18. Frustración
Frustración
Lo miré estupefacta. No daba crédito a lo que estaba oyendo. Mis ojos pasaban de su rostro al collar de mi abuela.
—¿De qué carajos estás hablando? —musité, casi sin aire en los pulmones.
Él soltó el collar en la cama, como si de repente le diera terror... o asco.
—¿No escuchaste lo que te acabo de decir? —dijo, demasiado duro. Su tono no me gustó nada.
—Obviamente que escuché lo que acabas de decir —le espeté, reaccionando de inmediato como leche hervida. A mí nadie me hablaba así ni me trataba de tonta—. Lo que quiero decir yo es que estás delirando, completamente. ¿Cómo va a ser el mismo puto collar?
Crucé la habitación en grandes zancadas y tomé el collar de la cama. Me lo llevé al pecho, donde pertenecía, e intenté ponérmelo en vano. Los nervios por el enojo y por la psicosis en sus palabras no me dejaron encontrar el broche de la cadena.
—Es el mismo collar —dijo Caden, mirándome con esa expresión de muerto viviente—. Lo conozco muy bien. Lo tenía puesto cuando me la c...
—¡Ay! ¡Cierra la boca! —chillé—. Estás diciendo incoherencias. ¿Sabes cuántos collares iguales a estos pueden haber existido en los últimos cien años? —mascullé—. ¡Cien años, Caden! ¡Has pasado aquí cien malditos años! ¿Y la primera cosa que se te viene a la cabeza es que somos parientes? Estás enfermo.
Entonces, él rodeó la cama. Apartó uno de los sillones caídos con el pie y se plantó delante de mí, para gritar de la misma manera. Me costó muchísimo no retroceder ante el bramido de su voz.
—¡No hay otro collar de esos! ¡Se lo hicieron especialmente a ella!
Retrocedí, al final. Me tembló todo el cuerpo. Podía seguir gritándole, pero no tan cerca, no cuando en el fondo me había dado miedo y muchos malos recuerdos. Entonces, al verme el rostro, Caden retrocedió también, como si de pronto se hubiese dado cuenta de que se estaba pasando conmigo.
—Lo dudo mucho... pero si ese fuera el caso, pudo haberlo vendido, ¿sabes? —repliqué, con un titubeo que no pude dominar. Oculté el collar en un puño. Tragué saliva y tuve que alejarme más de él para recuperar el control de mi misma—. Yo creo que estás llegando a conclusiones apresuradas y disparatadas. ¿Te das cuenta de lo que estás implicando? —solté, entonces, con mayor seguridad, con mi tono irascible de siempre, dominado.
Caden soltó una risa poco divertida. Cínica.
—Por supuesto que lo sé. Eres mi tátara nieta.
—Cierra la boca —susurré, llevándome una mano a la frente. Cuando lo dijo, casi que me costó respirar. Pero Caden no me oyó, o no quiso hacerlo.
—¡Eres mi tátara nieta y me cogí a mi tátara nieta!
—¡YA BASTA! —insistí. Mi voz retumbó en las paredes silenciosas de la casa. Se me había revuelto el estómago y el corazón se me había retorcido. Me empezó a doler todo, no sé exactamente qué, y no supe si quería vomitar o tumbarme en el suelo. Esa frase me destruiría si volvía a escucharla—. ¡ESO NO ES CIERTO!
No podía serlo. No lo era. Algo en mi interior, quizás en mis recién descubiertos sentimientos por él, me decían que eso no era verdad. No necesitaba ver a Caden para saber que no nos parecíamos en absolutamente nada, pero es que tampoco se trataba de eso. Era como un instinto, algo muy primitivo e inexplicable. Él no era nada mío y estaba segura de eso.
—Dijiste que tu tátara abuela fue expulsada de su familia —terció él, de pronto, cuando yo me agarré de una de las cómodas de la habitación—. ¿Por qué fue? ¿Porque estaba embarazada?
Le dirigí una de mis miradas más hastiadas. No podía creer que estuviese lanzando esas preguntas con tanto desagrado en la voz. Parecía que tenía ganas de tener razón, de comprobarme que me estaba diciendo una verdad. En vez de buscar maneras de asegurarse que no era cierto...
No le contesté. Lo miré con la misma furia que hacia segundos atrás. La sonrisa retorcida que él formuló se quebró en el último instante antes de seguir preguntando. En sus ojos brilló un dolor terrible y las lágrimas estuvieron a punto de escapar de sus ojos.
Me quedé sin aire una vez más.
—¿Cómo era su nombre? —inquirió, su voz era apenas un murmullo sufrido. Fue ahí cuando me dí cuenta de que el cinismo era lo único que lo estaba protegiendo de lo que lo estaba rompiendo. Porque él de verdad creía que eso era real y que lo nuestro era un pecado terrible.
—Cómo carajos voy a acordarme eso —respondí, casi que escupí.
—¿Cómo no sabes el nombre de tus antepasados?
—Nadie sabe el nombre de sus antepasados, Caden —Me enderecé. Mi abuela nunca se refería a su propia abuela con nombre y apellido. Se refería a ella como "abuelita", así que ni de casualidad me acordaba su nombre de pila—. Nadie va tan atrás en su genealogía. No es como en tu época que tenían títulos que heredar y eso era importante. Así que puedes dejar de delirar, ¿sí?
La calma había llegado súbitamente después del griterío, sin embargo, esa discusión estaba lejos de acabar. Caden hizo un sonido con la lengua parecido a un chistido.
—¿Cuál era su apellido? —intentó. Nos miramos a los ojos por unos segundos en silencio que parecieron eternos. Pareció que nos estábamos midiendo para clavarnos puñales en el corazón—... ¿Era Bradley?
Me clavó el puñal sin que pudiera verlo venir. Yo no recordaba el nombre de mi tátara abuela, como tampoco el de mi bisabuela, pero sí su apellido, porque era el mismo que llevó mi abuela. Bradley. El apellido materno, señal de que nunca hubo un progenitor presente en el nacimiento. Mamá y yo no lo heredamos, porque tuvimos padres que desaparecieron después de que naciéramos.
Guardé silencio. Bajé la cabeza y no me atreví a verlo a la cara. Ni siquiera traté de buscar una escusa para negarlo. Simplemente me quedé ahí, ocupándome de apartar sus ridículas ideas de mi mente.
Caden soltó una risita cansina. Solo entonces levanté la mirada.
—Marie Bradley —dijo él—. La hija menor de la familia Bradley. Dueños de una minera en Inglaterra, exportadores de piedras, fabricantes de joyas... como la de tu abuela.
Resoplé.
—Eso no dice nada.
—¿Era o no era su apellido Bradley? —exclamó, levantándome la voz otra vez. Estuve a punto de arrojarle algo.
—Sí lo era, ¿y qué? ¿Qué dice eso? ¡Es una estúpida coincidencia, Caden! —le espeté—. Lo que no entiendo, es cómo en vez de ver todos los huecos que tiene esta historia que te montaste, te aferras a la opción más desquiciada de todas. ¿Por qué demonios insistes en que somos parientes? ¿Cómo no puedes ver que eso sencillamente no es cierto?
—¿Cómo va a ser una coincidencia? —respondió— ¡En esta maldita casa no existen las coincidencias, Camilla! —Extendió los brazos, señalando a su alrededor—. ¡Esté sitio lo creó ella! ¡Marie me maldijo!
Tragué saliva. Había olvidado el pequeño detalle de la maldición. Y, aun así, pese a sus palabras, yo sentía que lo que yo decía era la verdad. Algo en mis entrañas me decía que nada de eso era cierto. Caden y yo no estábamos emparentados.
—Estoy encerrado aquí porque le arruiné la vida, ¿es que no lo entiendes? —siguió él, ante mi silencio—. ¡Le arruiné la vida a ella, porque no me hice cargo del hijo en su vientre! ¡Te la arruiné a ti, porque dejé a Marie y a ese bebé en la miseria! ¡Todo esto debería haber sido tuyo! Todo lo de los Bradley y lo de los Dagger. Te condené a una vida de angustias y dolor y ahora acabo de condenarte aún más... —Su voz se suavizó. Me miró con dolor, con pena, con angustia y el corazón roto. Recordé las palabras que me dijo el día anterior, sobre cómo deseaba estar conmigo. Recordé lo que yo sentía por él—. Lo que hicimos no tiene nombre.
Me mordí la lengua con tanta fuerza que me lastimé. Lo que él implicaba era espantoso.
—Lo que a mi me parece —musité, cuando me asaltó un repentino dolor de estómago. Me llevé una mano a la parte alta del vientre—, es que estás buscando excusas, pecados para atribuirte.
Caden parpadeó, confundido.
—¿Qué?
—No puedes aceptar ser feliz —mascullé—. No puedes aceptar que algo bueno te pase aquí dentro, que de verdad yo sea tu regalo. Tienes que buscarte alguna maldad en tu repertorio para justificar que sigues aquí y justificar que quizás nunca salgas.
Las palabras me salieron durísimas. Casi que las escupí. Supe que lo lastimé con ellas, pero él me lastimó por igual con las suyas, con todo lo que había determinado que sucedía entre nosotros.
La boca de Caden se torció en una mueca adolorida.
—No me preocupa lo que pase conmigo —susurró—. Me preocupa lo que pase contigo. Yo ya no importo.
Bufé.
—A mi no me va a pasar nada. Porque esta cadena no prueba nada de la historia que te armaste —dije, señalándola—. No puedes estar seguro de ninguna de las cosas que dijiste porque simplemente no estuviste ahí. Bien sabes que ese podría no ser tuyo. ¿Cuántas veces te acostaste con ella, eh? Y tenía un prometido, no te olvides. Marie podría haber vuelto con él luego de echarte esa maldición y haber tirado este estúpido collar.
En un principio, él me miró en silencio, como si hubiese decidido no discutir más conmigo. No tenía que ver con lo convincente de mi discurso, por muy convencida que estuviese yo de ello. Me volvió a doler el estómago, con una puntada horrible y me costó muchísimo no doblarme sobre mí misma.
—Mortimer jamás la habría tomado de vuelta —dijo, al final, como única respuesta.
Ese nombre me resonó. Yo lo había escuchado antes. El dolor en mi estómago se hizo mas fuerte.
—Nada de esto es cierto —repliqué.
—No intentes negar lo obvio, Camilla. Te he condenado —contestó, bajando la cabeza—. Te he arruinado para siempre.
Odié la forma en la que hablaba de mí, como si me hubiera echado a perder, como si fuera algo que había que tirar a la basura.
—¡Y una mierda!
Me di la vuelta y pese a los miedos que tenía en la Casa, lejos de él, me encaminé a la salida del cuarto. Cerré la puerta detrás de mí y en cuanto me encaré al pasillo vacío y silencioso, me tembló todo el cuerpo.
Estallé en lágrimas, incontrolables, y me llevé las manos a la cara. Luché para no derrumbarme en el suelo. Sentí el frío del collar de mi abuela contra mis mejillas y eso me hizo llorar con más fuerza.
La discusión me había drenado de energía, me había quitado sueños y alegrías. Aunque yo estuviera segura, de algún modo retorcido y poco probable, de que yo tenía razón, Caden no lo estaba. Se había aferrado a esa prueba rebuscada para separarse de mí y ahora no sabía quién de los dos tenía el corazón más roto.
Lloré más y más cuando me di cuenta de que había perdido algo que ni siquiera había llegado a tomar.
—Eres una maldita puta... y esto es lo que te mereces.
Escuché la voz de ese hombre horroroso, flotando en el pasillo, cerca de mí. Pero no me quité las manos de la cara y no dejé de llorar. No lo busqué con la mirada y me quedé ahí, cerca de Caden, aun así, hasta que el sonido de sus pasos fantasmales desapareció.
En los siguientes días, no vi a Caden en absoluto. La casa se había llenado de un silencio fantasmal, excepto cuando escuchaba y veía al hombre del bigote.
Me tocó ser valiente sola. Cuando aparecía, no tenía dónde refugiarme. A veces, me gritaba desde los reflejos de las ventanas y espejos. Otra vez me seguía en los pasillos. No había brazos que pudieran consolarme, así que observaba al hombre con la mayor determinación que tenía hasta que se desvanecía.
Pese a que en realidad me asustaba, a que detestaba su acoso, no me quedé encerrada en mi habitación como lo hacía Caden. Intenté seguir con mis actividades y usar la casa como la había estado usando hasta ahora. Pronto, comencé a sentir que la que estaba encerrada sola ahí hacia años era yo y no él, porque la rutina en ese universo y sin nadie para compartirla hacía que el tiempo perdiera su coherencia.
La Casa se esforzaba en mantenerme contenta, parecía. Me daba vestidos y joyas que no había pedido y chocolates y pasteles incluso cuando ya no podía comer más. Sus intentos eran más desesperados después de cada aparición del hombre del bigote. Sentí, muchas veces, que intentaba consolarme, tanto por mis miedos como por la pérdida de mi compañero. Era como si dijera, constantemente: «No sufras, aquí tienes más, mucho más».
Lo cierto, es que nada de lo que la Casa pudiera darme quitaba el vacío que me generaba la ausencia de Caden. Quedarme sola hubiese sido distinto si no hubiese determinado la importancia de mis sentimientos hacia él. Porque es difícil llorar una pérdida si no estas aferrada a ella, de la manera en la que me había aferrado yo.
Lloré varias veces durante esos días. Muchas otras veces, intenté convencerme de que no sentía nada y de que estaría bien. Otras, que él recapacitaría si le daba el tiempo suficiente.
No sé cuánto tiempo pasó desde que dejé de hablar con Caden hasta el día en que me senté en el jardín, con la presencia fantasmal del hombre del bigote sobre mi hombro y un malestar en el estómago. Lo ignoré como siempre lo hacía, pero mientras miraba al suelo, él dijo algo diferente a todo lo que había dicho antes.
—Eres una puta, una desgraciada... Una maldita traidora, pagarás por el daño de tu sangre, pagarás por lo que ella hizo, por arruinarme...
Apreté los labios y me volteé.
—¿Siquiera te conozco? —le espeté—. ¡No sé quién eres! ¡No sé quién es ella! Y si soy puta, bien. ¡A mucha honra! Tú eres un enfermo, un acosador. ¡Y espero que tu existencia después de la muerte sea miserable y un total infierno!
Como era una aparición, jamás pensé que me devolvería la vista como lo hizo en ese instante.
—El fruto de tu vientre está podrido —me susurró—. Al igual que él y toda su estirpe.
Desapareció lentamente, sin apartar los ojos oscuros de mí. Me quedé inmóvil en el banco de piedra, sin respirar, sin saber si estaba alterada por haber recibido una respuesta, aunque no tan directa de su parte, o por sus últimas palabras.
Me llevé una mano al estómago de inmediato. El pánico me afloró e intenté hacer cuentas en vano. Ahí, en ese universo, a mi no me llegaba la regla. Por lo tanto, supuse que tampoco podría ovular. El cambio no existía, los días se reiniciaban. Aunque mis heridas tardaban más que las de Caden en sanar, también desaparecían, así que una concepción debería desaparecer de la misma manera. Era imposible.
Me fui calmando a medida que repasaba las reglas que conocía de la Casa. Lo más probable era que la aparición estuviese confundida en todo sentido. Para mí, me confundía con alguien más. Así que en eso también estaba equivocado.
Exhalé con brusquedad, estirando las manos, como si me quitara toda esa energía negativa de encima, y me puse de pie. Pensé en volver a trabajar en el jardín, en seguir con mi vida como si nada hubiese pasado, cuando algo en el discurso del hombre del bigote me resonó.
—Ella... —repetí. Mis dedos se trasladaron al colgante de mi abuela. Lo había estado usando pese a las acusaciones de Caden, porque no las creía y pensaba que, si me lo cruzaba, le demostraría así lo que pensaba. Esa era, después de todo, la única herencia que tenía. Pero, cuando pensé en la figura inexacta de aquella "ella" y mis yemas se encontraron con el dije, me pregunté si ambos dos, el hombre y Caden, no estaban hablando de la misma.
Fruncí el ceño y antes de que me diera cuenta estaba marchando a la biblioteca. Me senté en el escritorio y puse las manos en la madera.
—Quiero información sobre Mortimer Everust —dije.
La Casa no lo dudó un instante y varios periódicos aparecieron frente a mí. En la primera plana había un enorme título que decía: "El clan Everust inaugura se segunda fábrica". Bajo la frase gancho, había una foto en blanco y negro de un hombre joven, cortando una cinta delante de una gran puerta de hierro, acompañado por varios hombres en traje. Intenté encontrarle el parecido que buscaba, pero cuando vi la fecha, supe que estaba muy lejos de lo que yo buscaba: 23 de mayo de 1935.
Aparté el periódico y busqué el siguiente. Comprobé la fecha antes de pasar las páginas buscando lo que necesitaba. Ese diario era de 1950 y para cuando lo hallé, tenía los pelos de punta.
La noticia ya no estaba en primera plana como la de quince años atrás, pero sí era bastante importante. Hablaba de cómo la familia Everust había cerrado grandes negocios para exportar sus productos y que eso le proporcionaría al país grandes ventajas económicas. La nota era larguísima y estaba acompañada de una foto de Mortimer, donde los años ya se le notaban bastante y donde su bigote, aunque era más pequeño, ya se veía amenazador y horrible.
Dejé caer el diario sobre el escritorio. El hombre que se me aparecía era más viejo, aún, que ese, pero no cabía duda de que se trataba del enemigo de Caden. El prometido de Marie Bradley.
Mi tátara abuela.
Martillé la mesa con los dedos. Ella era Marie. Era el motivo del castigo de Caden y el odio de Mortimer. Resultaba tan obvio como respirar y me pregunté porqué tardé tantos días en sentarme a verlo.
Mi pecho se llenó de esperanzas, de alegrías. Caden podría tener razón con respecto a Marie, pero se equivocaba con respecto a nosotros. Si Mortimer me perseguía a mí, enojado, si me consideraba una traidora...
Agarré la hoja del diario y empujé la silla. Me apresuré al piso superior y golpeé la puerta de Caden. Sabía que él no me respondería y tenía ganas de tirar la puerta abajo, pero me contuve porque hacía mucho tiempo que no lo veía.
—Caden, necesito hablar contigo —le urgí, pero, por supuesto, él no me contestó—. Hablo en serio. ¡Voy a pasar! —Empujé el picaporte e intenté entrar, pero el muy desgraciado había cerrado la puerta con llave—. Maldita sea, Caden, ¡tengo que mostrarte algo! ¡Es sobre Mortimer!
El silencio fue mi única respuesta y eso solo despertó la furia que había estado guardando y conteniendo por tantos días. Comencé a patear la puerta, incapaz de refrenarme. Perdí el control de mi misma y pateé hasta que me dolieron los huesos. Agarré un florero que estaba en el pasillo y sin pensarlo dos veces, lo estrellé contra la madera. Grité y grité como una condenada, porque estaba harta de esa soledad, del miedo, de su abandono.
—¡No soy tu nieta! ¡No lo soy, carajo! ¡Así que ábreme la puerta! —chillé—. ¡Preocúpate por mí!
Tomé uno de los trozos del jarrón, para volver a arrojarlo, pero el filo me cortó la palma de la mano. Solté un grito genuino de dolor y dejé caer el trozo sobre el suelo de madera. Me sujeté la mano, siseando. La sangre brotó sin control, al igual que mis gritos, que mi temperamento.
Me agaché en el suelo y, llorando, me envolví la mano con el vestido. Lo manché todo: la tela, a mi misma, el suelo, los trozos del jarrón reventado. Permanecí ahí, tratando de contener el dolor como la hemorragia hasta que miré la puerta y la ira fue reemplazada con frustración y angustia.
¿Por qué él no salía a socorrerme? ¿Tan poco la importaba ya? Si estaba convencido de que yo era su familia, por muy falso que fuera, ¿ni siquiera así se preocupaba por mí?
—¡TE ODIO! —le grité—. ¡Dices que todo es tu culpa...! ¡Pero ni siquiera puedes hacer algo para compensarme! ¡Ni siquiera te interesé nunca en verdad!
Me puse de pie y me marché rápidamente. No me molesté en mirar atrás. Me escocía tanto la mano como el corazón. La certeza de que él no sabía amar y que la única estúpida ahí era yo me carcomió por dentro.
Eso fue lo que logró que ignorara los recuerdos turbios que me despertaba la sangre mientras me lavaba. La irá por creerme enamorada me despojó de mis miedos y traumas. No solo Marie había sido engañada por los encantos de Caden, sino que también yo.
Envolví mi mano en vendas que la Casa me dejó en el botiquín del baño y me apresuré a mi cuarto. Ahí, me metí bajo las sábanas y escondí la cabeza bajo la almohada. El sonido de mi propia respiración, el pitido en mis oídos, ocultaron el silencio incansable que seguía reinando a mi alrededor y que seguiría sobrepasándome hasta que no quedaran ni pensamientos con los cuales rellenarlo.
Giré la llave, despacio. Hacía rato que se oía nada. Los gritos se Camilla se habían extinguido entre las paredes de la casa. Abrí la puerta unos centímetros y comprobé que ella no estaba ahí.
Suspiré y estuve a punto de cerrar de nuevo, cuando ví el desastre que había en el suelo. Los trozos del jarrón estaban todavía desperdigados sobre la madera oscura. Me llamó la atención que la Casa no los hubiese retirado ya, así que abrí del todo la puerta.
Sin embargo, al hacerlo, me encontré sangre por todos lados. El terror me subió por el pecho y salí al pasillo, pisando los trozos de jarrón con la suela de los zapatos. Camilla debió haberse lastimado al romperlo y la Casa todavía no lo había limpiado...
Había una hoja de un periódico en el suelo, junto al desastre. Estuve a punto de rebasarlo cuando iba a buscarla para asegurarme de que estaba bien, pero me detuve al ver la foto. Era una imagen en blanco y negro de Mortimer Everust. La sangre de Camilla estaba tiñendo el papel.
—¿Qué...? —Me agaché y tomé el recorte. Mis dedos se mancharon de rojo—. ¿Por qué tenía esto?
La nota hablaba de las importaciones del clan en los años cincuenta. Mortimer había envejecido lo que yo nunca y solo por eso ya le tenía algo de envidia. Él y yo nunca nos habíamos llevado bien, ni siquiera de niños cuando nuestras familias pretendían que fuésemos amigos. Siempre competimos, siempre intentamos lastimarnos. Ahora sabía que por mucho, él me había ganado.
—Tienes suerte de estar muerto —le dije a la fotografía. La arrojé al suelo otra vez y atravesé la casa en dirección al cuarto de Camilla. El rastro de sangre iba primero al baño que estaba frente a su puerta y mientras lo seguía me preguntaba por qué la Casa no lo limpiaba. Hacía ya rato que ella me había despertado con el jarrón rompiéndose.
Despacio, abrí la puerta de su habitación. El sonido de su respiración, pausada, me recibió. Estaba claro que se había dormido. Ella una bolita debajo de las sábanas. Ni siquiera podía ver su cabello.
Entré de puntitas e, intentando que no despertara, busqué su mano. Para sangrar tanto, su herida tuvo que ser profunda, así que quería asegurarme de que estuviera bien vendada mientras la magia hacia su efecto y la curaba.
La destapé, despacio. Me encontré con su hermoso rostro, todo fruncido. Aunque su respiración era pausada, estaba claro que sus sueños no eran placenteros. Había restos de lágrimas en sus mejillas y no pude resistir el deseo de tocarla.
Una sensación de anhelo y agonía se instaló en mí, mientras mi pulgar limpiaba los restos del llanto. Me pregunté por qué me habían dejado el alcance de la felicidad en la punta de mis manos para arrebatármela así. Camilla estaba ahí, frente a mí, pero no podía ser mía de la manera en la que yo más lo anhelaba.
Retiré la mano como si su piel me quemara, asqueado conmigo mismo porque mi deseo hacia ella. No, deseo no, cariño. Amor. Era mi culpa, después de todo, que yo hubiese tomado ese camino con ella. Marie debió dejarla en esta Casa para que yo me enmendara con ella y con toda mi estirpe, pero en vez de mostrarle a Camilla un nuevo y mejor futuro, en vez de pedirle perdón por haber arruinado a su familia por generaciones, decidí mancharla y destruirla.
Me alejé de ella y salí de la habitación con rapidez. Volví a atravesar la casa, tratando de no ver la sangre que había derramado y de no pisar los trozos del jarrón delante de mi puerta. Me hundí en la oscuridad de mi cuarto, el único refugio que tenía, y le pedí a Dios y a Marie que perdonaran a Camilla. Si yo debía cargar con todo el peso del pecado, así lo haría. Si debía morir y que mi alma pereciera en el infierno, lo tomaría con gusto. Solo si perdonaban a Camilla.
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