dormida. Mañana sería otro día, esperaba.
Al día siguiente, ya a mediodía, Alfred se acercó al dormitorio. Tocó para ver si le abría, pero no recibió ninguna respuesta. La llamó varias veces, pero nada. Sabía que ya estaba despierta porque podía oír su respiración detrás de la puerta. Qué orgullosa y obstinada era. Harto de que lo ignorase y porque ya tenía que marcharse, bajó a la entrada donde el Jeep ya le estaba esperando. Miró hacia las ventanas por si la veía asomándose. Nada. Alfred dio orden y el coche se alejó de aquella casa para no volver más. No volvería a ver a Elmira y no pudo evitar sentir un gran vacío.
Pero Elmira bajaba al mismo tiempo que Alfred subía al Jeep. Cuando llegó al exterior, este ya se alejaba rumbo a Berlín. Cayó de rodillas al suelo y rompió a llorar. Maldito orgullo y maldita desconfianza. Ahora sí que le había perdido para siempre. Incluso estaba dispuesta a perdonarle el bofetón. Porque ya tenía las cosas muy claras y ya no podía negarlo más.
Elmira se había enamorado de Alfred Pierrepoint y en esos momentos su corazón ya no podía negarlo. Pero no queía abandonar su hogar y menos cuando había acabado en manos de Thomas Holt. Ahora más que nunca tenía que proteger el único techo que le quedaba. Mientras seguía llorando desconsoladamente, notó que alguien la rodeaba. Heike se había acercado y abrazó a su madre para consolarla.
—Mamá, no olvides que todavía me tienes a mí.
Elmira miró a aquella niña que cada día parecía más una mujercita. Heike era otra de las razones por las que se quedaba. No recordaba que Alfred le había dicho que la muchacha habría ido también con ellos. Se abrazó a ella y las dos permanecieron arrodilladas. De repente, oyeron unos gritos y se incorporaron.
Mila, Hilde y Heinrich se acercaban hacia donde estaban madre e hija. La desesperación se veía en sus rostros. Thomas Holt venía detrás de ellos. Un cardenal rodeaba su ojo izquierdo y su rostro estaba cubierto de sangre, con la nariz y el labio partidos. Algo había pasado entre los cuatro.
—Señora Bauer, intento decirle al nazi de mierda y a sus dos putas que se tienen que largar de esta casa de una maldita vez, pero se niegan. El puto nazi incluso me ha dado un puñetazo. Porque soy muy diplomático, sino le habría disparado.
En realidad, no se trataba de una cuestión de diplomacia. Heinrich era más alto, corpulento y fuerte que Thomas y este era consciente de aquella superioridad física que ya había tenido la ocasión de experimentar.
—Elmira, esta rata asquerosa se ha abalanzado sobre Mila y esta, obviamente, le ha rechazado. No he podido evitar pegarle un puñetazo, pero te juro que le habría matado por intentar tocar a mi mujer. Y ahora, quiere echarnos. Nos iríamos encantados, pero no tenemos a dónde ir. —Heinrich entendía el suficiente inglés para hacerse una idea del contexto de las conversaciones.
—De ninguna manera os vais a ir. Esta es mi casa. Tenéis tanto o más derecho que tú a quedarse. Si por mi fuera, el que se iría es Thomas. —Elmira estaba indignada
—Ahora la casa está en manos del Ejército Británico y, a efectos prácticos, es de nuestra propiedad. ¿No te lo dijo el Señor Teniente General? Ya veo que no, estaba tan ocupado follándote como la ramera que eres que olvidó decirte lo más importante. —Mientras hablaba, Thomas miraba de arriba abajo a Elmira con lascivia. Esta notó la erección que se iba haciendo visible en su entrepierna. Sintió mucho asco.
Heike, en un arrebato que ni ella misma esperaba, empujó a Thomas y lo derribó al suelo. El soldado sacó una pistola y apuntó hacia ella. Heinrich intentó forcejear con él, pero al final el gatillo se disparó. Todos miraron alrededor y de repente, Alguien soltó un alarido de horror.
Mila se hallaba en el suelo. Al acercarse, observaron que el disparo había dado justamente en su cabeza, como si alguien hubiera acertado de pleno. Tenía los ojos muy abiertos y una mirada asustada, así como la certeza de que estaba muerta. Elmira volvió a llorar. Cuatro años cuidando y escondiendo a aquella joven y, cuando estaba a las puertas de vivir su libertad y de haber encontrado a su marido, aquel malnacido había disparado y le había arrebatado la vida. Qué mundo tan injusto aquel. Heinrich aullaba de dolor y acunaba a su mujer, creyendo que así la iba a resucitar. Hilde también lloraba silenciosamente. Solo Thomas los miraba de pie, con una sonrisa maligna.
—Enterrad a esa zorra y cuando terminéis, os quiero fuera de aquí. —Thomas no iba a dejarse amilanar por aquellos alemanes de mierda.
Enterraron a la pobre Mila. Heinrich realizó unas oraciones en un hebreo mal aprendido. Sentía tanta rabia y odio hacia el inglés, pero no podía hacer nada. Si lo mataba, que era lo que deseaba, todavía podía arriesgarse a ser detenido y ejecutado. Y ahora sí que habían perdido la guerra. Y a esos no les importaba que se hubiera unido al ejército por motivos ajenos a la devoción nazi. Además, no tenía más remedio que irse con su madre. Elmira había hecho todo lo que pudo por ellos y ya no deseaban abusar de su hospitalidad y más cuando ella misma tenía sus propios problemas.
Dos semanas después, madre e hijo se fueron de la casa, desolados. El hermano de Heinrich vivía en Canadá y había podido enviarles dinero suficiente para unos pasajes en tercera clase. O eso creía. Resultó que solo había dinero para un pasaje. Heinrich decidió que su madre era la que iría a Canadá y él se quedaría en Celle, en una casa abandonada. Ayudaba a reconstruir la ciudad y pronto encontró trabajo como repartidor. Apenas le llegaba para comer y Elmira y Heike le traían algo de comida y ropa cuando podían ir a la ciudad. Entre los tres se apoyaban en esos momentos difíciles y la amistad se afianzó entre Elmira y Heinrich.
Thomas había hecho cambios en la casa y se comportaba como si fuera el dueño y señor de aquella. A Cillian O'Leary lo mandó a Berlín en cuanto pudo andar sin muletas y despidió al servicio que quedaba, obligando a Elmira y a Heike a hacer todas las tareas domésticas. Si terminaban, les mandaba otras tareas, a cada una más ridículas. El caso era someterlas y hacerles ver quién mandaba allí. Elmira aceptaba porque así evitaba pensar en sus propios asuntos. Ahora sí que no se separaba de Heike más que nunca. No había olvidado aquel primer día y este seguía mirando a la muchacha con deseo. También la miraba a ella de la misma forma y una noche, le metió la mano bajo la falda, pero el bofetón que le propinó esta terminó disuadiéndolo de llegar a más.
Pasaron las semanas y los meses y Elmira cada día se sentía peor. Tenía náuseas por las mañanas e incluso había vomitado la comida varias veces. Sabía perfectamente a qué se debía y estaba bastante asustada y nerviosa. Un bebé en su situación no era lo más apropiado. No se atrevía a enviarle un telegrama a Alfred para comunicárselo porque no querría saber nada de ella y menos si esperaba una criatura. Si Thomas se enteraba, era posible que la echase de aquella casa o peor, que matase al niño o se lo quitase al nacer. Sabía que sería capaz de eso y mucho más.
Pero lo que más la aterraba era si el embarazo llegaría a término y cómo sería el momento de dar a luz. Martin, el hombre que la violó también la había dejado embarazada, pero por suerte o, por desgracia, perdió al bebé. No supo que estaba embarazada hasta que abortó. Recordaba como si fuera el día anterior levantarse de su cama con un gran charco de sangre y restos extraños. Al principio creyó que era su período, que llevaba un par de meses sin venir y ahora venía con más fuerza. Una de sus vecinas llamó a un médico que confirmó el aborto. Aquella experiencia fue devastadora para ella. No le habría importado demasiado tener aquel bebé. Al menos, tendría a alguien con ella. En esos días se sentía terriblemente sola.
En agosto, terminó la guerra en Japón con dos bombas extremadamente terribles y cruentas, pero, con ella, la guerra en el mundo. Muchos nazis estaban siendo juzgados y ejecutados a la vez que salían a la luz los horribles crímenes que habían cometido en los campos de concentración. Thomas obligó un día de verano a Elmira y Heike a visitar Bergen-Belsen para que contemplaran el horror. La barriga de Elmira crecía día a día y le costaba disimularla cada vez más. Heike llegó a darse cuenta y desde entonces asumió ella las tareas más duras y por las noches cuidaba de su madre como podía. Entre ellas hablaban a susurros de la llegada de ese bebé y qué sería de todos ellos cuando se enterase el Brigadier.
—Ojalá sea una niña. Siempre he querido una hermanita. Podré peinarla y ponerle vestidos. —Heike estaba contenta y le gustaba acariciarle la tripa abultada y hablarle al bebé cada vez que tenía ocasión. Aunque no fuera su hermano de sangre, ya lo quería como tal.
—Piensa que no será como tus muñecas. Te costará ponerle esos vestiditos. —Elmira reía y abrazaba a su hija.
Para ese entonces, Elmira estaba embarazada de unos siete meses y medio, o eso calculaba a través de las faltas menstruales. Estaba recogiendo del jardín las hojas que quedaban del otoño. El día estaba muy helado y el invierno se aproximaba. Ya mismo sería Navidad. La primera después de la guerra. Era en esos momentos una de las pocas tareas que no le costaba realizar. Heike estaba cocinando y sirviéndole el desayuno a Thomas. Estaba metiendo las hojas en un saco cuando oyó golpes y gritos.
Elmira acudió corriendo todo lo que pudo, pero encontró la puerta del comedor cerrada. Allí no podía dejar de oír los gritos de Heike. Impotente, intentó derribar la puerta, pero no pudo. Cuando por fin Thomas abrió, lo que vio era lo que más había temido.
Heike estaba tirada boca arriba en el suelo. Todavía tenía las piernas abiertas y entre ellas y el suelo había restos de sangre y una sustancia blanquecina. Su hermoso rostro estaba lleno de sangre y lágrimas y el pelo rubio desmarañado. Al final, ese cerdo la había violado. Y ella no estaba allí para haberlo evitado. Se sentía una traidora. Cogió la jarra de agua, limpió como pudo a su hija y se quitó su propia ropa para vestirla a ella con algo limpio. No cayó en la cuenta de que así se delataba. Llevó a Heike a su dormitorio y la lavó mejor. La niña se dejaba hacer, sin decir palabra. La acostó y cuando por fin dormía, bajó dispuesta a matar a Thomas.
Este estaba en su despacho, frotándose la entrepierna y recordando la violación con gran deleite. Ahora sí que estaban las dos putas a su entera merced, pero recordó algo que le llamó la atención cuando la gran puta, como llamaba a Elmira se quitó el vestido. ¿Cómo había sido tan tonto de no haber notado que la perra estaba preñada? Lo que le faltaba, dar de comer al bastardo de esa ramera y la rata trepadora. No le había faltado a ese cabrón tiempo de hacerle un bombo y encasquetárselo a él. Y encima estaba a punto de reventar, la muy asquerosa. Tenía que ponerle remedio a aquello. Vio que Elmira entraba echando chispas en los ojos. Aprovechó, entonces para asestar un gran golpe, no sin antes escuchar lo que le iba a decir.
—¿Cómo te has atrevido, maldito hijo de puta? He permitido que me humilles, que me trates peor que a una criada, pero jamás podré perdonarte lo que le has hecho a mi hija. Juro que te mataré, bastardo.
Elmira se abalanzó sobre él, pero este la empujó y la tiró al suelo. Instintivamente, se abrazó el vientre. Thomas la cogió del pelo y, obligándola a mirarle a los ojos, le dijo.
—Primero, mi madre, que en paz descanse, no era ninguna puta. Era la mujer más santa y pura del mundo, así que ten cuidado con lo que dices. La puta eres tú, sin duda. Acabo de ver el bollito que tienes dentro. ¿Cuándo pensabas decirlo?
Elmira no podía articular palabra. Thomas la agarraba del pelo con toda la fuerza posible.
—Quiero que tú y tu hija os larguéis de esta casa. Hoy mismo. Ahora mismo. No quiero más bocas que alimentar y menos la de dos putas alemanas y un bastardo. Ya no me servís para nada.
—¿Y si no nos vamos? No puedes echarme de mi casa.
—Te recuerdo que la casa es del ejército y puedo hacer con ella lo que me venga en gana. Además, si no os vais, te juro que cuando nazca ese puto bastardo lo tiro al estanque y lo ahogaré allí. —Thomas soltó a Elmira y la abofeteó.
Elmira no pudo hacer nada. Despertó a Heike, hicieron sus maletas con lo poco que tenían y abandonaron la casa. Heike no opuso ninguna resistencia. Cualquier sitio era mejor que seguir en esa casa a merced de aquel monstruo. Se despidieron de Gustav, Liese —también tenía derecho a una despedida— y Mila y cogieron el camino hacia la ciudad. El frío y lo avanzado del embarazo alargaba más la caminata, así que cuando llegaron a casa de Heinrich, Elmira estaba exhausta.
Heinrich no las esperaba y no tenía muchos recursos para acogerlas como es debido, pero no podía negarles un techo debido a su situación y a la deuda que guardaba con ellas por haber protegido a su amada Mila, a la que aún lloraba. Heike prometió buscar un empleo para sostener a su madre y al hermanito, pero Elmira la disuadía debido a su corta edad. Pero podía ayudar a Heinrich repartiendo y este le daba unos pocos pfennings, que ella guardaba en una hucha. Sentía mucha pena por ellas y admiraba la determinación de aquella jovencita.
Dos días antes de Navidad, recibió un giro postal y un gran paquete de su madre y hermano desde Canadá con dinero y alimentos. Al menos, podrían celebrar la fiesta decentemente y más ahora que había acabado la guerra. Le regaló a Elmira un vestido nuevo y un libro a Heike. Madre e hija le bordaron un mantel a Heinrich y en él pusieron las viandas para el banquete. La comida estaba deliciosa. Por fin podían comer comida de verdad y no sucedáneos.
Pero Elmira todavía sentía una gran inquietud. El parto estaba cada vez más cerca y se había quedado sin recursos económicos.
No podía trabajar en su estado y mucho menos depender de la caridad de Heinrich, que ya hacía sacrificios para socorrerlas. Más de una noche se quitaba su propia cena para dársela a Elmira, aunque alegaba que no tenía hambre. Heike hizo el mismo gesto, pero Elmira la regañó severamente. Tenía que ponerle solución a su situación. Algunas veces pensaba en ir a Berlín, tragarse su orgullo y buscar a Alfred, pero la manera tan brusca en la que terminó su conato de relación había determinado muchas cosas. No se atrevía a ir allí. ¿Qué sería de ellas dos y del bebé que iba a llegar? Y, sobre todo, ¿qué estaría haciendo Alfred? ¿La habría olvidado?
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