17. Sentimientos
Sentimientos
La lengua de Caden presionó sobre mi piel para devorarse la crema. Pura excusa, y qué buena era. Se me nubló la vista una y otra vez mientras lentamente se comía cada centímetro de mi cuerpo, como me prometió. Disfruté de cómo una de mis mayores fantasías, que él se montara sobre mí en esa cama, se hacía realidad.
Las sensaciones eran estremecedoras y el tiempo pasó de un modo que no lo pude medir. Caden se tomaba su tiempo. Perdí la cuenta de cuántas veces lamió y succionó cada uno de mis pezones o cuántas veces le agregó crema a mi clítoris para imitar las acciones encantadoras que tuve con él en el comedor.
En algún momento, nos quedamos sin pastel. No había de dónde rasgar y aunque podríamos haberle pedido más a la Casa, los dos sabíamos que esta no nos consentiría. Nos daría pastel, sí, pero no el pastel que hizo él.
Entonces, sin más opciones, él abandonó las atenciones que me daba entre las piernas y se refregó contra mí mientras se acomodaba. Su erección caliente se cubrió de mi brillante humedad y los dos suspiramos de placer antes de unir nuestros labios.
Como siempre, nuestros besos eran profundos y hambrientos. Parecíamos dos almas sufridas carentes de afecto y mientras él me penetraba como tanto me gustaba pensé que quizás lo éramos.
—Dime cómo quieres que te coja —me preguntó, empujando hasta el fondo. Yo solté un jadeo, con los ojos cerrados, disfrutando de la sensación mas encantadora del mundo: la de estar llena de él.
—Fúndeme con la cama —supliqué, apenas separando los parpados. Caden sabía que me gustaba duro, que me gustaba que fuera intenso, que no me dejara descansar.
Caden sonrió y anudó los brazos en mis muslos, me pegó a él y guio el movimiento de nuestras caderas a gran velocidad, de una, sin ninguna transición. Tuve que sujetarme de algo. La cama, las sábanas, los almohadones... nada de eso fue suficiente. Estiré las manos y me aferré a sus brazos. Le clavé las uñas y él aumentó el ritmo. La habitación se llenó con el exquisito sonido de nuestros cuerpos golpeando el uno contra el otro, de nuestros jadeos.
Se inclinó un par de veces para robarme besos candentes y húmedos, para pasar la lengua una vez más por mis pechos y susurrarme que era hermosa, que era todo lo que él había soñado jamás. Traté de que mi mente no se aferrara a esas palabras por más que eran halados soñados para mi también, porque inevitablemente recordaba lo que me había dicho antes, que me veía como su esposa.
El corazón me dio una sacudida inexplicable. Se me retorció con una sensación aterradora y emocionante, ansiosa. Algunas veces en mi vida la había sentido antes, cuando me enamoraba de alguien.
Abrí los ojos, desesperada por apartar ese pensamiento histérico, demente, de mi cabeza. Yo no podía enamorarme de él. No sabía qué depararía mi futuro, el suyo, así que no podía pensar en el nuestro como un conjunto. ¿Quién me salvaría después del dolor, de la angustia, cuando lo perdiera?
Caden, ajeno a mis repentinos pesares internos, levantó mis piernas. Las empujó contra mi pecho y se cernió sobre mí, profundizando la penetración. El cambio de posición me arrancó un gemido largo de los labios y todos mis pensamientos titilaron. Por unos instantes, olvidé qué era lo que me estaba afectando.
Él volvió a besarme. Con mis rodillas tocando mis senos, con mis pies en el aire, él podía recostarse sobre mí y cabalgarme con rapidez y eficacia. Cada estocada se volvió más intensa, más caliente y cargada de delirios llenos de deleite. Suspiré y volví a gemir. Me permití apartar las dudas y los nervios mientras Caden me arrastraba con él como un torbellino. Sus movimientos desesperados lograron su cometido y exploté, estallando mis gritos contra las paredes del cuarto.
Me derramé alrededor suyo, me convertí en agua y el fuego que nos rodeaba a ambos me hizo hervir por completo. El placer fue largo, sostenido. Caden lo estiró mientras alcanzaba el clímax, alentado por los suaves e involuntarios apretones de todos mis músculos a su alrededor.
Él también acabó largo, ahogando un gemido ronco en mi cuello. Retuvo los espasmos de mi cuerpo con su peso, hasta que ya no quedó ninguno y hasta que nuestros corazones, cerca uno del otro, se tranquilizaron.
Cuando me soltó las piernas con tiernas caricias, cuando me corrió el cabello del rostro rojo y caliente, cuando me depositó un beso en la comisura de los labios yo volví a sentir que el corazón me daba un vuelco. Era vertiginoso, fuerte. Hacia mucho que no lo sentí y al verlo a los ojos oscuros, me pregunté por qué encontrar a alguien que me hacía sentir tan bien tenía que ser tan imposible.
Caden se acomodó a mi lado y por un rato, ninguno de los dos dijo nada. Sus dedos peinaron lentamente el contorno de mis brazos y piernas, sus ojos iban y venían por mi piel y no hacían más que acentuar cada sacudón infernal en mi pecho. Era como si, una vez que comprendido mis sentimientos, estos se desataran por completo.
Me hundí entre las sábanas sin saber qué hacer con el manojo de nervios y emociones que me embargaban y él lo interpretó como que deseaba dormir. Se acurrucó a mi lado para abrazarme. Su brazo me atrajo a su pecho y, a pesar de haber tenido sexo desenfrenado y sucio, me ruboricé como una colegiala inocente cuando me mejilla quedó apretada contra su pectoral.
—¿Qué quieres hacer en la noche? —me preguntó—. ¿Te gustaría algo en particular?
Yo sentí que se me enredaba la lengua. No tenía ni idea. Estaba demasiado afectada por sus gestos y por sus confesiones como para pensar en ello. Además, después de lo que él me había dicho sobre el matrimonio, sobre lo bella que era, sobre su esposa, ¿pensaba seguir como si nada?
Me mordí la lengua, reprimiéndome por mi actitud. ¿Qué demonios me pasaba? ¿Descubrir que tenía sentimientos reales por él me había hecho una completa estúpida? ¡Qué importaba lo que él había dicho! Nada de eso tenía que ver conmigo, con mis planes y aspiraciones. Nada tenía que ver con el futuro que yo estaba labrándome.
Me encogí de hombros y me obligué a serenarme. Cerré los ojos, acomodándome sobre su pecho como tantas otras veces, fingiendo la naturalidad que me destacaba por lo general. Caden se rio bajito y me abrazó más. Pasó la sábana por encima de ambos y, pese a mis ruegos internos para contenerme, se dedicó a acariciar mi cabello y mi rostro con dulzura hasta que me relajé por completo.
El cansando después de las actividades y de tanta comida hizo mella en mí. Estaba al borde del desmayo cuando lo escuché susurrar:
—Lo que daría por una vida contigo fuera de aquí. Eres todo lo que quiero, Camilla —Sus labios tibios besaron mi frente. Y mi corazón se volvió loco.
Después de la siesta, Caden y yo nos bañamos juntos y jugamos con las burbujas. Yo fingí no haberlo oído jamás y me revolqué con él en la cama de forma sucia y exquisita una vez más después de cenar. Mi cumpleaños terminó antes de que acabáramos con nuestros juegos, con poses nuevas y actividades que otra vez incluyeron pastel. Habíamos descubierto un placer retorcido en la crema y las lamidas y seguro, si alguien más me hubiese contado algo sobre esto antes o animado a hacerlo, yo habría dicho que era un asco.
Pero con Caden no. Con él se me daba bien dejar salir mi lado más perverso.
Volví a dormir en sus brazos, después de dejar la hermosa pulsera que él me había regalado en la mesa de luz, a su lado. Me la había quitado para bañarme y no me apeteció arruinarla con crema.
—Volverás a ponértela mañana, ¿verdad? —me había preguntado él.
Asentí, cubriéndome con las sábanas.
—Si la Casa no me la quita —bromeé, pero en el fondo, ese temor se volvió un pelín real—. Ponla en el cajón, para que esté a salvo.
Él me había obedecido sin decir nada. Guardó la pulsera, corriendo el alhajero donde tenía el collar de mi abuela, antes de cerrar el cajón. Y así, con las luces apagadas por fin, nos dejamos vencer por el cansancio de un día muy trabajador.
Cuando desperté, la mañana siguiente, supe que era temprano. Bostecé, un poco ofuscada conmigo misma por no haber dormido más, y me giré para ver a Caden. No me sorprendió no encontrarlo en la cama, así rodé, para ocupar el espacio libre y cerré los ojos con la intención de volver a dormir.
Lo logré, por supuesto, pero no me sentí más descansada. Me levanté para ir al baño y luego ya me dio hambre, así que me vestí para bajar a desayunar. Ya en el salón, me di cuenta de que había demasiado silencio, como pocas veces en la casa desde que yo estaba ahí.
—¿Caden? —lo llamé. No obtuve respuesta, pero pensé que estaría en el comedor o en la cocina, ya que el reloj del salón indicaba que eran las once de la mañana. Si no estaba desayunando, seguro se estaba tomando un café o un té.
No lo encontré ahí y le pedí a la Casa unos panes de queso y un jugo para llevarlos conmigo al jardín, donde pensé que sí estaría. Pero le dí la vuelta en vano. Me había comido dos panes y terminado medio vaso de jugo para cuando me senté en la glorieta, frente a la ventana de mi cuarto.
Quizás estaba en el baño, por lo que no necesitaba que lo estuviera persiguiendo. Y, la verdad, es que me di cuenta pocos minutos después de que estar ansiosa por su paradero no era una buena reacción a mis desbocados sentimientos. Ayer, estuvimos todo el día juntos. No necesitábamos estar pegados todo el tiempo.
De nuevo, ¿qué pasaba conmigo?
Me limpié las migas en la falda del vestido y me encaminé hacia mi jardín en producción. Había cambiado muchas cosas ese último mes. Quité gran parte del laberinto de setos y hasta estaba planificando una nueva fuente de agua. Me había inspirado en jardines encantados, dibujos que había visto en la biblioteca, y por ahora estaba muy satisfecha con el resultado.
Sin embargo, cuando terminara ese espacio, no sabía qué iba a hacer con el resto. Sacar el laberinto me tomaría meses, decorarlo de nuevo, muchísimos meses más. Al final, el tiempo en la casa, los cien años de Caden, se terminaría y probablemente no sería capaz de acabar el proyecto.
Me senté entre las flores a meditar. Lo mejor era que avanzara por sectores, como había hecho hasta ahora y en cada sector hiciera una cosa distinta. De ese modo, no me aburriría con un único tema y al final daría igual si el jardín entero quedaba todo de distintos estilos, porque esa dimensión probablemente dejaría de existir.
Probablemente.
Me miré las manos. Yo no había cometido un pecado como el de Caden y no tenía por qué quedarme ahí cuando sus cien años se acabarán. Yo saldría. Él, no lo sabía. Esa idea, a diferencia del día anterior, me dolió muchísimo más.
Caden lo decía siempre, que no dudaba de su destino, pero ahora que yo aceptaba la manera en la que me había encariñado con él, pensar en su muerte me hacía más daño que pensar en cómo se estaba truncando mi propio destino.
Pero, ¿qué podía hacer yo para ayudarlo? Con mi gran ignorancia y mi carácter voluble y poco recatado, quizás era la real culpable de haberlo condenado al final de cuentas. ¿Tendría que pedir perdón también yo, por haberlo ayudado a pecar?
Sin más información de su maldición y sin saber a quién realmente tenía que pedirle perdón, la verdad es que tampoco sabía si sería de ayuda. Por supuesto, no perdía nada con internarlo. Puesto que la Casa me escuchaba, la mayor parte del tiempo, quizás también me escuchara el alma de quien había creado esa dimensión. Tal vez, intercediendo por él, podría hacer algo.
Pasé varias horas bajo el rayo del sol, elaborando un discurso en mi mente que pensaba soltar en algún lugar sereno de la casa. Pensé en ir a la glorieta, tal vez encender unas velas y rezar por esa alma, pero yo tampoco había sido nunca demasiado creyente en dios o en los santos.
Solo el hambre me llamó de vuelta al interior de la casa y comí algo de pie en la cocina, de nuevo preguntándome por Caden y por qué no había aparecido en casi todo el día. Empecé a preocuparme por él después de asearme y darme cuenta de que eran las cinco de la tarde.
Ignoré todas mis reprimendas mentales, aquellas que me dijeron que estaba siendo demasiado tóxica por no darle su espacio, y lo llamé de nuevo por toda la casa. No obtuve respuesta y eso me asustó. Sin su voz al otro lado de la Casa, la misma me resultaba demasiado grande, más de lo normal, y muy fría y aterradora.
Me sentí observada, vigilada de una manera helada y extraña, como mis primeras semanas ahí. Un escalofrío me recorrió desde la punta de los pies hasta la nuca. Temí volver a ver al hombre del bigote.
—Debe estar durmiendo en su cuarto —me dije, antes de correr escaleras arriba. Me patiné en el rellano superior y me sujeté de la pared antes de bajar el picaporte con suma delicadeza. No quería despertarlo, solo quería asegurarme de que estaba ahí, de que no había desaparecido de la Casa, de que no me estaba dejando sola.
La puerta se resistió. Me tomó más de un segundo darme cuenta de que estaba cerrada con llave. Estupefacta, volví a intentar una vez más, queriendo creer que me lo estaba imaginando.
—¿Caden? —musité. Golpeé la puerta con los nudillos. De nuevo, no obtuve respuesta.
Algo no andaba bien. Nada tenía sentido. Después de las cosas que habíamos compartido juntos el día anterior, donde todo fue cariño, risas y diversión, no tenía sentido que él se apartara así de mí. Una sensación de agobio se instaló en mi pecho. El frío que sentía en la nuca se acrecentó.
Sentí tanto miedo que comenzaron a temblarme las piernas. El aire a mi alrededor se vició. El silencio a mis espaldas se hizo tan atronador que me heló la sangre, además de la piel. Todo mi cuerpo, todos mis instintos, me gritaban que pasaba algo malo, que a Caden le estaba sucediendo algo.
Que yo tenía que entrar en ese cuarto, pasar lo que pasara, porque él no podía estar simplemente alejándome después de haberme dicho que deseaba pasar su vida conmigo.
—¡Caden! —grité, golpeando con mayor vehemencia—. ¡Caden, ábreme! —Pero, aunque aumenté los golpes y el volumen de mi voz, él no me contestó. Comencé a llorar incluso antes de creer escuchar pasos detrás de mí, de unos zapatos de hombre bien vestido. Me dio terror mirar—. ¡Caden, por Dios! ¡Ábreme la maldita puerta!
Estampé los puños en la madera y me quedé inmóvil, esperando a que lo hiciera, esperando a que los pasos detrás de mi se alejaran. Pero sentí la presencia de aquel hombre resurgiendo en la casa, listo para perseguirme.
—"¿Cómo pudiste arrastrarte a su cama?" —me susurró su voz en el oído.
Di un respingo y solté un grito. Me di la vuelta finalmente, apretando la espalda contra la madera de la puerta. No había nadie ahí. Solo ese silencio aterrador.
Mis ojos recorrieron el pasillo, analizando cada centímetro delante de mí, esperando a que algo más sucediera, a escuchar cualquier cosa. Pero finalmente lo que oí lo oí detrás de la puerta, en el cuarto de Caden. Fue el sonido de unas botellas chocar, antes de que algo de vidrio se estrellara contra el suelo.
Él estaba dentro del cuarto.
Volví a girarme y a golpear desesperada.
—¡Caden, por favor! —le chillé—. ¡Él está de vuelta! ¡Ese hombre! ¡Ábreme!
Me embargó un enorme dolor cuando él no me contestó. Oí las botellas moverse una vez más, pero él no salió en mi rescate. La opresión que sentí en el pecho se acrecentó.
Apreté los labios. Las lágrimas siguieron cayendo por mi mejilla, pero no pensaba quedarme ahí, sola, a la merced de ese fantasma. El dolor enseguida se convirtió en determinación.
—Ábreme la puerta —le dije a la Casa y esta, encantada de ayudarme, giró la cerradura con un click veloz.
Bajé el picaporte y entré a la habitación casi corriendo, pero me frené en seco cuando noté la oscuridad que reinaba en el ambiente, con el aroma saturado de las bebidas alcohólicas. Apreté los dedos de los pies contra el suelo de madera, recordando el ruido del vidrio estrellándose en el suelo.
—¿Caden?
Las cortinas de la habitación estaban firmemente cerradas y con la luz que ingresaba por la puerta no lograba ver todo. No sabía dónde estaba él. Necesitaba asegurarme de que estuviera bien y luego aferrarme a su pecho para llorar y refugiarme del pánico que me asechaba fuera de ese cuarto.
—Prende las luces —le ordené a la Casa y esta me obedeció. Todas las lámparas brillaron y el desastre del cuarto me impactó. Había botellas vacías por todas partes. Las butacas estaban volcadas, algunas todavía estaban rotas, al igual que los cientos de cristales que brillaban en el piso y en la alfombra.
Busqué a Caden con la mirada y le ví la cabeza asomada detrás de la cama, dándome la espalda, que estaba deshecha y también llena de botellas. El olor era tan fuerte que debía estar impregnado en las sábanas, no solo en el suelo. Tuve el impulso de taparme las fosas nasales, porque me mareaba.
—Caden, ¿qué demonios...? —solté, incapaz de dar un paso más—. ¿Por qué estás bebiendo?
Como todo ese último rato, no me respondió. Lo vi levantar una botella para llevársela a la boca, aunque no podía verle el rostro. Me escuchaba, pero no se dignaba a mirarme. El miedo y la preocupación se me mezcló con la indignación.
—Caden —lo llamé con firmeza, antes de enfurruñarme con la Casa por permitirle hacer ese desastre. ¿Por qué no estaba reparando los desastres? A Caden nunca le permitía hacer nada, cambiar nada. No era como conmigo—. Deja esa maldita botella, ¡te estoy hablando!
—Vete.
Su voz me tomó por sorpresa. No era la clase de respuesta que estaba esperando y menos con ese tono tan amargo, tan desprovisto de alegría y de la ternura que me había demostrado. Su voz parecía muerta.
—No —bufé, comenzando a rodear los destrozos. Lamentaba no haberme puesto las pantuflas que la casa me ofreció cuando volví dentro después de estar en el jardín, porque ahora, descalza, tenía que ir saltando para no clavarme los vidrios en las plantas de los pies— ¿Te lastimaste? ¿Estás bien?
Llegué al otro lado del cuarto y pude verlo, sentado con la espalda apoyado en la cama. Seguía con la botella en la boca, con la mirada fija en la pared frente a él. Solo se la despegó para soltarme una advertencia.
—No te acerques más, Camilla.
Me frené en seco.
—¿Qué?
—Necesito que me dejes solo, antes de que pueda lastimarte más.
Fruncí el ceño.
—¿De qué estás hablando? —solté. El tono amargo, desprovisto de emoción, con el que me hablaba hizo que la presión en mi pecho aumentara.
Entonces, Caden bajó la botella. La apoyó en el suelo y se pasó una mano por la cara antes de ladearla hacia mí. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, tragué saliva. Estaban más negros que nunca, muertos como su voz.
—Caden, ¿qué te ocurre? —musité. Tenía ganas de llorar otra vez. Verlo así era horroroso, no me gustaba, me destrozaba.
—He arruinado tu vida —pronunció, despacio, con un dolor contenido que no supe entender. Me contuve de preguntarle de nuevo de qué hablaba, qué le pasaba o por qué hacía eso. Me limité a observarlo como si estuviera loco—. Te he hecho un daño irreparable.
Me mojé los labios cuando se quedó callado otra vez y apuró la botella para terminársela de un trago.
—Estás diciendo incoherencias por la cantidad de licor que tomaste —le espeté, reteniendo las siguientes lágrimas. Supe que necesitaba ser fuerte para contenerlo a él, para intentar dilucidar lo que le ocurría. Por mucho miedo y angustia que yo sintiera, no podía permitir que Caden se desmoronaba. Si a él le pasaba algo, ¿qué haría yo sola en esa Casa?—. Debes dejar de tomar, se te pasara en la mañana.
Me acerqué como pude por encima del desastre. Esquivé las butacas en el suelo y más botellas. Me fui con cuidado, observando mis pasos, hasta que Caden se puso de pie de un salto.
—¡Que no te acerques! —me gritó. El rugido que lanzó me paralizó. Lo observé con los ojos como platos y sin poder respirar. Nunca él me había gritado así. Nunca me habían vuelto a gritar así. El miedo se extendió por mis piernas y brazos en un temblor incoherente. Tanto, que pronto me olvidé del hombre del bigote—. ¡Hazme caso de una puta vez y lárgate!
Casi se me paraliza la lengua otra vez. Cuando escuché gritos así en mi infancia, tenía que esconderme bajo la mesa o la cama y esperar a que pasara. Si salía, si contestaba, si hacía algún sonido que delatara mi presencia, sufriría. Eso lo tenía muy en claro porque veía como el novio de mi madre la golpeaba simplemente por caminar delante de él. En esos momentos, frente a Caden borracho y gritándome, tuve un deja vu tan fuerte que el instinto estuvo a punto de llevarme corriendo a los pasillos de la Casa.
Pero no lo hice, me quedé ahí plantada. Quizás, porque a diferencia del novio de mi madre, yo conocía la ternura y la bondad que Caden tenía en su corazón. Mi cabeza me decía que era imposible que él me hiciera daño alguno. No solo por sus palabras incoherentes que hablaban sobre no querer herirme, sino por las cosas hermosas que me había dicho el día anterior. Quizás, no lo hice porque al contrario de la última vez que un hombre borracho me gritó así, yo ya no era una niña.
—No me voy a marchar —dije, entre dientes—. No hasta que me digas qué está pasando y porqué me estás diciendo estas idioteces.
Caden no me miró. Levantó la botella vacía que tenía en la mano y yo me encogí, porque a pesar de que estaba reprimiendo el instinto que me apuraba a huir, todavía tenía demasiados recuerdos malos encima. Una ínfima parte de mí creyó que me echaría a botellazos.
Sin embargo, Caden solo dejó la botella en la mesa de luz. Con parsimonia, como si no se hubiese estado bebiendo todo el alcohol de la casa, agarró algo que estaba encima de la cama, enredado con las sábanas. Se lo colgó de los dedos y el dorado del metal brilló a la luz de la habitación.
Fruncí el ceño, más confundida que antes.
—¿Por qué...?
Él no me lo tendió, solo me lo estaba mostrando.
—Me dio curiosidad —confesó, haciendo oscilar en el aire la cadena con el dije que me había regalado mi abuela, que había pertenecido a su madre y a la madre de esta. Era lo único que la Casa me había dejado conservar y yo la había guardado en el alhajero del cajón, donde pusimos la pulsera que me obsequió, anoche.
—Hurgaste entre mis cosas —musité.
Caden me miró impávido. La acusación lo tenía sin cuidado.
—¿De dónde sacaste esto?
Contesté sin pensar, sin sacar ningún tipo de conclusión más que él pensara que quizás mi abuela, o mi bis abuela, la habrían robado. Capaz él creía que éramos demasiado pobres para tener reliquias de ese tipo.
—Es una herencia familiar. Era de mi abuela y de la suya. Es lo único que me queda de ella. Así que regrésamela —exigí, con tono duro, extendiendo la mano. Caden no se movió—. Es mía.
Él soltó una risita lúgubre y, en vez de devolverme la cadena, la acunó en sus manos.
—En el fondo, esperaba que me respondieras otra cosa. Cualquiera, no importaba cual —La desazón que acompañó sus palabras me descolocó.
—¿Esperabas que te dijera que la habíamos robado, o algo así? —tercí.
Caden negó.
—Que la habían comprado en alguna tienda de remate, o que se la habían encontrado en la calle. Cualquier cosa —respondió, con una calma helada. Despacio, la dejó sobre la mesa de luz junto a la botella—. Pero no, pertenecía a tu tátara abuela...
Quería recuperar mi collar, pero notando que pese al alcohol que Caden había bebido estaba bastante cuerdo, realmente no podía predecir qué haría. Seguía sin entender porqué actuaba así y porqué estaba relacionado con el regalo de mi abuela, así que no me moví.
—Sí, ¿y?
Él se pasó las manos por la cara.
—No solo he arruinado mi posibilidad de salir de aquí, sino que te he condenado para siempre —gruñó.
Yo perdí la paciencia.
—¡Explícate de una vez! —le chillé—. ¿De qué estás hablando? ¿Por qué tomaste el collar de mi abuela?
Entonces me miró. Dejó caer las manos y pareció un muerto más que nunca.
—¡Porque no era de tu abuela! —me contestó, elevando la voz también. Pero no importó que su gritó no hubiese sido uno enojado y terrible como el primero, lo que dijo bastó para dejarme tiesa de nuevo—. ¡Era de la mujer que me encerró en esta casa! ¡Era de la mujer que me maldijo! —Boqueé, incapaz de decir algo—. ¡Era de la mujer que vino a rogarme que la tomara y que la honrara porque estaba embarazada y su prometido la había rechazado por acostarse conmigo! ... Porque podía estar embarazada... de mí.
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