12. Regalada
Regalada
Lo primero que sentí al ver todo eso fue un nudo en el estómago. Lo que más había deseado, mientras plantaba cosas y descubría un nuevo hobbie en el jardín, era desafiar a la casa, luchar contra ella y con esa necesidad de dejar todo como estaba antes. Pero ahora que me ofrecía en bandeja las cosas necesarias, por mayor, para que siguiera adelante, sentí rechazo.
Miré a Caden con una mueca en los labios y él suspiró.
—Le gustas.
—No creo que eso sea bueno —mascullé.
Él se encogió de hombros.
—Es mejor que caerle mal —repuso, dándose la vuelta y regresando al interior de la casa.
Me quedé solo unos segundos ahí, mirando, tanto como de repente me sentía observada en ese jardín desierto, en ese mundo desierto. Me giré y corrí detrás de él.
—Pero te ha cuidado, te ha mantenido con vida por cien años —le dije, buscando cualquier excusa, aún, para justificar lo que estaba pasando.
Caden solo siguió caminando. Atravesó el salón y marchó hacia la biblioteca. Sus piernas largas eran difíciles de perseguir, así que correteé detrás de él.
—Me ha mantenido con vida para que cumpla mi condena, nada más, Camilla —respondió, con calma. Yo arrugué la nariz cuando él se sentó en el escritorio otrora de su hermano, como si fuera a trabajar en algo.
—No me digas así —le indiqué y él arqueó las cejas, confundido.
—¿Cómo?
—Camilla —repliqué—. Tan seco, tan duro. Mis amigos me dicen Cam, o Cami.
Sus ojos brillaron. Y pese a lo desconcertante de la situación, a que yo todavía estaba asustada y preocupada por la actitud de la casa, me dejé impresionar por la sonrisa torcida y sensual que se formó en sus labios.
—¿Y tus amantes?
Esta vez arqueé yo las cejas, haciendo esfuerzo para controlarme.
—¿Por qué la Casa sería linda conmigo? —dije, sin responder a su pregunta. Me crucé de brazos delante el pecho y la mirada brillante de Caden se dirigió ahí. A través del camisón, se transparentaba todo, pero poco me importaba—. Me ha quitado todo en un principio. Mi ropa, mis cosas. Luego me dio lo que ella quiso. Como si intentase convertirme en algo nuevo, algo de aquí. Sí, me dio libros y esas macetas para plantar, pero tampoco me ha dado...
Me callé la boca antes de decir que no me había dado un anticonceptivo. No sé porqué no lo dije, pero en el fondo, me convencí de que era porque Caden no entendería de qué le hablaba.
—Tu y yo no llegamos aquí por los mismos motivos —me recordó él, todavía mirándome las tetas a través del camisón. Se mordió el labio interior y luego entonces, muy perezoso, levantó los ojos a mi rostro—. Tu no tienes una maldición. Quizás estés aquí porque sí tienes algún pecado, pero no es como el mío, como tu has dicho. Y la Casa debe saberlo y debe querer... compensártelo. Pero en realidad no lo sé. Nada ha cambiado en los últimos casi cien años, Cami. Esto es todo nuevo.
Me quedé callada. Él tenía un punto válido. Ya me había dicho todo lo que él conocía de la Casa y las cosas que pasaban conmigo no tenían explicación. Probablemente, al igual que Caden durante las décadas que pasó ahí, no la obtendría.
Pero, a diferencia de él, que solo sobrevivía ahí dentro, yo necesitaba más. Caden no tenía idea de si tendría un futuro después de que se cumpliera el siglo, pero yo sí, yo necesitaba de mi futuro. Lo había planeado cuidadosamente.
—No hay nada que puedas hacer, ¿sabes? —me dijo él, cuando permanecí en mi lugar, de pie, tambaleándome con mis propios pensamientos—. Salvo reflexionar, preguntarte qué necesitas cambiar de tu existencia. Es lo que yo he hecho.
Apreté los labios antes de contestar.
—Ni siquiera sabes si eso va a funcionar.
Una sonrisa triste tironeó de sus labios.
—¿Y eso significa que tengo que dejarlo? —contestó—. Quizás no salve mi vida, pero al menos salvaré mi alma.
—Mi alma no está comprometida —respondí, igual de calma que él.
Cande me sostuvo la mirada durante un momento, antes de asentir y sacar de los cajones unos cuadernos forrados en cuero y una lapicera.
Me dije que no teníamos nada más que conversar en ese momento. Él tenía sus propias actividades y yo acababa de decidir que había perdido las mías, por culpa de la casa. Aunque el día anterior había agradecido las macetas, ahora estaba reacia a tocarlas, a formar parte de sus maquinaciones.
Me sentía incómoda, me sentía todavía observada, noté, cuando salí de nuevo al salón. Era como si, de repente, la Casa fuese una presencia misma que rodeaba todo lo que había a mi alrededor, a Caden y a mí.
Tuve la necesidad de esconderme, así que subí las escaleras y me refugié en mi cuarto, donde por alguna extraña razón, me sentía más a cubierto, más sola, más a salvo. Me senté en la cama y me quedé ahí, inmóvil mirando la ventana, el ropero lleno de ropa bonita, los estantes con libros de mí época.
No entendía nada.
Caden decía que no había nada que yo pudiese hacer y quizás tratar de entender era en vano, pero del hueco que se había formado en mi pecho, ese miedo que se instaló al creerme observada, nacía siempre un fuego que yo nunca era capaz de apagar. Yo no podía doblegarme, porque doblegarme implicaba perder y había perdido todo durante toda mi vida. Hacia años que estaba lista para ganar.
Me estiré hacia la mesa de luz, abrí el cajón y del alhajero saqué el collar de mi abuela. Lo sostuve entre mis dedos, aferrándome tanto a su recuero como a los pocos consejos que me dejó en la infancia.
«Tienes que ser fuerte», me dijo esa noche en particular. «Eres una niña grande, más grande que cualquier otro de tus amiguitos, así que tienes que ser fuerte». Mi abuela sabía muy bien el peso de las decisiones que la había llevado a estar donde estaba, sabía muy bien que mi madre tomó las mismas decisiones equivocadas. Sabía incluso que él nos haría pagar a todas cualquier arrebato de rebeldía. En aquel entonces, yo era muy pequeña y no entendí bien a qué se refería. Y, aunque quise ser fuerte cuando él agarró ese cuchillo, no supe cómo hacerlo.
Había sangre, mamá gritaba. Su sangre era la que estaba en las rodillas de mis pantalones y en mis manos diminutas. La abuela también gritaba. No tengo idea en realidad, de cómo sobrevivimos las tres, porque él les clavó ese cuchillo a ambas y me lo hubiese clavado también a mí, de no ser porque estaba tan borracho que no podía reptar por debajo de la mesa para alcanzarme, de no ser porque la abuela le partió, herida y todo, una banqueta en la nuca.
Reprimí un escalofrío. La sangre me daba pavor desde ese día. Representaba a un hombre violento que aporreaba puertas, les pegaba a los muros y gritaba. Representaba la borrachera y los cuchillos. A uno que después de herir a mi mamá y a mi abuelita iba por mí, dispuesto a deshacerse de la cría que ni siquiera se interponía nunca en su camino. Representaba una noche de trauma que no olvidaría jamás.
Recuerdo bien mi respiración agitada, las lágrimas calientes que se resbalaban por mis mejillas. Recuerdo también que no podía gritar. Lo único que podía hacer era arrastrarme por el suelo lejos de él, mientras lo escuchaba pegarle a la mesa, mientras me perseguía para hacerme salir de debajo de ella, mientras yo me pegaba a la esquina de la habitación, bajo la madera y el mantel.
«Lo único que puedes hacer es reflexionar», había dicho Caden. Una de las mayores reflexiones de mi vida ocurrió en aquel entonces. No importaba mi edad. Después de ese día, de que terminamos en un hospital, supe por qué mi abuela me había dicho que tenía que ser fuerte. La inocencia con la que había evaluado nuestras vidas cambió ese día y se destrozó por completo cuando mi abuela murió.
Desde aquel entonces, supe que tendría que ser fuerte y luchar porque eso era algo que no quería repetir. Al crecer, me dije que no tomaría las mismas decisiones que mi madre, o que mi abuela o mi bisabuela inclusive. Yo sería distinta, yo pelearía por algo mejor.
Y nada de eso estaba dentro de esas paredes.
Había un hombre a los pies de mi cama. Tenía los hombros rígidos, el bigote tieso. Su mirada estaba desencajada y furiosa como la de él cuando me perseguía por la casa, por debajo de la mesa, con ese cuchillo.
Quise alejarme, pero me di cuenta de que estaba inmovilizada contra las almohadas. Se me quedó el aire atorado en los pulmones, mientras el frío a mi alrededor aumentaba. Me puso la piel de gallina, el camisón no podía hacer nada para protegerme.
En realidad, no había nada que pudiese hacer para protegerme. El corazón me martilló desesperado en el pecho mientras el hombre abría la boca y decía palabras que no sonaban a nada. El silencio se extendía abrumador entre nosotros, como si él estuviese detrás de una placa de vidrio insonora.
Pero la furia... Ah, su furia. Era palpable. Eso sí que me llegaba, en oleadas frescas que se convertían en terror palpitante. Hacía girar la habitación, me mareaba. Ese hombre me odiaba, él me detestaba. Había un deseo de muerte impreso en su mirada.
Y entonces, abrió la boca para gritar. Me tapé los oídos, fue para lo único que pude moverme. El sonido no llegó, pero su cara y sus labios se deformaron, como los de un demonio listo para tragarse todo...
Me senté en la cama, con la boca abierta, las manos en las orejas, el miedo haciendo temblar todos mis músculos. Pero estaba sola ahí, porque estaba despierta y la pesadilla se había terminado.
Miré cada rincón del cuarto y me llevé una mano al pecho. Estaba sola, el sol estaba aún alto en el cielo. No me había dado cuenta de que me había dormido y tampoco sabía qué hora era.
Contrario a lo segura que me sentí en la habitación cuando entré en ella a la mañana, me apresuré a salir de la cama y a correr por los pasillos de la casa hacia las escaleras, llamando a Caden en voz alta. La sensación de que la Casa me observaba fue reemplazada por el miedo a ver a ese hombre de nuevo, aunque no fuese real, aunque hubiese sido un delirio místico de mi subconsciente.
Él salió de la biblioteca en cuanto bajé al salón. Tenía mancha de tinta en los dedos y aunque eso me generó unas tremendas ganas de preguntar, lo primero que hice fue agarrarme a su brazo.
—¿Dormiste? —me preguntó—. Fui a preguntarte si querías almorzar. Como no contestaste, abrí la puerta y te vi durmiendo. ¿Tienes hambre?
Oculté que estaba nerviosa y bastante afectada por mi extraña pesadilla y asentí con la cabeza. Marché agarrada de él hasta la cocina, donde se lavó las manos y acercó un taburete a la isla en el centro del cuarto.
—A veces, cuando no es horario de almuerzo, como aquí —me explicó, acercando otra silla para él. Me subí al taburete y apoyé los codos en la isla. Exhalé lentamente, traté de relajarme y lo hice cuando apareció un plato de comida para mí con un vaso de jugo y un café para él.
—¿Qué hora es? —inquirí, agarrando los cubiertos y devorando el pollo y el arroz que me habían servido.
—Como las tres, supongo —dijo él, con un encogimiento de hombros—. Si la casa dice realmente la hora que es —añadió, señalando con el mentón el reloj que colgaba de una de las paredes de la cocina. Si lo hubiera visto antes, me habría ahorrado la pregunta boba.
—No hay muchos relojes en la casa —musité, después de tragar un poco de jugo.
—No, aunque tampoco es importante la hora —dijo Caden.
Se terminó el café más rápido de lo que yo terminé de comer. Entonces, se quedó ahí, viéndome con atención, analizando cada fibra de mi cabello fuera de lugar, mis manos moviéndose sobre los cubiertos, mi camisón demasiado fino.
—¿Qué escribías? —pregunté finalmente. Eso hizo que sus ojos abandonaran mi cuerpo y se fueran a mi rostro. No me molestaba su escrutinio ya, porque sabía que había un hambre sensual detrás de él, pero la verdad es que quería conversar. No quería más silencio.
—Lo que puedo —contestó, apoyando los codos en la isla también. Siguió viéndome fijo. Sus ojos oscuros eran penetrantes. Le devolví la mirada y casi me ahogo en ellos, de buena gana—. Lo que me acuerdo de cada día. A veces, no escribo nada en absoluto. A veces no me alcanzan las hojas.
Olvidando por un rato mi pesadilla, sonreí pícara, apretando el tenedor con los labios.
—¿Qué clase de cosas escribiste hoy?
Caden arqueó las cejas, pero también sonrió.
—Cosas que no puede leer una dama.
—Ya habíamos dejado en claro que no soy una dama.
Terminé la comida y agarré mi taburete para arrastrarlo al otro lado de la isla, junto a él. Apoyé el mentón en su hombro y lo observé, tan fijo como él me había observado antes.
—¿Vas a buscarme arrugas? —inquirió—. Aunque tenga más de cien años, no vas a encontrarlas.
—¿Y tú qué buscabas en mí? —dije, con una risita baja.
—En realidad —Caden se giró hacia mí. Yo me erguí. Su mano derecha subió hasta mi frente, se enredó suavemente con mi cabello. Lo tocó como si fuesen finísimas e invaluables hebras de oro. Rozó con el pulgar mi mejilla y me estremecí—. Estaba pensando.
Ladeé la cabeza, hacia su mano. Sus dedos se colaron por detrás de mi oreja. Se pasearon casuales por mi cabeza, justo cuando Caden se inclinaba hacia delante. Me quedé dura en cuanto sus labios se detuvieron a milímetros de mi oreja.
—¿En qué pensabas? —susurré. El corazón casi se me había detenido, inestable por las sensaciones de tenso placer que empezaban a recorrerme con sus escasos roces.
—En cómo los caprichos de esta casa han terminado por resultarme tan interesantes —musitó. Su boca tocó la piel de mi cuello, debajo del lóbulo de la oreja. Me estremecí, cerré los ojos. Normalmente me molestaba que hablara de mi como un objeto, pero en ese momento quería ser toda suya, una cosa caliente sin voluntad, hecha para satisfacer sus deseos y así los míos—. También estaba pensando en que todavía me muero de hambre.
Su lengua trazó un camino perezoso por mi piel, hacia el hueco entre mi cuello y mi hombro. Eché la cabeza hacia atrás, me deshice en mi lugar. Todavía tenía una mano en mi nuca, moviendo el pulgar en círculos en un sitio especialmente sensible. Perdí todas mis fuerzas y lo supo, porque su otra mano se trasladó a mi cintura para sostenerme antes de que me cayera de la silla.
—Sabes tan bien —dijo, con la voz densa. Fue un sonido gutural empañado por primitivos instintos. Sus dientes cepillaron la delgada piel de mi hombro a medida que iba bajando y tirando del escote del camisón.
—Ajá —fue lo único que pude decir. Él ya no estaba sentado en el taburete, se había colado entre mis piernas, muy de pie, y lentamente me estaba acorralando contra la isla de la cocina.
Los huesos de mi cadera chocaron con ella y mi pelvis se ajustó a la suya en un movimiento lento pero caótico. Un gruñido retumbó sobre mi clavícula, ahí donde Caden estaba besando, lamiendo. Me estremecí una vez más, no solo por su habilidosa boca, bajando peligrosamente por mi escote, sino por la intensa dureza debajo de esos pantalones de vestir tan elegantes, tan sexys.
—Pero hay algo que me muero por cenar desde ayer —mascullo. Ambas manos bajaron súbitamente por mi espalda, se detuvieron levemente en mi culo para apretarlo, con ganas, y luego se enredaron con el ruego de mi camisón, para subirlo en un desastre de tela arrugada y húmeda, para que mi desnudez estuviese expuesta de una vez por todas.
—¿Qué cosa? —farfulle, perdida en las sensaciones. No tenía idea de si quería que me besara la boca o que siguiera bajando hasta perder la cara entre mis pechos. Lo único que sabía era que quería más, cualquier cosa, algo.
Caden se rio en voz baja. Su voz fue una caricia erótica que me erizó todo el cuerpo y tensó mis pezones. Se endurecieron contra la tela fina del camisón, se apretaron sin disimulo contra su chaleco negro y sedoso cuando él levantó la cabeza.
Me miró a los ojos y a duras penas salí de mi letargo. Había un fuego negro, oscuro y peligroso, danzando en ellos. Como muchas otras veces, podría haberme ahogado en ellos. Era tan magnéticos, hipnotizantes. Bastaba solo unos segundos para perderse en esa mirada insondable y atormentada.
Una sonrisa atrevida ocupó sus labios cuando se me escapó un jadeo. Se apretó más contra mi. Mis pechos se pusieron tan pesados que me dolieron. Sus manos soltaron la tela arremangada de mi camisón para recorrer mis muslos hacia arriba, hacia los huevos de mis caderas que estaban apretados entre la isla y su propio cuerpo. Se movió en un círculo ligero y su erección encajó de una manera diferente contra mí. Me hizo gemir, bajo. Esos dedos largos se aferraron a mi trasero y, aunque me hubiese parecido imposible, me apretaron más contra él.
Entonces, su boca estuvo sobre la mía. Fue un beso feroz, profundo. Uno que me robó el aire y se convirtió en un segundo en una maraña de dientes y lenguas desesperadas. Empujó contra mí y se robó todo mi aire. Sus labios se arrastraron sobre los míos con violencia, con hambre y supe que estaba tan hambrienta como él.
Pero, así como llegó esa efusividad, su boca me abandonó. Boqueé, buscando sus ojos oscuros otra vez, mientras llenaba mis pulmones y pensaba que no solo podía ahogarme en sus ojos, quería ahogarme de mil maneras posibles debajo de él. Caden presionó su pelvis contra la mía una vez más y antes de que pudiera pedirle que volviera a besarme así, me había levantado en voladas, como si yo no pesara nada, como si fuese tan delgadita como un palo de escobas.
Me sentó en la isla, con las piernas abiertas, el camisón subido hasta la cintura, toda entregada y confundida. Fue ahí cuando me reencontré con su mirada, ardiente. Fue ahí cuando entendí qué tipo de hambre tenía.
Primero, planto ambas manos sobre la cerámica de la isla, al costado de mis piernas, y me observó con la oscuridad tiñéndole todas las facciones. Todos los ángulos de su rostro se hicieron más filosos, todo su cuerpo se cernió sobre el mío. Se convirtió en un depredador y yo era su presa. Era algo que estaba servido y, esa simple noción, que me recorrió por la columna como un camino de pólvora, haciendo saltar todas mis terminaciones nerviosas, me hizo abrirme más.
Me recliné sobre la mesa hasta apoyar los codos. No dije ni una sola palabra mientras esas manos pasaban lentamente de la cerámica a mi piel y la recorrían de arriba abajo, desde la unión de las piernas con el resto de mi cuerpo, hasta rodear mis tobillos con el dedo índice y el pulgar. Los apretó ligeramente y no sé cómo explicar lo que sentí cuando esos dedos se convirtieron en grilletes. Mi cuerpo entero dio un exabrupto y Caden lo percibió. La sonrisa que adornaba su boca se hizo más ancha, más terrible y despiadada.
«Dios», pensé. «Va a cogerme como un animal».
Esperaba que lo hiciera, porque esa expresión en su cara no aventuraba nada tierno, nada dulce. Aunque sus manos atrapando mis tobillos no eran agresivas, era el acto el que estaba a punto de dejarme tendida, regalada como nunca. Y me conocía lo suficiente como para saber que estaría decepcionada si nada de eso pasaba.
Exhalé lentamente, cuando su agarre se aflojó apenas. Acarició de nuevo hacia arriba, con todos los dedos, adaptándose a mis curvas, mojándose los labios, hasta llegar a los pliegues entre mis piernas.
Sus nudillos apenas me rozaron antes de que volviera a bajar. Me mordí los labios, contuve las ganas de suplicar. Las caricias se repitieron, con ese ritmo pensado para arrebatarme la cordura. Y cada vez que subió, me tocó un poco más.
Apenas unos segundos, apenas un poco más profundo, hasta que su mano entera estuvo sobre mí, deslizándose por encima de mi púbicas, frotando despacio por encima de mi clítoris, presionando ahí donde ya estaba desecha en agua y pecado.
—Estoy seguro de que aquí también sabes bien.
Se inclinó. Su cabeza se resguardó entre mis muslos, mientras presionaba con las manos en ellos para abrirme todavía más. Todo mi cuerpo se tensó. Me ardió la piel que estaba en su contacto. Desde donde me tocaba, la pólvora ya hecha fuego en mi columna se alimentaba y, cuando su lengua se deslizó por el centro de todos mis delirios.
Me derrumbé sobre la isla, con un alarido brotando de mis labios entreabiertos. Caden se carcajeó y su risa fue solo la antesala para lo que vendría a continuación. Otra lamida, una más desesperada, me hizo vibrar. El placer se derramó en oleadas tumultuosas, una tras otra, con cada nuevo contacto habilidoso de su parte.
Se me arqueó la espalda. No pude retener los gemidos. Las piernas me temblaron y los dedos de los pies se me curvaron, mientras intentaba resistir esa locura llena de deleite, miel y fuego. Entonces, cuando creí que no podría ser mejor, sus labios remplazaron la lengua y me devoró a besos profundos, a mordidas delicadas.
Una necesidad tormentosa de explotar se arremolinó en mis partes más sensibles. Una de mis manos alcanzó mis pechos y, al igual que cuando estaba fantaseando con él, tiré de mis pezones, ansiosa, desesperada por alcanzar ese punto irreversible en el que el mundo desaparecía, en el que me volvía nada más que un suspiro.
Caden se ayudó con las manos, con esos excelentes dedos. Enterró uno en mí, despacio, mientras sus dientes tironeaban cuidadosamente de mi clítoris, probando mi resistencia a la vez que me cuidaba. Me deshice en sollozos de goce, dándole la pauta de cómo me gustaba todo a mi: siempre rudo, siempre intenso.
Le agarré la cabeza. Lo sujeté por ese sedoso cabello oscuro y lo mantuve ahí. Él me levantó las piernas, aferrando la parte de atrás de mis rodillas, empujando mis caderas hacia atrás, buscando ir más hondo. Creí que me desmayaría, que perdería la razón, porque nunca me habían comido así. Nunca nadie me había comido de una manera tal en la que sintiera un placer enfermizo, enloquecedor, uno con el pudiese obsesionarme, uno que era todo para mí.
Estallé, con él mordisqueándome ahí, con su lengua enterrándose, bebiéndome. Cada gota de mi orgasmo terminó en sus labios.
Jadeé. Mi respiración era irregular, incapaz de ordenarse. La nuca me rebotó en la isla, junto a los platos que la Casa aún no había hecho desaparecer y que yo no había tirado al suelo de milagro.
En el momento en que abrí los ojos, entendí que los había cerrado. Miré el cielo raso de la cocina. Todo me daba vueltas, mi mirada estaba empañada con la lujuria. Todo mi ser se sacudió con unos últimos espasmos y ni siquiera cuando dejé caer las piernas, que había tensado rectas sobre los hombros de Caden, él se irguió.
Permaneció ahí, con la cara escondida, saboreándome. Amenazó con volver a arrastrarme a la locura y de entre mis labios se escapó una súplica que ni siquiera había pensado en decir.
Ahí, Caden levantó la cabeza. Me miró y lo que teñía su mirada no era solo lujuria. Era un orgullo palpable, una certeza de que me tenía en sus manos, aunque la que había gozado como una condenada había sido yo.
—Tenía razón —susurró, con los labios brillantes. Se pasó la lengua por el inferior, antes de plantar un tierno beso en el hueco del interior de mis muslos—. Sabes muy bien.
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