María Socorro
En los fines de semana, María Desamparada, María Chiquita y María Manuela salían de su mansión, y caminaban por el pueblo. El pueblo era una población pequeña y tranquila, llena de comercios, iglesias, hombres y mujeres que trabajaban en sus tierras.
Durante los años que pasaron, el pueblo se familiarizó con la presencia de la familia Desamparada, y de poco a poco se fue desvaneciendo la dura actitud hacia ellas. Las mujeres comenzaron a recibir saludos, la gente les hablaba cuando pasaban, y se permitían las sonrisas y la conversación.
Un buen ejemplo de este cambio ocurrió un día cuando María Chiquita y María Manuela pasaban por la iglesia y el cura vio a las jóvenes. El cura, un hombre bondadoso y sabio, se acercó a las chicas y les habló amablemente.
—Es agradable ver cómo las dos jóvenes creen.
—¿Creemos En qué, Padre?
El padre no respondió palabra, solo sonrío y dejó entredicho que le dieran sus saludos a su madre.
Las dos jóvenes se miraron y después respondieron a la sabia celebración:
—Gracias, padre — dijo María Chiquita, con su cabello oscuro recogido en un rizo.
María Manuela, a su lado, agregó:
—Sí, es un placer estar aquí en el pueblo.
El cura alarmante y se alejó, dejando que las chicas siguieran por su camino.
María Desamparada había hecho un paseo hasta la ciudad para recoger víveres y medicamentos, cuando atravesó el cabildo penitenciario y vió una escena que le arrebató la respiración.
Una joven y bella sirvienta, de cabello castaño y mirada desconsolada, estaba atada y amordazada, y la condujeron hacia la horca. Como se descubrió, la joven había sido acusada por su amo de haber robado dinero.
El sol comenzaba a ocultarse tras las colinas, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras, mientras los habitantes del pequeño pueblo de San Gregorio se congregaban en la plaza central. En las últimas semanas, un murmullo inquieto había ido creciendo entre los vecinos, un rumor que llenaba de desasosiego los corazones de jóvenes y ancianos. La noticia de una máxima condena emitida por el tribunal de justicia, una sentencia que nadie esperaba, había sacudido los cimientos de la comunidad.
Los rostros mostraban preocupación y miedo. Las mujeres murmuraban en pequeños grupos, con sus manos temblorosas. Los hombres, por su parte, se mantenían en silencio, con los ojos fijos en el suelo, como si esperaran que la tierra los tragara. La condena había recaído sobre uno de los suyos, una joven conocida por todos, una hija del pueblo que había crecido entre ellos. El murmullo de la multitud se convertía en un eco de incertidumbre, y las miradas se cruzaban llenas de preguntas sin respuestas.
Al fondo, la antigua iglesia de piedra se erguía imponente, el campanario resonando con cada latido de la ansiedad colectiva. En su interior, los ecos de las oraciones se confundían con las súplicas, una mezcla de fe y desesperación.
—¿Cómo pudo pasar esto? — se preguntaban. — ¿Qué hacemos ahora?
La sensación de traición flotaba en el aire, pues la joven no era solo una amiga, sino una parte de la historia de todos ellos, alguien que había compartido risas y sueños en esas mismas calles, con las demás cofradías de servidumbre.
A medida que caía la noche, el alcalde apareció en el centro de la plaza, su figura encorvada por el peso de la responsabilidad. Alzó la mano en un intento por calmar a la multitud, pero los gritos comenzaron a brotar. La condena, que todos temían, representaba más que un castigo individual; simbolizaba una fractura en la comunidad, un recordatorio doloroso de que incluso en los lugares más tranquilos, la injusticia podía hacer su aparición. Las sombras de la incertidumbre se cernían sobre ellos, y el pueblo, normalmente unido, se sentía desgarrado por la angustia y la impotencia.
Mientras tanto, en el centro de la plaza, se encendieron algunas antorchas. La luz titilante iluminaba los rostros preocupados de los aldeanos, creando un ambiente casi ancestral de unidad en la adversidad. A pesar de la condena, muchos comenzaron a alzar la voz, comenzando a organizarse, a buscar formas de luchar por la joven, intentando rescatar la esperanza de que quizás, solo quizás, todavía hubiera una manera de revertir la tormenta que se avecinaba sobre San Gregorio.
Mientras todo esto pasaba, en el cabildo aún se estaba tramitando la terrible sentencia.
—¡Perdóneme padre! — gritó la joven en el tribunal, — No fuí yo, estaba siendo acusada por otra persona.
Pero sus protestas fueron en vano, pues el amo era un hombre influyente, y ningún otro testigo salió a hablar en su favor.
La joven no tenía más testigos que pudieran dar fe de su inocencia. Se sabía que su amo era un hombre cruel y codicioso. Se dijo que había echado a la joven de su casa tras una discusión sobre sus derechos, y que buscaba un modo de deshacerse de ella. Sin embargo, habían otros que decían que la verdadera razón del acusador era la ira de su esposa,
Quien se había visto envidiosa de la bella joven y quería deshacerse de ella.
—¡Se estaba acostando con mi marido! — gritó la mujer en el tribunal, — ¡Traicionera, yo te ví! Es tan terrible que después de jurar sobre una Biblia, vengas a hablar mentiras con cinismo.
Tales acusaciones pesaron sobre la joven. La mujer del amo siguió lanzando sus vituperios al tribunal,
Mientras la acusada sentada se arremolinaba de dolor y desesperación.
—¡Es una maldita! — gritó la mujer, alzando su voz y señalando a la joven con su mano larga y delgada. — ¡Esa muchacha es una serpiente, una bruja que quiso quitarme lo mío! ¿Es cierto que las brujas son condenadas a la hoguera? ¡Eso es lo que merece esta maldita bruja!
La joven, con lágrimas desgarrando su rostro, levantó su voz y gritó:
—¡No soy una bruja, soy una sirvienta fiel! ¡No hemos hecho nada malo a su familia! — Su voz retumbó en el tribunal como una campana rota,
Pero no alcanzó a detener la marcha implacable de la justicia comprada.
María Desamparada, observando las irregularidades desde la multitud, vió el sufrimiento de la joven y comprendió su situación. Se arrodillo y se dirigió al tribunal:
—¡Esperad! ¿No puede ser que esta joven sea inocente?
Los miembros miraron a María Desamparada con facies iracundas, en su afán de cumplirse los deseos de los malvados, tomaron el control del proceso. La joven fue arrastrada por los oficiales del tribunal fuera de la corte, y María Desamparada y su hija María Chiquita corrieron detrás de ellos.
—¡Paren! — gritaron en un canto desesperado ambas chicas.
—¡Espérennos! — gritó María Desamparada, su voz retumbó en las calles.
Pero los oficiales ignoraron sus llamadas y se dirigieron al centro del pueblo.
Mientras los oficiales arrastraban a la joven hacia la horca, un hombre de gran estatura, de rostro serio y atuendo militar, salía de su oficina y llamó a los guardias para que se detuvieran. Era el alcalde.
—¡Esperen! — gritó, alzando una mano hacia el aire. — ¡Escuchemos a esta mujer!", dijo, mirando a María Desamparada.
María Desamparada se acercó más al oficial, y comenzó a hablar:
—¡Oh, noble caballero, escucha mis palabras! Hay una inocencia oculta en este joven corazón. Si liberas a esta joven, verás la verdad de mi voz ¿Quién dice que ella es culpable? ¿Por qué juzgamos a un inocente? ¡Están de acuerdo conmigo, caballeros — continuó la defensora de los Desamparados, — ¡No merece ser condenada sin pruebas! ¿Por qué destruirle el futuro? ¡Hay algo más que la sangre y el sudor en esta joven! Ya se ha hecho demasiado daño en su nombre ¡Un inocente puede salir ileso solo si nosotros lo dejamos...!
—¿Qué te hace creer que ella no es culpable? — interrumpió un miembro del juzgado.
—¡Yo digo que no lo es! — exclamó María Desamparada con vehemencia,
El oficial alcalde había observado a María Desamparada desde la ventana de su oficina, su corazón se había derretido como el hielo en la primavera. Había mirado a su espalda cuando pasaba por el pueblo, había sospechado de su inocencia en la corte.
—¿Qué está pasando aquí? — preguntó al grupo que conducía a la joven. — lo pregunto nuevamente para ver si se retractan de la locura que están por cometer.
María Desamparada miró al oficial, y vio una oportunidad en su mirada bondadosa.
—¡Su honra! ¡Este es un caso grave de injusticia! — declaró María Desamparada, mientras el joven oficial escuchaba con atención.
—¿Qué pruebas hay contra esta joven? — preguntó el alcalde, mirando a los miembros del tribunal.
—Solo palabras Señor, testigos Oculares — respondieron, algo asustados.
—¿Qué más tenemos además de la palabra de su señor?
El tribunal comenzó a revolear sus papeles y sus libros, hasta que finalmente dijo:
—Sólo la palabra de su señor.
El alcalde oficial sacudió la cabeza.
—Entonces no hay pruebas. Eso no es suficiente. Lo siento, ¡liberad a la joven! Cumplid la voluntad de esta mujer, la cual ha defendido a esta joven como si fuera su sangre.
Los oficiales, presionados por el discurso de María Desamparada, y por el hecho de que el alcalde oficial estaba de su lado, de mala gana liberaron a la joven sirvienta.
María Desamparada se acercó, vió que estaba sucia y maltratada. Tenía moretones y rasguños en sus brazos,
Y lágrimas corrieron por su rostro como ríos de dolor.
—¡Pobre criatura! — dijo María Desamparada. Y le ofreció su mano para ayudarla a levantarse.
—Gracias, Señora. — la joven no sabía si reír o llorar, para ella era muy extraño que alguien que no conocía le mostrara algo de afecto.
—¿Cómo te sientes?
—Agradecida con usted, pero muy triste porque después de esto nadie querrá emplearme ¿De qué voy a vivir? ¿De qué voy a comer?
—Quieres venir conmigo? — preguntó a la joven, — Vivimos en el pueblo, y tenemos una mansión. Tenemos dos jovenes más que te recibirían con orgullo. No tenemos perjuicios por nadie.
—¿Estás segura de querer emplear a una ladrona como yo? — susurró con dolor y melancolía la joven.
María desamparada se acercó y le habló al oído.
—No hagas que lo que dicen los demás se convierte en realidad. Ven conmigo.
La joven se levantó, tomó la mano de María Desamparada, y salió caminando magnanime de la corte, mientras todos la miraban con desprecio.
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