CAPÍTULO 20. LADY ELIZABETH. Vos sois mío y yo soy vuestra.
«Vive conmigo y sé mi amor,
y gozaremos de todos los placeres
que brindan las colinas, los valles y los campos
y todas las montañas escarpadas».
Fragmento de Vive conmigo y sé mi amor, de Christopher Marlowe
(1564-1593).
En el Wild Soul. Mar Mediterráneo.
Regresaron de la Piscina di Venere con la sensación de ser dos náufragos que se habían encontrado por casualidad en una isla que creían desierta. Francis, reacio, se fue a cumplir con sus obligaciones porque pronto abandonarían tierra. Lady Elizabeth, en cambio, se encerró en el camarote. Precisaba sumergirse pronto en la bañera para quitarse la arena que se le había metido por todas partes y que le daba el mismo picor que si miles de pulgas le hubiesen colonizado el cuerpo. Tampoco se quejaba, se sentía como si flotase entre nubes similares a los copos de algodón que los comerciantes traían del Nuevo Mundo.
Es más, cuando recorría con el jabón las zonas que minutos antes el pirata había besado, lamido y explorado con las curiosas manos, estas se hallaban tan sensibles que le daba la impresión de que todavía seguía sobre ella. Y, si cerraba los ojos, percibía aún su perfume a mar salvaje, a madera de pino y a sal. No era para menos porque le había rendido homenaje desde los rizos que le coronaban la rubia cabellera hasta las puntas de los dedos gordos de los pies. Ninguna pequeña porción se había escapado de las atenciones. Solo se había negado a que el impetuoso miembro la reclamara como suya, aunque de palabra sí que lo había hecho.
Tanta era la fascinación y el deseo acumulado de la joven, que un par de días después al principio no escuchó los retumbos de los truenos. Ni se percató, tampoco, de los fogonazos de los rayos que calentaban la superficie del Mediterráneo al caer, pese a que se percibían con claridad a través de los portillos del camarote. No obstante, en el momento en el que el galeón empezó a dar bandazos y remontó gigantescas montañas para luego caer en salvajes abismos, se tuvo que sujetar con fuerza a la cama —que se hallaba atornillada al suelo— para no quedar incrustada en el techo.
Pero lo peor no era esto, con ser una experiencia que hacía evocar las imágenes de la destrucción final del Apocalipsis, sino el crujido de la madera de roble del barco que daba la impresión de que en cualquier instante estallaría en mil pedazos. Y el fuerte olor a salitre, que le hacía creer que se hallaban a un tris de convertirse en espuma de mar.
Recordó las palabras del barbero y se estremeció —aquello de que las ratas abandonaban el navío cuando el naufragio era inminente—, pues las vio correr al lado de los ratones de un extremo al otro de la estancia, mientras intentaban escapar dando tumbos. Se interrumpieron porque por un segundo el galeón quedó estático en el cielo, como si fuese una golondrina planeando antes de volver a batir las alas. Y luego cayó con gran estrépito y pesadez contra un muro de granito líquido, que le hizo exhalar lo que parecía su último suspiro. Uno de los roedores, impulsado por los bandazos, se escurrió sobre el lecho y se quedó arrollado contra la almohada. Lucía la misma cara de desesperación que debía de tener ella. No lo espantó, sino que se compadeció y se sintió acompañada. Su parte racional la había abandonado hacía horas o días y ni se le pasó por la cabeza las numerosas enfermedades que transmitían esos animalillos. Ni pensó, siquiera, en la presencia de los tres gatos que habían adoptado con la tarea de combatirlos y que debían de andar escondidos por algún rincón, tan aterrorizados como el resto de los tripulantes y de las alimañas.
No supo cuánto tiempo transcurrió en medio de esta agonía, ya que la oscuridad de los días se entreveraba con la de las pesadas noches y parecían semanas. La certeza de que Francis estaba sobre la cubierta —empapado, desprotegido y combatiendo la tempestad— hacía que se le estrujaran las tripas. Y comprendió, sin ningún género de dudas, que lo amaba como nunca había creído posible amar. ¿Qué sería de ella si una ola lo barría de la cubierta y quedaba flotando en el agua sin que lo pudiesen socorrer? Estuvo segura de que se volvería un alma en pena. Se deslizaría por la vida con el desconsuelo de que la maravillosa historia entre ambos había acabado antes de comenzar y de que jamás su corazón volvería a palpitar por otra persona. O, peor todavía, ¿qué pasaría si uno de los mástiles de frágil madera de pino se rendía al viento y Francis caía hasta el lecho marino, atado a uno de los cabos? Visualizó la contracción brusca de sus cuerdas vocales para evitar que el agua alcanzara los pulmones, impidiéndole la respiración, y su rostro de desesperanza. Aunque más doloroso para su tranquilidad mental fue imaginarlo con el agua marina entrándole a borbotones por la boca y provocándole el ahogamiento inmediato. «¿Por qué mi imaginación tiene que ser tan cruel?», se regañó, en tanto lágrimas de desesperación le recorrían las mejillas. «¿Acaso no le basta con el sufrimiento que padezco ahora mismo en mis propias carnes?»
No supo cómo consiguió sacar las cartas de tarot del bolsillo y que estas no volaran por el camarote como hojas marchitas al viento. Las barajó con el brazo enredado en el cabecero de la cama de hierro forjado, poniendo en la tarea un extremo cuidado.
—¿Sobreviviremos Francis y yo a este huracán? —preguntó una y otra vez, imprimiéndole a las palabras tantas emociones que parecía que le habían acertado en el pecho varias flechas de una antigua ballesta.
El galeón volvió a ascender por la cresta de una formidable ola y lady Elizabeth cerró los ojos con la finalidad de prepararse para la dolorosa caída. Cuando esta llegó fue como si le machacara con un látigo cada músculo y cada tendón. Esperó unos segundos y cortó. Ante ella, bien sujeto entre las manos con el resto de los naipes, se hallaba la carta de El Sol. Contempló, ilusionada, al niño alado que sostenía al astro rey con los brazos flexionados mientras flotaba sobre una nube azulada. En el cuello le colgaba un amuleto de la suerte.
—Apreciad cómo las murallas de agua se distancian las unas de las otras —le indicó el querubín con tono serio—. Hace unas horas no habríais sido capaz de consultarnos. Vais a vivir. Y Francis igual. Sed prudente y esperad aquí. Quitad de la cabeza la idea de ir a ver cómo está él o nuestro vaticinio cambiará. —Y, al apreciar que se quedaba inmóvil, la joven guardó el mazo para evitar cualquier contratiempo.
Las horas se le hicieron eternas, una sucesión de instantes de pánico, de reflexión absoluta, de desesperanza matizada por su fe en el tarot. Solo revivió cuando Francis irrumpió en el camarote.
—Pensaba que íbamos a morir y solo lamentaba que no hubiéramos hecho el amor en la Piscina di Venere —le confesó la verdad ni bien entró.
—Esto tiene fácil remedio. —Notó que el pirata también tenía los sentimientos a flor de piel—. ¡Nunca volveré a hacer una promesa tan ridícula! Sois mía y yo soy vuestro.
Cuando el pirata la cargó en brazos y la apretó como si pretendiera tatuarla allí, lady Elizabeth se sintió protegida entre sus músculos... Aunque sonase ridículo. Porque no consideró, siquiera, cuánto le había costado ser independiente para poder convertirse en médica ni en todas las propuestas de matrimonio que el padre había rechazado a petición suya. Quizá porque intuía que el ego de Francis, a diferencia del de los demás hombres, no se menoscabaría porque fuese una mujer inteligente y que había estudiado una carrera universitaria. Sabía que nunca le cortaría las alas y que le permitiría ejercer en libertad, prueba de ello era que en el barco había sustituido al barbero en sus funciones. En definitiva, no se sentiría una maleza arrancada de la tierra de raíz por un huracán, como la habían hecho experimentar sus anteriores pretendientes.
—Prometedme que no os asustaréis si os confieso un secreto —inquirió el capitán en tanto la recostaba sobre la cama y le daba pequeños picos por todo el rostro.
—¿Se trata de algún secreto macabro o violento? —le soltó mientras le rozaba los labios con los suyos—. Porque si la respuesta es afirmativa creo que prefiero ignorarlo... Y tampoco me lo contéis si se refiere a otras mujeres, sé de buena fuente que os habéis comportado como un libertino.
Francis lanzó una carcajada y se le colocó encima, de modo tal que los cuerpos de ambos encajaban a la perfección.
—No, Elizabeth, lo que quería deciros es que os amo. —Acarició las caderas femeninas por encima de la bragueta masculina que la chica llevaba puesta—. Sé que tal vez no sea tan romántico como para llenar este lecho de pétalos de rosa antes de hacéroslo saber. O que os cueste creerlo en vista de cómo se ha desarrollado nuestra relación, pero os juro por lo más sagrado que me enamoré de vos desde que me regañasteis por estar desnudo en los jardines de Whitehall.
—No sé si creeros...
—¡Creedlo, dulzura! —La besó con tanta pasión que el cerebro se le volvió mantequilla—. Desearía ser un poeta para conquistaros con mis versos, pero no tengo el menor talento y lo único que conseguiría al intentar hacer unas rimas sería que huyerais de mí... Y yo, ¿al menos os gusto?
—Si os dijera que os amé desde que os vi en aquella ocasión os estaría mintiendo —admitió con sinceridad—. La noche del palacio me resultasteis divertido, pero luego cuando me secuestrasteis os odié.
—Y ahora, ¿me seguís odiando? —inquirió Francis con el corazón en un puño.
—¿El mar odia al cielo? —Lady Elizabeth le recorrió el cuello con la lengua—. ¿La noche odia al día? No sé, decídmelo vos. ¿Son complementarios o se repelen?
—Yo cuando os miro a los ojos veo los mares caribeños. Creo que somos las dos caras de una misma moneda. —El pirata se estremeció cuando la joven, totalmente conquistada, le desabrochó la camisa y le frotó los senos en el pecho.
—¡Y decís que no sois un poeta! —Ahora se apretó contra la entrepierna masculina y provocó que el miembro la anhelara más y más—. Os juro que si el mismísimo Marlowe os escuchara desde el Cielo o desde el Infierno envidiaría vuestro arte.
—Si sois capaz de creer tal aberración significa que me queréis. —Francis le chupó las aureolas por encima de la camisa—. El mero hecho de que consideréis poesía mis burdos intentos me lo demuestra. Lo que sea que os despierto ha nublado vuestra capacidad pensante.
—Os equivocáis, no os quiero —repuso lady Elizabeth mientras le mordía el labio inferior.
—¿Ni un poquito? —inquirió Francis, decepcionado.
—Lo que siento va mucho más allá del simple querer: os amo del mismo modo en el que vos decís amarme a mí. —Le arrancó la camisa a tirones, necesitaba tocarlo y no se podía controlar.
—¡Ay, malvada mujer, cómo jugáis con mis sentimientos! —Francis le quitó la blusa también a ella—. ¡Os merecéis un castigo!
—Hacedme el amor, mejor. —Lo besó apasionada—. Me habéis llevado al borde del delirio con vuestras atenciones, es hora de que me lo deis todo.
—Os prometo que seré lo más cuidadoso posible con el regalo que me hacéis. —Le bajó, tierno, la bragueta y la tiró sobre el suelo—. Es un honor para mí que me hayáis elegido para desfloraros.
—¡No os doy ningún regalo! —Lady Elizabeth lanzó una carcajada—. El himen es parte de mi cuerpo. Le dais demasiada relevancia a unos simples pliegues elásticos que podría haber perdido hace años montando a caballo. No os debo sexo a cambio de nada, tampoco. Estamos en pie de igualdad, capitán pirata. Sois el primer hombre que me conmueve y que me despierta profundas emociones, por eso quiero yacer con vos.
—Habláis como médica y como varón. —Francis le pasó la lengua por la aureola derecha y le fascinó cómo el pezón se le endurecía a causa del deseo.
—Será porque llevo demasiados años fingiendo ser un caballero y escuchando las batallitas sexuales de mis compañeros de la universidad. Como podéis apreciar, no soy ninguna ingenua damisela. —La muchacha le retiró la braga y le sujetó el falo con ánimo de propietaria—. Solo me falta la experiencia práctica que hoy me brindaréis sí o sí.
—No discutiré vuestra orden, encantadora dama. —Le rodeó con dos dedos la aureola izquierda, y, con ternura, le dio pequeños toques estimulatorios—. ¡Soy vuestro esclavo!
Francis cambió de posición y le frotó con mayor intensidad los dos pezones. Después con una mano la pellizcó allí, delicado, y bajó con la otra hasta llegar al clítoris con la intención de proporcionarle un placer más intenso. Lady Elizabeth movió las caderas contra él en una danza sincronizada, pues se sentía al borde del orgasmo. Así que cuando el pirata le lamió las mamas y le mordisqueó los pezones, abarcándole los pechos como si los cobijase, se volvió loca de deleite. Se dio cuenta de que tenía ante sí a un experto, ya que variaba la presión sobre ellos al tiempo que los succionaba.
—¿Os satisface lo que os estoy haciendo? —inquirió, pese a que por su vibrante contoneo ya sabía que la respuesta sería positiva—. Deseo que lleguéis al clímax en mi boca. Preciso que estéis lo más mojada posible para no haceros daño cuando os posea.
—¡Estoy tan mojada que podría hacer desbordar el mar Mediterráneo! —Le jadeó en el oído—. ¡Si no me poseéis ahora mismo os juro que os mato!
—Y yo, aunque soy un hombre peligroso, moriría por vos —le susurró, conquistado por la pasión de la muchacha—. Creedme que es menester que me tome mi tiempo para que nuestra unión sea satisfactoria para vos.
—¡No me torturéis más! —le imploró y arqueó la espalda cuando le introdujo un dedo a modo de ariete, mientras que con el pulgar le acariciaba rítmicamente el clítoris—. ¡No lo resisto!
—¡Resistid, valiente Elizabeth! —la contuvo: continuó frotando con la lengua la suave piel de los senos, del vientre y le lamió los muslos por dentro—. ¡Necesito, primero, beber de vos! Así sabré que estáis lista.
A pesar de que Francis le anunció las intenciones, todavía se entretuvo un rato hurgando con la lengua cada centímetro de aterciopelada piel, pero negándose a llegar hasta donde la muchacha más lo necesitaba.
—¡Ay, pirata perverso! ¡Pretendéis que os ruegue!
Pero en el instante en el que la lengua acompañó al dedo pulgar sobre el centro de placer, la dama estalló en un orgasmo intenso y prolongado. Estaba acostumbrada a satisfacerse a sí misma, si bien no había punto de comparación.
Francis, por su parte, no se detuvo. Le introdujo la lengua en la dulce cavidad y volvió a hacer que empezara a remontar de nuevo la cima. Antes de que se volviera a correr le separó las piernas con la suya. Introdujo en ella, apenas, el glande. Y esperó, en tanto contenía las ganas de pujar y pujar hasta eyacular. La penetró unos centímetros más y lo frenó la barrera del himen. Se quedó quieto para darle unos minutos a que se acostumbrase a su grosor.
—¡Será solo un dolor momentáneo! —lo animó lady Elizabeth con tono convincente—. ¡Entrad de una buena vez, por favor! Imaginad que soy un galeón enemigo e id directo al abordaje.
Francis, alentado por el crudo anhelo de la voz femenina, se impulsó dentro y la colmó. Ella se mordió los labios para contener el grito. Enseguida le pareció deliciosa la sensación de que la llenaba por entero y de que la vagina se le dilataba al máximo para recibir el gran miembro de su amante.
—¡Necesito más, por favor! —le imploró, estremecida.
El pirata se sintió libre de incrementar la fuerza de las acometidas. Lady Elizabeth gemía ante las penetraciones largas, lentas y profundas y suspiraba con las rápidas. Pero lo que más le despertaba la lujuria era ver a Francis en plena acción y el rostro que ponía cuando lo apretaba entre las paredes y le devolvía una por una las arremetidas.
Se percató de que su compañero estaba a punto de correrse cuando ella se estremeció en medio del segundo orgasmo. No obstante, la voluntad del pirata fue más fuerte. Salió de su interior y le pidió que se apoyara sobre los brazos y las piernas, dándole la espalda. Después entró desde atrás y la empezó a conquistar sin darle tregua. Una y otra vez. El tercer clímax de lady Elizabeth se produjo de manera simultánea con el de Francis. No se separaron, sino que continuaron abrazados, él posicionado con mucho cuidado sobre la espalda de la chica.
—No tengo intenciones de salir de vuestro interior, salvo que me digáis que os duele —gimió mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja.
—¡Por mí podéis permanecer dentro toda la vida! —pronunció la dama casi sin fuerzas.
Y el pirata le tomó la palabra. Solo después de cuarenta y cinco o sesenta noches similares, con cientos de escapadas durante el día, se vieron obligados a dejar el lecho. Lo hicieron porque tenían frente a sí la escarpada isla que se asemejaba al caparazón de una tortuga y cuya forma le daba el nombre. Había llegado el momento de buscar el tesoro de El Dorado... Lo único que opacaba la felicidad de la pareja era que el Santa Trinidad se había perdido durante la tormenta y no había ni rastro de él ni de su tripulación.
https://youtu.be/pCdsdpaUMTU
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro