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Titubeó. Sus labios se detuvieron a centímetros de los míos.
Sus ojos, llenos de dudas y temores, empapados en la necesidad, se pasearon por mi rostro. Buscaron mi mirada. Pude sentir como su cuerpo se alejaba milímetros del mío y esa urgencia que reptaba por mi cuerpo, que se concentraba entre mis piernas, donde él presionaba con su rodilla, me movió hacia delante.
Le agarré la camina con una mano y la otra subió por su cuello a toda velocidad. Le aferré la nuca y no solo me abalancé, sino que lo tiré hacia mí.
Ese impulso pareció discurrir por su cuerpo como una corriente eléctrica, una que lo arrojó sobre mí, sin dudas aterradoras por lo que podía suceder. Su boca se estrelló contra la mía y todo su peso, presionándome contra la biblioteca, me quitó el aire.
Algo caliente se derramó sobre mi en el momento en que sus labios barrieron los míos. Fue firme, lento, profundo. Se deslizó sobre mí y mis dedos se clavaron en la piel de su nuca. Un gruñido retumbó desde su cuerpo y entreabrí la boca para soltar un suave gemido que nos hizo temblar.
Respiramos en ese breve instante, antes de que me besara de nuevo, de verdad, con locura. Le respondí, enajenada, tirando de su sedoso cabello oscuro, elevando el pecho hacia él, hasta que mis senos de presionaron de manera sugerente contra sus pectorales.
Su rodilla se movió contra mí. Sus manos aferraron mi cintura y tiraron de los pliegues de mi vestido, como si la fina tela no fuese más que un estorbo. La biblioteca crujió cuando me estampó una vez más, buscando reducir cualquier ínfimo espacio entre nosotros.
Me devoró y todas mis fantasías llenaron mi mente. La miel que saboreaba en su boca despertó todas ellas. Las volvió tangibles, como si piel debajo de mis manos y la textura de su pantalón enrollándose entre mis piernas. Las puso a mi alcance, a riesgo de quemarme por completo. Se volvieron una vorágine hambrienta, que palpitaba y punzaba, casi con dolor, con cada caricia y tironeo de sus dientes en mis labios...
Y en otras partes.
Eché la cabeza hacia atrás, aunque mi nuca no tenía hacia donde caer. Caden deslizó la boca por mi mandíbula y mordió, ligeramente, cada trozo de piel que encontró en su camino a mi cuello. Suspiré, no, sollocé de placer, removiéndome entre sus brazos, usando la mano que no tenía en su cuello para tironear sus botones.
Él también soltó algo parecido a un gemido. Las yemas de mis dedos alcanzaron su pecho, sus pectorales calientes y amenacé con derretirme cuando su rodilla me presionó hacia arriba. Mis pies descalzos se elevaron del suelo y el vértigo se apropió de mi solo por un segundo, hasta que sus manos se aferraron a mi trasero, por debajo del vestido. Me levantó en el aire y respondí en el instante, perdiendo el miedo, anclando las piernas alrededor de su cadera.
Fue ese movimiento el que nos hizo jadear a ambos. Sentí la presión que se ahogaba en sus pantalones por primera vez. Se apretó contra mí, donde antes estuvo su rodilla y ahora era un mar de anhelos. Hubo de nuevo un palpito de doloroso placer. Sus uñas se clavaron en mis nalgas, las mías en su abdomen, cada vez más desnudo.
Nos atrajimos aún más, como si eso fuera posible. Sacudí la pelvis sobre él y otra vez tuve que gemir. Miles de estrellitas estallaron entre nosotros. El deleite nos empujó a hacerlo otra vez y de pronto estábamos sumergidos en movimientos desquiciado y poco apropiados. Como si estuviésemos desnudos, como si estuviésemos cogiendo de verdad.
Caden pasó a sostenerme con una sola mano, guiando ese movimiento insensato. La otra, subió por mi espalda y se trasladó hacia delante, hacia mis senos, tirantes e hinchados contra el vestido, al mismo tiempo que su boca regresaba a la mía.
Entonces me tocó. Me frotó de verdad. Su agarré se cerró en torno a uno de mis pechos y pasó su pulgar por donde estaría mi pezón, tenso y expectante. Le mordí el labio en respuesta, para hacerle saber que lo hacía encontrado. Su reacción fue comerme mejor, besarme hasta que me quedé sin aire, apretarme con la punta de los dedos cada uno de mis pechos. Lo único que necesitábamos, para que me pellizcara de verdad, era que bajara el escote.
Esa idea burbujeó en mi interior. Tener mis pechos al aire, en su cara, para que los besara y acariciara era lo siguiente en mi lista. Pero había otra que tenía que venir por igual: bajé con mis caricias aún más por su abdomen firme. Arranqué más botones, palpé la belleza de sus músculos y de ese cuerpo tan hermoso que estaba congelado desde 1923 y que se la pasaba oculto tras camisas y trajes. Caden desnudo, en mi imaginación, era una delicia atroz. Lo que podía tocar de él no hacia más que echar leña a ese fuego.
Las ansias por llegar a lo que pujaba debajo de sus pantalones solo fue interrumpida cuando él llegó a lo que había debajo de mis bragas.
Desde atrás, desde donde sujetaba mi trasero, su dedo índice se coló por debajo del elástico de la prenda. Se resbaló por entre mis nalgas, hacia delante. Dejé caer la mandíbula y supliqué, creo que en voz alta. Mi boca se separó de la suya un breve instante, porque Caden la reclamó para él con un rugido, una vez más, como de repente reclamó lo que estaba hurgando entre mis piernas.
Su dedo avanzó, primero rozándome apenas. Con eso, hubiese sido suficiente para embeberme en llamas, para llevarme a la absoluta locura. Recordaba muy bien cómo imaginé las noches anteriores ese tacto, y me aferré a eso mientras comparaba la sutileza con la que me probaba, me descubría. Era, sin asombro, mil veces mejor. Mil veces más delicioso. Y cuando comprobó lo húmeda que estaba, lo derretida que me tenían sus besos, su dedo se deslizó lentamente dentro de mí.
Solo eso podría haberme hecho acabar, ahí, contra su boca suave, tibia y sabrosa; con su mano llenándose de mis pechos; con su bulto frotándose contra mí. Jadeé y apreté las piernas y, esta vez, supliqué en voz alta. Dije su nombre, le rogué por más.
La boca de Caden abandonó la mía. No fue de golpe, pero se separó de mi lo suficiente para verme a la cara. Nuestros ojos se encontraron y me vi en ellos, con la cara colorada, los labios hinchados, la piel perlada por un sudor de lo más erótico. Mis propios ojos se reflejaban brillantes y excitados.
Él también se veía así. Sus iris estaban más oscuros que nunca, empapados del deseo más oscuro que yo había visto jamás en un hombre, pero mientras se alejaban de mi, parecían aclararse al mismo tiempo que se aclaraba su consciencia.
Supe lo que estaba pensando antes de que su dedo desapareciera de mi interior, suavemente. Casi que pude escucharlo gritar en su fuero interno mientras dejaba de tocarme y separaba su cuerpo del mío.
Recuperé el aire que tenía en los pulmones y me di cuenta, recién ahí, que nunca los había llenado de nuevo. Caden se lo había llevado todo con sus besos y ahora que recuperaba la consciencia, que entendía lo que estábamos haciendo, me lo devolvía.
Mis piernas se aflojaron alrededor de su cadera. No dije nada mientras él me bajaba con suavidad. Lo miré en silencio cuando se llevaba las manos a los botones de la camisa, como si no me hubiese estado tocando con indecencia. Mantuve la boca cerrada, apoyada contra la biblioteca, apenas recuperándome, mientras él se acicalaba.
—Lo siento —dijo, recién cuando levantó la cabeza para verme. La vergüenza se había apoderado de sus facciones. Se inclinó hacia mi para acomodarme el vestido, que había quedado groseramente arrugando encima de mis muslos, revelando mi ropa interior que él mismo había traspasado, pero yo me alejé.
Me escurrí por entre sus brazos y puse una distancia segura, mientras construía una máscara en mi rostro que no permitiera mostrarle lo frustrada que estaba. La máscara, en cualquier caso, me serviría también a mi para ignorar que también me sentía dolida por el rechazo.
—Está bien —le dije, acomodándome yo sola la ropa. No quería que él lo hiciera como si estuviese reparando una muñequita a la que violentó. Nos violentamos los dos, ambos lo quisimos.
Caden se mordió el labio inferior, notando mi evasiva.
—Camilla, yo...
Traté de sonreírle.
—Descuida, lo entiendo —lo interrumpí—. Sé por qué lo hiciste. También sabes por qué lo hice yo. No tienes que disculparte por lo que pasó.
Él levantó una mano, pero la dejó caer de inmediato.
—Sí tengo —replicó—. Esto... entre nosotros... Yo no puedo... Diablos, quizás ya es demasiado tarde.
Me apresuré a recoger el libro del suelo. Me repetí a mi misma que él tenía motivos para temer, que no era algo personal conmigo, sino con toda una condena de cien años que parecía no tener fin. Eso tenía que ver con su sufrimiento y eso, obviamente, podía entenderlo. Aunque no significara que no doliera un pelín.
—Lo sé —dije, con suavidad, irguiéndome. Esta vez, mi sonrisa fue más genuina, más calma. Todavía me palpitaba el corazón y muchísimas partes del cuerpo. Supe exactamente qué iba a tener que hacer en mi cuarto en minutos nomás, aunque la gloria de tener los dedos de Caden dentro de mi jamás se asemejaría a hacerlo sola—. No tienes que excusarte conmigo. Ya hablamos esto y sé muy bien en qué podría afectarte esto. También lo siento, me dejé llevar y no... medí mis acciones.
Caden no me contestó. Su frente se había arrugado por completo. Le hice una inclinación con la cabeza y pasé junto a él por la puerta, en dirección al salón. Di pasos largos y veloces, pero cuando llegué a la escalera él apareció a mi lado.
—Me encantas —me dijo, sorprendiéndome. Agarró mi muñeca para detenerme, pero el impacto de sus palabras ni me hizo notarlo. Lo miré pasmada a la cara—. Eres preciosa. Tu mirada es hermosa y tu cuerpo es un sueño. No mentía cuando dije que eres todo lo que podría haber soñado en una mujer. Sé que dices que entiendes por qué paré, pero quiero que quede claro que me gustas y que, en otras circunstancias, jamás habría sacado mis dedos de ahí.
Sentí la cara hecha un fuego. Incluso más que cuando me tenía empotrada contra la biblioteca de esa manera tan sabrosa. Me entró una vergüenza terrible porque no recordaba la última vez que alguien había sido tan directo conmigo. Era irónico, porque yo solía ser bastante directa.
Abrí y cerré la boca, sin saber qué decir. Su agarre se volvió suave en mi muñeca. Su dedo acarició el interior de la misma. Un escalofrío me recorrió desde la punta de los pies hasta el último de mis cabellos.
—Yo... —susurré—. Gracias. Por los halagos —musité, evité mencionar el asunto de los dedos. Todavía me ardía en deseo ese lugar—. Y no te preocupes, entiendo por qué paraste. Era lo más... sensato. Para ambos.
Me soltó y yo me giré hacia las escaleras, apretando los labios para no decir nada más. Pensé en decirle que también era apuesto, que me encantaba también, pero decirlo también implicaría confesar que lo quería encima de mí, debajo de mí, contra mí, 24/7. Pensaría demasiado en su propia confesión sobre los dedos en mi interior y le diría que quería otra cosa suya dentro. Nos iríamos de tema, no llegaría nunca a mi cuarto.
—¿No estás enfadada? —me preguntó, cuando llegué arriba. Me detuve, pero solo me giré por la mitad.
—No —le dije. Y era verdad. A pesar de las frustraciones, no estaba enfadada con él. No sentía que me hubiese ilusionado a propósito. Fue un momento de debilidad, también lo fue para mí—. Lo digo en serio. Sé en qué página estamos.
Él asintió y bajó la cabeza. Era la señal de que la conversación estaba terminada, pero mientras volvía a mi habitación me dije que no tenía ni la más pálida idea de en qué página estábamos. O tan siquiera si había una.
Tuve que plantearme si era buena idea quedarme encerrada en mi habitación tantos días otra vez. Después de volver al cuarto y calmar mi cuerpo y mi corazón con mis propias caricias, pensé que no tenía por qué esconderme y que, si lo hacía, haría que él pensara que sí estaba enojada.
No lo estaba, era lo cierto. El pequeño dolor que sentí ante el rechazo se esfumó. Lo digerí bien rápido debido a las hermosas e inapropiadas palabras que me había declarado en las escaleras. Seguro, no eran dignas de una acaudalada señorita, según él. No era algo que un caballero de su educación y refinamiento soltara más que a una amante, pero para mí eran normales. Incluso un poco cursi y allanaron las dudas que estaban en mi pecho.
La frustración era otra cosa. Tenía más ganas que antes de tener sexo con él. Después de sus besos, mi imaginación no era suficiente. Mis fantasías rayaban en lo obsceno, lo violento y lo prohibido, pero no alcanzaba.
Verlo solo pondría a prueba mi fuerza de voluntad, pero no podía, realmente, quedarme encerrada. Bajé a la biblioteca el día siguiente e incluso hice varios viajes para llevarlos a mi cuarto, en donde, de la nada, apareció una rápida para que pusiera mis favoritos.
La observé con recelo durante horas, preguntándome a qué jugaba la Casa, hasta que finalmente acomodé algunos y me deleité con la fascinante idea de tener mi propia colección, algo que nunca pude hacer porque gastar dinero en literatura no era algo que me podía dar.
Esa noche, me senté a cenar sola en el comedor, con un ejemplar de una novela ligera muy popular en 2022, pero Caden no apareció. Tampoco lo vi durante el día siguiente y antes de preguntarme por qué no quería verme, me dije que estaba transitando la misma ansiedad que yo.
Devoré libro tras libro, entonces. La Casa me dio cualquiera que pedí, incluso las sagas de fantasía más ardiente, y me sumergí en romances intensos y altamente sexuales que siguieron dándome cuerda. Cada vez que cerraba las páginas, abrí otra en mí, delirante de deseo. Cerraba los ojos y recreaba escenas con la imagen de Caden, con sus besos y sus caricias.
Cumplí dos semanas en la casa, entonces, cuando empecé a apartar las novelas, aburrida de esa rutina y añorando más que nunca el mundo real, donde, sobre todo, podría elegir entre múltiples hombres para satisfacerme. Volví a recorrer la casa, buscando cualquier otro hobbie que pudiese hacer para matar el tiempo y me encontré talando algunos de los arbustos del laberinto.
Por supuesto, sabía que la Casa iba a recuperarse apenas terminara con alguno de los setos, pero todo parecía tan estático que merecía la pena intentarlo, al menos para hacer algo. Me deshice de uno de los arbustos y desplanté una maceta que estaba cerca de la puerta de entrada, con mucho esfuerzo, y la planté en su lugar. Luego, me quedé parada esperando a que volviera a ser como antes.
Un minuto. Dos. Tres.
—¿Quieres hacer algún tipo de apuesta? —me dijo Caden, desde el balcón. No me sorprendió su voz, porque desde que empecé con la jardinería supuse que él estaría espiándome. En realidad, contaba con ello. Su voz fue un cálido bálsamo sobre la piel de mi nuca, caliente por el sol.
—¿Cuánto crees que va a durar? —le dije, sin quitarle de encima los ojos a la planta.
Caden no me respondió, pero sabía que seguía ahí, esperando, igual que yo. Pasaron casi diez minutos y no hubo cambios. Normalmente, la Casa desaparecía todo lo que estaba fuera de lugar en un minuto o menos, por lo que no me confié y decidí darme la vuelta para visitar el otro lado del jardín y hacer, tal vez, lo mismo.
Esperé que Caden se reuniera conmigo, pero eso no pasó. Me tiré de rodillas sobre el césped y usé las manos para quitar unos cuántos malvones, incluso antes de tener lista alguna maceta que quisiese trasplantar. Me llené de tierra las piernas y los brazos, pero se sintió bien tener las manos ocupadas en otra cosa que no fuesen los libros y mi propio cuerpo. Entonces, en un momento, cuando me giré a ver qué podía usar, la Casa hizo aparecer junto a mi un juego de jardinería y un montón de macetitas con flores pequeñas, de esas que se compran en los viveros y que están listas para pasarlas a la tierra.
Las miré en silencio, no muy segura de cuál era el significado de ese regalo. Pensé también en la biblioteca que me obsequió y en porque de repente, después de todo lo que peleé con ella, quería consentirme.
Usé las cosas, de todos modos, dándole miles de vueltas. Planté todas las flores y cuando me di cuenta, estaba rodeada de nuevas, para que las pusiese donde yo quisiera. Incluso, apareció un pequeño árbol que también estaba listo para su nuevo hogar.
—¿Qué es lo que intentas hacer? —le pregunté a la Casa—. ¿Cuál es el punto si sigues sin darme ropa que me gusta y me sienta cómoda?
Obviamente, la Casa no me respondió. Tampoco me dio más plantas, pero me entretuve con lo que tenía. Pasé el resto del día redecorando esa parte del jardín y pensando en nuevas posibilidades. Pensé en cambiar toda la estética antigua y aristócrata del jardín, tan llena de decoraciones, y me pregunté si incluso me permitiría deshacerme de las esculturas o sería demasiado. Teniendo en cuenta de que quizás la Casa ahora quería ser mi amiga...
«No», me dije, cuando subía las escaleras al atardecer. Estaba llena de barro y pedazos de hojitas y raíces. Sentía la piel seca y tirante y no me aguantaba a mí misma. «No confíes en ella».
Caden me había dicho que la Casa era ambigua, que era caprichosa y que estaba diseñada para torturarte y darte todo lo contrario a lo que realmente quieres. Solo te mantendrá con vida con buena comida, pero por lo demás... En mi caso, su último actuar no tenía sentido, pero no podía darle la mano con soltura. En cualquier momento, podía ponerse en mi contra, tomarme hasta el hombro y arrojarme desde la cima de las escaleras.
Cuando llegué al primer piso, me acordé súbitamente del enorme baño de la habitación de Tadeus. Estaba sudada, además de embarrada, y mi piel caliente llamaba a gritos esa bañera gigante, por lo que me encaminé hacia ahí en vez de a mi cuarto.
Entre sigilosamente a los aposentos y empujé la puerta del baño con la punta de los dedos. Aún así, la madera de la puerta quedó manchada de tierra oscura. Me asomé al interior y sonreí cuando la bañera de selló sola.
—Realmente, no entiendo porqué intentas complacerme ahora —dije, sacándome el vestido a tirones. Quedé desnuda en un santiamén y en el otro ya estaba hundiendo los pies sucios en el agua tibia—. ¿Cuál es el punto?
Me sumergí hasta el cuello antes de frotarme los brazos para sacarme la mugre. En seguida, supe que tendría que cambiar el agua más pronto que tarde, porque la misma se tiñó de marrón, debido a la cantidad de barro que traje.
Me dediqué entonces a quitarme la tierra de debajo de las uñas, hasta que la Casa me entregó un cepillito pequeño para ayudarme. También me regaló jabones que olían a Jasmín y sales marinas que perfumaban igual que las rosas del jardín.
Me di una primera lavada, pero cuando fui a tirar del tapón para vaciar la bañera, el agua sucia desapareció y antes de que pudiera sentir frío, fue reemplazada por agua limpia, igual que la primera vez.
No hice ningún comentario. Tampoco agradecí, ni siquiera cuando me dio shampoo, acondicionador y dejó sobre una de las sillas del cuarto unas toallas enormes y bien dobladas, con una bata de seda nueva, pantuflas sumamente mullidas y una colección enorme de productos para la piel sobre el tocador en la otra pared.
Fruncí el ceño todo el rato que estuve lavándome el cabello. Mantuve los labios sellados aún cuando apareció una percha con un vestido nuevo colgando del perchero. Me tomé mi tiempo y me esforcé por ignorar todos los regalos. Me esforcé por entender su juego.
Terminé de bañarme casi cuarenta minutos después. Salí sintiéndome reluciente, suave y relajada, al menos de forma física, y caminé por el piso de cerámicas hasta las toallas. Agarré una y comencé a estrujarme el pelo cuando una sombra, salida de la nada, se precipitó hacia mí.
Retrocedí y grité a la vez. Solté la toalla, al mismo tiempo en que mi corazón dio un golpe histérico contra mis pulmones y subió hasta mi garganta. Tardé en comprender qué era esa figura oscura, del tamaño de un hombre adulto, que me asechaba. Pero, para cuando lo hice, me patiné en el suelo mojado, mis pantorrillas chocaron con el borde de la bañera y caí de espaldas dentro de ella.
Tragué un poco de agua jabonosa, pero conseguir erguirme rápido. Jadeando, sujetándome del fondo de la bañera, aterrada y consciente de todos los lugares en donde me había golpeado al caer, pasé los ojos por el cuarto de baño.
Nadie estaba ahí conmigo. Estaba sola. No habría sombras, no había hombres. Fue una réplica, una que no se veía reflejada en ningún espejo, y yo no tuve el tiempo suficiente para razonarlo antes de intentar huir.
—Mierda —murmuré, metiendo los talones en el agua, que me habían quedado colgando por el borde. Se me había clavado detrás de las rodillas y me ardían varias partes de las piernas. Incluso, me dolía el culo al haber chocado con el fondo—. Menos mal que estaba llena.
Podría haberme desnucado. O no, si la Casa decidía mantenerme al borde de la muerte, recuperándome de un golpe fatal por varias horas o días.
Me estremecí y me agarré de la bañera para salir. Esta vez, al salir, me aseguré de pisar bien y regresé junto a las toallas secas. Alcancé a tomar una cuando la puerta del baño se abrió con violencia. Estuve a punto de caerme otra vez, del cagazo que todavía me persistía en el cuerpo, como si creyera que una réplica podía venir a atacarme.
Me aferré a la toalla y solté un gritito agudo. Luego, me puse roja. Me ardió la cara, los pechos y el vientre. Ahí y en cada sitio donde los ojos de Caden se detuvieron cuando la puerta chocó contra la pared.
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