6. Memorias
Regresé a mi habitación, acarreando el libro el libro que obtuve de la biblioteca. Mi abuela y yo solíamos leerlo juntas cuando era niña y me resultaba muy fascinante y divertido, así como la película de Disney basada en él.
Ahora, sin embargo, lo encontraba curioso. En las circunstancias que estaba viviendo, Alicia en el país de las maravillas podía resultarme útil no solo para pasar el rato, sino para entender un poco la naturaleza de la Casa, de este mundo rico en caprichos y crueldad.
Me quité las bocas, me recosté en la cama y corrí con los pies calientes y transpirados mi ropa interior, que seguía ahí. Luego, me incliné sobre la mesa de luz y abrí el cajón. Me aseguré que la cadenita de mi abuela siguiera ahí y, más aliviada, me derrumbé sobre las almohadas.
Estaba cansada después de tanto lío que sembré, pero, sobre todo, estaba alterada por las palabras de Caden. Miré el techo de la habitación, tan blanco como las paredes, y casi que no me di cuenta cuando mis manos subieron por mis muslos, tirando del vestido hacia arriba.
Sabía que dijo que el vestido estaría abajo, pero la intención era la misma. Él quería quitármelo y ahora yo me imaginaba cómo sería que lo hiciera. Sus dedos ya habían estado en mis piernas y no pude prestarle demasiada atención porque estaba sangrando.
Si no, si hubiese estado realmente consciente de sus yemas acariciando mi piel, probablemente no hubiese tardado tanto en apretar mis propios dedos en el interior de mis piernas. Sentía una presión, una electricidad punzante ahí desde temprano, desde que dijo que era hermosa. Se intensificó cuando hizo la sugerencia de lo que podríamos haber hecho sobre el escritorio.
Pero mis dedos se frenaron ahí. Los arrugué en un puño y no hice nada, no me permití fantasear realmente con Caden, no cuando estar ahí todavía me dolía tanto. No cuando era demasiado pronto para alterarme así por alguien que apenas conocía.
Agarré el libro y lo llevé sobre mi pecho. Lo abracé, tratando de serenar mi mente, tratando de recordar esos pequeños momentos de paz que existían en mi casa cuando mamá trabajaba y la abuela me cuidaba, cuando el novio borracho y abusivo de mamá tampoco estaba en casa.
Eran algunos de mis recuerdos más felices. Nos reíamos juntas y aventurábamos qué haríamos nosotras si estuviésemos en el lugar de Alicia. A veces, cuando terminábamos el libro o la película y parecía que todo fue un sueño, yo le contaba los míos a la abuela.
También le contaba mis pesadillas.
En aquel entonces, yo tenía seis años y tuve momentos en donde me costaba distinguir la realidad del sueño. Mi abuela lo sabía, por eso leíamos juntas, por eso charlábamos al respecto. Sobre todo, porque cuando el novio de mamá volvía a casa tarde y de mal humor, yo sentía que estaba en un sueño caótico y violento del cual no podía escapar ni durmiendo.
Esos instantes de paz, solas en la tarde después del colegio, eran hermosos.
Abrí el libro a la mitad, añorando las páginas gastadas y dobladas del que tenía en casa; las manchas de té o de lágrimas que dejé durante años después de que muriera la abuela. Este ejemplar estaba nuevo, intacto, sin intenciones y cariño y entendí porqué la casa me lo había dado. Carecía de las memorias que lo hacían importante para mí.
Lo cerré y lo aparté de inmediato. Volví a mirar el techo y pensé, sin parar, en esa infancia tortuosa y complicada, siempre a las corridas, en las que no entendía nada, entintada con las risas de mi abuela, las caricias de sus manos nudosas y las conversaciones después de los libros y mis hilarantes historias inventadas a partir de los cuentos y de las nubes en el cielo.
Tampoco entendí muy bien qué pasó cuando ella murió. Un día, ella estaba bien, riendo y protegiéndome como siempre, y en el otro, estaba gravemente enferma. Luego, un día, ella ya no estaba más y mamá y yo nos sentimos más solas que nunca.
Los silencios se hicieron fuertes en la casa desde entonces. Mamá trabajaba mucho, yo iba a la escuela y me quedaba en la casa de una vecina, buscando en las nubes cualquier vestigio de lo que había sido.
Luego, encontré a mi abuela en las páginas de los libros que leímos juntas, en aquellas hojas arrugadas. Hice mis propios recuerdos con ellos, sumándole al alma de la abuela la mía, la propia.
Pero nada de eso estaba ahí. Ese libro no tenía nada de mí, ni de mi abuela, ni de mi infancia. No significaba consuelos ni alegrías.
Reprimí las ganas de llorar, sin éxito. Hacia tiempo que no derramaba lágrimas por la abuela, pero en ese lugar, tendida en esa cama, comprendí que lloraría mucho porque estaba diseñado para recordarme lo que había perdido y lo que nunca podría recuperar.
Me hice una bolita y me desvestí como pude. Me quité todo lo que pertenecía a ese lugar, incluso la ropa interior, tratando de despojarme así de la imagen que se había empeñado en darme. Me quedé desnuda, viendo la ventana, sin una sola nube, y mi corazón se volvió una página en blanco, vacía.
Me desperté al atardecer. Estuve llorando hasta que ya no me acordaba cuándo había cerrado los ojos. Las paredes del jardín se tragaban el sol con lentitud y la luz anaranjada y caliente que se proyectaba sobre mi ventana me daba en las piernas desnudas.
Permanecí en esa posición hasta que sentí que me dolían el hombro y la cadera y me giré hacia el otro lado. Le di la espalda a la visión del exterior y mis ojos se concentraron, sin pensamientos sobre los cuáles girar, en la puerta de la habitación.
Fue en ese momento que escuché unos golpecitos tímidos y, al principio, creí que me los estaba imaginando. Quizás la Casa tenía ganas de molestarme.
Pero los golpes se repitieron con un poco más de vehemencia y me di cuenta de que era Caden, el otro ser que coexistía, por obligación, conmigo en ese sitio. Me senté en la cama justo cuando él me llamaba.
—¿Camilla? —escuché que decía.
Me puse de pie en el mismo instante en el que me daba cuenta de que estaba desnuda. Muy desnuda. Giré hacia la cama, sin responder, buscando algo que ponerme. No quería aclararle qué tan presentable estaba para recibirlo, porque presentía que Caden abriría la puerta sin preguntar de nuevo si sabía que no tenía nada encima. Sin embargo, antes de que pudiese encontrar el vestido que tuve antes, apareció de nuevo la bata que la Casa me había proporcionado con anterioridad.
La cacé de una, maldiciendo por lo fina y delicada que era y cómo no ocultaría realmente nada, pero era mejor que mostrarle las tetas. Me la puse y me la ajusté y luego acorté la distancia hasta la puerta para abrirla solo unos centímetros, lo suficiente para que solo se me viera el rostro.
Caden ya se estaba alejando por el pasillo cuando me escuchó.
—Pensé que estarías dormida —dijo, regresándose. Yo negué, pero supe que debía tener varias lagañas pegadas a los ojos, porque él sonrió, como si con solo verme se respondiera la hipótesis—. ¿Estás bien?
—Sí, ¿por qué? —inquirí, apretando la puerta contra mi mejilla. Por suerte, él no miró para abajo. No notó la bata de seda.
—Vengo a invitarte a cenar conmigo —dijo él, sacándose una flor blanca del bolsillo. Era una de las rosas del jarrón de entrada. Probablemente la misma con la que había estado jugando antes en las escaleras.
La miré, no la tomé. No sabía qué significaba eso. Nunca me habían regalado una flor sin que tuviera un significado extra. Y la flor con esa propuesta me dificultaba aún más entender sus intenciones y el contexto.
Caden siguió tendiéndomela y, finalmente, estiré la mano, dudosa y temblorosa, para agarrarla.
—Ah, gracias, pero... ¿a cenar?
Él se paró recto, firme. Trató de verse relajado y solemne.
—Hace casi cien años que no comparto una comida con alguien. Y pensé que... podríamos... conversar, mientras. Ya sabes, como amigos —Yo lo miré con la boca abierta—. Digo que podemos ser amigos.
—¿Me das una flor porque quieres ser mi amigo? —balbuceé, aflojándole un poco a la puerta.
Caden arrugó la frente, confundido por mi pregunta.
—Es para disculparme por lo que dije en la biblioteca. Fue incorrecto de mi parte. No debería hablarte con tanta ligereza. Por eso es la flor —aclaró—. Cenar... es solo cenar, como dos personas que van a compartir una prisión por un tiempo.
Yo también arrugué la frente. Bajé los ojos hacia la rosa, atrayéndola hacia mí y, en ese momento, él también bajó la cabeza. Sus ojos se encontraron con el escote de mi bata, con la forma en la tela se tensaba bajo mis pechos, como la tela recorría las pequeñas curvas que no se podían disimular.
Escondí la mano y la flor detrás de mi espalda y volví a cerrar la puerta lo suficiente para que solo se me viera la cara. Caden alzó los ojos hacia mí, oscuros. Algo llameó en ellos, como si de pronto se estuviese cuestionando lo que acababa de decir.
—Esta bien —dije, ignorando que sentía la cara caliente—. Una cena, como amigos.
Caden asintió. Se giró hacia el pasillo y se miró el reloj de pulsera.
—¿A las nueve? —me preguntó—. A menos que tengas hambre ya. Ya son casi las ocho.
Negué.
—Tengo que... alistarme.
Tenía que vestirme, lavarme la cara y sacarme esa sensación peligrosa que otra vez me estaba trepando por las piernas y deslizándose bajo la seda de la bata, rascando juguetonamente mi piel cada vez que me acordaba de la mirada que me acababa de echar.
—No es nada formal —contestó, mirando hacia la salida del pasillo. No volvió a voltear hacia mí, a propósito. No supe si sentirme aliviada o molesta—. No tiene que ser un gran evento.
—Okey —dije, logrando que él frunciera el ceño. No dijo más nada y salió del pasillo, por lo que cerré mi puerta lentamente.
Sin ninguna otra razón aparente, mi respiración se había alterado y mi corazón luchaba por calmarse. Me llevé una mano al pecho y noté que toda mi piel estaba erizada. Bajo la seda, mis pechos estaban rígidos; entre mis piernas desnudas, caliente. Pesé a mis cavilaciones sobre lo que él tenía o no que provocarme, sobre lo que no debería hacer cuando estaba privada de todas mis libertades, no era capaz de controlar mi cuerpo y como este reaccionaba instantáneamente a sus miradas. Incluso, cuando Caden intentaba contenerse también.
Apoyé la frente en la madera blanca de la puerta hasta que logré calmarme. Luego, la abrí y crucé el pequeño pasillo hasta el baño. Con solo pensarlo, la bañera se llenó para mí. El agua me recibió con una temperatura perfecta para el calor que hacía, pero no me ayudó a relajar las ansias que creían en mi pecho.
Tampoco me ayudó que la Casa me sugiriera vestidos demasiado finos para la cena y se negara a darme los que me ofrecía durante el día. Abrí y cerré las puertas del armario un centenar de veces, pero, aunque estos cambiaban, seguían siendo elegantes trajes de noche del siglo pasado que no me apetecía usar.
—¡Ya deja de darme estas cosas! —le chillé, dándole un golpe tan fuerte al armario que casi me lastimo yo, de nuevo. Me contuve de darle una patada. Estaba cansada para seguir peleando por ese día. Pensaba guardar mis energías para el próximo, porque todavía pensaba mantener mi promesa de destruir todo, la cantidad de veces que fuera necesario—. ¡Pertenezco al siglo 21! ¡No al 20!
Su única respuesta fue darme un vestido de satén negro con un escote adornado con perlas y piedras y una espalda descubierta que se sujetaba a la cintura con botones también adornados. Tuve que cerrarme la mandíbula con la mano. Era precioso, pero ni borracha iba a ponerme eso.
—Caden dijo que esto era una cena informal —le espeté, al aire—. ¿Sabes lo que es una cena informal en 2022? Jeans y una camiseta.
Con respuesta, en el fondo del armario aparecieron unos zapatos a juego. De tacón. Rechiné los dientes.
—¡Qué es lo que pretendes! —estallé, cerrando las puertas con tanta fuerza que casi las rompo—. ¿Por qué insistes en hacerme ver como un muñeco? ¿Realmente quieres que sea el regalito de Caden? ¿Realmente quieres que me convierta en una mujer florero para él?
Algo tintineó en la cama, detrás de mí, y me giré para descubrir un conjunto de aros y collar, con más perlas y cristales que, si yo supiera algo, diría que parecían diamantes. Sentí un escalofrío y me mordí la lengua, con rabia y terror. La Casa me estaba dando una respuesta clara. Quería que fuese una cosa, adornada y bonita para él.
Me senté sobre la cama, con cuidado de no tocar las perlas, totalmente negada a ponerme ese conjunto tan exagerado, hermoso y sensual, para ir a cenar. Llegué incluso a plantearme no salir para nada de la habitación, pero creí que la Casa sería capaz de negarme la comida en mi cuarto con tal de hacerme bajar a ver a Caden.
Llegué a pensar, por una fracción de segundo, que quizás él me estaba mintiendo y que quizás la Casa no era una prisión incontrolable. Que quizás la Casa respondía a sus deseos más de lo que él quería admitir. ¿Quién más querría verme así? ¿Y si no me daba ropa más moderna porque Caden no la conocía siquiera? Él era el que insistía con eso de regalo, con el premio para el preso. Seguro en 1920 o algo, así se veían los obsequios caros.
Cerré los ojos mientras la furia me consumía, por un minuto o dos. Sabía que si arrojaba ese collar por la ventana, aunque se rompiera, este volvería intacto a mi habitación. Sabía incluso que jamás habría tenido otra oportunidad de usar algo tan valioso y hermoso con lo que, probablemente, podría pagarme toda la carrera.
También por eso me molestaba, porque ese collar, en ese lugar, no valía nada. No tenía ninguna utilidad, ni siquiera me compraba con el placer de imaginar lo que podría hacer con él.
Me puse de pie y lo tomé, abrí las ventanas hacia las penumbras del jardín y lo arrojé en dirección a la glorieta.
—¡Jédete!
Saqué entonces del armario cualquier otro vestido que no fuese el negro. Uno que estaba bastante tapado de adelante y de atrás y qué, a pesar de ser de satín, no era tan ajustado en la cintura. Me coloqué mis botas, sin atar los cordones, y no me molesté en peinarme mucho, apropósito.
Así mismo bajé al salón, agitando los borcegos con cada paso estruendoso que daba hasta llegar al comedor. Caden estaba ahí y estaba sentado leyendo un libro en la cabecera. No había ningún vaso o plato, ninguna señal de la vajilla que yo estuve rompiendo en la mañana.
Me asomé por la puerta y, primero, antes de anunciarme, lo analicé. No tenía el chaleco puesto y la camisa se la había arremangado hasta los codos, señal de que para él sí era un evento muy informal. Sí, muy, para Caden, arremangarse debía ser un acto de rebeldía absoluta a las normas de etiqueta de gala, de noche.
—¿Es muy temprano? —dije, después de tomar aire y acercarme, después de darme cuenta de que seguro él sabía que estaba ahí, analizando la situación, porque mis pasos se habían silenciado en el pasillo.
Él levantó la vista y me dirigió algo parecido a una sonrisa. No quería ser demasiado efusivo, noté como se esforzaba en ello.
—Aquí uno puede comer cuando quiere. Nunca es tarde o temprano.
Me senté en la otra punta, tal y como el día en que nos conocimos. Quizás era un poco exagerado, pero pensé que era mejor tantear las cosas, mantener las distancias. No parecer demasiado abierta a sus insinuaciones y anhelos. No parecer como si estas las deseara, no tan en el fondo.
—¿Cómo haces para no volverte loco? —inquirí, apoyando los codos sobre la mesa y el mentón en las manos—. Incluso hoy. ¿Cómo haces?
Se encogió de hombros y cerró el libro.
—Como te dije antes, ya me acostumbré. Aprendí a vivir conmigo mismo. Alcanzas siempre un límite para la locura y luego... Tampoco se puede ir más abajo de lo que ya fui.
Guardé silencio y mis ojos se centraron en la tapa del libro. Era un libro sobre meditación, ejercicios de relajación y autoayuda. Él siguió la línea de mi mirada y esta vez me sonrió de verdad.
—Sí, la modernidad del mundo exterior tiene sus beneficios. En mi época, hubiesen dicho que esto era brujería —rió.
Yo arqueé las cejas.
—Ni que hubieses nacido en el 1800.
Caden ladeó la cabeza.
—De hecho, nací en 1895.
—Me refería al 1800, liso y llanamente 1800 —repliqué con calma—. Más bien cerca del 1700, donde quemaban a las brujas.
—Ah, sí —dijo—. Pero creo que nací en un contexto más civilizado. No tan avanzado como el tuyo, pero sí bastante mejor que el de 1700. Que, por cierto, la caza de brujas tuvo su mayor auge entre el 1550 y 1650.
—Espero que no vayas a pesar la cena soltando datos random sobre cada cosa que diga —chisté, en broma, pero Caden frunció el ceño—. ¿Y, entonces, qué hay para cenar?
El libro desapareció de la superficie de la mesa cuando él lo apartó. En un instante, apareció la vajilla frente a ambos, como si la Casa estuviese a punto de cantar "Nuestro huésped sea usted" de La bella y la Bestia.
—Bueno, normalmente, la Casa te da algo irrelevante, hasta que tú le pidas lo que tengas ganas de cenar. Así que, puedes pedir lo que quieras.
Tomé los cubiertos y miré fijamente el plato hasta que se me vino una idea ridícula a la cabeza. No la pedí en voz alta, porque no tenía forma de describirla con la exactitud que enaltecía mi memoria, pero eso no fue necesario. El guiso de carne de cerdo, zapallo y zanahorias que solía hacer mi abuela apreció en mi plato. El mismo olor que se escapaba de la olla cuando ella cocinaba humeó hasta mi rostro.
La garganta se me cerró. Sentí ganas de llorar y casi ni me di cuenta cuando Caden llenaba su plato con algo también.
Empecé a comer si esperarlo. El tenedor temblaba cuando lo llevé a mi boca. El sabor explotó en mi lengua y las lágrimas se me acumularon en las pestañas, a punto de caer sobre el plato.
—¿Está feo? —me preguntó Caden, estirando la cabeza desde el otro lado de la mesa.
Negué, con rapidez, y me toqué los ojos para deshacerme de las lágrimas.
—No, para nada.
Él me sonrió.
—Debería ser yo quien esté llorando. Es la primera vez que como con alguien en cien años —bromeó.
—Es solo que estaba muy caliente —me excusé, apartando la emoción que sentía al probar otra vez la comida de mi abuela—. Pero me alegra que puedas tener tu primera cena compartida. Debió... ser muy triste estar solo tanto tiempo.
Caden miró la mesa, recordando quizás muchas de esas noches solitarias y penosas. Las que yo había pasado ahí ya habían sido malas. No podía imaginar lo desesperante que era tener cientos, miles de ellas.
—Sí... A veces, los recuerdos no alcanzan para consolarte —musitó—. Pero... no hay mucho que contar de mi en estos cien años. ¿Qué hay de ti? ¿Del mundo real? ¿Qué es lo que tú haces? Dijiste que estudiabas y trabajabas, que te esforzabas.
Comí despacio, disfrutando cada bocado, con el miedo atroz de que se terminara. De que la Casa de pronto se diera de lo que me estaba dando, de que se había equivocado, de que me estaba consintiendo.
Traté de que mi rostro no revelara ninguna otra emoción.
—Estudio periodismo. Trabajo en una cafetería, por una paga más baja que el sueldo mínimo —dije, con voz tranquila—. Es la realidad de muchos en el mundo real. A veces, por más que te esfuerces, no logras todo lo que quieres.
Suspiré y dejé que la carne se derritiera, casi, en mi boca.
—Entiendo que para ti soy una persona privilegiada —dijo él, con sorna. Logró que le sonriera, con ironía.
—Lo eres. Eres un aristócrata clasista, no lo olvides.
Sonrió, bajando la mirada, como si esa idea fuese especialmente graciosa. Incluso, coqueta viniendo de mi parte.
—Sé que he tenido siempre lo que quise. Por eso también fui castigado, no lo olvides.
Lo apunté deliberadamente con el tenedor.
—No creo que esta prisión sea una alegoría para castigarte por tu riqueza.
—Con mi riqueza hice cosas terribles —me recordó él, estrechando los ojos, borrando lentamente la sonrisa, recordándome sus pecados—. Así que yo digo que sí —añadió, encogiéndose de hombros—. Ten cuidado, que a la Casa no le gustan los malos modales. Apuntar a alguien con un tenedor puede considerarse como mala educación.
Sabía que era un chiste, pero solo hizo que siguiera levantando el tenedor, en respuesta. Caden se rió.
—Eres rebelde —comentó—. Por eso me agradas.
—No sabes nada sobre mí —le recordé, con suave amabilidad.
—Y por eso estamos teniendo esta cena, para conocernos. Para ser amigos.
Se me escapó una risa aguda y solté el tenedor. Desparramé algo de zapallo y carne por la elegante mesa. Caden me miró, extrañado.
—Sí, bueno. No creo que te salga siempre con naturalidad —me carcajeé—. Esto de "ser amigos", si cada vez que puedes me miras las tetas.
Él se enderezó, serio, como si mi acusación fuese ultrajante. Su reacción hizo que me diera más risa y me tapé la boca con las manos para seguir comiendo sin escupir nada.
—No es mi culpa si abres la puerta casi desnuda —me echó en cara, de la nada.
Me atraganté con una zanahoria y tosí, sin poder detenerme. Por un instante, dejé de respirar. Di palmadas desesperadas en la mesa y alcancé el vaso con jugo que apareció frente a mi antes de poder decir algo o siquiera pedir auxilio.
Bebí, pero no fue suficiente. Algo se me había ido por el conducto equivocado. Me incliné hacia el suelo y Caden caminó rápidamente hasta mí. En un segundo estaba a mi lado, enderezándome y obligándome a subir ambos brazos por encima de la cabeza.
—Tose bien fuerte —me indicó, dándome palmaditas en la espalda, hasta que, poco a poco, y más rápido de lo que yo había pensado, pude serenarme.
Bajé lentamente los brazos cuando pude respirar con normalidad otra vez y me limpié las lágrimas que solté por el exabrupto y que me habían mojado toda la cara. Mi pecho hervía por el esfuerzo y mi espalda, donde Caden mantenía la mano, estaba a punto de convertirse en lava.
—Mira —dijo él, inclinándose sobre mi hombro desde atrás—. No tengo ningún problema. Si quieres pasearte desnuda por toda la casa te estaría eternamente agradecido. Pero a menos que quieras hipotecar tu alma con la mía, creo que lo mejor sería que en serio fuésemos amigos.
Exhalé con fuerza.
—Es lo mismo... que te dije esta tarde.
—Lo sé —dijo Caden, demasiado cerca de mi oído—. Pero parece que lo estoy intentando más que tú.
Entonces, sus dedos subieron la cremallera de mi vestido, aquella que, evidentemente y sin que yo lo notara, nunca había terminado de subir. Me congelé, pensando en la imagen que debí dar cuando él llegó a mi lado para socorrerme. Primero lo recibía desnuda, con una bata que revelaba todas mis curvas y durezas y, ahora, lo recibía con el cierre bajo, sin llegar a tope.
Me aferré al tenedor y evité cruzar la mirada con Caden cuando se alejó para volver a su asiento. No sabía realmente si tendría siquiera cientos de noches tristes en esa casa, pero en el instante en que se sentó y el silencio tenso, candente y oscuro, llenó la habitación, supe que me costaría horrores pasarlas sola.
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