Capítulo 10
Celle, 2-8 de mayo de 1945
Todo pasó tan rápido. Alfred se dirigió a donde estaba Elmira y la estrechó en sus brazos. Liese yacía muerta con un tiro en la cabeza. Su sangre y sesos manchaban el suelo y la pared. Hilde, Heinrich y Mila entraron en el salón al oír el disparo. Mila vomitó. Hilde se acercó al cadáver y le cerró los ojos. Llamó a su hijo y entre los dos agarraron a Liese y la sacaron de la casa. Cogieron una pala y la enterraron al lado de Gustav. Elmira y Alfred ayudaron, mientras que Mila y Heike, que también había bajado al oír los gritos y disparos, permanecían en el salón limpiando los restos, no sin asco.
Heike no sentía ninguna pena por aquella abuela que apenas la había querido. A ella la trataba mucho peor que a su hermano mellizo. Lo que no sabía es que ella se parecía al hombre que la había dejado embarazada y la había dejado a su suerte años atrás en Inglaterra y cuando la veía, recordaba su flaqueza y su debilidad. Consideraba que el día más feliz de su vida era cuando Elmira llegó a la casa. Su abuela perdió autoridad y la madrastra los quiso como nadie los había querido. Para ellos ya era una madre y cada día daban gracias al cielo de que aquel ángel hubiera aparecido en sus vidas.
Durante aquellos días, Heike fue un testigo silencioso de las tensiones entre Alfred y su madre. Tenía una mente más madura para su edad y veía perfectamente lo que ellos no querían o no eran capaces de ver. Cada día que pasaba veía con mejores ojos al guapo soldado y aspiraba a que su madre dejase de lado su orgullo y si se llegaba a casar con él, mucho mejor. La quería tanto que le deseaba toda la felicidad del mundo. No le hubiera importado tener como padre —mejor dicho, padrastro— a ese hombre. Y su padre ya no iba a volver.
Ella también había descubierto lo que pretendía ocultar Elmira. Había estudiado los códigos por su cuenta y, aprovechando que su madre dormía, una noche encontró la carta y la descifró. Enseguida comprendió el porqué de aquella extraña actitud. No podía reprocharle que aún no le hubiera dicho nada. Ya había sufrido la muerte de su hermano y seguramente, saber que su padre no estaba sería desolador. Pero Bruno apenas estaba en la casa y, aunque les traía regalos y golosinas, no les profesaba mucho cariño y compensaba aquello con bienes materiales. Aun así, se preocupaba por ellos si estaban enfermos y conseguía medicinas y llamaba al doctor. Lo echaba de menos porque era su padre y tenía que echarle de menos, pero no podía quererle de la misma forma en que quería a Elmira.
La noche que Elmira no vino a su dormitorio con ella, sospechó que se había quedado a dormir con el inglés. Al principio se sintió sola y decepcionada, pero luego comprendió la agitación de su madre y no le dio más importancia. Se merecía apartar sus pensamientos por un rato y aquel hombre podía ayudarla. No era como el otro soldado que había intentado forzarla.
Ahora, su abuela se había quitado la vida y allí estaba, limpiando sus últimos restos, con ayuda de Mila, que todavía seguía pálida por el vómito. Su madre le había confesado que la tenía escondida en el sótano y ella misma era la que le bajaba la comida desde que los ingleses llegaron a la casa. No despertaría tantas sospechas y saber algo que se le escapaba a la bruja entrometida de su abuela la emocionaba. Se había hecho amiga de la judía y había sido otra fuente de apoyo durante las cavilaciones de su madre.
Ahora, todo había terminado y ya no corría peligro. Podría volver con su marido y vivir felices. Heike disfrutaba leyendo historias románticas y lloraba de alegría cuando tenían un final feliz. Y Mila y Heinrich por fin volverían a estar juntos y nadie volvería a separarlos. Eran como los protagonistas de esos cuentos. Solo quedaban su madre y el soldado inglés.
También se había hecho amiga Cillian O'Leary, el joven irlandés que todavía seguía recuperándose de su lesión en la pierna. Ya podía andar con muletas, pero se sentía inútil porque no podía ayudar más activamente en las tareas de aquella casa. Heike le traía libros y se los leía en voz alta. Cillian no hablaba alemán, pero le gustaba oír la voz aún infantil de aquella niña. Entre los dos se entendían con gestos y, poco a poco, el cadete fue entendiendo algunas palabras y frases. Elmira contribuía con su aprendizaje traduciendo ocasionalmente y este les enseñó muchas palabras irlandesas a las dos. Elmira veía que Heike olvidaba por un rato sus propias tribulaciones y alentó al desarrollo de aquella amistad. El muchacho era inofensivo, o eso creía.
—Nunca imaginé que celebraría así el fin de la guerra. En un estanque de Alemania y con la compañía de una hermosa tigresa. —dijo Alfred, que contemplaba a Elmira con su ropa de baño, que estaba a punto de volver a meterse al estanque.
Habían pasado los días y los acontecimientos se sucedieron apresuradamente. Británicos, americanos, franceses y rusos hicieron negociaciones, a las cuales Alfred tuvo que asistir. Estuvo fuera desde el tres al siete de mayo y justo a ese día siguiente, la victoria era oficial. Todo el mundo había salido a festejarlo, pero Alfred y Elmira se quedaron solos en la casa. No habían tenido tiempo para ellos y ya era hora, creía el Brigadier. Heike se fue con Mila y Heinrich, que seguían en la casa y Alfred creyó advertir un guiño pícaro de la muchacha cuando estos decidieron quedarse.
Los dos fueron al estanque y se dieron un baño, aunque el agua estaba helada. Para entrar en calor, se mantuvieron abrazados, aunque no sabían cuánto podrían resistir. Entre besos y caricias, aliviaron toda la tensión de aquellos días y, finalmente, hicieron el amor. Elmira cada vez se sentía más confiada y menos cohibida. Cada roce era una deliciosa tortura para ella y la hacía enloquecer de placer, como aquel día que comenzó a besarle del cuello hacia abajo, pasando por sus pechos, su vientre y, finalmente, se detuvo entre sus piernas.
—¿Qué vas a hacer? —dijo esta, jadeando. No me dejes así.
—No sé si estarás preparada para esto —Alfred tenía la voz ronca por el deseo.
—Haz lo que sea, por dios, aunque no me guste al final.
—Te va a encantar, te lo prometo. Me temo que ya no vas a querer otra cosa —Alfred procedió y Elmira supo que tenía razón. Creyó ver las estrellas cuando llegó al orgasmo y tuvo que agarrarse a la hierba para no perder el control de su cuerpo. Fue más maravilloso cuando se unió a ella y juntos gozaron. Seguían hambrientos el uno del otro y no parecía que aquello los saciara. El momento cumbre fue cuando Alfred la invitó a colocarse encima de él y, guiándola, cabalgó sobre él, concentrándose únicamente en él y en su placer. No quería que acabase nunca.
Mientras ellos disfrutaban, ajenos al mundo exterior, no advirtieron que alguien los observaba. Esa persona contemplaba la escena a la vez que se masturbaba profusamente. Se sentía totalmente excitado de ver cómo a aquella puta alemana se le ponían los ojos en blanco mientras la rata trepadora la follaba duramente. Le ponía especialmente que la mujer llevara el mando y cuando esta culminó, no pudo evitar eyacular él mismo. En esos momentos deseó ser él el que estuviera ahí y no el Brigadier. Estaba claro que siempre se salía con la suya. Pero, con suerte, eso estaba a punto de acabar. Esperó pacientemente a que se vistieran y se fueran a la casa. Asestaría el golpe de gracia al final.
Thomas Holt había llegado justo cuando todos estaban en los festejos y, creyéndose solo, exploró la casa y los alrededores. Cuando ya creía que no había nadie, oyó los gemidos y la algarabía cerca del estanque y allí estaban esos dos, fornicando como perros en celo. Una forma envidiable de celebrar la victoria, no dejó de pensar Thomas. Por fin esas zorras germanas se postrarían ante sus pies y él podría dominarlas como se merecían. Y tenía que empezar por la pelirroja. O mejor aún, por su hija.
Alfred y Elmira volvían a la casa, cogidos de la mano y besándose como una pareja enamorada. No habían tenido tiempo de expresar sus verdaderos sentimientos y no sabían si se amaban el uno al otro. El sexo los unía y les hacía formar una especie de vínculo, pero de amor todavía no habían hablado. Pese a todo, Elmira permanecía alerta y no quería aún enamorarse de él. No quería llevarse una decepción. Cuando llegaron a la puerta de la casa, los esperaba Thomas Holt. Este parecía agitado y nervioso, pero saludó a Alfred siguiendo la jerarquía militar.
—Mi padre ha muerto. Le han ascendido a Teniente General y a mi a Brigadier. Debe ir a Berlín de inmediato. Son órdenes del Mariscal. Yo debo quedarme en el cuartel. Es una gran pérdida para todos. Sabía cuánto apreciaba usted a mi padre.
Alfred se quedó atónito. Hacía días que había recibido otro telegrama de Robert diciéndole que todo iba bien. Había ido a Berlín para las negociaciones y permanecía allí. Su muerte era repentina. Algo tenía que haber pasado.
—Dios mío, no puede ser. Si cuando le vi estaba perfectamente —Se sentó en el suelo y se echó a llorar. Robert Holt era lo más parecido a un padre que tenía y con él se había ido una de las personas más importantes de su vida. Otra de las personas más importantes se arrodilló junto a él y le abrazó, mientras le decía palabras tiernas. Elmira nunca le había visto así y ahora era su turno de consolar a Alfred.
Mientras los dos permanecían abrazados, Thomas los miraba con una sonrisa maliciosa. Él se quedaría en la casa con la ramera alemana y la rata se tendría que ir a Berlín. Su mente empezó a maquinar. Por fin todo saldría como tenía previsto. O casi.
—El coche en el que iba explotó y murió con todos los que le acompañaban. Una catástrofe. —Thomas volvió a su tono apesadumbrado. Nadie sabría que él había colocado aquella bomba y así acabar con su padre de una vez por todas. Era el principal obstáculo para conseguir sus verdaderos objetivos. Lo ideal hubiera sido que él hubiera llegado a Teniente General, pero el Mariscal Jenkins, un hombre de unos cuarenta años y de baja estatura, que compensaba con una voz fuerte y gran corpuencia, se rio en su cara.
—Pero si eres un mocoso, un simple soldado raso, ¿cómo te atreves a pensar que vas a llegar tan alto? ¿Creías que por ser tu padre Teniente General ibas a heredar el cargo? ¿Piensas que el ejército es como la puta monarquía?
Pero Thomas había descubierto un secreto acerca del Mariscal. Este y uno de sus oficiales eran amantes y sería un escándalo si salía a la luz. Tuvo la audacia de sacar fotos y, aunque le llevó varios días, ya tenía los negativos. Sin dejarse humillar, le mostró las fotos. La risa de su superior se borró del rostro.
—Ya sabe, si no me asciende, enviaré las fotos y será su fin. —Thomas se fue con parsimonia y esperó pacientemente hasta que el Mariscal lo volvió a llamar, cosa que ocurrió horas después.
—Mira, no te puedo ascender tan alto porque sería muy descarado y no están las cosas para que me acusen de enchufismo. Es más, ya me va a dar problemas —afirmó Jenkins, sin disimular su furia—. No obstante, en Celle está el Brigadier Pierrepoint, que era muy cercano a tu padre y lo tenía en gran estima. Puedes ocupar su cargo y él será ascendido a Teniente General. Es lo más coherente ya que él fue ascendido antes que tú, pero ya va a haber muchas habladurías por este ascenso. Como necesito un militar tan eficiente como lo era tu padre, te envío al cuartel de Celle y le informas a Pierrepoint que acuda aquí.
Thomas no dudó que, con aquello, el Mariscal lo mantendría alejado de allí, pero al final, no le importó demasiado. Por fin había conseguido un importante ascenso y se vengaría de Alfred y la puta alemana y su odiosa y apetecible hija. Por culpa de los tres, su padre le había pegado y humillado como nunca. Ahora podría por fin, vengarse y el presuntuoso arribista no estaría allí para ponerle límites.
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