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Prefacio

Prefacio

Mis pasos resonaban por el vestíbulo de la casa. Podía ver mi reflejo en el mármol blanco y en los paneles espejados que deslumbraban entre las columnas de granito. Me imaginé la gente que habría desfilado por ese pasaje, llena de opulencia y riqueza, y cómo debió haberse visto cuando no había más pasos replicando los míos, siguiendo a una señorita vestida de rojo oscuro que comenzaba la visita guiada.

La casona Dagger era muy popular entre los turistas de la ciudad. Desde su inauguración al público el mes anterior, el gobierno de Victoria Avery se encargaba de promocionar ese y varios tours. Ese día, la entrada era gratis y me convencí que era mi única oportunidad de conocerla. De otro modo, no hubiese podido pagar el costo. Cada una de las moneditas que ganaba en mi trabajo de medio tiempo las usaba para pagar los gastos de la universidad.

Ese era, por cierto, mi día libre y desde hacia rato que tenía ganas de aprovecharlo con una buena clase de historia local.

—La familia Dagger emigró de Inglaterra en el año 1856 —explicó la señorita de rojo, cuando yo distraje con las molduras de cobre y adornos de latón que estaban sobre las repisas bajo los espejos—. De gran riqueza y poder, dueños de una flota mercantil que cruzaba el Atlántico, fueron dueños de grandes hectáreas de tierras en lo que ahora es la ciudad rural Gervasio Dagger, a 15 kilómetros de Victoria Avery y a quién la ciudad le debe su nombre. Sin embargo, para estar inmersos en las fiestas y actividades de la alta sociedad de principio de siglo, mandaron a construir esta casa al gran arquitecto Julio Benavidez. La construcción de la misma comenzó en el año 1902 y se finalizó por completo en 1907. Años después, la familia fue afectada directamente por la Primera Guerra mundial...

Me detuve a sacar fotos. Había unos frescos que me resultaron preciosos, comparados con los que encontré en el Museo de Arte Rodrigo Larrosé, anteriormente la casa un artista español del mismo nombre cuyo estilo gótico era pesado y, para mi gusto, excéntrico. En la Casa Dagger, todo era más delicado y sobrio, lleno de ese mármol blanco y esos pisos de madera oscura y lustrada. Más mi estilo, la verdad. Pensé que incluso podría vivir ahí.

Le mandé las fotos a mamá, que era una artista frustrada, y seguí al grupo que se adentraba al hall principal. Mis ojos desfilaron por la enorme escalera caoba y los balcones internos, mientras la señorita de rojo contaba que grandes y fastuosos bailes se habían celebrado en ese salón y que la escalera guiaba al piso superior, provisto con siete habitaciones y cuatro baños, dos en suite.

—En el piso inferior, detrás de la pared a mis espaldas —dijo ella, parándose junto a las escaleras—, se encuentran otras tres habitaciones y dos baños, con salida directa al Jardín Este y a su particular laberinto. A mi izquierda, podrán encontrar la biblioteca y el estudio que otrora perteneció a Tadeus Dagger, famoso periodista, escritor y filántropo.

Estiré el cuello cuando ella se encaminó hacia esas salas. La historia de Tadeus me interesaba más que nada, porque tenía que hacer una investigación sobre él para una infografía en la universidad. Por eso estaba ahí, por eso elegí visitar esa casa en mi día libre.

Ignoré las voces de otro grupo que venía del piso superior y me apuré para acercarme a la señorita en cuanto irrumpimos en la biblioteca. Abrí el block de notas en mi teléfono y comencé a tipear todo dato interesante que pudiese agregar de Tadeus para incluirla en mi investigación. Escribiendo a toda velocidad, casi me pierdo los objetos en la biblioteca que ella señalaba al pasar.

—El escritorio de Tadeus es famoso porque es el único modelo en existencia en el país. Los otros dos están en España y en Francia, específicamente en el Palacio de Versalles —dijo, apenas entramos al estudio, una habitación más pequeña que la elegante biblioteca, luminosa gracias a los ventanales que daban al Jardín Oeste. El grupo ahogó un murmullo de fascinación.

No perdí tiempo y le saqué muchísimas fotos, en todos los ángulos que pude. Mientras más referencias tuviera para agregar al trabajo mejor. Necesitaba que fuese bueno, necesitaba aprobar, porque no podía darme el lujo de perder esa materia y el dinero que había invertido en ella.

—Tadeus Dagger escribió más de veinticinco libros y, como ustedes deben saber, fue el fundador del ya extinto pero popular diario La corriente en el año 1915. La creación de este periódico, junto a sus tierras en Gervasio Dagger, solventaron la crisis económica que sufrió la familia ante la Primera Guerra Mundial. Desde su creación hasta su posterior disolución, La corriente vendió más de 500 millones de entregas y se convirtió en el diario número uno del país por diez años seguidos. Para la llegada de la Segunda Guerra, Tadeus se encontraba al final de su vida y ya no podía administrar la editorial que fundó. Sus hijos terminaron con La corriente antes de su muerte en 1949 y dedicaron la editorial a la publicación de textos literarios.

Al sacar fotos, terminé perdiéndome parte de la explicación, por lo que empecé a guardarme audios en mi propio chat de WhatsApp, esperando captar lo más importante.

—La editorial, hoy conocida como Eudenio, es una de las más exitosas del país y continua bajo el poder del nieto de Tadeus, German Dagger, último y único descendiente...

Volvimos hacia la biblioteca y una mujer de mediana edad, que se cruzaba un chal por encima del pecho, se acomodó los anteojos antes de sonreír condescendientemente e inclinarse hacia la señorita. Supe que lo que iba a hacer antes de que lo hiciera.

—Pero German Dagger está en un geriátrico. Él ya no maneja Eudenio, eso se comenta, ¿no?

La señorita de rojo asintió.

—Así es. El señor German vive actualmente en una residencia y la editorial es manejada por un gerente.

—Y el estado ha convocado herederos —añadió la mujer, queriendo demostrar todo lo que ella sabía.

La señorita le sonrió con educación.

—Debido a que el señor German sigue con vida, aún no se han convocado herederos. La casa permanece como un Museo abierto al público por permiso expreso de él —contestó, antes de girarse al grupo sin la menor intención de darle más crédito a la señora—. Y por aquí tenemos la colección privada de Tadeus, amante de la literatura española y estudioso de los idiomas...

La biblioteca era una habitación espaciosa, con doble piso y una elaborada escalera de bronce que se deslizaba por un riel. Había enormes butacas de cuero junto a una ventana y me pareció que sería un lugar tranquilo y cálido para estudiar aún en invierno, por la forma en la que sol ingresaba por los ventanales.

Me giré, ignorando brevemente al grupo en cuanto la señora empezó a aportar otra vez datos que no venían al caso. Tomé un par de fotografías a la colección de libros de Tadeus y avancé por la biblioteca hasta detenerme en el cuadro, pintado a mano y de una calidad excepcional, de un hombre muy apuesto de cabello oscuro.

Tenía una expresión calmada y sus ojos esbozaban palabras en silencio. Eran profundos, como si el artista se hubiese detenido especial tiempo en trazarlos y darles alma, vida.

Sí, esos ojos castaños estaban llenos de vida, a pesar de estar planos en un lienzo al óleo. La tenue sonrisa de sus labios, curiosa y ambigua, resaltaba sus elegantes facciones y su mandíbula firma.

Me acerqué una distancia prudencial, atraída hacia esos ojos casi sin pensarlo, y me detuve cuando vi un pequeño cartel que rezaba, grande y claro, «No tocar».

Pensé en hacerlo, pensé en deslizar la yema de mis dedos por esa mandíbula y los párpados que decoraban esos ojos. Nadie me vería, sería un segundo. Mi mano se retorció, oculta en la manga de mi parka. La necesidad de violar toda regla, de jugar con lo prohibido, me atormentó.

—Este es Caden Dagger, hermano menor de Tadeus —dijo la señorita, de pronto parada a mi lado. Pareció que mi interés en el cuadro la había llamado y me sobresalté, creyendo que habría visto mis intenciones, pero enseguida comprendí que esa era parte de la visita guiada también—. Caden, al contrario de su hermano Tadeus, tenía fama reprochable. Desapareció a principios de 1923 —Señaló el cuadro—. A pesar de que la familia invirtió muchísimo dinero en investigadores privados, finalmente su caso prescribió en la década del cuarenta. Hasta el día de su muerte, Tadeus insistió en que su hermano estaba vivo y por eso, el día de hoy, se estima que pueden existir herederos, debido a la posibilidad de que Caden siguiera con vida después de 1923. Este es uno de los misterios de la familia. Mucho insisten en que las deudas de Caden le costaron la vida, otros que huyó, llevándose una cuantiosa suma de la fortuna Dagger. Otros, que incluso fue asesinado por su hermano mayor que deseaba mantener bajo la alfombra el comportamiento mujeriego y que fue enterrado en estas mismas paredes. Que el cuadro en esta biblioteca era un recordatorio de los pecados que Tadeus había cometido. Se dice que también que Caden bebía en exceso y que estaba expresamente enemistado con...

—¡Ah! Pero también decían que el muchacho le había robado una novia a Tadeus —se metió la señora otra vez, asintiéndole a la señorita con complicidad. El grupo entero la ignoró.

—Ahora, si me siguen al piso superior...

Nos movimos de nuevo al salón y trepamos por las anchas escaleras. Pasé mis dedos por las barandas pulidas y permanecí atenta a toda la historia. Pudimos ver alguna de las siete habitaciones, en especial la que le pertenecía a Tadeus, y para el final del recorrido, la mujer metiche me tenía hasta la madre.

Arrugué la nariz cuando siguió soltando rumores infundados, que solo retrasaban el discurso de la señorita, y le envié más fotos de cuadros, en especial aquellos que eran más antiguos, a mi mamá.

«¿Está interesante?», me preguntó mamá, después de ver las fotos. «Espero que te haya valido la pena el viaje hasta allá».

Yo vivía a las afueras de Victoria Avery en Hochtown, un barrio industrial que fue creciendo gracias a las inversiones de fábricas a lo largo de las décadas. Empezó en el siglo pasado como un barrio marginal y popular, y ahora podía creerse que pertenecía a una clase media baja.

Toda mi familia creció y murió en Hochtown. Para cuando mi tátara abuela se fue a vivir ahí, embarazada y soltera, no tenía más que lo puesto y algo de dinero que sus padres le dieron antes de expulsarla de su casa. Mi abuela solía contarme el hambre que ella, su madre y su abuelita, pasaron y como, trabajando cual condenadas, lograron salir adelante y tener una casita propia. La misma en la que yo y mamá vivíamos desde su muerte.

Por supuesto, la Casa Dagger quedaba al otro lado de la enorme urbe y me había tomados dos buses y un subterráneo para llegar. Pero estaba siendo interesante, por lo que sí consideraba que valía la pena. Tendría muchísimo material interesante y los docentes valorarían el trabajo de campo. Si lograba acercarme a la señorita para otras preguntas, luego, sería increíble.

«Lo que cuentan no está en Wikipedia», respondí, escribiendo a toda velocidad. «Al menos no la mayoría».

«No llegues tarde», me respondió mamá. Nuestra ciudad tenía una racha de seguridad impresionante, sobre todo desde que, años atrás, varios asesinos y violadores aparecieron muertos, pero eso no significaba que no tuviese que cuidarme. Llegar temprano a Hochtown, antes de que anocheciera, era importante.

El piso superior era igual de bonito y, apenas terminó la visita, se nos permitió recorrerlo a libertad —por dónde se estaba autorizado, claro—. Me acerqué a hacerle preguntas a la señorita y ella, amablemente, respondió varias de mis dudas. Se mostró encantada de que mi infografía fuese de Tadeus y compartió detalles que alertó a la señora metiche. Se plantó cerca de nosotras, primero en silencio y luego empezó a meter bocado tras bocado, interrumpiéndonos a cada rato y no permitiéndonos cerrar la conversación.

Me irrité. Rechiné los dientes y me mordí la lengua para no mandarla a volar de mala gana, porque no quería hacer un escándalo, porque esa señora era mayor que yo, porque se suponía que yo tenía que ser educada...

—Disculpe —le dije, con una sonrisa poco amistosa, y le di la espalda, para seguir hablando con la guía. Pensé que se molestaría igual por mi actitud, pero, para mi sorpresa, siguió hablando por encima de mi hombro.

Le dirigí una mirada consternada a la señorita y luego le agradecí con un asentimiento de la cabeza. Ella no podía hacer mucho, así que solo me alejé, creyendo que la señora le caería encima.

Sin embargo, mientras caminaba por el piso superior y revisaba mis notas, para asegurarme de tener lo más importante sobre la vida y obra de Tadeus Dagger, escuché su aguda voz.

—También dicen que Caden tenía un gran conflicto con Mortimer Everust...

Apresuré el paso cuando me di cuenta de que la mujer venía ahora detrás de mí, contándole esas cosas, que solo ella parecía saber, a su esposo. Vislumbre el ascensor, que había sido introducido en la Casa con una posterior renovación en los años sesenta, y me metí dentro antes de que la señora también lo alcanzara. La vi venir, ella cruzó una mirada conmigo, pero apreté el botón de la plantaba y las puertas se cerraron en sus narices.

Exhalé, entre aliviada y feliz. No pude mandarla al carajo por su interrupción, pero al menos pude obligarla a bajar las escaleras. Y ella sabría que lo hice a propósito.

No me interesaba ser buena y calmada, no tenía ganas de escucharla. Así que sonreí, victoriosa, antes de darme vuelta y darme cuenta de que el ascensor estaba vacío. Lo tomé sola, algo extraño con la cantidad de gente que había dando vueltas por la vivienda.

Volví mi vista hacia el frente y pensé en recorrer los jardines, y en especial el laberinto de setos bajos, antes de irme. El ascensor ralentizó su marcha y se detuvo en la planta baja con pereza. Las puertas se abrieron lentas y parpadeé, confundida, al notar que no había nadie en el salón.

Una brisita sopló el silencio espectral de la Casa al interior del elevador y me despeinó los cabellos que se me habían soltado de mi coleta informal. Me quedé ahí, como si mi mente no pudiese procesarlo. Pasaron los segundos y las puertas continuaron abiertas. No se escuchó ni un murmullo, ni el canto de un ave, ni el motor de un auto en la calle.

Desde donde estaba, parada en el ascensor, junto a la biblioteca, podía ver la puerta de entrada. No estaba abierta, recibiendo más turistas. Estaba cerrada.

Dubitativa, me asomé por las puertas. Miré hacia un lado, hacia el otro. Nadie salía de la biblioteca o del estudio. Nadie bajaba por las escaleras, no pululaba gente en el Jardín Oeste, frente al salón.

Me metí de vuelta en el ascensor y mi espalda cochó contra los paneles de madera. La respiración se filtró a través de mis labios y sonó como un siseo. Me tomó varios segundos más, en los que me dije que definitivamente estaba loca y todos estaban callados prestándole atención a otra visita, salir a ver de nuevo. Di dos pasos por la madera lustrada y lo único que se oyó en ese silencio sepulcral fue el arrastre de mis botas en el piso.

Nada. No se oía nada.

Me asomé, para ver hacia arriba, hacia los balcones del piso superior que desbocaban en el salón. Estaban callados y aterradores. Fue en ese momento que corrí al ascensor y presioné el botón de la planta alta. Varias veces, aunque me repetía que arriba había gente, que estaban escuchando otra visita, que en nada bajaría la señora molesta por las escaleras. Mis dedos se movieron solos, pese a la parte lógica de mi cerebro, sobre el botón. Las puertas, por más que lo intenté, no se cerraron. Estaba atascado.

—¿Qué carajos...? —balbuceé.

Era inútil, por lo que tragué saliva y salí de vuelta al salón, llevándome los dedos al dorso de la mano. Caminé, tratando de ser tan callada como el resto del lugar, y me pellizqué hasta que me hice doler. Fuerte, fuertísimo.

Me giré hacia las escaleras. La señorita de la visita seguía arriba, o al menos eso creía yo. Seguro, cerraron las puertas de entrada por el frío invernal, pensé. Pero, en el momento en que lo reflexioné, empecé a sentir calor. La bufanda que todavía me daba vueltas en el cuello me dio una sensación de ahogo y me arranqué los botones de mi parka para evitar transpirar. Eso sí que no sabía si se debía a los nervios que crecían, condensándose en mi nuca, o al cambio de temperatura.

Enfilé hacia los escalones y ahogué la duda cuando puse el pie en el primero. Tenían que estar arriba. Era obvio, tan obvio como que la mano me dolía al hacerme daño. Subí, despacio, apretando los labios y casi sin respirar, hasta que llegué al primer piso y lo encontré desierto, al igual que el de abajo.

Paseé mis ojos por el pasillo balcón —le eché un vistacito a las puertas cerradas del ascensor en el primer piso, donde dejé a la señora— y me asomé por el arco de la salita de estar que dividía el ala norte de la casa y sus tres habitaciones, con el ala sur, con las otras cuatro.

—Totalmente vacía —susurré y se me heló la sangre, a pesar del calor que me carcomía cada vez más.

Me desajusté la bufanda y caminé ligerito hacia una de las habitaciones a las que se tenía permitido el acceso, pero encontré la puerta cerrada. Tiré del picaporte con suavidad y encontré que estaba cerrada con llave. El sudor se me acumuló debajo del suéter, me ardió la cara, pero mi pecho continuó congelándose. Del miedo.

Apuré el paso a otro cuarto, uno que tenía la entrada, como vi en la visita, resguardada con un cordel rojo para impedir que la gente pasara y solo la revisara desde el rellano. Me detuve antes de llegar siquiera. El cordel no estaba. Había desaparecido. Como todos los demás, como cada persona que vi segundos antes de abordar el ascensor.

No entendía qué demonios estaba pasando. Una vocecita aterrada se preguntó si el ascensor no se habría derrumbado conmigo dentro y yo estaba, en realidad, muerta. Otra vocecita dijo que era ridículo, pero yo pensé que ridículo era estar sola en una casa que era un maldito museo.

Lo siguiente que pensé, fue que tenía que salir de ahí. Mis pies se tambalearon y mis dedos buscaron temblorosamente mi teléfono, en el bolsillo de mi parka. Estaba a punto de tomarlo, cuando un golpe sordo, como el de una puerta estrellándose contra el marco, me sobresaltó. Venía del ala norte, frente a mí. Quizás de alguno de los cuartos que no pude conocer en la visita.

Di un respingo y giré sobre mi misma, con el terror corriéndome por las venas, tensando mi columna y desafiando mi agilidad natural. Corrí, porque tenía que salir de ahí ya mismo.

Bajé la escalera desesperada. Casi me patiné bajo las puertecitas de madera y vidrio entre el vestíbulo y el salón. Salté los tres escalones que separaban el vestíbulo del hall de entrada y aterricé contra las puertas de la Casa. Los pesados picaportes fueron un reto para mis torpes y pequeñas manos, pero los bajé y tiré de ellos con desesperación, con el corazón martillándome en la garganta.

No se abrió. No cedió ni un solo milímetro.

Escuché otro portazo en el piso superior, más cerca, quizás frente a las escaleras y me dominó el pánico de una manera voraz. Tiré del picaporte tan fuerte, trabando los pies en el mármol blanco, que mis dedos se resbalaron del metal. Reboté contra la pared y empujé una mesita que hubiese jurado, cuando entré a la Casa, no estaba ahí. Un jarrón con rosas blancas se tambaleó antes de caerse al piso y quebrarse en miles de pedazos.

Jadeé, contra la pared, contra la mesita. Observando el desastre de cerámica en el suelo. No había un maldito jarrón antes. No tenía sentido que estuviera ahí. Cualquier turista podría haberlo destrozado y seguro valía muchísimo.

Todo ahí dentro estaba mal, terriblemente mal. Pero lo que más me aterró fue que escuché pasos en la escalera. Alguien bajaba, alertado por el sonido del jarrón roto.

No se me ocurrió otra que deslizarme por el vestíbulo y colarme en una de las puertitas del lado este, que me llevó a otra sala de estar, con sillones desempolvados y cortinas pesadas. Troté a través de la habitación y crucé otra puerta, que conducía a un enorme y elaborado comedor. Apurada, con el corazón a punto de salirse por la boca, me escondí detrás del postigo del comedor. Y escuché.

Los pasos enérgicos llegaron al vestíbulo. Los zapatos se arrastraron por encima de los pedazos de cerámica en el hall. Hubo un momento de quietud, antes de que se acercara por el living.

Salí de mi escondí y me apuré, retrocediendo sin dejar de ver la entrada del comedor, tanteando otra salida. No conocía esa parte de la casa, no tenía ni idea de a dónde iba, pero seguro habría otro pasillo que podría llevarme al salón. Y si, quien fuera que me perseguía continuaba por la sala de estar, tendría la oportunidad de volver a las puertas de entradas, aunque estas siguieran cerradas. Podría volver a abrirlas y escapar. O salir a los jardines y trepar los muros. Cualquier cosa...

Traté de que mis pasos fueran imperceptibles. Me volví sobre mi misma una decena de veces antes de alcanzar el pasillo que me había imaginado que existía y deambular por el hall. Estaba viendo hacia atrás, con la respiración temblando a través de mis labios, cuando me choqué contra algo duro.

Tardé un segundo en darme cuenta de que era alguien, no algo. Fue en el momento en que me aferró la muñeca y me giró hacia él. Se me drenó el aire de los pulmones. De mi boca se escapó un grito ahogado y las piernas se me vencieron.

La mirada oscura del hombre que me atrapó casi me atraviesa el alma. Mi corazón dio un último latido espantado antes de que me deslizara al suelo, antes de que Caden Dagger, exactamente como se lo veía en el cuadro de la biblioteca, observara como me desvanecía.  

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