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CAPÍTULO 25. LADY ELIZABETH Y FRANCIS. El regreso.

«Sé que el título de rey es un título glorioso, pero asegurémonos de que la gloria resplandeciente de la autoridad principesca no nos ha deslumbrado demasiado los ojos de nuestro entendimiento, sino que sabemos bien y recordamos que también debemos dar cuenta de nuestras acciones ante el gran juez».

Elizabeth Tudor, reina de Inglaterra

(1533-1603).

En el Wild Soul. Océano Atlántico. Londres.

Aunque habían pasado muchos días, Lady Elizabeth no podía quitarse de la cabeza la ansiedad que les había generado el esfuerzo de cargar las joyas y el oro de El Dorado desde la cueva hasta la bahía. Y, luego, la cantidad de viajes que habían hecho los botes para llevar desde la isla hasta el Wild Soul  toda esta inmensa riqueza. Los marineros se habían empleado al máximo porque solo contaban con cuarenta y ocho horas antes de que viniera el navío español para hacer el cambio de guardia. Por momentos había dado la impresión de que los objetos se reproducían, pues era tanta la cantidad que no se notaba que las montañas bajasen. Al final, sí habían podido completar la tarea en plazo y salir a toda vela de allí. Eso sí: con el corazón en la boca.

     Para quitarse la tensión la muchacha se encerró en el camarote y cogió las cartas del tarot Visconti-Sforza. Respiró hondo y las barajó muy concentrada.

—¿Qué debemos saber acerca de nuestro retorno a Inglaterra? —les preguntó, pero antes de que pudiera efectuar el corte Francis entró y se quedó observándola perplejo.

—¿Qué estáis haciendo? —inquirió, curioso.

—Acabáis de descubrir el único secreto que mantenía con vos. Me daba un poco de apuro participaros esta afición y por eso hasta ahora no he hablado —le contestó, en tanto le hacía un gesto con la mano para que se le acercase—. Amigas, os presento al pirata que se ganó mi amor. Cariño, estas son mis compañeras. Me ayudan a conocer el futuro.

—Cada vez que estoy seguro de que os conozco a fondo aprendo algo nuevo sobre vos, vida mía. ¡¿Sois bruja también?! Lo que menos me podía imaginar es que os dedicarais a la magia. —Movía la cabeza de izquierda a derecha sin podérselo creer.

—Todos los médicos aprendemos nociones sobre magia y astrología, aunque debo reconocer que ninguno utiliza el tarot —le aclaró y acto seguido le dio un beso sobre los labios—. Sentaos. —Palmeó la silla que había al lado de la cama y él se acomodó allí—. Les he preguntado qué debemos saber acerca de nuestro regreso y estoy seguro de que os interesa conocer la respuesta.

—¡Mucho!

—Pues entonces permaneced en silencio —le pidió con voz misteriosa.

     Volvió a respirar hondo y cerró los ojos, consciente de que Francis no le despegaba la vista, pero sin que esto la frenase. Cuando levantó los párpados efectuó un corte: frente a ella se hallaba la carta de La Luna. La figura femenina cogía la luna creciente con el brazo derecho flexionado hacia arriba. Simbolizaba, así, el continuo viaje hacia la eternidad.

     Vio que la dama perdía su encartonada inmovilidad y que con rostro preocupado le advertía:

Cambiad ahora mismo de rumbo y desviaros un poco hacia Oriente. De lo contrario vuestro amor terminará antes de empezar. —Y, pese al pánico de lady Elizabeth, se quedó estática y no agregó ninguna predicción más.

     Le transmitió el mensaje al capitán. Este se levantó y empezó a caminar hacia la puerta.

—¿Qué vais a hacer?

—Cambiar el rumbo, por supuesto —repuso el pirata sin dudar—. Si vos confiáis en ellas, yo también. —La joven supo, una vez más, que no se había equivocado al elegirlo de pareja.

     Volvió a confirmarlo al llegar cerca de Inglaterra: Francis le entregó una espada de madera y practicó esgrima con ella, mostrándole algunos movimientos defensivos y ofensivos que no conocía.

—Me sentiré más tranquilo si os enseño todo lo que sé —argumentó, en tanto le explicaba cómo debía poner los pies para contar con más equilibrio—. Después de nuestra experiencia en la isla de la Tortuga es necesario que os sepáis defender.

—Estaré encantada de ser vuestra alumna. Para fingir ser un hombre tuve que aprender a usar la espada y a disparar con armas de fuego, pero nunca he visto algo similar a vuestras lecciones —reconoció, fascinada.

—Porque os enseño a luchar por vuestra vida. No son lecciones que se aprendan de un profesor de esgrima —le replicó Francis con ironía—. Es muy importante que practiquéis. Después de que vuestra arma dispare su único tiro ya no os servirá. Quiero entrenaros y que seáis como la pirata Gráinne Ni Mháille y que no dependáis de que ningún varón os proteja.

—¡Y yo os lo agradezco!

—Os enfrentaréis a cada uno de nuestros hombres hasta que os defendáis de manera instintiva y sin pensar en cada movimiento —le ordenó, en tanto le pasaba el brazo por la cintura y la apretaba contra sí—. Necesito que...

—¡Nave a la vista! —los interrumpió la voz del vigía, quien escrutaba desde la cofa en dirección a popa.

     Se aproximaron a la zona y Francis agudizó la vista.

—Es un galeón y viene hacia nosotros. —Calculó la distancia y comprendió que era mucho más veloz que el Wild Soul  y que de seguir a la misma velocidad los alcanzaría en unas horas sin darles tiempo a alcanzar la costa.

—¿Nos persigue? —inquirió lady Elizabeth con cara de preocupación.

—Eso parece. —Francis lanzó un suspiro—. Estoy casi seguro de que es el Elizabeth Raleigh... Ahora entiendo por qué vuestras cartas querían que cambiáramos de rumbo. Es probable que nos hubiésemos cruzado antes con él.

—¿Creéis que fue hasta la isla de la Tortuga para buscar el tesoro de El Dorado? —lo interrogó la muchacha.

—Me temo que sí, cualquiera que lo conozca un poco sabe que es su obsesión —y después, enfadado consigo mismo, agregó—: ¡Debí matar a ese francés traidor! Se nota por la forma en la que pretende darnos caza que está al tanto de todo. Y solo Lefevre pudo irle con el cuento.

—Sabe que en el Wild Soul  está el tesoro y que no me entregasteis al sultán. —Lo abrazó con la máxima fuerza—. Quiero que sepáis que termine como termine el día de hoy no me arrepiento de nada. ¡Os juro que os seguiré amando por toda la eternidad!

—¡No os despidáis de mí tan pronto! —Francis bromeó, si bien se notaba su preocupación—. Reflexionad: si vuestras cartas nos salvaguardaron de encontrarnos antes con Raleigh, ¿por qué iban a permitir que nos apresara ahora? Si no tenéis más fe en mí, al menos sí tenedla en ellas.

—¡Claro que confío en vos! Siempre he puesto mi vida en vuestras manos. —Lo besó con tanta pasión que el pirata no tuvo la menor duda sobre la autenticidad de sus palabras.

—¿Veis allí? —Señaló un pequeño punto en el horizonte—. Estamos casi en Inglaterra, nada está perdido. ¡Confiad en vuestras amigas y en mí!

—¡Tierra a la vista! —gritó el vigía—. ¡Galeón a la vista!

     A medida que se fueron aproximando, el segundo navío se les hacía más y más conocido. Daba la sensación de que los esperaba.

—¡Es el Santa Trinidad! ¿Veis cómo los milagros existen, mi amor? —Francis le buscó los labios con tanto ardor que lady Elizabeth creyó que el vientre se le contraía por el anhelo—. Ahora somos dos contra uno, sir Walter está en desventaja.

     Y el pirata comenzó a dar órdenes a diestro y siniestro mientras la chica observaba cómo se acercaba su némesis. Pronto el Elizabeth Raleigh efectuó un cañonazo de advertencia, ya que todavía no se hallaban a su alcance. No obstante, cuando el Santa Trinidad le respondió al mismo tiempo que el Wild Soul, supo que estaba en inferioridad de condiciones.

—¿Creéis que se dará por vencido al ver que somos dos? —le preguntó la dama a su pareja cuando retornó al lado de ella.

—La circunstancia de que estemos frente a la costa inglesa juega a nuestro favor. Resulta imposible que el combate naval entre tres galeones pase desapercibido y menos si los tres tienen nuestra bandera.

—¿Sabéis algo? No puedo confesarle a Gloriana que sir Walter también la traicionó y que fue quien me secuestró. —Lady Elizabeth se estrujó las manos con nerviosismo—. Todavía no se repuso de la deslealtad de Essex, ¡¿cómo puedo participarle que su nuevo amante es tan falso como el anterior?!

—Pero si no os amparáis en el poder de la reina siempre estaréis en peligro. —Señaló con el índice hacia el galeón del corsario—. ¡Mirad cómo nos persigue para vengarse! —Sonaron un par de cañonazos que tampoco dieron en el blanco, aunque ahora se hallasen más cerca.

     Pese a este despliegue, contemplaron cómo sir Walter se desviaba en dirección a la isla de Jersey. Al principio no comprendían el porqué... Hasta que se giraron y vieron un par de navíos de la Royal Navy  aproximándose.

—¡Nos hemos salvado por los pelos! —Lady Elizabeth dio saltitos de alegría y el pirata se quedó impactado por cómo los maravillosos senos saltaban dentro de la blusa masculina que llevaba puesta—. ¡Nunca volveré a dudar de las cartas de tarot!

—Ahí os llevo ventaja: no he dudado de ellas ni por un segundo —le recordó Francis con una gran sonrisa.

—¿Queréis que les pregunte cómo nos recibirá mi madrina, amor mío?

—Creo que prefiero no saberlo... Aunque ahora lo más importante es ponernos de acuerdo en qué le diremos —le advirtió él, dándole un pico en la nariz.

—Muy fácil: que iba secuestrada en el galeón hispano que capturasteis y que vos me rescatasteis. Tendréis que encargaros de que el ex capitán del Santa Trinidad y los pocos hombres que sobrevivieron regresen a España sin que la reina los interrogue. Hacedlo desaparecer con rapidez, pero sin matarlo. Los haréis jurar por su honor y por la Virgen que no nos delatarán —Lady Elizabeth le rogó también con la mirada—. Sería la única parte del plan que podría hacer aguas porque estoy segura de que sir Walter nada dirá, sabe que como abra la boca Gloriana no dudará en enviarlo a la Torre de Londres y cortarle la cabeza.

—Debo admitir que contáis con una gran inventiva. —Francis la alabó, eufórico, y la abrazó con energía—. ¡Consideradlo hecho!

—Los médicos a veces tenemos pocos segundos para decidir cuál es la mejor opción para el paciente —repuso y se acomodó entre los musculosos brazos mientras observaba cómo los navíos de la Royal Navy  los escoltaban en dirección a tierra—. Por eso resulta imprescindible que mi cerebro funcione muy rápido.

—Espero que funcione del mismo modo cuando estéis frente a La Buena Reina Bess. —El pirata suspiró—. Os confieso que nada ni nadie me da miedo... Excepto ella.

     Por desgracia para Francis, el tiempo se fugó como la arena entre los dedos. Fondearon los dos galeones en la Pool, dieron las explicaciones pertinentes y con una de las embarcaciones auxiliares remontaron el Támesis en dirección a Whitehall.

—No os preocupéis, sé que tanto Su Majestad como mi padre os estarán eternamente agradecidos —y a continuación lo previno por enésima vez—: Cuidaos muy bien de decir la verdad o no nos permitirán seguir juntos.

—Dudo que vuestro progenitor esté feliz al saber que sois la pareja de un plebeyo, y, para peor, pirata. Encima, no aceptáis contraer matrimonio conmigo y llegaréis completamente deshonrada. —El hombre aprovechó para refregarle su mosqueo por las constantes negativas.

—Paso a paso, recordad que he rechazado a decenas y decenas de candidatos que no me importaban y que a vos os adoro. —Lo frenó lady Elizabeth en tanto lo miraba con amor—. Primero debemos explicarnos ante la reina, la parte más difícil. Mi padre y mi hermano me quieren y enseguida os recibirán en la familia.

     Bajaron del bote en Whitehall y enseguida la joven se identificó ante los guardias, que la miraron con asombro. En el instante en el que entraron al palacio, Francis sintió que lo golpeaba en la nariz un fuerte hedor a excremento. Solo se detuvieron cuando llegaron a la galería de los escudos para leer los lemas y observar las imágenes. Estaban elaborados en cartón y los presentaban los caballeros para poder participar en las justas que se celebraban el día del cumpleaños de la soberana y también el Accession Day[1], cuando se producía un nuevo aniversario desde su coronación. Cada «empresa» era más aduladora y más empalagosa que la anterior en su pretensión de obtener los favores de Gloriana, pues la mayoría la halagaban hasta caer en la ridiculez.

     Siguieron avanzando y enseguida se encontraron con la mismísima Elizabeth Tudor rodeada por la Guardia Real. No había allí ningún cortesano, solo los uniformados. La soberana se apartó de sus protectores para acercarse a la chica y abrazarla con fuerza.

—¡Mi querida niña! —Las lágrimas surcaban las mejillas de ambas—. ¡No os imagináis cuán preocupada he estado por vos y cuánto os he extrañado!

—Si no fuera por el capitán Wiseman nunca hubiera podido volver. —Aprovechó para presentarle a su pareja.

     El pirata efectuó una profunda reverencia y el perfume a nerolí, a rosas, a sándalo, a lavanda y a verbena que despedía la reina a punto estuvo de marearlo. Consideró, eso sí, que lo prefería antes que el hedor a heces.

—He oído hablar mucho de vos. Me han informado, también, que habéis arribado con dos galeones hispanos. —La monarca enfocó a Francis con los implacables ojos, que daban la impresión de seccionarle el cuerpo en dos mitades—. ¡Guardias, llevadlo a la Torre de Londres!

     Lady Elizabeth se arrodilló ante Gloriana y le suplicó:

—¡Majestad, por favor, no lo hagáis! ¡Si no fuese por Francis ahora mismo no estaría viva! ¡No lo condenéis a muerte, es lo que más amo en este mundo!

     Pese a saber que el final se encontraba a la vuelta de la esquina, el pirata se sintió el ser humano más feliz al constatar que la joven no lo repudiaba y que clamaba su amor a los cuatro vientos y hasta las últimas consecuencias. Este sentimiento le calentó el corazón cuando pasaron en barca por debajo del Puente de Londres, justo en el lugar desde el que podía ver cómo se exhibían en picas las cabezas de los nobles ejecutados por Alta Traición. «El castigo es doble, porque también seré un desertor a mi clase. Deberían ahorcarme en Tyburn o en Smithfield o en las cárceles de Bridewell o de Marshalsea», pensó en tanto respiraba hondo. «¡¿Quién hubiese imaginado que mi muerte sería la misma que la de un aristócrata?!»

     Más se desconcertó ante el recibimiento del guardián de la torre:

—Venid conmigo, milord.

     Era como si hubiese arribado al reino del revés en lugar de a Inglaterra. Porque cuando Francis entró detrás del guardia en los lujosos aposentos a los que lo destinaban, fue más consciente del error. «¿Y si me han confundido con otra persona?», se preguntó, pasmado. «Nunca tuve mantas ni ropa de tal calidad», se dijo en tanto pasaba la mano por las prendas y por las superficies de los muebles para convencerse de que no estaba soñando.

     No obstante, la comodidad de la que disfrutaba no compensaba la libertad de sentir la brisa marina sobre la piel ni el lento pasaje de los días. Los marcó en la pared con las mismas cruces que efectuaba en la carta de navegación y las contaba varias veces desde que se levantaba hasta que se acostaba. Tampoco compensaba el monótono paso del tiempo los manjares que le traían a diario porque estar lejos de su mujer le quitaba el apetito. Ciervo, bacalao, trucha, cordero, cerdo, frutas traídas directo desde el Nuevo Mundo como papayas, naranjas, sandías.

     «¿Y si me ejecutan sin que pueda despedirme de ella?», pensó y el dolor era tan grande como si le desgarraran el corazón. Abandonar este mundo sin volver a ver los ojos aguamarina de lady Elizabeth —tan hermosos que rivalizaban con las aguas caribeñas— significaba la mayor de las torturas. «¿Y si está detenida?», reflexionó agobiado, porque sabía que la muchacha movería cielo y tierra para estar al lado de él. «Quizá la reina se enteró de la mentira que ideamos y la recluyeron en la Torre de Londres también». Era difícil saber qué ocurría en realidad porque nadie le hablaba ni lo visitaba ni recibía ninguna carta.

     La jornada en la que se cumplía un mes desde el encarcelamiento, el guardián abrió la puerta e interrumpió sus siniestros pensamientos para ordenarle:

—Por favor, poneos esta indumentaria. —La dejó sobre el lecho y se fue sin darle ninguna explicación.

—Al menos tienen el detalle de cortarme la cabeza con las mejores galas que he visto en mi vida —refunfuñó con cinismo.

     Pero cuando estuvo listo, en lugar de conducirlo hasta Tower Hill, los guardias que lo fueron a buscar lo montaron sobre una barca y remaron en dirección a Whitehall. Igual que el día en el que regresaron a Inglaterra, entraron al palacio pasando por la galería de los escudos y lo llevaron de un pasillo a otro y de una estancia a la siguiente, que en lo único que se asemejaban era en la mezcla de olor a perfumes penetrantes, a hierbas salvajes y a heces.

—Entrad en la Gran Sala, por favor —al apreciar que los cortesanos se acumulaban en el acceso, el guardia que lo escoltaba gritó—: ¡Abrid paso a lord Francis! —Y Francis consideró que estas palabras significaban una broma de pésimo gusto.

     Caminó hasta donde se hallaba el trono de la reina, se arrodilló ante ella y le preguntó:

—¿No me vais a mandar ejecutar, Majestad?

—Depende de qué entendáis por ejecución —le replicó Gloriana poniendo un rostro inescrutable—. ¿Contraer matrimonio para vos equivale a la muerte?

—Depende de con quién —se apresuró a responder, imitándola—. A lady Elizabeth se lo propuse muchas veces y sería el hombre más feliz del mundo si ella me dijera que sí.

—¡Tened por seguro que acepta! —la reina se inclinó hacia él y le susurró en el oído—: ¿Cómo vamos a permitir que llamen bastardo al bebé de mi ahijada? —inquirió, utilizando el plural mayestático—. Os casaréis ahora mismo para evitar tal deshonor.

—¡¿Un hijo?! —La emoción lo desbordaba.

      Pero el corazón casi se le detiene cuando vio entrar a su mujer con un hermoso vestido dorado. La dama caminó del brazo del barón de Rich hasta llegar a él. Sonreía y lágrimas de felicidad le recorrían las mejillas. La rodeaban Robert y el resto de sus hermanos. También Oswyn y su padre.

     En el instante en el que arribó la besó, sin importarle que todos murmuraran ni que su futuro suegro y sus cuñados los contemplasen comprensivos, pues solo tenía ojos para ella.

—¡Cuánto os he extrañado, vida mía! —Lady Elizabeth lo abrazó con tanta fuerza que resultaba evidente que el alejamiento había sido un calvario para los dos—. No me permitían veros y la reina solo se ablandó cuando supo que estaba embarazada... Vais a ser padre... Vamos a tener un hijo.

—Es lo normal cuando se hace el amor tantas veces —le susurró en el oído—. Sois médica, deberíais saberlo. ¡Me hacéis tan feliz!

—¡Después tendréis tiempo para arrullaros! Ahora hay que seguir rápido con las formalidades. ¡Por favor, obispo, proceded! —los cortó la soberana con voz de mando.

     Ninguno de los dos supo muy bien qué dijeron durante la ceremonia. Se devoraban con la vista y solo fueron capaces de dar el sí.

—Antes de que prosigamos con el banquete de bodas, queremos haceros entrega de nuestro regalo a lord Francis. —Recién ahora Francis bajó de la nube y comprendió que la reina le había concedido un título nobiliario.

     Elizabeth Tudor descendió del trono, caminó hasta él y le dio un sobre, diciendo:

—Os entregamos vuestra patente de corso y el tesoro de El Dorado, después de restar la parte correspondiente a la Corona. ¡Traednos el otro presente, teniente!

     El noble se aproximó cargando una espada que brillaba como los rayos del sol.

—La hicimos idéntica a la que le regalamos a sir Francis Drake. —La reina esbozó una enorme sonrisa—. Sin embargo, la leyenda es exclusiva para vos.

     Grabado en el acero, Francis leyó:

«Lord Francis lo ha dado todo por Inglaterra, por la reina y por su amada».

[*] El Accession Day de Elizabeth Tudor era el 17 de noviembre, pues ese día del año 1558 murió su hermana María I La Sanguinaria.






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