3. Ira
La sangre formaba parte de mis recuerdos más espantosos. Lo veía en el suelo y en las paredes; en mis pequeñas manos y en mis pantalones llenos de barro mientras me hacía una bolita debajo de la mesa. Escuchaba los gritos y las súplicas ahogadas de mi madre. A mi abuela exigiendo que todo parara.
Recuerdo haber cerrado los ojos, pidiéndole a Dios lo mismo, mientras mamá pedía por favor que no me hiciera daño.
—Camilla —dijo Caden, haciendo que abriera los ojos. Mi visión estaba nublada y me costó enfocar su rostro—. Dame las manos.
No las separé de mi vestido. No era capaz de mirármelas, todas rojas. Solo me vería otra vez bajo la mesa, llorando, aterrada. Por eso, no me moví.
Caden suspiró y me las tomó. Aunque parecía no tener paciencia, su tacto fue gentil. Las envolvió con tiras de vendas limpias que la Casa le ofreció cuando se las pidió, después de echarme un líquido que parecía iodo.
—Tienes suerte de no tener vidrios —señaló.
«Tienes suerte de que hoy esté de buen humor», casi que escuché. Esa frase recorría los pasajes de memoria con demasiada frecuencia. Por supuesto, el tono de Caden nada tenía que ver con el tono que reproducía mi cerebro cada vez que alguien me decía que tenía suerte en algo. Yo no tenía suerte en nada. Ya lo sabía, hacia tiempo.
—Se curarán hacia el final del día —me dijo él, cuando terminó—. Mañana no tendrás nada —No contesté. Él solo me miró en silencio hasta que se agachó frente a mí. No volvió a tocarme, sus manos se aferraron al sillón a ambos lados de mis rodillas, apenas si tocando mi vestido lleno de sangre—. Ya probé todo, nada funciona, así que intenta no herirte en vano.
Yo me encogí en el sillón, tragando saliva y tratando de apartar las imágenes rojas que desfilaban por mi memoria. Oculté las palmas sangrantes y vendadas de tras de mi cadera, en un hueco entre los almohadones.
—Tu no... —repliqué. Me costó encontrar mi voz. Sentía la lengua pesada, seca. Estaba cansada—. Tu no puedes decirme qué hacer.
Caden chistó y se irguió.
—Bueno, entonces sigue sangrando, sigue dándote contra las paredes de ese ascensor. No va más que hasta el primer piso —me espetó, cruzándose de brazos—. Solo te lo decía para que no pierdas el tiempo como yo. Aunque bueno, tendrás poco tiempo aquí, así qué, ¿para qué molestarte a este punto?
Me señaló con el mentón y levanté los ojos hacia él, furiosa. Sus palabras estaban cargadas de un veneno sutil, diseñado para alterarme. Mis manos amagaron por cerrarse en puños, con la necesidad latente de darle un puñetazo en medio de esa cara hermosa, pero me dolieron y solté un quejido que nada tenía que ver con mi ira.
—¿Lo ves? —me dijo. No vio lo que hice con las manos detrás de mi espalda, pero aún así lo supo. El dolor se había transparentado en mis gestos—. Si tan mala te pone ver sangre, ¿por qué no eres cuidadosa, siquiera?
Apreté los dientes. No fue mi intención lastimarme. Siempre le huía a cualquier cosa que pudiera herirme de forma tan gráfica. Evitaba verme las manos y las rodillas manchadas, evitaba ver la sangre ensuciando paredes o las navajas cerca de la piel de alguien.
Me estremecí y cerré los ojos, tratando de apartar esa sensación agobiante que se apoderaba de mi cada vez que recordaba esa noche, hace ya tanto tiempo. Esa era también la razón por la cual esquivaba las consultas médicas, las agujas y por la cuál no me gustaban los paramédicos ni los enfermeros. Pero él no tenía por qué saberlo, no tenía por qué saber nada de mí.
Me mordí la lengua y aparté la cabeza, aún con los ojos cerrados. Caden chistó y al final se sentó junto a mí Sentí el movimiento y me aparté, levantando los párpados y enfocando la vista en la pared que daba al comedor. Por el rabillo del ojo, noté que se había cruzado las piernas y que su mano derecha descansaba casual encima de su muslo. No sabía dónde estaba la izquierda.
—¿No vas a comer, cierto? —dijo.
Percibí un suave toqueteo en mi cabello, algo sutil y casual, como si su mano se hubiese topado con algunos de mis enredados mechones sin querer cuando su mano se deslizaba por el respaldo. Me hubiese alejado de no ser porque todavía luchaba conmigo misma. Y porque ese contacto, que realmente no lo era, me ayudó a alejarme de las memorias que odiaba reproducir.
—¿Cuál es el problema si quiero romper todo? —le dije, en tono bajo, lento y derrotado—... ¿En qué te afecta?
Caden exhaló. Se movió, apenas, hacia mí, pero fue suficiente para que su perfume me rodeara por completo. Contuve la respiración cuando me tocó otra vez, sin querer queriendo.
—Rómpelo si quieres —dijo—. Pero come al menos, porque si vas a desangrarte y a desmayarte cada vez que lo hagas, vas a necesitar energía. Tienes hoy, y mañana, y pasado, y pasado...
Me mordí la lengua. Él parecía estar disfrutando mi desgracia ahora, aunque hacia minutos había estado muy concentrado en negarme lo que sentía y en decirme cómo debería actuar. Estuve a punto de decírselo cuando se puso se pie. Sus dedos se enredaron con mi cabello cuando alejó su mano del respaldo. Me estremecí y lo notó.
—La Casa no va a enojarse contigo, descuida. Si le pides algo para comer, te lo dará.
Me dirigió una de sus sonrisas elegantes y sensuales, antes de salir del living por la puerta del vestíbulo. Permanecí ahí sentada, evitando mirarme, para poder dejar todo atrás, y me negué a pedirle algo a esa maldita desgraciada que me había encerrado contra mi voluntad sin explicar nada.
Ni siquiera pude levantar las manos para limpiarme las lágrimas solitarias que me bajaron por las mejillas acaloradas. Me temblaban los brazos, por el esfuerzo tremendo que hice desde que llegué ahí, y me fallaron las piernas cuando intenté ponerme de pie.
Me sostuve del apoyabrazos y solté un insulto ante el dolor que destelló en mis palmas. Paso a paso, una eternidad después, salí de la habitación y regresé al salón, esperando al menos encontrar los restos de mi venganza. Pero, como debí haberlo imaginado, no había nada roto allí.
El salón estaba impecable. Las puertas del jardín estaban abiertas, pero intactas. No había ventanas rotas ni pedacitos de vidrio decorando el suelo. Sentí un nudo en el estómago y regresaron las ganas de llorar, porque fue en vano.
Esta vez, no pude evitar mirarme las manos. Las vendas estaban ya manchadas. Se esforzaron por contener la hemorragia, pero continuarían sangrando porque los cortes eran grandes. Estaba lastimada, sufriendo, por nada.
Eso fue lo que Caden quiso decir y no tuve necesidad de girarme a ver la puerta de entrada para saber que el florero que rompí al llegar debía estar en su lugar, lleno de flores que jamás se pudrían.
Solo tuve deseos de hundirme en algún pozo. De esconderme donde nadie pudiese verme descargar mi miedo y mi angustia, pero a dónde fuera, la Casa estaría ahí.
Subí las escaleras, arrastrando las botas, sin mirar al ascensor con sus puertas cerradas, porque no quería pensar en las palabras de Caden cuando aclaró que el mismo sí funcionaba. No quise pensar que la Casa me negó, de forma directa, su uso, porque era el sitio por donde había entrado y por donde podría salir. No me quería dejar ir.
Abrí la puerta de la habitación que había escogido con anterioridad y no me asombre, ya, cuando noté que estaba ordenada y la cama despejada de cualquier vestido que podría haber invocado.
Cerré, detrás de mí, y lo primero que hice después de ahogar un gemido contra mi antebrazo, fue luchar para desabotonarme lo que tenía puesto. Lo dejé caer al suelo y me deshice de las botas. Así, en ropa interior, tan despojada de todo lo que tenía y fui, me acurruqué en la cama y apreté la cara contra una de las almohadas.
Ni siquiera ahí, en el momento en que me sentí más vulnerable que nunca en muchísimo tiempo, pedí algo para comer.
Me desperté al amanecer. No tuve tiempo de sorprenderme por todo lo que logré dormir, ni quejarme por los rastros secos de lágrimas y mocos que me surcaban el rostro. Había una bandeja con comida caliente junto a mí. Fue su aroma el que me sacó de la inconsciencia.
El estomago me rugió mientras lo observaba, demasiado cansada como para moverme. Había huevos revueltos, tostadas y tocino. También un humeante café con leche y un vaso de jugo de naranja. También estaba demasiado cansada como para rechazarlo.
Estiré una mano y agarré una tostada antes siquiera de sentarme en la cama. Aparté los pensamientos negativos sobre lo que esa comida podría hacerme y la mordí. El primer bocado se me hizo difícil tragar. Llevaba muchísimas horas sin beber, siquiera, por lo que mi garganta estaba apretada y rasposa. Sin embargo, el sabor del pan, crujiente y tierno por dentro, me alivió todas las tensiones que persistían en mi panza desde el día anterior.
No tardé en untar los huevos y en devorar el tocino, así como tampoco demoré en notar el dolor de mis manos cuando agarré la taza de café caliente.
Todavía tenía las vendas puestas, pero la sangre en ellas estaba oscura, vieja. Dejé la taza de café y, con temor, desaté los bien hechos nudos de Caden. Sabía que no me gustaría lo que estaba por ver, pero aún así, seguí adelante.
Mis palmas no estaban totalmente curadas. Sí, habían avanzado desde la tarde anterior, pero seguían tensas y coloradas. Largos cortes, que dejarían feas cicatrices, casi que me revolvieron el estómago antes de que las apartara de mi vista. No necesitaba devolver lo poco que había comido.
Caden se había equivocado. Ya era un nuevo día en la Casa y mis heridas no habían desaparecido. Y, a pesar de eso, no pensaba ir a comentárselo. Tomé las vendas y traté de atármelas otra vez, pero estaban demasiado tiesas como para usarlas de nuevo. Tampoco era higiénico.
Apenas lo pensé, junto a la bandeja del desayuno aparecieron tiritas de tela dobladas cuidadosamente. No me moví por ellas durante casi un minuto mientras notaba que la Casa no necesitaba que le dijera las cosas en voz alta. Ella lo sabía todo, ella estaba en todo, lo cuál me hizo sentir, de nuevo, muy incómoda.
—Déjame en paz —le espeté, con la voz de una persona que estaba destruida física y emocionalmente, pero igual me estiré y tomé las vendas. En ese mismo momento, apareció una botellita con iodo, lo mismo que Caden me había echado sobre las heridas. Yo no lo había pedido, yo ni siquiera hubiera tomado la precaución. Tener que curarme heridas era la cosa que más detestaba y lo que más querría pasar por alto. Pero la Casa quería cuidarme y eso se me hizo estúpido, irónico.
Enfrentarme a cortes que podrían abrirse en cualquier momento me ponía mala, tanto como ver la sangre brotando de ellos. O ver agujas, o ver a demasiados hombres en bata rodeándome. Hacia que mi corazón se acelerara y todas mis reacciones fueran nefastas.
Pero era hacerlo yo o pedirle a Caden ayuda, lo cuál no estaba en discusión. Tomé la botellita de vidrio, llena con el líquido marrón oscuro, y lo vertí a ojo, chorreándome los dedos y el acolchado.
No me importó. Me entretuve dándole vueltas a los cortes con las vendas, hasta que sentí que estaban bien acolchonadas y que me permitirían, al menos, tomarme el café sin que me doliera al agarrar la taza caliente. Por supuesto, mis nudos no fueron tan buenos como los de Caden y, por supuesto, la mancha del iodo sobre la cama desapareció momentos después.
Volví a hacerme un bollo sobre la cama en cuanto terminé todo lo que estaba en la bandeja, incluido el jugo. Me metí debajo de las sábanas, para tapar mi cuerpo casi desnudo y miré la luz que lentamente se colaba por las ventanas y las vaporosas cortinas.
No se oía nada en la Casa. Ya sea porque Caden estaba durmiendo aún o porque era así el ambiente natural del lugar. No sabía cómo iba a acostumbrarme a eso, no tenía ni idea de cómo iba a subsistir seis meses. Tampoco, cómo él siquiera había pasado un año. Menos, cien.
El silencio era abrumador y pronto descubrí también que te consumía el alma. Conforme pasaban los minutos, luego la hora, supe que ese lugar estaba preparado para hacerte sentir miserable y solo. El sol brillaba, el jardín era hermoso y la Casa te daba lo que quisieras tener, menos alguien con quien disfrutarlo, menos el canto de los pájaros o el zumbido de los insectos. En realidad, pese a esa fachada de aparente belleza idónea, todo eso carecía de vida.
Me levanté cuando ya no pude aguantar las ganas de ir al baño. Tomé la bata de seda que apareció a los pies de la cama y salí de la habitación, descalza, porque no tenía una suite, como sí la tenía Caden, en su enorme cuarto al frente de la Casa.
El cuarto estaba al final de un pequeño pasillo. Había dos puertas frente a la mía y una debía ser la del baño. Por suerte, le atiné al instante y me encontré con una bañera amplia pegada a una pared llena de azulejos blancos con decoraciones en negro y dorado. A pesar de que el estilo era claramente antiguo, todo se veía nuevo, impecable. Las griferías estaban pulidas, brillantes. El inodoro estaba tibio cuando me senté, como si a la Casa incluso le preocupara la temperatura a la que sometiera a mis nalgas.
Permanecí sentada más tiempo del necesario. Descarté la idea de bañarme porque no quería lidiar de nuevo con mis manos maltrechas, así que me dispuse a volver a la cama. Pasé por delante de un espejo y me miré solo para comprobar mis ojeras y mi cabello desgreñado.
La bata me quedaba bien, se veía bonita en mi piel. La seda era suave y luchaba por darme un aspecto glorioso contra la expresión cansada de mi cara. Me acerqué a mi reflejo, cuando noté que tenía otros pequeños cortes alrededor del pecho y fue ahí que noté que no llevaba la cadenita que había pertenecido a mi abuela.
Me agarré el cuello con las manos, al mismo tiempo que sentí una opresión. No me había dado cuenta de que no la tenía y pensé qué, seguro, quedó enganchada en mi sueter cuando me lo quité.
—No —gemí, corriendo de vuelta a la habitación. Revolví toda la cama, en dónde ya no estaba la bandeja del desayuno. No la encontré ahí, por lo que busqué el vestido sucio que me había quitado la noche anterior, pero tampoco estaba. La Casa se lo había succionado a un agujero negro.
Me agaché y recorrí el suelo a tientas, revisando por encima de la alfombra, hasta que me quedé de rodillas, con los labios temblorosos y un vacío existencial igual de fuerte que el que sentí la noche anterior.
Era lo único de valor que tenía. Perteneció a mi abuela y era de oro puro. Me la regaló antes de morir, porque decía que su dijecito con forma de rosa era perfecto para mi, que coincidía con mi apellido: Rose. Antes, había pertenecido a su propia abuela y era una reliquia familiar que llevaba siempre que quería recordarla. Era como si mi abuela viniera conmigo a todas partes.
Ahora, tampoco la tenía. La Casa también me había quitado eso.
Me arrastré a la cama, incapaz de contener las lágrimas. Lloré en silencio, sin emitir sonido, con el alma desagarrada. Me metí dentro de las sábanas y me hice un bollito. Ahí, cerré los ojos para evitar la luz que las cortinas no podían detener y deseé, con toda el alma, que algo cubriera esas ventanas.
La oscuridad llegó de improvisto y cuando levanté los párpados encontré nuevas cortinas, gruesas, que habían reemplazado a las vaporosas. Fruncí el ceño, detestando a la Casa con todo mi ser. Odiaba que fuera amable conmigo, como si estar ahí dentro fuese un favor y no un castigo. Me pregunté cómo carajos podría yo hacer para ver eso como un favor, cuando me había despojado de todo, incluso de mi abuela.
Cuando pise la Casa por primera vez pensé que era mi estilo, que sería capaz de vivir ahí, rodeada de lujos, con gente que me sirviera, sin nada de lo que preocuparme, porque vivir ahí significaría que mi vida estaba solucionada y mi futuro asegurado. No tendría que preocuparme por el techo de mi cuarto, que se caía a pedazos por la humedad. Ni por la cantidad irrisoria que cobraba cada vez y usaba solo para la facultad, porque no alcanzaba para nada más.
Tampoco tendría que preocuparme por fingir algo que no era, por ocultarle a todo el mundo que mamá y yo apenas si llegábamos a fin de mes desde que la abuela había muerto. Y de eso habían pasado más de quince años.
Debería creerme el cuento, tal vez, ese en el que era la dueña y no la invitada. Quizás, pudiera pasar mejor el trago de significarme apresada.
Sentí que la ira subía desde mi estómago, lleno y tibio, hasta mi paladar. Cerré los ojos y mordí la almohada, descargándome en ella. Los cuentos no estaban hechos para mí. Desde ese día, cuando tenía cinco años y mi casa se llenó de sangre, supe que yo no sería la princesa de ninguno.
Tampoco esa fantasía era para mí. Y así como luchaba contra los designios que parecían entrar por las puertas de mi vida, recordándome que era una pobre rata, para ser libre, para tener lo que merecería tener, supe que iba a luchar contra esa Casa. Porque ese cuento tampoco me lo tragaba.
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