16. Palabras
Palabras
Pasar un mes ahí encerrada no era muy diferente a pasar dos. La rutina se volvía tensa por momentos. Por otros, era un alivio. La incertidumbre se instalaba en tu pecho hasta volverse algo cotidiano, algo que sabes qué jamás se irá y que jamás se resolverá.
Los miedos también.
Cuando dejé de ver fantasmas y réplicas en la Casa me di cuenta de que había miedos más importantes que aquellos que te atemorizan por un ratito y ya está. Hay otros que se van instalando en el fondo de su mente y van construyéndose a sí mismos hasta obligarte a pasar noches enteres en vela.
Y es que era difícil no mirar y escuchar a Caden aceptar tan fácil su muerte y no sentir que realmente iba a suceder. No hablaba todo el tiempo de eso, pero en sus gestos, en las cosas que hacía e incluso en las que no, él estaba asegurándose a sí mismo y a mi que iba a morir. Solo estaba contando los días que le quedaban hasta el 1ro de enero de 2023, el primero en cien años. Y el último.
Ese miedo de volvió el mío.
Cuando convives con alguien y pasas casi cada instante de tu día con esa persona, te mimetizas con ella. Eso quería pensar, la verdad. Porque con cada semana, Caden y yo nos poníamos más en sintonía. No se trataba solo de sexo, se trataba de las cosas que nos gustaban hacer, de cómo organizábamos las horas y las actividades. No las hablábamos, resultaban automáticas y eso me gustaba. De alguna manera, él era esa parte de la rutina que me suponía un alivio.
Me di cuenta de que yo era el suyo la tarde que entré a la cocina, después de dormir casi todo el día, y lo vi intentando cocinar un pastel por su cuenta.
—¿Qué estás haciendo? —dije, apoyándome en la isla, a su lado. Él sacaba los bizcochos del horno con mucha tranquilidad, como si todo en la cocina no fuera un desastre. La Casa no se lo estaba limpiando, encima.
—¿No es obvio?
—Si querías comer pastel se lo hubieras pedido a la casa —dije, metiendo el dedo en el bol de metal donde quedaban restos de la pasta cruda del bizcocho. Yo sabía lo que estaba haciendo, por supuesto. Aunque no le prestaba atención al calendario real como él, era incapaz de olvidar que mañana sería mi cumpleaños y que lo pasaría de manera menos impensada: encerrada en una casa mágica.
Caden me observó de reojo y no dijo nada. Más bien, intentó desmoldar en caliente y casi rompe toda la bonita masa que había conseguido. Sentí una oleada de ternura cuando se dio cuenta de que no funcionaria hasta que lo dejara reposar. La oleada se convirtió en un golpeteo violento del corazón cuando me miró directo al rostro. Sus ojos oscuros siempre me ponían a temblar, pero en ese momento, que estaban algo avergonzados y preocupados por mi opinión, me pusieron todo el cuerpo blando.
—No me tienes fe, ¿no?
—¿Qué? —solté.
—Sí. No crees que seré capaz de hacerte un pastel.
El corazón se me volvió loco. Tragué saliva y me apresuré a negar.
—Por supuesto que no creo eso.
—Seguro sabrá horrible —dijo él, con un suspiro, mirando los bizcochos sobre la mesa. Yo seguí negando—. No tienes que fingir.
—¡No estoy fingiendo! —exclamé—. En realidad... no me importa como sepa... Es decir... Es muy... Mmm.
Me calle. Me sentía conmovida por su gesto. También sentí que algo en mi pecho me dificultaba elegir las palabras. Una sensación extraña que hacía años no experimentaba.
—Te encanta la comida —retrucó Caden, con mofa—. Obviamente te va a importar cómo sepa.
Yo apreté los labios. Era cierto, pero también era cierto que no me iba a importar en absoluto cómo supiera ese pastel en particular porque lo estaba haciendo él. Y de repente, decirlo, explicarlo, me causaba algo como... nerviosismo. Porque me conmovía que yo fuese importante para él, me hacía sentir especial y querida y porque no sabía si estaba lista para que él lo supiera. No cuando no me había sentido así para nadie en mucho tiempo.
Estaba insegura, pero no de una forma totalmente mala. Lo dulce estaba en el halago de Caden, lo doloroso estaba en que él se diera cuenta de que nadie era tan amable conmigo. Que mi madre no me hacía un pastel desdecía más de una década. Que rara vez teníamos tiempo de festejar mi cumpleaños. Que el año pasado, cuando intenté festejarlo con mis amigos, la mayoría no pudo venir o tuvo cosas más importantes que hacer.
No quería que supiera eso, así que tampoco quise admitir por qué no me importaba el sabor. Tomé aire y me forcé a contestar lo más rápido que pude.
—Sí, sí, me encanta comer, gracias por recordarme que jamás me mido —le espeté, poniéndole todo el cinismo a mi respuesta. Me ayudó a sentirme más segura conmigo misma y a relajar mi cuerpo contra la isla—. Pero me refería a que daba igual el sabor, porque si está envenenado tú lo probarás primero, ¿o no? —bromeé.
Caden me chistó.
—Acabas de comerte la pasta —me recordó.
Apreté los labios y no dije más nada. No se me ocurrió nada ingenioso para responder, sobre todo cuando estaba tratando de ocultar mis sentimientos y fingir que todo ese esfuerzo de su parte no significaba nada para mí.
Me senté en un taburete y lo observé desmoldar los bizcochos un rato después. Había hecho tres y aunque tuve un montón de preguntas en mi cabeza, no atiné a decir ninguna. Él pretendió ignorarme mientras consultaba un elegante libro de recetas, pero se notó, en algún punto, que no sabía qué hacer con ella.
—Nunca he hecho pasteles —me dijo, entonces—. Así que...
—¿Cómo que no? No se te han quemado ni nada —dije, alzando las cejas. Sí, la cocina estaba super desordenada y sucia y la Casa no colaboraba con nada. Parecía empecinada en ver cómo él luchaba con la receta, como si esperara que él se rindiera pronto.
Caden hizo una mueca y dirigió su mirada al tacho de basura escondido dentro de los gabinetes de la cocina. Arqueé las cejas, me levanté y abrí la puerta. Dentro del amplio tacho, que jamás usábamos, había como cinco bizcochos completamente negros, carbonizados.
—Ah... —solté.
—No es nada fácil, debo admitir —dijo él—. Así que... ¿Por qué no regresas a dormir?
Yo fruncí el ceño.
—¿Me estás echando?
—Es mejor que el resto sea sorpresa —indicó él, agarrándome de los hombros y girándome. Me sacó de la cocina y, para mi sorpresa, cerró la puerta con llave detrás de mí.
No me quejé, porque supuse que él estaba incómodo si estaba intentando hacerme algo bonito y para colmo era consciente de sus desastres. Marché entonces por la mansión, buscando algo que hacer que no lo involucrara y que no fuera dormir de nuevo ni ir al jardín.
Había detenido mis actividades de jardinería por el momento, porque ya no sabía qué modificar. En el último mes, había quitado la mitad de los setos del laberinto y ahora el jardín no tenía forma de nada. Caden solía darme ideas, pero las suyas eran tan anticuadas sobre la casa, así que las descartaba rápidamente.
Me metí a la biblioteca y me senté en el despacho, pidiéndole a la casa libros de decoración de exteriores para obtener algo en lo que entretenerme, pero después de un rato, terminé abriendo todos los cajones y chusmeando en los diarios antiguos que Caden guardaba. Esa era la manera en la que él se enteraba de las cosas que pasaban en el mundo exterior.
Aparté lentamente el libro de decoraciones y también el diario. Mañana era mi cumpleaños e inevitablemente pensé qué estarían haciendo las personas que me conocían, ahora que yo no estaba ahí. Me pregunté qué sentían aquellos que no vinieron a mi último festejo y si se culpaban por no haber pasado el tiempo suficiente conmigo.
Cerré los ojos y le pedí a la Casa un diario actual, uno que fuese de esa fecha real. Frente a mi apareció uno de la editorial de los Dagger, como si fuese adrede, pero después de repasar los títulos de la tapa, me di cuenta de que no era así. La Casa me lo daba porque era exactamente lo que yo buscaba. En las primeras páginas, había una gran foto de mi cara. La noticia hablaba de mi extraña desaparición, de una mansión embrujada y de un misterio que ya tenía dos meses llenos de incógnitas.
Se me hizo un nudo en el estómago. Leí cómo la policía no tenía ni idea de dónde estaba yo, de cómo las cámaras de seguridad de la casa Dagger me habían visto, por última vez, entrando al ascensor. También mencionaba las habladurías de la gente. Algunos creían que alguien me había asesinado y mi cuerpo todavía estaba dentro de las paredes de la mansión.
Pensé en mi mamá y en lo sola que debía sentirse, así que me apresuré a pasar la página sin terminar de leer el texto. Suspiré y extendí el diario por el escritorio, tratando de distraerme con otras noticias que nada tenían que ver conmigo y más con el mundo que fuera de esa extraña dimensión, seguía su curso.
Política, sociales, espectáculos. Era fácil entender cómo Caden se mantuvo al corriente durante tantos años. Los libros y los diarios eran la única ventana real al exterior. Él fue capaz de aprender de los cambios en el siglo y me pregunté si eso sería suficiente si él lograra salir de la casa.
Iba a dar vuelta otra página cuando su apellido me llamó la atención. Cuando regresé y miré bien, noté que la foto en blanco y negro, un poco corrida por la tinta de la impresión, era nada más y nada menos que una miniatura de Germán Dagger, el último de sus descendientes.
«Germán Dagger ofrece su herencia a quién pruebe ser de la familia».
Todo el mundo sabía que ese hombre no tenía herederos, pero me sorprendió que los buscara de forma abierta. Por supuesto, buscaba descendientes de Caden, no de su propio abuelo. ¿O tal vez sí? Nunca se sabía con los hombres. Caden tampoco podía asegurar nunca haber tenido un hijo antes.
Golpeé con el dedo sobre la nota periodística. Decía que German había dispuesto de su ADN y que esperaba vivir lo suficiente como para conocer a esos herederos, pero qué, de fallecer antes, todas sus empresas y fortunas serían administradas por un organismo tercerizado durante un par de años antes de que todo pasase al estado.
Casi que solté una risa. A ninguno, más que a Germán, le convenía que aparecieran los herederos. Muchos sacarían una rebanada enorme del pastel que ofrecía si el ADN no se cotejaba ni coincidía con el de nadie.
Apoyé el mentón en mi mano, sin quitarle los ojos de encima a la nota. Si Caden pudiera salir, podría reclamarlo, decir que era un descendiente más y ya está. Pero él parecía estar seguro de que no tendría ninguna oportunidad una vez se acabaran los cien años en la casa. Sin él, toda esa fortuna se desperdiciaría.
Dejé de respirar un momento cuando fui consciente de que no tenía porqué ser así. Sin darme cuenta, dejé caer mi otra mano en mi regazo, en mi vientre. Esa idea delirante relampageó por mi cabeza durante más de un instante: si yo saliera de ahí embarazada, ese bebé también sería un heredero. Y toda esa fortuna sería mía.
Casi tan pronto como esa locura desfiló por mi cabeza, la aparté. Yo decidí hace mucho no tener hijos tan joven, como mi mamá, como mi abuela, sin una pareja responsable que me acompañara. Caden no estaría conmigo para ser un padre y, además, yo tenía demasiados objetivos que cumplir. Tenía ambiciones y no tomé riesgos para cumplirlas en vano.
Me mordí la uña. Yo hice lo que tenía que hacer para garantizarme un trabajo de calidad, para empezar mi carrera. Me la jugué no entregando ese curriculum, me la jugué para que me eligieran a mí y solo a mí.
Pero...
Ya había pasado dos meses ahí. ¿A quién de la empresa le iba a importar que mi curriculum fuese el mejor y el único de todos los estudiantes de mi curso que se postulara para ese puesto? Yo estaba desaparecida, presuntamente muerta. Al final los riesgos sí habían sido en vano.
Cerré el periódico con una sensación molesta en el estómago. No era culpa, porque yo sabía que lo que había hecho lo había hecho para salir del pozo eterno en el que mi familia se encontraba. No podía sentir culpa ni vergüenza por intentar sobrevivir y salir adelante.
Lo que sentía era frustración, porque al final, alguien me ganaría y yo seguiría estando ahí, con la misma nada en mis manos. No importaba cuántas joyas y oro pudiera mostrarme esa Casa. Cuando saliera de ahí, seguiría sin nada.
El pastel que Caden me hizo no se veía fatal y la verdad es que tenía un sabor interesante. Me comí varias porciones después del almuerzo y de que él, emocionado, me cantara el feliz cumpleaños, me obligara a apagar velas e incluso me diera un regalo.
—No tenías por qué esforzarte tanto —le dije, entre risas, cuando me cortó otro trozo y yo estaba a punto de reventar. La verdad, es que su emoción era palpable. Se notaba que no había festejado con nadie un cumpleaños en muchas décadas y que poder hacer una "fiesta" o poder hacerle algo bonito a otros, era una necesidad a cubrir inmediata—. Gracias.
Caden no podía parar de sonreír. Me ayudó a ponerme la pulsera que me regaló, seguro cortesía de la Casa misma, y me explicó que las perlas y los diamantes que tenían se parecían mucho a los de una pulsera que él recordaba haberle visto a su propia abuela.
—Ella la guardaba para que, cuando sus nietos se casaran, pudieran regalársela a alguna de sus esposas —me confesó, con una mirada pícara. En ese instante, sentí que la preciosa pulsera me quemaba la piel. Mis mejillas también quemaron. No sé por qué, pero me acordé de nuevo de la locura esa de tener un hijo suyo—. Seguro que mi hermano finalmente se la dio a su esposa. Yo no me acuerdo mucho de la joya en particular, pero cuando le pedí un regalo para ti a la Casa, estaba pensando en ella.
—Ah, o sea que estabas pensando en matrimonio —bromeé y ahí a él se le cortó un poco esa picardía. Medio que se atragantó con su saliva y me pareció tan tierno y sexy que seguí pensando los bebés y en cómo se hacían—. Ya va siendo hora de que sientes cabeza, ¿no?
Caden bufó, tratando igual que yo de bromear.
—Soy un soltero empedernido.
—Y mujeriego —le recordé, esperando que las bromas me ayudaran a bajar el calor de las mejillas.
—Por supuesto. ¿Crees que cien años de celibato van a curar eso?
—Nunca —solté.
Él se rio también y aprovechó un instante de distracción para untarme un poco de la crema del pastel en la mejilla. Pretendí ofenderme y eso no hizo más que divertirlo, así que lo observé en silencio, dándome cuenta una vez más lo mucho que estaba disfrutando de ese momento.
Miré también todo lo que había preparado para mí, la dedicación. Hacía tiempo que nadie preparaba algo para mi cumpleaños con tanto esmero.
—Gracias —le dije—. Todo ha sido muy bonito.
—Tu cumpleaños aún no ha terminado —me respondió, pintándome la otra mejilla con crema. Cerré los ojos y no me moví cuando también me untó la nariz—. Nos queda la tarde y el resto de la noche.
Resoplé.
—¿Cuánto pastel más me vas a obligar a comer?
Si él seguía dándomelas, iba a terminar por vomitarlas. No quería terminar así el día.
—En mis épocas, se habría organizado una fiesta en tu honor —explicó. Yo permanecí con los dedos cerrados. Escuché como se lamía el dedo para quitarse los restos de la crema antes de volver a tocarme, esta vez muy cerca de la oreja—. Tu familia habría invitado a todas las familias cercanas y se hubiera bailado hasta entrada la noche.
Sus dedos me acariciaron con lentitud. Traté de no estremecerme ante ese tacto tan delicado. Cuando pasó un mechón de mi cabello por detrás de mi oreja, ya no pude evitarlo más.
—En mi época se llama "Dársela en la pera" —solté.
—No creo que sea lo mimos —musitó él—. Aquí, te hubieras puesto un vestido elegante y hubieras bailado con cada hombre soltero de tu misma escala social, o superior, mejor, hasta encontrar a un buen partido. Eso, si no estabas casada ya.
Abrí apenas los ojos. Él estaba muy cerca de mí. Estaba analizando mis facciones como el día en que yo pisé esa casa por primera vez y vi su retrato en el despacho.
—Hoy estás muy interesado en hablar de matrimonio —dije, arqueando las cejas.
—Cumples veintiséis años —susurró él, condescendiente—. A esta edad, estarías más que casada. Quizás la fiesta en tu honor la organizaría tu marido.
Esbocé una sonrisa triste y con un esfuerzo humano para no acotar la distancia entre nosotros, negué.
—Eso solo lo haría si tuviera dinero. Pero si yo hubiera vivió en tu época, sería muy pobre. No festejaríamos de la forma en la que tú te imaginas —señalé—. Seguro con lindos vestidos y trajes y un salón enorme como el que tiene esta casa.
—¿Cómo serían entonces?
Dudé. Caden siguió acariciándome. Su mano bajó apenas unos centímetros por mi cuello.
—No sé. Supongo que festejaríamos como siempre lo hicimos en mi familia —dije, encogiéndome de hombros—. Algún pastel sencillo. Mi abuela decía que su abuela le preparaba uno con crema y fresas y que era algo que esperaba todo el año.
—Bueno, al menos este también tiene cremas y fresas —respondió él.
Asentí.
—Sí, es verdad —Me quité un poco de crema de la mejilla y se la pasé a él por el rostro. No pudo alejarse a tiempo—. No recuerdo si te lo conté, pero se supone que mi tátara abuela alguna vez fue de familia rica.
Él ladeó la cabeza.
—No recuerdo que lo mencionaras. ¿De qué familia era?
Me encogí de hombros y le pinté con crema la comisura de la boca. Él sonrió.
—Ni idea. No era algo que se hablara demasiado. Solo que a ella sus padres la echaron y quedó en la miseria. Por eso, las fiestas de cumpleaños eran un lujo. Mi abuela me contaba que su abuelita siempre sufrió mucho, porque crió a su hija sola y sin dinero. Pero eso es algo hereditario, ¿sabes?
Caden sacó la lengua y se lamió la crema que le había dejado en la comisura. Me estaba prestando atención con mucha seriedad, aunque yo solo estaba contando algo casual, y, sin embargo, su lamida fue increíblemente sensual.
Al igual que la caricia de sus dedos, que bajó por mis clavículas desnudas.
—¿Cómo que hereditario?
Esbocé una sonrisa triste y me incliné más hacia él. Los dedos de Caden se metieron por el escote de mi vestido.
—Que siempre hemos sido solo mujeres. No hay padres, no hay abuelos. Siempre nos abandonaron —confesé. Él detuvo sus caricias y ahí me di cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que le contaba a alguien las tragedias y vergüenzas de mi familia. A mi no me gustaba decir que no tenía papá, que solo había estado lo suficiente conmigo como para darme un apellido. Pero se lo estaba diciendo a él, no supe si porque sus caricias me ayudaban a distraerme y era un acto fallido del inconsciente... o porque necesitaba descargarlo en el día de mi cumpleaños, uno en donde estaría sola de no ser por Caden.
—Siento... oír eso —musitó, retirando las manos lentamente.
Una sensación extraña se apoderó de mí al comprender que había cambiado el tono del ambiente, que él estaba pasando a sentir pena por mí y que lo que yo más detestaba era eso.
Sin pensarlo, me incliné hacia él y pasé mi lengua por el pequeño resto de crema que aún le quedaba cerca de la boca. Lento, suave. Caden se quedó rígido, quizás sorprendido por mi accionar, pero no lo dejé pensar más. Bajé mi lengua por su mandíbula y la deslicé por su garganta. Aspiré el aroma de su perfume y, despacio, me senté sobre su regazo.
—No importa —me apresuré a decir, con los labios pegados a su piel. Como siempre, le restaba importancia, lo taponeaba, lo enterraba bajo la alfombra con mis miles de problemas, carencias... y errores.
Besé el cuello de Caden para distraerlo, para que no me hiciera las preguntas que sabía que no quería responder. Tomé el control de mis impulsos apagándolos, enterrando mi necesidad de ser escuchada como si esta nunca hubiese existido.
Él se dejó. No dijo nada y se derritió bajo mi boca como mantequilla. Fue tan fácil guiarlo hacia donde yo quería que decidí aprovechar sus debilidades al máximo. Después de todo, ese día era mi cumpleaños, era mi momento, era todo mío.
Desabroché los botones de su camisa y bajé los labios por su pecho. Mientras él reclinaba la cabeza hacia atrás, dejándola caer contra el respaldo de la silla, yo me escurrí entre sus piernas. Las empujé hacia fuera con mis hombros y me reí por lo bajo cuando no se movió ni un centímetro. Casi ni respiró cuando lo liberé del resto de la camina y comencé desajustar el cinturón.
—El pastel estaba delicioso —murmuré, suave, sensual—. ¿Pero sabes qué estaría más rico aún?
Caden no levantó la cabeza del respaldo.
—¿Qué? —preguntó, con tono bajo, contenido.
Me deshicé del cinturón rápidamente y liberé su creciente erección. Me sentí más triunfante que de costumbre al notar lo rápido que podía prenderlo y como su pene, caliente y tenso, se endurecía solo con mi mirada.
—Un poco de ese pastel en ti —contesté.
Ahí, Caden levantó la cabeza. Su mirada oscura estaba turbia por el deseo y la anticipación, y cuando vio que mis dedos se hundían en la crema del pastel sobre la mesa, terminó de ponerse duro.
—Camilla —suspiró. Había una advertencia en la forma en la que dijo mi nombre. Pero yo solo unté la crema a todo lo largo y sonreí cuando tembló ante el frío de esta.
—Sh —susurré, acercando mi cara a él—. Es hora de mi verdadero postre.
Así como mi lengua recorrió perezosa su garganta, recorrió su pene. Arrastré la crema hasta la punta, disfrutando del sabor dulce combinado con el salado de su piel. Supe que eso nos pondría intensos a ambos, pero era justo lo que quería. Necesitaba comérmelo y que me comiera a mí.
Necesitaba olvidarme de todo y no volver a pensar en mi padre como en todos mis otros cumpleaños.
Caden jadeó. En el momento en que mis labios se cerraron alrededor de su glande, gimió profundo. Sus manos se aferraron a la mesa y por desgracia no pude ver su expresión de infinito placer, porque me dediqué a devorarlo como le gustaba que lo hiciera.
Lo tragué una y otra vez, hasta que ya no quedó crema y tuve que reponerla. Succioné hasta que él me sujetó la cabeza y, sin darse cuenta, me empujó para llegar más profundo. No me quejé. Lo disfruté. Incluso aunque por unos segundos no pude respirar, gocé de ese instante de locura y perversión.
Pronto, mis carencias fueron un lamento enterrado. Para cuando él acabó en mi boca, ya ni siquiera me acordaba por qué habíamos empezado.
—Maldita sea, Camilla —musitó Caden, con la respiración agitada, soltando mi cabeza al darse cuenta de lo lejos que llegó conmigo—. Perdón.
Yo apenas me estaba recuperando de sus embestidas involuntarias y del exquisito sabor del pecado en mi lengua, así que no le pude contestar. Simplemente me quedé ahí, llenando mis pulmones de aire, apoyando la mejilla en su pierna.
Pero, por supuesto, como yo predije, el juego con el pastel no había hecho más que prender la chispa. Ahora, los dos estábamos por entrar directamente a la hoguera.
Con facilidad, Caden me levantó. Me puso de pie tan rápido que me mareé un poco. De no ser porque me sentó en la mesa, empujando los platos y cubiertos al suelo, me habría tambaleado como una tonta.
Lo miré, todavía en silencio. Él apoyó sus manos en la mesa, una a cada lado de mi trasero.
—Toma un buen pedazo de ese pastel —gruñó. El deseo le transpiraba por los poros. Su pene, aún descubierto, me acarició el interior de los muslos. Logró que me mojara en un segundo—. Porque pienso probártelo en cada centímetro de piel que tengas.
Tragué saliva. Estaba ansiosa.
—En la cama —logré decir, antes de que él pasara los brazos alrededor de mi cintura y me levantara en el aire otra vez—. En mi cama.
Sus labios se estrellaron contra los míos. Los abrió con premura y su lengua me acarició con una lujuria que me dejó sin aire otra vez. Me hizo desear estar cubierta de pastel en ese mismo instante.
—Toma el pastel —me repitió, en cuanto se separó de mi boca.
No perdí el tiempo. Me estiré hacia la mesa antes de que nos alejáramos y agarré una de las rebanadas que estaban ya cortadas y servidas en uno de los platos que no habíamos tirado al suelo. La sujeté con torpeza mientras Caden me sacaba del comedor. Subió las escaleras, acarreando todo mi peso sin esfuerzo y se dirigió a mi cuarto para abrir la puerta de una patada. Si se rompía la cerradura, no importaba, porque la Casa la repararía antes de que pudiéramos salir de mi cama.
Me dejó caer en el colchón y solo la espesa crema mantuvo el trozo de pastel en su plato. Todavía con los pantalones sin abrochar, con toda su grandeza al descubierto, él se metió entre mis piernas lánguidas, que colgaban por el borde de la cama. Me abrió las piernas con las rodillas y me levantó la falda de un tirón.
Me estremecí de emoción. Luego, cuando sus dedos se enroscaron en mi ropa interior, rozando mi clítoris por encima de la tela al pasar, me estremecí de placer.
—Hay que sacar todo lo que está de más encima de ti —me susurró, arrojando las bragas hacia atrás por encima de su hombro. Siguió subiendo mi vestido entonces, hasta que no le quedó otra que pasar las manos por detrás de mi espalda y buscar los malditos botones pequeñitos que sujetaban la prenda a mi cintura y espalda.
Pero él no era torpe como yo. Caden tenía esos dedos mágicos que podían con todo y los botones no fueron ningún impedimento. Enseguida, me ordenó sentarme y mantenerme derecha, con el plato con el pastel en las manos, mientras él me quitaba la ropa.
La tela se resistió en torno a mis pechos, pero cedió con una exquisita caricia. Pasó por encima de mi cabeza y me dejó desnuda delante de él, solo sosteniendo el postre, tan regalada y caliente.
—Qué exquisitez —murmuró, estirándose para rozar sus labios con los míos. De nuevo, su erección me acarició los muslos. Me abrí más hacia él, de forma automática, preparada, lista para entregarme por completo.
Pero Caden tenía otros planes y yo los conocía. Aquella fantasía estaba lejos de terminar.
Sus manos alcanzaron mis muñecas. Pensé que era para pedirme el plato, pero no, él solo se limitó a acariciar la pulsera que me acababa de regalar. Era lo único que tenía puesto, al final.
—Así debería estar mi esposa cuando me la llevara a la cama —dijo.
Me quedé muda. Más temprano, cuando me dio la pulsera y mencionó el matrimonio, obviamente que lo decía al pasar. Bromear también fue solo eso, bromear. Pero ahora, la suavidad con la que había pronunciado esas palabras no tenía nada que ver con chistes.
No supe qué contestar, porque en esas circunstancias, cuando no había espacio para el humor, difícilmente lograba decir algo. No entendía por qué me decía una cosa así. Y tampoco sabía qué era lo que él esperaba que le dijera ante semejante frase.
Caden no dijo nada más. Se estiró para sacarme la camisa y bajarse rápidamente los pantalones antes de quitarme el plato de las manos. Sin quitarme los ojos de encima, metió un dedo en la crema y se lo lamió.
No supe si se me estaba secando la garganta o si en realidad se me estaba haciendo agua la boca.
—Trabajé muy duro en este pastel —me dijo, entonces, como si no hubiese dicho ni por casualidad la palabra "esposa"—. Y si no te lo comes, tendré que comerte con él.
Y, de un empujón, volvió a tumbarme en la cama.
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