7. Remordimientos
El resto de la cena transcurrió en un incómodo silencio. Me costó tragar cada bocado y disfrutar del sabor de la carne y las verduras mientras evitaba ver a Caden, pero limpié el plato y me apresuré a ponerme de pie.
En ese mismo instante, él también se levantó.
—Espera —me dijo, logrando que volteara a verlo por primera vez en un largo rato. Su mirada lucía apenada, su expresión avergonzada—. Falta el postre y el café.
No solo no sabía si era capaz de aguantar ese ambiente tan caldeado un poco más, sino que me sentía muy llena como para dejar paso a algo más.
—No creo que pueda —dije, a lo que Caden arrugó toda la cara.
—He sido muy descortés —soltó, entonces, manteniéndose junto a su lugar en la mesa—. Desde que llegaste, lo único que hice fue transgredir todos los límites que uno debería tener con una señorita. Te he tocado sin tu permiso, te he hecho comentarios desafortunados. Te dejé claros mis deseos e intenciones cuando no tendrías por qué saberlas. Lo lamento.
Su discurso me tomó desprevenida y me quedé viéndolo con la boca ligeramente abierta más rato del esperado. En primer lugar, era raro para mi escuchar a un hombre expresarse de esa manera; en segundo, era raro que un hombre se disculpara. En tercero, era raro escuchar a uno razonando todas esas implicancias sobre el espacio personal y el acoso.
Pero en nuestro caso, yo también había dejado paso a sus insinuaciones. Las respondí, en cierta manera. Todas las expresiones de mi cuerpo reaccionaron a cada una de sus palabras y de su tacto, incluso en contra de mis palabras.
No estábamos siendo claros, en realidad. Ninguno de los dos.
—No soy una señorita —empecé—, aunque agradezco tus disculpas. Sin embargo, creo que los dos estamos haciendo las cosas bastante mal.
Caden ladeó la cabeza, confundido por mi contestación. Su frente se arrugó.
—Me has dicho que no te tocara, que no...
—Te dije que no era buena idea, que no te convenía —le recordé—. Tanto como tú me lo dijiste. Pero no te dije que no lo quisiera. Y eso creo que va a seguir dando pie a más malentendidos.
Puse ambas manos en la mesa, para apoyarme, y tomé aire. Esa iba a ser una conversación difícil, que me iba a alterar más de lo que ya estaba alterada. Pero era necesaria. Aclararíamos los puntos de una vez, nuestros límites y necesidades.
—Yo no soy una dama de principios del siglo veinte. No... tengo los parámetros de la cortesía que evidentemente tu manejas y seguro rompiste para terminar aquí.
Él hizo una mueca. Estaba claro que no. Él no había respetado a esa mujer, no había sido considerado con ella. Era valioso que lo reconociera y sí quisiera hacerlo conmigo, pero ese falso respeto solapado por una cultura tan patriarcal a mí no me caía.
—Lo sé —me dijo, rascándose la frente con una mano—. Llevo tanto tiempo encerrado aquí, tratando de mejorar. Y resulta que no he mejorado en absoluto. Veo una mujer y enloquezco.
Yo me sujeté de la mesa con más fuerza.
—Dejemos las cosas claras —seguí, conteniendo el vértigo que me daban las palabras que estaba por pronunciar. En otra circunstancia de mi vida, jamás me habría sentido nerviosa por decirlas. Pero con Caden era distinto, porque todo el contexto era distinto, y no podía evitar replantearme mi manera de ser sincera—. Yo no soy virgen, he tenido sexo un montón de veces. Podría acostarme contigo la cantidad de veces que se te antoje. Coger no es un problema para mí.
Lo miré rápido, porque no creí que pudiese sostener la profundidad de sus ojos, la intensidad de deseo, el hambre y la necesidad en ellos. Pero Caden se había puesto pálido ante mi brutal sinceridad, como si no me hubiese estado sugiriendo que marchara desnuda por la casa un rato antes.
Me giré entonces hacia él.
—¿Quieres que nos acostemos? —pregunté, pronunciando las palabras con lentitud, para que se entendieran bien a pesar de los metros que nos separaban.
Caden tragó saliva. La cara le pasó del blanco del papel tapiz al rojo vivo.
—¿La verdad? —tanteó. Puse los ojos en blanco. Ser irónica me ayudaba—. Me muero por tocarte. Tocarte de verdad.
—¿Quieres que cojamos o no? —insistí, porque esa no era la respuesta esclarecedora que yo buscaba.
—¿Es una propuesta real?
—Estoy preguntándote qué es lo que tú deseas.
Se hizo un silencio en el que Caden cambió totalmente de actitud. Dejó la punta de la mesa y avanzó hacia mi con la gracia de un felino, un cazador. No hubo sonrisas y sus hombros, antes tensos, se relajaron para continuar sus elegantes movimientos. Estuvo frente a mi en un instante, inclinándose sobre mi rostro, con los labios húmedos y ansiosos.
—Lo que deseo no puedo terminar de listarlo —musitó. Su perfume me envolvió otra vez. Me pregunté cómo no pude olerlo cuando ingresé al comedor, si era tan fuerte y embriagador. Lo miré a los ojos, embobada, como si fuese un ratón y él la serpiente a punto de devorar a la presa.
El calor que sentí en la espalda cuando me subió el cierre del vestido, el vértigo en el cuello cuando me habló en el oído, se trasladaron a mi pecho. Me hicieron picar cada parte de cuerpo que estaba expuesta hacia él, pidiendo su tacto, ese que sería de verdad.
«Hazme la lista», estuve a punto de decirle, cuando él se alejó unos centímetros, buscando claridad.
—Pero no sé porqué estás aquí —dijo, entonces, desinflándose—. Siento y creo que eres una trampa que me pusieron. Algo que sabían que moriría por tener. Algo hecho a mi medida —Estiró una mano, como para agarrar mi cabello despeinado, pero la dejó caer antes de hacer algo. Mi respiración se agitó, arrugué las manos en puños sobre la mesa. Apreté las piernas y contuve las ganas de pedirle que me acariciara—. Todo lo que podría haber soñado en una mujer de repente se materializa frente a mí, exactamente como en mis más imposibles sueños. ¿Por qué me dejarían disfrutar de esto? ¿Del calor de otra persona, de su tacto, de sus besos? Eso sería demasiado indulgente para mi pena. Más cuando falta poco tiempo para que se termine y no logro resolverla.
Se alejó de mi y volvió a su silla. Cuando lo hizo, me di cuenta de que estuve conteniendo el aire.
—Es casi seguro que muera al final de este año y por eso... no entiendo exactamente cuál es el juego —siguió—. ¿Y si estoy a punto de lograrlo y quieren que no lo haga? ¿Y si... en realidad ya lo resolví y solo tengo que esperar seis meses más? ¿Y si acostarme contigo me manda de una vez por todas al infierno?
Su voz se volvió baja, triste, aterrada. Pude entender del todo su dicotomía y cómo estaba luchando para controlarla. Me senté también y suspiré.
—Entonces, todo esto no te ayuda —le dije, estirando el brazo y señalándonos—. Si crees que te mandaré al infierno, definitivamente no puedes estar haciéndome comentarios así. Por tu propio bien.
Él lanzó una risa oscura, pero cargada de pena.
—¿Por qué?
Lo miré, de lleno. No estaba bueno irme con rodeos incluso en eso.
—Porque reaccionaré a ellos —tercí, apretando los labios. Su mirada centelló. El brillo ansioso regresó—. Cogeré contigo sin dudarlo un maldito segundo. Entonces, seamos claros al respecto. Amistad implica realmente no hacer comentarios sobre el cuerpo del otro, no tocar al otro, no mirar al otro con ganas de comérselo, ¿okey?
Caden mantuvo sus ojos sobre mí. Su expresión se ablandó hasta dar paso a la confusión.
—¿Okey...? —repitió.
—Okey —contesté, dándole unas palmadas a la mesa, como finalizando la conversación. Me puse de pie otra vez y enfilé hacia la puerta—. No puedo comer más. Como amiga, te soy sincera y te confieso que me duele el estómago de tragar. Iré a buscar un libro para leer antes y me iré a dormir.
Él también se levantó.
—¿Podemos, entonces, almorzar mañana? —inquirió. Había un anhelo distinto en su voz, el de un niño desesperado por compartir una charla. No el hombre deseoso de estar con una mujer.
Me giré, antes de salir al pasillo. Traté de que mi sonrisa se viera genuina, como la de una amiga hacia un amigo.
—Claro —acepté—. Nos vemos mañana. Que descanses.
Salí antes de que pudiera contestarme, preguntándome si no había sido demasiado amistosa, pero Caden me respondió lo mismo, con un tono calmo, bastante neutro, muy carente de segundas intenciones.
Subí hasta mi cuarto y me derrumbé en la cama, sin ir por el libro, no muy segura de estar contenta con cómo habían quedado las cosas. Pero me repetí que era mejor así. Si Caden no estaba seguro de sus intenciones conmigo, de cómo podían repercutir en su futuro, lo mejor era que no jugáramos, que no diéramos paso a nada. Luego, él sentiría que lo que sea que le pase sería culpa mía, y no estaba para bancarme esos tratos. Hacia rato que yo me convencía a mi misma que no tenía por qué sentir culpa de nada, menos de algo como eso.
Sin embargo, el deseo que serpenteaba por mi piel no se había calmado y mi corazón se aceleraba cada vez que recordaba sus manos, tocándome. O sus labios, cerca de mi oído. Cerré los ojos y, una vez más, retuve todas las ganas de llevarme las manos entre las piernas.
Como quedamos, nos vimos para almorzar.
Me levanté tarde, porque estuve despierta en la madrugada, de nuevo con ataques de ira y frustración que tuve que manejar en silencio. Lo único que tuve de bueno fue que, al amanecer, cuando fui a cambiar las vendas de mis manos, encontré que estas ya estaban bastante más sanas, lo suficiente como para que no tuviese que cubrirlas.
Di bastantes vueltas. Jugué con el desayuno y me entretuve rompiendo vestidos, con mucho esfuerzo, con el cuchillo para untar mermelada. Me cansé a media mañana y dormí hasta casi la una, hora en la que Caden tocó mi puerta, preocupado porque faltara a nuestra cita.
No me puse las botas esta vez. Salí descalza y con el mismo vestido de la noche anterior, sin peinarme tampoco, y bajé con él hasta el comedor.
Caden, por suerte, fue muy correcto. No hizo ningún comentario sobre mi aspecto desalineado ni señaló que me había olvidado los zapatos. Mantuvo sus distancias y sus comentarios lascivos bien guardados, además.
En cambio, durante la comida, volvió a preguntarme por mí, por lo que hacía, por mi trabajo. No me costó tanto explayarme a la hora se significar que detestaba mi empleo. Tampoco me costó señalarle que era una pena que él hubiese desperdiciado todo lo que tenía, la suerte que tuvo al nacer en este mundo, sobre todo teniendo en cuenta que aún hoy en día, los Dagger era una familia rica, con empresas y con mucho futuro por delante.
Estábamos comiendo el postre en una mesita en el jardín cuando él se interesó por el último heredero de su hermano. Sin embargo, yo no sabía tanto sobre él. Mi tarea para la universidad era investigar a Tadeus y todas sus contribuciones periodísticas, filosóficas, sociales y económicas para la sociedad de nuestro país.
Le conté lo poco que había escuchado en la visita guiada y en el pequeño, pero no ínfimo, detalle de que la búsqueda de herederos estaba abierta. Ahí, Caden se enderezó, atento, y bajó lentamente su taza de café.
—¿Aún buscan herederos? Si German es el último descendiente de Tadeus. ¿Para qué?
Yo me encogí de hombros. No era tan elegante como él para beber el café, así que me volqué un poco sobre el vestido que llevaba puesto. Él tampoco lo comentó. Aunque sí sentí su mirada sobre la gota de café, no hubo intenciones ocultas en ella. Estaba contrariado, más bien.
—Supongo que porque no creen que hayas muerto así nomás y que quizás tuviste hijos por algún lado —resumí, quitándole importante, pero Caden apretó los labios y no volvió a tocar el café—. Sí tuviste hijos por algún lado, ¿no?
No me miró, tampoco me contestó. Volví a beber el café, con las cejas arqueadas, sabiendo por dónde estaría la respuesta. Caden fue —seguía siéndolo seguro— un hombre mujeriego. En esas épocas, la gente no tenía los métodos anticonceptivos que tenía hora. Era super probable que alguna mujer que se cruzó en su camino pudiese quedar embarazada. Algún Dagger perdido por ahí tenía que existir en 2022.
—¿Esta tarde no vas a romper la Casa? —me preguntó él, cambiando radicalmente de tema. Observó el jardín intacto a nuestro alrededor. Era enorme, estaba soleado, como siempre, y lleno de flores y color. En medio de todo eso, nosotros dos parecíamos muy pequeños, insignificantes. También nos hacía sentir que estábamos más cerca que nunca, a pesar de que en nuestra cercanía no hubiese las mismas tensiones que el día anterior.
—Quizás, tal vez. Depende qué encuentre para romper. Colgarme de las cortinas no es muy sencillo —repliqué, con simpleza, sin preocuparme por las manchas de café y tampoco por las de crema del pastel que la Casa nos había regalado.
Él soltó una risita, pero cuando lo miré de reojo, supe que esa diversión solo estaba ocultando sus propias dudas con respecto a una posible paternidad en la década del veinte.
—Tus manos ya están bien, veo. Lo que indica que sí te curas más rápido aquí. Quizás... solo es más lento contigo porque tú eres diferente a mi —reflexionó, mientras yo me metía un pedazo gigante de pastel en la boca. Fue tan grande y grotesco, y me mostré tan poco virtuosa, que Caden puso los ojos en blanco—. Pero aún así deberías tener cuidado.
—En la madrugada rompí unos vestidos con un cuchillo para mermelada —contesté, después de tragar con dificultad. Él siguió viéndome como si de verdad fuese un borrego descarriado, un animalito lleno de barro, incapaz de comer correctamente—. Tuve que ingeniármelas porque la Casa no quiso darme unas tijeras. Se ve que lo de la ropa es un tema serio para ella.
Volví a agarrar un trozo gigante, pensando que quizás, si comía como un animal y me ahogaba la casa no podría evitarlo. Pensando que así tampoco no le parecería sensual a Caden. Así, lo estaba ayudando. Nos estaba ayudando.
Caden hizo una mueca cuando me vio masticar otra vez, casi sin respirar.
—Ya te dije que... la Casa no funciona de la forma lógica en la que nosotros lo querríamos. O quizás... solo pensó que...
—¿Qué? —le dije, agarrando otro pedazo cuando ni siquiera había tragado. Él estaba mirando el pastel.
—Que... ibas a usar las tijeras en ti. ¡Dios, ya basta! —exclamó entonces, sobresaltándome antes de que me metiera el resto del pastel en la boca—. Te vas a morir ahogada.
Me quitó la cuchara y lo miré, ofuscada. En primer lugar, no tenía derecho a detenerme si quería morir ahogada, si quería provocar a la Casa. En segundo lugar, habíamos quedado en que no me tocaría.
Así que agarré el resto del pastel con los dedos y eso sí que no pudo evitarlo.
—Por el amor de Dios, Camilla. ¿En serio planeas atascarte con pastel? —se quejó.
Me encogí de hombros.
—No voy a morir igual, ¿o sí? —repliqué, lamiéndome los dedos. Él me los miró y frunció más el ceño. Sus dedos presionaron tanto la cuchara que pensé que podría haberla doblado a la mitad—. ¿Te molesta porque soy grosera?
Apretó los dientes y luego dejó la cuchara embarrada de crema de fresas en su plato del café.
—No hay necesidad —me dijo, como única respuesta, reclinándose sobre el respaldo de su silla, como si así pudiese mantener una mayor distancia entre ambos. Entre él y mis malas costumbres—. Mira que intenté muchas formas de matarme, ¿pero matarme comiendo? Esa nunca se me pasó por la cabeza.
La que rodó los ojos esta vez fui yo. Terminé de chuparme los dedos ante la atenta mirada de Caden y me repantigué sobre la silla.
—Estás son las nimiedades a las que debes acostumbrarte si alguna vez vuelves al mundo real —le señalé. Me señalé—. Algunos podemos estar muy educados e ir a la universidad, pero comeremos como cerdos.
Caden arqueó las cejas.
—No creo que comas así todo el tiempo.
—Ser mi amigo no te permite aún decirme cómo comer.
Él estrechó los ojos, sin dejar de verme. No dijo más nada ni cuando pasé el dedo por el plato y me acabé lo último de la crema. Su mirada pasó de disgustada a intensa. La forma en la que se tapó la boca con las manos me hizo sentir calor, uno que mantenía a raya desde la noche anterior. Me esforcé por ignorarlo. Sin embargo, pasado casi un minuto, me di cuenta de que lamerme los dedos así podía desatar demasiado la imaginación de ambos. Eso no lo alejaría de mí. No me alejaría de él.
Me apresuré a agarrar la servilleta de tela de la mesa y me limpié las manos y también la boca, con delicadeza. Mi cambio de actitud repentina funcionó, porque él se echó a reír.
—Creo que iré a descansar un poco, comí demasiado —me apresuré a decir.
Me puse de pie y Caden también se levantó, dejando caer la mano antes de dejar de morderse el labio. Lo vi y el fuego llameó en mi pecho.
—¿Te gustaría tomar el té? —me dijo, entonces, como si no hubiese estado debatiéndose sobre controlar sus impulsos, igual que yo—. O, bueno, si planeas algún otro destrozo, podría hacerte compañía.
Evalué su rostro durante un momento. Ese instante de deseo se había borrado de su expresión. En realidad, parecía que no se había percatado de haberlo dejado a la interpretación. Ni que yo lo había interpretado. Volvió a mostrarse amable, amistoso, ansioso por compartir con alguien su eterna soledad.
—Está bien —dije—. Tengo un par de ideas, la verdad. Pero debes traer la vajilla con oro.
Aunque Caden se imaginaba por dónde iba la cosa, cuando nos encontramos más tarde frente a la glorieta, no pudo ocultar la sorpresa en el momento en el que le tendí una escoba.
—¿Me harás barrer tu desastre? —preguntó, tomándola con desagrado. Me imaginé, por cómo mantenía la escoba alejada de sí mismo, que jamás había barrido en su vida, ni siquiera en los años que estuvo ahí.
—No, tonto —le espeté. Agarré una de las tazas pintadas con oro que el trajo de la cocina, de quien sabía qué alacena, y me puse a unos dos metros—. Yo lo lanzo, tu lo bateas.
Noté cómo la incredulidad se apoderaba de él, pero, aún así, no se negó. Apunté la taza y en seguida se acomodó, agarrando la escoba como si fuese un bate. Miró la pared trasera del jardín de la casa y se preparó.
—¡A la una, a las dos y a las tres!
Se la lancé y Caden bateó a toda velocidad, pero la taza cayó al suelo junto a sus pies. Se partió a la mitad y la escoba zigzagueó en el aire. Nos quedamos en silencio hasta que me entró una risa boba.
—No te burles —me espetó—. Hace años que no juego a esto.
Levanté otra taza del montón y enarqué las cejas.
—Bien, bien, vamos una vez más.
Caden asintió y se alistó una vez más. Volví a contar y se la lancé. En esta oportunidad, logró darle con el extremo del palo de escoba La taza voló un par de metros hasta estrellarse en el extremo inferior de la pared del jardín y el grito que salió de su boca me sobresaltó.
—¡Otra! —me urgió—. ¡Puedo hacerlo mejor!
Me encontré entonces tirando vajilla sin parar, mientras Caden recuperaba sus viejos hábitos, enterrados desde hacia más de cien años, y mejoraba su puntería hasta que las tazas se estrellaron a un metro y medio del suelo.
Algo distinto brilló en sus ojos cuando le sugerí que intentáramos darle a una de las estatuas del jardín. Lo percibí como un verdadero espíritu competitivo y eso me infló el pecho. Si se trataba de ganar, conmigo iba a tener un arduo trabajo.
—¿Tres de tres? —propuse. Él asintió efusivamente y quedamos en ir una vez cada uno. Le ofrecí empezar y aceptó de inmediato. Nos plantamos delante de una escultura de una venus, muy parecida a la Venus de Milo, y Caden le erró por bastante, enviando la vajilla muy lejos por el jardín.
No me permití festejar por adelantado, así que tomé la escoba para darme mi oportunidad. Tomé aire y cuando él me lanzó la taza, la bateé con precisión. No era una experta, pero había jugado beisbol por años en la secundaria y todavía tenía algo de talento para eso.
Enseguida, mi taza le dio a la cabeza de la venus y me permití pegar un grito y un salto emocionado.
—¡Uno a cero! —chillé, girando y lanzándole la escoba. Caden había arrugado la frente. Atajó la escoba con la mirada seria. El desafío estaba escrito en su expresión.
—Creo que hay algo que no me dijiste —murmuró, mientras se ponía en posición otra vez. Yo me hice la desentendida.
—No sé de qué hablas. Pero, ¿apostamos?
Él estrechó los ojos, sospechoso.
—¿Qué querrías ganar?
—No sé —respondí—. ¿Qué se te ocurre?
En ese instante, la expresión competitiva de Caden flaqueó. De nuevo, al igual que al medio día, hubo un momento en el que todos sus intentos por relacionarse conmigo sin otras intenciones estuvieron a punto de caerse a pedazos. Casi que pude imaginarme qué era lo que se le ocurría.
—Ya —dije—. Sin apuesta.
Le hice una seña con el mentón para que bateara y esta vez se mostró mucho más serio y se tomó todo su tiempo. Cuando lancé la taza, la bateó con mayor certeza y esta se partió contra el hombro de la venus. Exclamó, victorioso, que iba a ganarme a como dé lugar.
—Su turno, señorita —dijo, dándome la escoba con una elegante inclinación—. Espero que estés lista para perder.
—Ja, ja, ja —respondí—. A mi me parece que el que va a perder y no va a poder superarlo vas a ser tú.
—¿Cómo crees? Siempre gano, nunca pierdo —respondió, pagado de sí mismo.
Yo le sonreí.
—¿Y qué haces aquí entonces, eh?
La expresión de confianza se heló y la sonrisa tirante que ocupó su rostro me hizo guiñarle un ojo. Era divertido mofarse de él, pero aún esa lucha no había terminado.
Me puse en posición y di mi siguiente golpe en cuanto él lanzó. Por desgracia, el plato que Caden tiró osciló en el aire y apenas si rozó el brazo de la estatua.
—¡La toqué!
—¡Claro que no! —gritó Caden.
—¡SÍ ES UN PUNTO!
—¡Siguió de largo! —Corrió hasta donde quedaron los trozos del plato y los levantó para mostrármelo—. ¡No cuenta! ¡Seguimos uno a uno!
Se acercó para quitarme la escoba y yo retrocedí, poco renuente a perder mi punto, pero se me acercó tanto que acepté con la única razón de no tener que ver su rostro tan de cerca al pelear por el improvisado bate.
—Okey, okey, esta bien. Uno a uno.
Le tendí la escoba y retrocedí tanto como pude, aprovechando que Caden estaba super efusivo con su último tiro y la posibilidad de ganarme. Sin embargo, a la hora de elegir qué le iba a tirar, opté también por darle un plato y darle una desventaja, así como me la dio en mi turno.
—Prepárate porque este tiro va a ser tu muerte —me dijo él, alzando el palo de madera, concentrado en la estatua y dando brinquitos con ambos talones.
Conté hasta tres y lancé el plato, esperando que no pudiera darle. Pero, para mi desgracia, Caden lo bateó con excelencia y el plato fue a dar en el pecho de la venus. El rugido que salió de su boca hizo que me tapara los oídos.
Corrió hacia mí, pero en vez de darme el bate, me agarró de la cintura y me levantó en el aire con una ligereza que me asombró. Me aferré a sus brazos y también grité, pero para que me bajara. La altura me daba vértigo, por poca que fuera. Y, además, estábamos muy cerca.
—¡Aún no ganas! —le recordé.
Arrugué los dedos en su camisa y noté lo firme que eran sus músculos. De vuelta, pude apreciar todo su perfume y ese aroma me causó estragos en la boca del estómago. ¡Qué fácil era sentirse abrumada cuando se me pegaba así!
Se me erizó toda la piel, se tensaron todos mis músculos y me volví una roca en sus brazos justo cuando nuestros rostros quedaban a la misma altura, él dejaba de girar y sus ojos se encontraban con los míos.
Me dejó en el suelo, pero no me soltó. Sus manos se mantuvieron en mi cintura. También arrugaron la tela de mi vestido, tirando ligeramente, atrayéndome milímetros.
Tragué la saliva que se me había acumulado en la boca al mismo tiempo que él y fui incapaz de apartar la mirada. Era mucho más fuerte que cualquier otra vez, como si haber compartido tiempo juntos, haber charlado, reído y peleado, hubiese creado una conexión entre ambos que era aún más profunda que solo el deseo. No era solamente estar caliente.
Caden entreabrió la boca. Yo me mojé los labios. Estábamos a centímetros de distancia, solo tendríamos que acortarla y estaríamos probándonos al fin. Pero, en cambio, dije en un susurro:
—Aún no ganas...
Me soltó. La magia magnética que se desarrollaba entre ambos se esfumó y Caden retrocedió a toda velocidad.
—Espacio, necesito espacio —me dijo, dándose la vuelta.
Por varios segundos, nos quedamos callados, evitando vernos, con miedo de que esa conexión volviera y no pudiésemos escapar de ella. Me agarré para agarrar la escoba, que él había arrojado más allá, y aguardé a que él inhalara y exhalara varias veces, antes de girarse para verme como si nada hubiese pasado.
—Te queda un tiro —me dijo, en voz baja. Trató de sonreír de forma amistosa, pero no le salió. Parecía que quería salir huyendo.
Yo, en realidad, también. El corazón me palpitaba. Tenía el pecho y las mejillas calientes, además de otras zonas que no quería mencionar en voz alta. Mis manos todavía tenían la sensación de estar tocando su cuerpo. Mi mente estaba divagando sobre qué se sentiría estar rodeada de esos brazos. Que se sentiría que esos brazos me pusieran contra la pared...
—¿Estás lista?
Parpadeé y asentí, pero no lo estaba. Agarré la escoba para batear con la mente en cualquier lado menos en la vajilla, en la competencia y en la idea de destruir toda la casa. Mi cerebro seguía imaginándose qué haría yo entre él y la pared, en cómo destrozaría los botones de esa camisa y también la de sus pantalones.
Caden siguió adelante y me lanzó una taza. Ni siquiera la vi venir. Bateé el aire, perdí mi tiro y ni pude enojarme por ello. Solo dejé la escoba contra la pared del jardín y me disculpé con él, con la excusa de que tenía que ir al baño.
Él tampoco festejó como lo hizo antes. Acababa de ganarme, pero ya no había ningún brillito emocionado ni competitivo en sus ojos. Asintió con la cabeza, casi como si se inclinara ante una dama, y no mencionó que en realidad tampoco habíamos tomado el té como quedamos. Tampoco me habló de la cena.
Me metí dentro de la casa y, antes de llegar a las escaleras, ya estaba corriendo a mi cuarto. Cuando cerré la puerta de mi habitación, el calor había alcanzado todas las partes de mi cuerpo. Ya no podía escapar para nada de mi delirante imaginación y me rendí contra el portal, llevando mis manos primero donde él las tuvo.
Las deslicé por mi vestido, por mi abdomen. Tuve que cerrar los ojos mientras me aferraba a la sensación que me dio cuando me sujetó, cuando me tuvo tan cerca. Me mordí el labio inferior cuando bajé por mis piernas y luego subí, pero por debajo de mi vestido.
No sentí culpa. No hubo ningún tipo de cuestionamiento ni remordimiento mientras alcanzaba mis muslos y rozaba el interior de ellos, por encima de la ropa interior de seda. El calor me sofocó y las yemas de mis dedos me hicieron estallar cuando me froté, lenta, perezosa, imaginando que Caden lo hacía por mí.
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