María Manuela
El bebé estaba envuelto en una manta raída de color verde y rosa. Su piel era suave y morena, tenía una trenza de pelo negro y ondulado. Sus ojos eran castaños y brillantes, sus mejillas estaban ligeramente cubiertas de barro y polvo.
Parecía saludable y fuerte, y tenía una sonrisa radiante.
El murmullo de críticas se levantó como una tromba en el pueblo, la familia Desamparada tuvo que soportar las miradas desaprobadoras, las murmuraciones desde atrás de la espalda y las acusaciones airadas y desatinadas.
—¿Quién les dijo que podía acoger a ese bebé? — murmuraban.
—¿No se les ocurrió pensar en lo que esto puede hacer a su reputación? — continuó el murmullo.
—¿No pueden ver lo que ese bebé les está haciendo al nombre de la familia? Estas mujeres están pecando — decía la gente.
—¡Nos han trastornado los valores de nuestro pueblo!
Tales comentarios continuarán por semanas, Aunque el murmullo se volvió un eco desaprobado en el pueblo, la familia Desamparada no se dejó afectar por la opinión de la gente. Cada mañana, salía de la casa con el bebé y caminaban por el pueblo.
—Sí, pueden seguir murmurando — decía María Desamparada. — yo no vivo de sus comentarios y opiniones.
María Desamparada sostenía al bebé en su pecho, y se reía en voz baja con sus pequeños chasquidos y sus burbujeantes carcajadas.
—Veremos quién tiene el último decir — dijo María Desamparada, — ¡Dentro de poco, esta ciudad verá quién tiene la razón! ¡Los niños no son un pecado, sino un regalo!
La frenética Desamparada se encontraba en la plaza del pueblo, caminando con el bebé en brazos,
Cuando se topó con una mujer de apariencia respetable.
—¡Pobrecita! — dijo la mujer, — ¿No te das cuenta de que estás cometiendo un error grave? ¿Cómo vas a criar un niño sin un padre? ¿No aprendiste la lección cuando tu marido Juan falleció? Estuviste sola con tu hija María Chiquita, Y por qué no lo digas sé que sufriste bastante por su abandono.
—¿No comprendes que los bebés necesitan a sus padres? — continuó otra mujer.
—¡Deberías haberte casado, chica! ¡Una mujer soltera con un niño no es aceptable!
—Si realmente quieres hacer lo correcto, tienes que encontrar un hombre y casarte.
—¡Estás perjudicando a la niña y dañando tu futuro!
María Desamparada escuchó las palabras de la mujer con incredulidad, y su rostro se tensó como una línea cargada de ira.
—¿Sólo porque no tengo marido no puedo ser una buena madre? — dijo, — ¿Quién dice que no soy capaz? ¡Tengo amor, compasión y cariño para ofrecer! Cosa que les falta en cantidades industriales. ¡Metiches! ¡Chismosas! ¡Prostitutas!
En realidad había dicho otra palabra al final de la oración, Pero es demasiado soez para reproducirla aquí.
Su voz se alzó como un clarín en la plaza del pueblo.
—¡Y si tienes algo que decir sobre cómo vivo mi vida, no dudes en decírmelo!, — continuó María Desamparada, y las abandonó sintiendo que nadie la comprendía.
Cada vez que María Chiquita y María Manuela se metían en un conflicto, era como un torbellino que barría todo en su camino. María Chiquita le pegaba una bofetada a María Manuela, y María Manuela derribaría un jarro de agua sobre María Chiquita. Aunque las dos jovencitas peleaban sin descanso, al final, siempre arreglaban sus diferencias.
María Chiquita se disculpaba por haber hecho cosas malas, y María Manuela arreglaba las relaciones rotas de María Chiquita. Crecían juntas, fueron como la miel y el té.
—Siempre lo arreglamos — decía María Manuela.
Conforme crecían las dos hermanas adoptivas, encontraban consuelo en el calor de María Desamparada, quién siempre encontraba el camino de regreso a la amistad a pesar de los chismes de la gente del pueblo.
—¿Has oído sobre las peleas entre las niñas? — decían.
—¿Viste cómo pelearon en la plaza ayer? — decían los habitantes del pueblo.
—¿También has oído acerca de María Desamparada y sus peleas con las niñas?
Pero la Jefa de los Desamparados era demasiado fuerte para las palabras de los demás.
Mientras María Manuela crecía como una jovencita grácil y bella, la jovencita empezó a parecerse más y más a María Desamparada. Tanto en su espíritu como en su físico, ambas eran como reflejos en un lago oscuro,
Con los mismos ojos verdes y el mismo cabello castaño.
María Desamparada, viendo cómo crecía su hija adoptiva, se enfrentó con un dilema que roía su corazón.
Debía decirle a María Manuela que era adoptada, y explicarle que su madre biológica había sido condenada a la esquina de lo desconocido.
Pero no podía encontrar las palabras para decirle la verdad.
Contar un secreto puede ser una experiencia abrumadora y, a menudo, dolorosa. Imagina a una persona que lleva una carga invisible, un peso en su pecho que la acompaña en cada paso. Cada vez que intenta compartirlo, su voz se quiebra, los recuerdos se entrelazan en su mente, y las palabras se atrapan en su garganta.
El secreto en cuestión puede ser algo que se siente, un error del pasado, un deseo prohibido o un miedo profundo. A medida que la persona se prepara para hablar, el corazón late más rápido, las manos sudan y se siente un nudo en el estómago. Hay un miedo palpable a la reacción del otro, al juicio, a la posible pérdida. La duda asalta la mente:
—¿Me entenderán? ¿Me seguirán queriendo?
En una habitación tranquila, donde las sombras bailan en las paredes, el instante de revelar el secreto parece eterno. Imagina que se encuentra frente a alguien en quien confía, cuya mirada es un faro de esperanza, pero también de incertidumbre. En ese instante, las palabras pueden transformarse en cuchillos afilados o en una liberación no muy grata. Pero aún así, la lucha interna persiste. La voz tiembla, el silencio se hace pesado y una lágrima traicionera puede desbordarse, reflejando todo el miedo contenido.
Finalmente, cuando se encuentra por fin en la encrucijada de la revelación, el secreto sale a la luz: un susurro, un grito, una confesión. Puede que las palabras no sean las adecuadas, que la emoción abarque más de lo que se puede expresar, o que la respuesta no sea la esperada. El miedo a ser rechazado o incomprendido hace que el acto de contar no sea simplemente una liberación, sino una prueba de vulnerabilidad.
A veces, contar un secreto puede unir a las personas, crear un lazo de confianza que antes no existía. Otras veces, puede desatar tormentas inesperadas. Pero en ese momento, lo que realmente importa es el acto de abrirse, de mostrar una parte de uno que ha estado oculta. No resulta fácil, y a menudo, la decisión de contar un secreto puede cambiar el curso de una vida.
Así, la carga del secreto se transforma; puede convertirse en un puente entre los corazones o en una línea divisoria que redefine relaciones. Y aunque el camino para contar puede ser arduo y complicado, la valentía de dar ese paso a veces es el primer acto de liberación en un viaje hacia la aceptación de uno mismo.
—¿Cuándo será el momento adecuado? — se preguntaba María Desamparada, — No quiero limar las cicatrices de las heridas del pasado.
Con el corazón pesado y los ojos llenos de duda, ella continuó buscando el momento apropiado para contarle todo a María Manuela.
Pero los años pasaron y María Manuela siguió creciendo.
A pesar de su mejor intención, nunca pudo encontrar el momento adecuado, y María Manuela creció, creyendo que María Desamparada era su madre biológica. Así como las estaciones cambiaban y los pájaros seguían viajando, la relación entre María Desamparada y María Manuela permanecía intacta.
Una noche, cuando María Chiquita y María Desamparada estaban mirando la luna, la hija miró a su madre y dijo:
—Mamá, ¿por qué nunca le has contado a María Manuela acerca de la verdad? ¿Por qué no le dice a ella que es adoptada?
—¡Sabes muy bien qué pasó! — gritó la angustiada madre, — ¡No quiero que ella se sienta mal!
—Entonces ¿por qué la engañas? — preguntó con frustración. — Tienes que ser honesta con ella.
—¡Todavía no es el momento! — insistió.
—¡Mamá, te estás mintiendo! — gritó María Chiquita.
—¡No estoy mintiendo! Solo quiero evitar otro chisme innecesario. Has dejado de ser Chiquita, María.
A medida que María Chiquita y María Manuela crecían, María Desamparada veía en su mente los chismes que seguirían surgiendo en el pueblo.
—¡Dicen que María Chiquita y María Manuela no son hermanas!
—¿Te has enterado de que María Manuela es adoptada?
—¿Quieres que te cuente acerca de María Desamparada y sus secretos?
Ella tenía miedo y no querías poner a sus hijas al escrutinio público.
Con el corazón lleno de amor y miedo, Desamparada no podía llevarse a sí misma a exponer a sus hijas a las miradas del público.
—¿Cómo puedo protegerlas de la injusticia del pueblo? — se preguntaba mientras contemplaba la luna en la noche.
A pesar de esto, nunca dejó de sonreír.
María chiquita permaneció en silencio, abrazando a su madre, sabiendo que el día algún día llegaría.
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