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4. Maldición

No puse un pie fuera del pasillo que llevaba a mi cuarto hasta el día siguiente, cuando ya estaba cansada de pelearme con el aire por la ropa que aparecía en mi armario y de detestar que la comida fuera deliciosa, digna de una reina.

El segundo amanecer en la Casa Dagger me arrojó un montón de seguridades: en primer lugar, no había nada para hacer ahí. Jamás me daría una televisión o un teléfono que funcionara. Ni siquiera una radio. La música era algo impensado, porque en la Casa tenía que gobernar el silencio absoluto. Y, por último, quería que te vieras tan elegante como ella.

Luché intensamente con ella para que me diera ropa interior que me gustara, que me fuera cómoda, pero no llegamos a ningún acuerdo. La onda del siglo pasado no era lo mío y me la puse a regañadientes, porque necesitaba lavar la mía.

Mi único consuelo es que mis botas seguían ahí, desparramadas sobre la alfombra clara, que era cálida y mullida y una bendición para los pies desnudos. Me las puse, después de colocarme un vestido color celeste claro y de revisarme de nuevo las heridas de las manos.

Estas habían mejorado muchísimo. Más rápido de lo normal, si hubiese estado en mi propio universo, el de todo el mundo. Pero, según las palabras de Caden, deberían haber sanado el primer día. Y eso era justamente una de las razones por las cuáles me animaría a salir. Tenía que averiguar cómo funcionaba ese lugar para entender por qué demonios me había cerrado la puerta del ascensor, dejándome fuera, imposibilitándome volver.

Me até los cordones de mis borcegos, siendo cuidadosa para no rozar las palmas con ellos, cuando noté un brillo dorado sobre la madera oscura del suelo, al final de la alfombra. Supe lo que era al instante y me lancé a tomarlo con el corazón en la boca.

Alcancé el extremo de la cadena y tiré para quitarla de debajo de la alfombra. Con los dedos temblorosos, me acerqué el collar de mi abuela al pecho, con el alivio recorriéndome la columna y las venas.

Me desinflé en el suelo, con la ira dejando paso a un dolor distinto que estaba mezclado con un anhelo que jamás se olvidaba ni sanaba.

—Gracias, gracias —musité, hacia quien sea que la hubiese dejado en mi camino, aunque no claramente a la Casa.

Apreté la cadena contra mi rostro y suspiré. Me quedé así por casi un minuto hasta que la doble cuidadosamente y me pregunté qué era lo mejor que podía hacer con ella. Tenerla siempre encima parecía ser la mejor opción, más si lograba volver a casa solo con lo puesto. Así que la abroché en mi cuello y la escondí bajo el escote de mi vestido, que esta vez no era pronunciado.

—No toques mi ropa interior —le advertí a la habitación. La había dejado doblada sobre la cama—. Si no está aquí cuando regrese...

No tenía sentido amenazarla, me dije, porque en primer lugar estaba por comenzar la amenaza desde mucho antes. Hice una mueca y cerré la puerta, como si nunca hubiese abierto la boca.

Era temprano en la mañana. No esperaba cruzarme con Caden, así que bajé en puntillas de pie las escaleras para dirigirme a la cocina. Ahí, estaba mi desayuno, tal cual lo había ignorado cuando apareció en la cama. Arrugué la nariz y pasé de largo, directo hacia las alacenas que estaban llenas de la misma vajilla de porcelana blanca y hermosa que ya había visto en la bandeja.

Empecé a sacar tazas, platos, todo lo que pudiera tomar, todo lo que fuese seguro para mí, y salí. Cuando pasé frente al comedor, vi que ahora mi desayuno se había mudado a ese cuarto, desesperado por llamar la atención.

—Ni lo intentes —le siseé a la Casa y, sin embargo, cuando deseé que la puerta del salón que daba al Jardín Oeste se abriera, esta lo hizo. Caminé hacia el sector sur del parque y, frente a la glorieta, comencé a acumular la delicada vajilla.

Hice varios viajes y en cada uno de ellos encontré las alacenas llenas. Las muy desgraciadas no se vaciaban jamás y mi desayuno desfiló sin fin entre el comedor y la cocina. La estaba mareando y solita me estaba dando el material para descargarme con todas mis ganas.

Finalmente, cuando decidí que era suficiente y que ya había acumulado una buena cantidad de cosas para romper, el desayuno se mudó a un banco tallado que estaba rodeado con arbustos y flores. El café humeaba, los huevos se mantenían calientes. Me perseguirían como si estuviesen recién hechos a donde fueran, incluso aunque estuviese decidida a partir todo lo que me encontrara por delante. Parecía que la casa no le interesaba si me desquitaba con ella. O parecía no saber en absoluto que estaba presentando una huelga.

Me dejé caer en el asiento junto a la bandeja y comí. Bebí el café junto a las flores estáticas a las que ni soplaba el viento y comí mis tostadas en absoluto silencio, pensando en todo lo que escondía la belleza de ese lugar.

Muchos metros más allá de la glorieta, terminaba el terreno de la casa. Unas altas paredes de ladrillos rojos, cubiertos en su mayoría por enredaderas, cortaban la vista del horizonte. No sabía qué habría detrás, si ahí mismo también estaría el muro espejado que cortaba el final de las calles, o si habría casas a las cuales mirar.

No pensaba escalar la pared, tampoco. Sería un malgaste de tiempo.

Al terminar la comida, la bandeja desapareció y yo me puse de pie con una falsa alegría. Agarré un lustroso plato de postre, que valía fortuna como todo lo que estaba ahí dentro y sonreí con desquicié. Luego, apunté a la glorieta.

—Me da igual que re repares —musité—. Me da igual, porque te voy a demostrar que yo no.

Arrojé el plato contra una de las columnas que sostenían la estructura. El sonido que hizo al quebrarse me dio placer, me hizo sentir mejor y menos destruida. Yo necesitaba hacerle daño a ese lugar para salvar un poco las grietas que se formaron en mi interior cuando me encerró. Y, esta vez, lo hacía consciente de mi propia seguridad. Ya no me lastimaría.

Uno tras otro, plato tras taza. El silencio se rompió al igual que cada trozo de porcelana que se estrelló contra la glorieta. Mi respiración jadeante le hizo eco por largos minutos, hasta que escuché los pasos de Caden por el caminito de piedra detrás de mí.

—¿No tienes algo más productivo que hacer?

Yo no me giré. No sabía que hora era, si seguía siendo tan temprano, pero, aunque me dije que me daba igual haberlo despertado, sabía que no era cierto. Sabía que mi barullo debía ser atronador después de casi un siglo de silencio.

—¿Cómo qué? —dije.

—Como salir a correr por la calle. Darle un par de vueltas al jardín. Algo mejor en lo que gastar tu energía.

Agarré otro plato y lo di vuelta entre mis manos vendadas antes de lanzarlo. El tiro me salió medio errado y se estrelló contra uno de los escalones, en vez de las columnas.

—Prefiero pasar el día arrojándola la vajilla a la glorieta —contesté.

Me giré a tomar otro platito, esta vez uno que acompañaban las tazas de café o te, y me crucé con su mirada. Vestía de nuevo pantalones negros, sus zapatos estaban lustrados. La camisa estaba completamente en su lugar y el chaleco estaba abotonado con formalidad. Incluso, se había peinado, dejando que su cabello lacio formara una onda antes de caer sobre su frente.

—A menos que... te moleste que destruya tu hermoso hogar —canturreé, pero Caden solo tomó asiento en el banco donde había comido y se cruzó de piernas, del modo en que debería hacerlo un caballero.

—¿Por qué me molestaría? —dijo.

—Esta es tu casa. Y ayer me dijiste que no lo intentara.

Él se encogió de hombros.

—No es como si romper la vajilla de pronto abriera una salida en la glorieta —contestó, clavando sus ojos en mi rostro y luego bajándolos por mi cuerpo. Sus miradas nunca me pasaban desapercibidas. Siempre había algo que se cocinaba detrás de esos ojos oscuros. Estaba evaluándome de verdad ahora y me volví para no hacer lo mismo con él.

Sin mi ropa de invierno, sin mis jeans anchos y mi suéter overzise, es vestido revelaba mis curvas, mi cintura apretada y las caderas de las que siempre me sentí orgullosa. Sabía lo que él estaba viendo en mí y supe, en cuanto encaré la glorieta una vez más, que no lo hacia para no devorarlo con la vista. Lo hice para que él me devorara a mí.

—Por lo visto —murmuró él. Sentí calor en la nuca, bajo el cabello suelto. Por un instante, creí que comentaría algo sobre mi cuerpo. Me descubrí deseándolo más de lo que debería—, esta vez estás tomando tus recaudos.

Lancé el plato, apartando esas ridículas ideas de mi mente. En cuanto terminara con eso, quería hablar con él, hacerle preguntas más claras y quería hacerlo con la mente en cama, no deambulando sobre ideas obscenas.

—O no tanto —De pronto, estaba de pie junto a mi. Atrapó mi muñeca antes de que pudiera agarrar otra tacita y pasó sus largos dedos por el dorso de mi mano, donde tenía atada la venda que protegía lo que quedaba de mis heridas—. ¿Qué te hiciste ahora, eh?

Levanté la cabeza hacia él. No estaba concentrado en mi rostro, pero yo no pude evitar admirar el suyo, como cuando lo vi en esa pintura en la biblioteca, al notar lo cerca que estábamos.

Entonces, desprendió el nudo con facilidad y sus ojos se levantaron, lentos, hacia mí. Me descubrió viéndolo y sus labios se curvaron en una sonrisa felina.

—No sabes vendar, ¿cierto?

Apretó ligeramente mi muñeca. Era un agarre firme, a pesar de su gentileza, un gesto que planeaba obtener alguna reacción de mi parte. Quería que intentara recuperarla, que me alejara de él, quizás, así que hice todo lo contrario. No me moví y le sostuve la mirada.

—No me hice nada —repliqué, cuando él apartó las vendas. Me estiró los dedos y su sonrisa, seductora por demás, se borró en cuanto vio mis cortes—. Son los mismos del otro día. No se curaron aún.

Esperé sus rápidas respuestas, esas que les gustaba dar con ese aire de superioridad y conocedor. Pero Caden se quedó callado, frunciendo el ceño, sin poder quitar su atención de mi mano. Por primera vez desde que llegué ahí, él no tenía una explicación para darme.

—¿Por qué? —insistí, solo para hurgar más en su orgullo—. ¿Por qué no se curó, si dijiste que lo haría al terminar el día?

Él solo se apuró a tomar mi otra mano y a quitar las vendas también, como si con eso pudiese convencerse más. Pasó más de un minuto callado, con su agarre aflojándose y volviéndose más débil.

—No lo sé —admitió, al final.

Solo en ese momento, retiré mis manos de las suyas. Le hice algo parecido a un gesto de suficiencia y me giré hacia al banco, donde ya había aparecido una bandeja pequeña con nuevas vendas y más iodo.

Me senté y tomé la botella, dispuesta a hacerlo por mi misma, pero Caden ocupó rápidamente el lugar junto a mi y me quitó todo para hacerlo él.

—Puede que —dijo, ajustando las vendas. Casi que parecía tener práctica—, las cosas sean diferentes contigo.

—¿Ah, sí? —musité, observándolo. Seguía con el ceño fruncido. La frente se le arrugaba bajo ese mechón de cabello oscuro que tenía por flequillo.

—Después de todo, no estás aquí bajo las mismas circunstancias que yo, ¿o no? —dijo, tentándome otra vez. Mi respiración se detuvo y noté que cuando más intentaba enfadarme, más ganas de echármele encima tenía—. No entraste siquiera por el mismo lugar. Tampoco escuchaste tu maldición, ¿no es cierto?

Me soltó y, a pesar de que el aire vibraba candente en el espacio entre ambos, aunque la necesidad de que sus dedos permanecieran más recorriendo mi piel bullía en mi sangre, me desconcerté.

—¿Maldición?

Caden arqueó las cejas.

—Estoy maldito —me recordó—. Las maldiciones tienen una prosa. Te la cantan cuando te cae encima. Y, como es evidente que no la escuchaste al entrar, tanto como que no hiciste nada malo y como que esta es mi prisión, que simplemente la Casa aplica diferente contigo.

Parpadeé, confusa. Aunque la provocación sí me llegó, no pude mantener a raya la curiosidad. Esa era la clase de información que yo necesitaba. No supe cómo no pudo darme ese detalle el primer día.

—No hubo nada —insistí—. Simplemente tomé ese ascensor porque no quería bajar la escalera. Si ser vaga es un pecado te juro que ese no es para mí. Trabajo y estudio como una condenada.

Caden ladeó la cabeza.

—Entonces volvemos a la idea de que eres mi regalo —replicó—. Si no oíste ninguna maldición.

Bufé y me crucé de brazos.

—Nada —contesté, justo cuando la bandeja con las vendas desaparecía. No me perdí el gestito suyo que revelaba que no me creía. En verdad, él decía lo del regalo para molestarme—. Hablo en serio.

Él se giró hacia la glorieta y hacia el desastre de porcelana a sus pies.

—Esa no era nuestra mejor vajilla —contó, como si nunca hubiésemos tocado el tema de las maldiciones. Yo apreté los labios—. Esa era la común, para los invitados tradicionales y para el uso general de la casa. Si quieres hacer más daño a la memoria de esta Casa, podrías haberle pedido la que tenía oro.

Se inclinó brevemente hacia mi con una sonrisa socarrona y yo le devolví una mirada furibunda. No sabía qué había hecho realmente para terminar en ese lugar, pero estaba claro que era un egocéntrico de primera.

—¿Cómo supiste que tenías una maldición? —pregunté, sin dejarlo irse del tema. Ensanchó la sonrisa que me dirigía.

—Simple, la escuché cuando me quedé atrapado —contestó, ligero—. Le cerré la puerta en la cara a la persona que le hice daño, después de que me suplicara que no la dejara así. Me reí en su rostro y le indiqué que no era más que una cualquiera —añadió, enderezándose un poco. Yo abrí ligeramente la boca, pero me mordí la lengua. Así que fue una mujer—. Me burlé cuando me aseguró que iba a arrepentirme y a pagar lo que le hice por toda una vida y más. Y en el instante en que volví a mi hogar, las paredes empezaron a cantar con su voz. La maldición me dio vueltas la cabeza —Su mirada se oscureció y se quedó fija en un punto, recordando ese momento. Su voz se volvió lenta y baja, de ultratumba—. La Casa entera se agitó y cambió. No como cambiaria algo físicamente, era algo más... profundo.

A pesar de que hacia calor, de que no soplaba el viento, me estremecí. La forma en la que lo contó me sonó tétrica.

—¿Qué... decía la maldición?

Caden suspiró.

—«Cien años pagarás, hasta que te puedas disculpar» —rezó—. Una y otra vez, la Casa se encargó de repetírmelo hasta que entendí lo que me estaba pasando. «Cien años pagarás, hasta que te pueda disculpar. Y si con el tiempo no has de saldar, al final morirás».

Pegué un brinco en mi asiento, ahora sí más que impresionada.

—¿Qué significa eso? —dije. Mi tono salió agudo, aterrado.

Se giró hacia mí, hacia no había ninguna sonrisa socarrona decorando su rostro.

—Que moriré, que todo esto se acabará y desaparecerá conmigo si no logro resarcirme antes de que terminen los cien años.

Temblé, no de forma imperceptible. Agradecí que aún estaba cruzada de brazos y eso me daba la sensación de una postura firme.

—¿Qué carajos fue lo que hiciste? —mascullé—. ¿Tanto daño como para condenarte a cien años?

En ese momento, Caden se levantó del banco. Se puso las manos en los bolsillos del pantalón y se alejó varios metros, para mirar el jardín, para darme la espalda y no tener que encararme. Por la forma en la que tensaba los hombros, supe que lo que se escondía detrás de todos sus gestos era realmente culpa y vergüenza.

—Supongo que sí.

—Pero no la mataste —repliqué—. Te dio cadena perpetua.

—Las condenas de este tipo no se miden por la ley —me contestó, aún sin voltearse—. Ella creyó que yo me merecía esto. Ella sintió tanto dolor que generó todo esto para mí. No creas que fue fácil aceptar que yo estuve mal. Por años, ella siempre fue la perra desgraciada que me arruinó la vida, que me quitó todo lo que tenía —soltó una risa amagar—. Ahh, yo ya no soy nadie. Para ti, para el resto del universo que continúa avanzando, yo estoy muerto. Y en realidad no falta mucho tiempo para eso.

Bajó la cabeza y supe qué era lo que también se cernía sobre él: resignación. Estaba más que seguro que no saldría de ahí. Era una imagen triste, la imagen de alguien derrotado y sin esperanzas. Sentí pena y una urgente necesidad de abrazarlo o consolarlo, pero me contuve porque también era la imagen de alguien que podría poner en peligro mi propia existencia.

—Estás arrepentido —le dije, sin moverme del banco—. Se nota.

Caden exhaló y, finalmente se volteó hacia mí. Había colocado una sonrisa perfectamente ensamblada en sus labios, pero que no era real, como nada en esa casa.

—Y eso no me ha sacado de aquí —contestó—. Mi tiempo se acaba. Ya me he disculpado millones de veces en estas décadas. Después de estar años enojado, años intentando salir por las malas, en donde le echaba la culpa a mi propia víctima, y comprendí qué fue el daño que yo hice y que probablemente ella estaría siendo muchísimo más miserable, me disculpé. Hace rato que acepté mis culpas, hace rato que analicé mis acciones. Pero parece que o no es suficiente, o se han olvidado de mí, o ella ha decidido nunca perdonarme o... —Su mirada volvió a oscurecerse, pero no como antes. Era la mirada intensa que me dirigía cuando me evaluaba—. O aún tengo que pasar otra prueba.

Ya no hubo estremecimientos por frío en mi columna. Hubo un fuego que me esforcé por controlar cuando él dio dos pasos hacia mí, con la elegancia de un depredador, como si yo fuese una presa. Recordé lo que se decía de él en la visita guiada, que era un mujeriego, que vivía de excesos. Hacía casi cien años que no probaba ningún exceso, no uno como yo. Y ese pensamiento no me ayudó a controlar lo que se desataba bajo mi piel cuando él se me acercaba.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?

Caden llegó hasta mi en un dos por dos. Me mantuve recta mientras él estiraba una mano y tomaba mechones de mi cabello. El sol le arrancó reflejos dorados y él pareció deleitarse con eso.

—¿Por qué me pondrían en mi prisión a una mujer hermosa? —murmuró. Nuestras miradas se encontraron. Sin darme cuenta, me mojé los labios. Caden entreabrió la boca. Mi corazón se agitó cuando él deslizó los dedos por mi cabello. Llegó hasta la punta del mechón, pero no lo soltó—. Cuando hace un siglo que no tengo el placer de ver o tocar a una.

Quería que se acercara a mí. Deseé con locura que me tocara y mi cuerpo entero reaccionó ante mis anhelos. La piel de se me tensó, el vientre se me calentó. Mis pechos, bajo mis brazos cruzaron, se erizaron. El aroma de su perfume me regaló imágenes candentes. Me imaginé cómo sería tenerlo por encima de mí, sin nada de ropa.

—Me pregunto si eres real —dijo, entonces, agachándose frente a mí—. Y si lo eres, qué clase de tortura vienes a impartirme.

En esa posición, nuestros rostros quedaban a la misma altura. No me perdí que Caden se inclinaba hacia mí, como si estuviese preso de algún conjuro que lo arrojara a mis labios. Tampoco me perdí como se aferraba al banco y sus nudillos se ponían blancos antes de retirarse hacia atrás.

Su resistencia no flaqueó y me invadió la decepción. Aunque sabía que todo eso era lo más sensato.

—Una cosa es segura —murmuré, tomando aire. En cuanto él se levantó y puso distancia otra vez, me crucé de piernas para contener todo lo que se había estado acumulando entre ellas—, tus oídos van a sufrir bastante con todo el barullo del borrego.

Caden, que se recuperaba pasándose una mano por el cabello y luego por toda la cara, soltó una risa sorprendida.

—¿Crees que me molesta el ruido?

Yo me encogí de hombros. Me hubiese gustado poderme parar para seguir tirando platos, pero si lo intentaba, terminaría en el piso. De rodillas, frente a él. Lo cuál no me parecía desagradable, pero se suponía que no estaba bien. Por eso también se alejaba de mí. No necesitaba que me lo dijera. Si yo era una prueba para comprobar sus excesos, no podía caer ante mí, ni dejar que yo cayera entre sus piernas.

—Llevas 99 años calladito —repliqué, encogiéndome de hombros.

Caden se volvió a reír. Su risa me resultó hermosa, atractiva, exquisita... Tuve que sacudir la cabeza para quitarme más ideas morbosas sobre cómo podría hacerlo reír.

—Tienes razón al decir que ya no hablo solo —bufó—. Esto es lo más que he hablado en casi un siglo y ahora siento la garganta seca de no poder parar la lengua...

Yo sentía la garganta seca por otra cosa. Sabía que él también, pero era una buena excusa culpar a la charla. Automáticamente, me imaginé su lengua pasando por el lugar que tanto mantenía apretado con las piernas. Cerré los ojos, maldiciéndome por no poder controlarme, mientras Caden seguía hablando.

—...Pero no me molesta el ruido. No me acordaba lo mucho que me gustaba el ruido, uno que no hiciera yo —Abrí los ojos y encontré que me estaba sonriendo de verdad. No había insinuaciones ahí—. Así que puedes hacer todo el ruido que quieras, Camilla. Rómpelo todo, hazlo de noche si quieres. Llena esta casa de gritos, no me importa. En tanto no te lastimes al hacerlo, recuerda que no soy médico.

Me guiñó un ojo y pasó de largo. Se alejó de mi hacia el interior de la casa y yo me di una palmada en la frente. Todas sus palabras estaban lejos del doble sentido, lo supe por su expresión alegre al decirlas. Él estaba feliz de ver a alguien más, más allá del deseo y las privaciones. Fue yo la que, al igual que antes, relacionó sus palabras con actividades que definitivamente podían romper todo, en la noche, y llenar la casa de gritos.

—¿Qué está pasando conmigo? —me pregunté en un hilo de voz. Los pedazos de porcelana comenzaron a desaparecer, lentamente, pero esa sensación de histeria, ansiedad y deseo no desapareció de mi pecho—. Yo no suelo estar tan alzada.

Quizás era el clima, quizás eran los nervios. Quizás era el hecho de que había pasado muchos meses desde mi última relación, porque no tenía tiempo más que para trabajar y estudiar. Quizás se debía a que Caden no paraba alterarme con la seducción que emanaba o a que había dicho que yo era hermosa.

O quizás se debía a que estábamos los dos encerrados y a que tocarnos era impensado. Y para mí, que siempre había luchado contra la impensado...

Me puse de pie e ignoré los últimos restos de la vajilla que desaparecieron. Si quería mantenerme ocupada y evitar mis pensamientos hacia él, para encontrar respuestas en los míos, tendría que encontrar algo más que romper. 

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