15. Locura
Locura
No pasó más de un minuto y Caden apareció en el pasillo, agitado, apurado. Había escuchado mis gritos, pero sin duda no esperó encontrarme sentada en el suelo del pasillo, todavía mojada y casi desnuda, sola envuelta en una toalla y con la cara deformada por el pánico.
—¿Qué pasa? —me dijo. Corrió hasta mi y me ayudó a levantarme. O más bien, directamente me levantó él. A mi el cuerpo no me respondía—. ¿Cami? ¡Camilla!
Me sostuvo contra la pared y me puso ambas manos en los hombros, la sacudida que me dio agitó mi cerebro dentro de mi cráneo, pero me hizo reaccionar de un golpe. Apenas abrí la boca, empecé a gritar.
—¡Ese hombre! —exclamé—. Él que vi, el que vi estos días, ¡en las ventanas! Estaba dentro de los espejos, en el agua. ¡Me gritaba y gritaba y no podía salir! ¡Y la puerta estaba trabada y el espejo se rompió solo, pero luego yo le tiré el cepillo y la puerta se abrió y me empujó aquí y yo no sé...!
No pude parar ni para respirar. Caden no estaba entendiendo nada de lo que yo decía, pero en ese momento poco me importaba. Simplemente no podía parar.
—¡Y me dijo que era una traidora! ¡Y yo no lo conozco! ¡No conozco a ese señor, no sé quién es! ¿Por qué no me deja en paz? —seguí, para cuando Caden abrió la puerta de mi cuarto. Sin contestar a todo lo que dije, él me llevó hasta la cama y me sentó en ella. Me agarró ambas manos y las revisó. Luego, se agachó frente a mi y revisó mis piernas y mis pies—. ¿No lo escuchaste gritar? ¡Parecía que iba a romperme los tímpanos! Gritaba y se acercaba a mí, porque estaba en el espejo, pero a la vez no. ¡Lo sentí acercarse, flotando como sus gritos!
—¿Estás herida en algún lado?
—¡Y gritaba y gritaba!
—Camilla —Caden me apretó ligeramente las pantorrillas, llamando mi atención. Corté mi verborrea en un instante—. ¿Te duele algo? ¿Te lastimaste?
Evalué mi propio cuerpo. Tenía la piel congelada, sudaba frío todavía. La toalla húmeda no ayudaba, pero no sentía dolor en ningún lado. Era más, no sentía más nada que frío.
—¿N... No? —respondí.
—Espérame aquí —me dijo él, con seriedad. Salió al pasillo y lo seguí con la mirada hasta que se plantó delante de la puerta cerrada del baño. Cerré los ojos y tragué saliva antes de que abriera la puerta, pero la curiosidad me dominó por completó y espié. Detrás de él, conseguí ver el interior del baño.
Por supuesto, no había nadie ahí, pero desde dónde estaba logré ver el espejo de cuerpo completo que estaba apoyado en la pared. No estaba quebrado en miles de pedazos, pero tenía una rajadura, la que se había hecho cuando el hombre del bigote aumentó de volumen sus gritos.
Me encogí. La Casa se estaba pasando con sus juegos. ¿Qué clase de chistes eran esos? Me consentía y luego me aterraba casi hasta la muerte, para luego alejarme de sus propias jugarretas. Parecía que se había arrepentido a último momento de causarme tanto pánico.
Caden regresó de inmediato y se sentó junto a mi en la cama.
—No estoy loca —le dije de inmediato.
Él suspiró. Su mano se deslizó por mi brazo. Estaba tan caliente, fue tan reconfortante. No se la aparté ni por un segundo. Menos cuando sus dedos se entrelazaron con los míos.
—No iba a sugerir lo contrario —respondió—. Solo quiero que sepas que estoy aquí contigo. No estás sola, Camilla —Con lentitud, se llevo mi mano a los labios. Le dio un tierno beso a mis nudillos y me derretí a su lado. Me aflojé contra él y me permití aferrarme a lo que me decía, a su calor y a su compañía—. Nada de lo que veas puede lastimarte, ¿sí?
Ahogué un gemido y Caden finalmente me abrazó. Me estrechó contra su pecho, sin importar lo mojada que yo estuviera. Contuvo los temblores que sacudían mi cuerpo y mitigó tanto el frío como el miedo.
—No quiero estar más sola en esta casa —susurré.
—Está bien —dijo, dándome un beso en la coronilla—. Solo dime a dónde quieres que te acompañe y estaré cuidándote.
Lo abracé también. En ese momento, pese a lo que había visto y escuchado, pese a que había sucedido hacia nada más unos dos metros, en mi propio baño, a pasos de la habitación que yo misma elegí, me sentí segura. Caden me trasmitió una paz que hacia rato no encontraba en ningún lado ni en nadie.
Pude quedarme soldada a él, acompasando mi respiración, uniendo mis latidos a los suyos, durante tanto tiempo que me pregunté cuándo fue la última vez que estuve así con alguien. Por extraña fortuna, no lloré al darme cuenta de que hacía más de una década que no pasaba, que no encontraba la seguridad y la comodidad que ahora tenía. No desde que había muerto mi abuela.
Ella había sido mi lugar seguro. Cuando murió, mamá jamás pudo ocupar su lugar y ahora... Caden me trasmitía una sensación muy parecida a la de abrazar a mi abuela.
—¿Por qué no te cambias de cuarto? —me preguntó él, mucho rato después, cuando el cabello comenzó a erizarse, debido a que no lo había cepillado bien antes de dejarlo secar.
—Me gusta este cuarto —contesté, pero la verdad es que no podía dormir ahí sola. No después de eso. Necesitaba la seguridad de esos brazos.
—Después de todo, duermes casi todos los días conmigo. Ya hasta me quitaste mi lugar en la cama —bromeó él.
No me hizo reír, pero su tono de voz afable me dio las fuerzas para soltarme, bajarme de la cama y buscarme ropa seca y cómoda por mí misma. Caden esperó, sentado, vigilándome atentamente, hasta que me tendió la mano y me acompañó fuera de la habitación, fuera del pasillo rumbo a su propia suite.
Ahí, simplemente nos recostamos en su cama y esa fue la primera vez que estuvimos tendidos el uno al otro sin tener sexo de por medio. Me acurruqué contra él, él contra mi y las caricias que repartió por mi espalda, por mi cabello, pronto me hicieron dormir.
No fue un sueño pesado, pero, para mi sorpresa, no estuvo poblado de pesadillas. No vi una sola vez al señor el bigote, tampoco lo vi cuando me desperté a media noche, con hambre por no haber cenado y con muchas ganas de ir al baño.
A pesar de que Caden se había ofrecido a estar atento para no dejarme nunca sola, no me atreví a despertarlo. Salí de la cama a hurtadillas y entré al cuarto de baño con muchísimo miedo a los espejos y a los cristales de la ventana.
Sin embargo, después de que hice mis necesidades y junté valor para verme al espejo, nada sucedió. Por supuesto que mi cara tenía un aspecto algo demacrado, como si las largas horas que había dormido de más para recuperarme del susto no hubiesen bastado. También estaba muy despeinada y eso no se solucionaría a menos que me lavara el pelo de nuevo. Solo era yo siendo yo. No vi a nadie más que a mí.
Me quedé esperando a que algo pasara. Esperé bastante de más a que se hombre volviera a torturarme, tanto que me aburrí y me di la vuelta.
Cerré la puerta del baño para volver con Caden y cuando me trepaba a la cama tuve una sensación de ligereza que no había sentido las otras noches cuando desperté en la oscuridad. Solo en ese momento, ante su ausencia repentina, me di cuenta de que no estaba.
Miré hacia las ventanas que daban a la calle. No tuve de vuelta la impresión de que esas casas no estaban vacías. No me embargó la percepción de no estar sola, ni estar siendo espiada, ni por la Casa ni por nadie más.
De alguna manera extraña, sin ningún tipo de explicación, supe que no había nada ahí fuera, ni dentro. Solo estábamos Caden y yo. Si la Casa tenía consciencia, al menos, no estaba enfocada en nosotros en ese mismo momento.
Él hombre del bigote se había ido.
Los días siguientes, me dí cuenta de que la Casa me consentía. Más de lo normal. Si se me antojaba un trozo de pastel, me daba tres. Si yo quería más libros, crearía para mí bibliotecas enteras nuevas en lugares impensados. Si yo quería ropa nueva, llenaba todos los armarios de la casa con vestidos y, para mi sorpresa, pantalones.
Caden no dijo nada al principio, pero cuando la Casa comenzó a desechar sus cosas para remplazarlas con las mías, no le pareció divertido. Hubo una mañana en donde no tenía nada que ponerse, porque hasta su propio ropero tenía ropa para mí.
—Creo que se siente culpable —dije, cerrando las puertas de su armario, antes de pedirle a la Casa que por favor le devolviera su ropa. No es que me molestaba verlo desnudo todo el tiempo, para nada, pero él quería ayudarme en el jardín y no podía hacerlo sin ropa adecuada—. Por asustarme.
Cuando volví a abrir las puertas, las cosas de Caden habían regresado, incluyendo un papel que él tenía engrampado a las paredes internas del armario.
—¿Qué es eso? —pregunté, estirándome para agarrarlo, pero él torció el gesto y lo tomó antes de que pudiera alcanzarlo.
—Cuentas —resumió.
Aunque la curiosidad me podía, no insistí. Por algo no deseaba mostrármelo. Y aunque compartíamos la casa, la prisión, quién sabía hasta cuándo, no teníamos por qué compartir todo.
—Te espero fuera —le respondí, con simpleza, saliendo de la habitación.
Después de que el hombre del bigote desapareciera, ya no volví a sentirme incómoda al pasearme sola por la casa. Pude volver a mi habitación y a mi baño cuando quise, así que incluso pasé tiempo en intimidad conmigo misma y mis pensamientos, sin necesitar la seguridad de los brazos de Caden otra vez.
Todavía no sabía cómo sentirme respecto a eso. Era extraño encontrar a una persona que te trasmitiera la misma sensación de paz que tu propia abuela, sobre todo si te acostabas con él, por lo cuál me costaba asimilarlo. Por un lado, era agradable; por el otro lado, me había acostumbrado a no necesitarlo más. Ni siquiera me había atrevido a desearlo.
Marché hasta el sector del jardín en el que había estado trabajando, detrás del gran laberinto de setos, contra las altas y blancas paredes del fondo de la propiedad. Había plantado arboles frutales, muy en el fondo pensando que, si estaba condenada a cien años como Caden, quizás sería lindo verlos crecer.
O quizás me agarraría la locura y los talaría yo misma. Nunca se sabía.
Me puse a cavar un nuevo hoyo, incapaz de quitar de mi cabeza a mi abuela, mi futuro y lo que había deseado para mí vida. Qué fácil era pasar el día así, plantando árboles, sin tener que deslomarte para ganar dinero. Pensé en todo lo que había estudiado y trabajado, en las cenas que me había salteado, a los cumpleaños que no había ido ni festejado, para solamente tener siquiera la oportunidad de tener una vida así, de ricos, sin responsabilidades.
La pala chocó contra algo duro y recién ahí me di cuenta de que había estado cavando más de lo necesario. Fruncí el ceño cuando la luz del sol sacó un destello de lo que sea que me había encontrado.
Con cuidado, aparté toda la tierra que pude antes de darme cuenta de que era una especie de cofre.
—Vaya —dijo Caden, sobre mi hombro. Me hizo saltar y casi dejo caer la pala—. No pensé que eso existiría también aquí.
—Caden —me quejé, girando la cara hacia él.
Su rostro estaba muy cerca del mío, estaba inclinándose para quedar a mi altura.
—¿Qué? —soltó. Su expresión se llenó de inocencia—. No es mi culpa que estuvieras tan ensimismada que no me oyeras.
Puse los ojos en blanco y señalé el hoyo.
—¿Qué es esto?
—Un tesoro —respondió él, haciéndose el misterioso.
—En serio —insistí, pero solo asintió con la cabeza.
—Hablo en serio. Es un tesoro. Mi hermano y yo lo pusimos ahí. En 1912.
Parpadeé. A veces me olvidaba que realmente él había estado vivo cuando se hundió el Titanic.
—Pero si la Casa es una réplica de tu casa real, ¿por qué no estaría?
Caden por fin salió de atrás mío y se agachó junto al hoyo. Metió las manos en él y pasó los dedos por los bordes afilados de la caja de metal.
—No todas las cosas son iguales. Muchísimas de mis pertenencias reales nunca estuvieron aquí. Es como si las hubiese perdido. Jamás volví a verlas —Suspiró y entonces levantó los ojos hacia mí—. Por ejemplo, mi madre me regaló una escultura de porcelana cuando era niño. Tenía forma de conejo. Era mi bonita y la cuidé muchísimo porque ella decía que todo su amor estaba ahí dentro... —Suspiró una vez más—. Dentro de ese hueco conejo.
—Oh... —dije, nada más. Me imaginaba por qué la Casa no se lo había dado, pero Caden lo dijo por mí.
—Supongo que era algo a lo que aferrarme, algo que me traería algún tipo de consuelo.
Apreté los labios, al pensar en la ropa que la Casa me quitó, encerrándola en el elevador. Pero, la verdad, es que, si bien la ropa era importante para mí simplemente porque era mía, no tenía un valor tan significativo como para Caden ese conejo de porcelana. Lo que yo más valoraba era el collar de mi abuela, y la Casa me había permitido tenerlo.
—Es definitivo que ella no te quiere —dije, cuando lo vi a punto de suspirar otra vez—. No le debes parecer guapo, no como yo.
Caden se rio y aligeró un poco la tensión que se había acumulado en sus hombros. Su mirada se volvió felina, más oscura. Me hizo acordar todo lo que hicimos en la noche en su cama.
—Tengo que estar de acuerdo con ella, entonces —Me reí también—. Saquemos esto de aquí.
Entre los dos, desenterramos el cofre y lo pusimos sobre uno de los bancos de mármol blanco. Tenía un candado, pero la Casa no tardó en proporcionarnos un generoso alicate para abrirlo, porque evidentemente no tenía la llave. Caden lo abrió con un movimiento ligero y cuando levantó la tapa me quedé con la boca abierta.
Había lingotes de oro, pequeñitos. Debían de ser de cien gramos cada uno, pero había muchos de ellos, como quince, además de collares preciosos con perlas y piedras preciosas. También había papeles que distinguí como cartas de propiedad y relojes de plata.
Realmente era un tesoro.
—Wow —se me escapó. Me dejé caer en el banco y metí la mano sin preguntar siquiera si podía. Tomé un lingote de oro con una fascinación que no pude ocultar, y cuando Caden me preguntó si me gustaba, lo solté como si me quemara. Una vergüenza atroz ardió por mi pecho. Esperé que mi cara no se hubiese puesto roja—. Sí, son bonitos.
Caden agarró los papeles, para nada atraído por las joyas y el oro como yo.
—Por aquel entonces, mi madre decía que mi padre se iba a quedar en banca rota —contó y yo lo agradecí, porque no le daba tiempo a juzgar mi deseo por ese tesoro—. Bueno, todos nosotros. Lo cierto es que no tuvimos problemas con el dinero hasta la guerra, pero mi hermano y yo creímos que, en caso de que lo que mi madre decía fuese cierto, debíamos tener una opción. Lo escondimos, para que nadie pudiera tomarlo y despilfarrarlo.
Arqueé las cejas.
—¿Pero no eras tú el que más despilfarraba?
Él me dedicó una sonrisa torcida.
—Oh, sí, pero el dinero de otros, no el mío —se burló—. Además, no eran tan estúpido. Despilfarraba cuando había para despilfarrar. Cuando pensé que no tendría, junte las joyas que mi abuela me había legado para una futura esposa, le quitamos algo de oro de la caja fuerte a mi padre, que jamás lo contaba, y con Tadeus lo guardamos aquí.
Traté de no mirar las joyas en cuanto dijo la palabra "esposa".
—Además —añadió—. Antes de quedarme encerrado aquí, no pensaba casarme. Por eso nunca lo recuperé. Pensé que quizás algún descendiente de mi hermano lo encontraría tarde o temprano, después de que yo me hubiese gastado toda la fortuna que él había con el diario.
Aunque siguió burlándose, se coló un tono de anhelo y tristeza en su voz. Debía ser difícil para él pensar en lo que no ocurrió, en que nunca más volvió a ver a sus padres, a su hermano, que ni siquiera pudo despedirlos cuando ellos murieron.
—Entonces... —murmuré, cuando se quedó de pronto callado y no dijo ni una palabra más—. ¿Crees que la caja sigue ahí en la actualidad?
—¿Tu recuerdas haber visto algún cambio en este sector del jardín en tu año? —inquirió Caden, con un encogimiento de hombros—. Es tan probable que esté como que Tadeus le haya dicho a sus hijos o nieto que existía.
—Pero a los Dagger no les hace falta dinero —contesté, mirando con disimulo el interior de la caja—. Quizás, sin necesidad, nunca la sacaron.
Él me dedicó una sonrisa leve y guardó el papel que había sacado. Luego, tomó una de los collares y me lo ofreció.
—Puede ser. En este mundo, después de todo, no sirve de nada —Levanté la mano por pura inercia y dejé que me pudiera en los dedos uno de los collares de perlas. Tenía un broche de oro con una joya verde rodeada por montones de brillitos blancos—. Oro de 18 kilates, una esmeralda y 20 diamantes. Hermoso, pero inútil.
Tragué saliva. Nunca había tenido en la mano algo tan bonito y caro. Y era muy diferente a las joyas que la casa me ofreció cuando llegué, porque este collar era real. En algún lado, quizás en ese mismo jardín, en mi época existía. Y podría servirme de tanto, podría serme tan pero tan útil...
Caden volvió a poner la caja en el hoyo que yo había hecho. Todo, exceptuando el collar de perlas, volvió a su tumba centenaria. Yo me quedé con esa reliquia en la mano, en silencio, sentada en el banco, observando como él tapaba el hueco y abría otro más allá, donde realmente pondría el árbol de jacaranda que planeamos plantar.
—La Casa realmente te odia —le dije, entonces.
Caden soltó una carcajada amarga.
—¿Por qué no lo haría, no? Cuanto te apuesto a que este árbol, como lo estoy plantando yo, mañana desaparece —contestó.
—¿Y si yo no quiero que desaparezca?
Él me miró de reojo y no respondió mi pregunta. Terminó de aplastar la tierra alrededor de la base del árbol y como a mi no me apetecía pasar más tiempo cerca de ese cofre del tesoro enterrado, le propuse que nos bañáramos juntos para luego cocinar algo.
Caden había sudado un montón, así que aceptó de inmediato. Cuando caminó hacia mí, le tendí el collar de perlas.
—No, quédatelo. Podrías usarlo en alguna de las cenas con alguno de esos lindos vestidos que te da la Casa —me dijo. Cerró mis dedos sobre el delicado y exquisito broche de esmeralda y se inclinó hacia mí. Aunque estaba sudado, no olía mal. No me moví ni un milímetro mientras sus labios se deslizaban por mi mejilla, rozaban mi oreja—. O simplemente podría ser lo único que uses.
Su aliento tibio contra mi cuello me produjo cosquilleos en todo el cuerpo. Tenía más y más ganas de que llegáramos al baño, donde pudiese ayudarlo a quitarle la tierra y el sudor.
—Qué atrevido —murmuré, con sorna—. Estas eran las joyas que tu abuela quería que le dieras a tu esposa. ¿Le hubieses hecho a ella la misma proposición?
Caden se rio, antes de dejar un besito en mi garganta y alejarse unos centímetros de mí. Su mirada pícara me calentó más que el eterno verano de diciembre en ese lugar.
—Si yo me hubiera casado con alguien, mi esposa tendría que ser justamente el tipo de mujer que adore esas proposiciones.
Me guiñó un ojo y comenzó a marchar la casa. No tuvo que llamarme ni darme otra mirada significativa para que lo siguiera al baño. En realidad, antes de que atravesáramos las puertas dobles del jardín, yo le estaba quitando la camisa y él levantándome la falda.
No sé cómo hicimos para llegar al baño. Perdí totalmente la noción del tiempo y del espacio, porque todo lo que sentí fue su boca en mis pechos, lamiendo y torturando mis pezones como a mi me gustaba. O su erección firme y dura contra mi abdomen blando y tibio, presionándose arriba y abajo, buscando más calor e intimidad.
Lo único que me hizo dar cuenta de que finalmente habíamos alcanzado nuestro destino fue el frío de los azulejos en la piel desnuda de mi espalda. Caden me apretó contra la pared, entre jadeos y suspiros y yo no sé cómo no me derretí ahí mismo.
Parecía que nunca me cansaría de él y que jamás perdería el deseo que se me acumulaba sobre la lengua cada vez que lo miraba. No importaba que hubiésemos tenido sexo la noche anterior, o la tarde anterior también, o la otra mañana. No importaba cuántas veces cogiéramos en un día, siempre me dejaba satisfecha e irónicamente, con ganas de más y más, porque era increíble, inexplicable, delicioso.
Me penetró ahí mismo, aunque no nos habíamos quitado el sudor del cuerpo ni la tierra de las manos. Me sostuvo de las nalgas y todo mi cuerpo se mantuvo en el aire, clavada por el suyo bien profundo. Una explosión de fuego, de lava intensa, se originó en el interior de mi vagina. Prendía en llamas voraces cada centímetro de mi cuerpo, de adentro para fuera. Me recorrió de abajo hacia arriba y salió por mi garganta en un grito extasiado.
No me dio tiempo a procesar lo que sentía, que ya estaba bombeando mi trasero, desaforado. Caden estaba tan hambriento de todo eso como yo. No podía parar y no deseaba que parara. Lo quería ahí, cogiéndome duro, sin descanso y sin final, porque borraba todas mis preocupaciones, mi pasado y todas las cosas que había hecho para llegar hasta donde había llegado.
Grité más fuerte cuando lo sentí acabar dentro de mí. Yo todavía no lo había logrado, estaba cerca, abriendo las puertas del cielo con la punta de los dedos. Caden no fue perezoso, no se alejó de mí. Presionó su pelvis contra la mía, cambiando el ángulo, yendo desde abajo y profundizando la penetración.
Una de sus manos se coló por entre nosotros y alcanzó mi clítoris. Con un gran esfuerzo, por lo apretados que estábamos contra la pared, él uso sus dedos para estimularme. Temblé, fuerte. Mordió mis labios, succionó mis pezones y en movimiento certeros y profundos, frotándome en mis lugares más sensibles, lo alcancé en un orgasmo vívido y atronador.
Pasaron varios minutos. Mi cabeza cayó hacia delante. Los labios de Caden en mi frente la frenaron. Los dos permanecimos unidos, bajando la adrenalina, todavía percibiendo los restos del placer que nos había unido en primer lugar.
Cuando me bajó, lo hizo con su delicadeza de siempre.
—¿Estuvo bien? —me preguntó.
—Sí —respondí, apretándome contra él. Ya no estaba dentro de mí, pero aún así quería seguir arrimada a él, cerca de él—. ¿Te gustó?
—Siempre me gusta —me respondió, con una risita, con los labios todavía en mi frente.
Nos metimos en la bañera, con agua tibia y mucha esposa con perfume a jazmines, que la Casa seguro había preparado para mí, no para él. Cumplí en seguida mi fantasía de ayudarlo a quitarse la tierra y el polvo que aún tenía encima y cuando Caden se aburrió de que le pasara la esponja por la espalda, comenzó a arrojarme espuma.
Los juegos se volvieron cada vez más y más traviesos. Hubo besos, lamidas y mordidas, baños el uno al otro, pero ya sin esponja. Para cuando salimos del agua no quedaba más que aroma a jazmín flotando en el cuarto. Caden me envolvió en toallas y juntos dejamos ese baño en el primer piso que yo no había visitado nunca antes, dándome una idea de lo mucho que la Casa aún tenía para esconder de mí.
No me parecía raro no poder dormir. Mi mente le daba vueltas a ese cofre como mis dedos le daban vuelta al collar que Caden me dio. Saber que la solución a todos mis problemas estaba tan cerca me creaba un agujero en el estómago, porque no podía hacer nada para alcanzarla.
Era como si la tuviera al alcance de las manos, pero yo me hubiera quedado sin manos.
Miré el pequeño jacarandá. Ya se había reiniciado el día, ya era más de la mitad de la noche, pero el árbol seguía ahí porque, probablemente, yo lo quería ahí. Me pregunté si deseaba que el cofre se desenterrara solo, si la Casa lo haría por mí, aunque nada ahí me perteneciera.
—¿Y de qué me serviría? —bufé después. Solo me serviría si, al volver a la realidad, si lograba escapar de esa prisión, pudiese volver a la casa y desenterrarlo por mi cuenta. Aunque nada ahí me perteneciera.
Si tuviera las joyas, los lingotes de oro, podría dejar de preocuparme por la comida, por el trabajo cansador que hacía, por mi casa que se venía abajo. Incluso, con solo tener ese collar que sostenía en la mano podría solucionar tantas cosas...
Sí salía y lo tomaba...
—¿Qué estás haciendo aquí tan tarde? —La voz de Caden me sobresaltó. Y, como en la tarde, cuando me mostré fascinada por su tesoro, me morí de la vergüenza, como si él de pronto pudiese leer mis pensamientos.
—Nada —dije, rápidamente. Quise esconder el collar de su vista, pero no fui lo suficientemente rápida. Se sentó a mi lado y agarró mi muñeca antes de que la apartara.
—Sabes —dijo, entonces. Su dedo corrió las perlas de mi palma para alcanzar mi piel y recorrer las líneas que la surcaban—, si fuese por mí, te daría todo lo que hay en esa caja.
Levanté la mirada hacia él, sorprendida. O quizás no tanto, porque en ese momento pensé que de verdad me había estado leyendo los pensamientos.
—Yo no... —empecé a decir, pero Caden me miró a través de sus pestañas negras y espesas y me sonrió, silenciándome.
—No tengo herederos propios así que, por mí, si algún día sales de aquí, tienes el derecho absoluto de tomarlo todo.
Fruncí el ceño.
—¿Y qué... qué pasara cuándo tú salgas? —dije—. Lo guardaste para el futuro. Para tú futuro.
Él borró lentamente la sonrisa.
—Tú lo necesitas, yo no. Además, si pasé cien años en esta casa y no conseguí aprender a ser más humilde y más amable... ¿de qué habría servido? —contestó—. Así que es tuyo, si lo quieres.
No supe que contestar. Nunca nadie me había dado nada en la vida, fuera de mamá o la abuela. Ni siquiera los tontos de mis ex habían tenido la delicadeza de hacerme algún regalo que sirviera para algo, de verdad. Así que no sabía ni cómo agradecer, menos después de haber pensado en robármelo.
Caden solo siguió acariciando mi mano.
—Tómalo como un regalo por tu primer mes en esta Casa.
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