CAPÍTULO DOS - EN EL LADO MALO DEL CIELO
Para Maxwell, el tiempo había dejado de transcurrir, y por un momento creyó que había perdido la razón.
Tenía la mente en blanco desde que comprendió que estaba dentro de una patrulla, acusado por el homicidio de su mejor amigo. Algo que evidentemente, no había cometido. Escuchaba a los oficiales hablar frente a él, el ruido metálico y antinatural de otras voces en el intercomunicador de la patrulla, pero para él nada de aquello estaba sucediendo. No sabía cuánto había durado el viaje, ni siquiera se había movido de su lugar, ni tampoco les había prestado atención a sus acalambrados hombros, al estar con las manos esposadas por detrás de la espalda en la misma posición incomoda. Solo miró hacia afuera cuando notó que el coche se detuvo y un instante después le abrían la portezuela a su lado. La luz del sol le encandiló, ya que las puertas traseras de la patrulla no tenían cristales transparentes, y de forma brusca, fue sacado a la calle.
Al observar hacia la fachada del edificio que tenía frente a sí, se dio cuenta que estaba en la dependencia policial número nueve de crímenes violentos. Una fachada gris, con ventanas enrejadas y patio delantero sin ningún tipo de planta ni color, a excepción de la bandera estadounidense en un mástil empotrado a la pared y el nombre del lugar en letras doradas: Wirmington Police Dept. Colocándole una mano en la espalda, dos oficiales lo condujeron al interior sin mediar palabra. La gente que pasaba por aquel momento en la acera fue detenida por dos agentes más, para dejar paso, mientras lo miraban como si fuera un animal peligroso, y aquello cambió solo cuando Maxwell ingresó al establecimiento. Allí, los oficiales, investigadores, comisarios y administrativos de oficina que iban y venían de un lado al otro, en la algarabía de teléfonos sonando y el ruido a las impresoras escupiendo documentos membretados, ni siquiera le prestaron la mínima atención. Estaban demasiado acostumbrados a ver gente incluso peor que él, se dijo Maxwell, mirando todo a su alrededor.
Lo condujeron, sin apenas hablarle, a través de unos escuetos pasillos pintados de blanco, al fondo del establecimiento, hacia la sección de ingresos a reclusión. Allí le quitaron todas sus pertenencias, desde la billetera hasta el teléfono celular. Labraron un acta de inventario con todas las posesiones que le habían quitado para guardarlas correctamente etiquetadas, y luego le soltaron las esposas, para tomarle las huellas digitales. El proceso burocrático de fichar su ingreso fue largo, y aunque Maxwell no hizo ninguna protesta, lo único que preguntó fue porque estaban haciendo todo eso, si ni siquiera había charlado aún con su abogado. El oficial que ingresó sus datos al sistema le explicó que sus huellas estaban por toda la escena del crimen, además de su imagen en las cintas de vídeo de la casa, por lo que tratarían de agilizar el tramite tanto como fuera posible para ingresar la formalización penal.
Luego de aquello, Maxwell no volvió a hablar una sola palabra más, a excepción de cuando tenía que responder cierto tipo de preguntas como su tipo sanguíneo, estado civil y demás datos personales. Completados los formalismos, lo condujeron a otra sala pequeña donde solamente había una mesa de metal bastante rústica y abollada, con una silla tan dura y fría como el propio suelo. Allí le volvieron a esposar, esta vez y para alivio de sus pobres hombros, con los brazos por delante, y le sentaron frente a la mesa indicándole que esperara. Maxwell miró todo a su alrededor con aire de pesadumbre: la habitación no tenia ventanas ni ventilas de ningún tipo, estaba pintada de gris, lo cual le daba un aire más lúgubre de lo que representaba en sí misma, y para colmo de males, no sabía si era por los nervios del momento pero sentía unas irrefrenables ganas de orinar.
¿Qué pensaría Abby de todo esto? Se preguntó, sintiéndose completamente desolado. Aquello no podía ser posible, no podía estar sucediéndole. Cuando al fin había encontrado la persona ideal, era acusado de nada más ni nada menos que el homicidio de su mejor amigo. Y para colmo, la chica de la que se había enamorado con completa locura, había tenido que presenciar como era arrestado frente a sus narices a punta de pistola y ante un montón de personas en plena calle. Era bochornoso y lamentable, una completa injusticia. Levantó las manos esposadas, apoyó los codos en la mesa y cubriéndose la cara con ellas, lloró con amargura.
Minutos después, la puerta de aquel recinto sonó mientras se abría. Un oficial diferente a los que le habían arrestado en la calle ingresó, mirándolo gravemente, con las manos en los bolsillos de su uniforme. Luego cerró tras de sí. Su aspecto era temerario, casi metro noventa, cabello corto y canoso peinado a lo militar. Los hombros eran anchos, su pecho y su espalda también, sin duda estaba en excelente forma física, teniendo en cuenta los cincuenta y tantos años que aparentaba.
—Señor Lewis, soy el agente Riley, y estoy a cargo de esta dependencia. Su situación es muy delicada, lo entiende, ¿verdad? —dijo.
Maxwell sacó la cara de entre las manos, y lo miró con las mejillas empapadas en lágrimas.
—Claro que lo entiendo. Lo que no entiendo es como estoy acusado de haber matado a Joe, si estaba en una reunión con un editor en la otra punta de la ciudad. ¿Acaso puedo duplicarme o algo por el estilo?
—Esa es su coartada, pero las huellas en la escena del crimen no dicen lo mismo —El agente Riley se acercó a la mesa y apoyó los puños en ella, para mirarle más de cerca—. Si tiene un poco de aprecio por sí mismo, señor Lewis, le recomendaría que al menos nos de una breve declaración de los hechos cuanto antes. Aún no esta su abogado presente, eso lo entiendo, pero no va a poder defenderlo mucho de cualquier manera, así que hablar ahora o después... ¿Qué más daría?
—No diré una sola palabra hasta que mi abogado este aquí, señor. Conozco mis derechos y ni siquiera yo mismo estoy entendiendo nada de toda esta pesadilla. No quiero decir algo que pueda joderme aún peor de lo que ya estoy.
—Hombre sabio —dijo el agente Riley, sonriendo—. Conozco sus libros, ¿sabe? Es muy talentoso, y también bastante mórbido con sus relatos. Una lástima cagarse así la carrera, la verdad.
—Ya le he dicho que yo no he sido quien mató a Joe —respondió Maxwell, mirándolo despectivamente.
—Ya, ya... Es mi deber informarle que tiene derecho a una llamada reglamentaria. Puede utilizarla cuando quiera, pero yo que usted no me tardaría demasiado.
Maxwell bajó la mirada a la mesa, y pensó. Podría llamar a Abby, preguntarle si ya tenía novedades de algún abogado, y decirle en que dependencia se encontraba. Entonces levantó la cabeza otra vez.
—Sí, la usaré. ¿Podría pedirle un favor antes de la llamada?
—Hable.
—Necesito ir al baño con urgencia, a ser posible.
—Venga, andando —respondió.
El agente Riley rodeó la mesa, le tomó por la axila derecha y lo condujo hacia la puerta de la sala, tomándolo del brazo. Tenía una mano grande y fuerte, seguramente acostumbrada a lidiar con reos de cualquier calaña, pensó Maxwell. La puerta se abrió con un chirrido, cerró tras de sí y se dejó guiar hacia el baño público, al fondo del pasillo. Al llegar, le quitó las esposas y Maxwell se metió al baño, el cual consistía en una taza turca en el suelo, repleto de manchas antiguas de excremento y orines, un lavamanos demasiado pequeño empotrado en una de las paredes laterales del recinto, y con una pequeña ventila entreabierta a demasiada altura, con barrotes gruesos amurados por fuera. Conteniendo la respiración lo mejor que podía para no respirar aquel olor, Maxwell orinó con rapidez, y al intentar lavarse las manos en la pequeña piletilla, se dio cuenta que no salía agua del grifo.
Salió del baño y permitió pacientemente que el agente Riley le volviera a colocar las esposas en las muñecas. Al finalizar, lo condujo de nuevo por el pasillo hacia la sección de oficinas, hasta una cabina telefónica destinada exclusivamente para los reclusos en espera de juicio. No le quitó las esposas, pero si cerró la puerta tras de sí, entrando junto con Maxwell, y tomando asiento en una silla del rincón, le hizo un gesto con la mano.
—Tiene tres minutos, apúrese.
—Necesito mi teléfono celular, allí tengo el teléfono al que necesito llamar —dijo Maxwell, de pie junto al teléfono beige, ubicado en la única mesita central de todo el lugar.
—De acuerdo... —murmuró el agente, sin muchos ánimos. Se puso de pie, salió de la habitación y luego de buscar en un manojo de llaves, trancó la cerradura para que Maxwell no pudiera escaparse. Lo vio alejarse a través del cristal reforzado por el pasillo, y luego de unos minutos, volvió con su teléfono en la mano. Abrió la puerta, cerró tras de sí y le apoyó el teléfono encima de la mesa. —Aquí tiene.
Maxwell abrió la agenda de contactos, buscó el teléfono de Abby, primera en su agenda por orden alfabético, y luego tomó el tubo del teléfono con las dos manos esposadas, dejándolo encima de la mesa. Comenzó a discar el número y cuando terminó, volvió a sujetar el teléfono con las dos manos, para llevárselo al oído. Al tercer tono, ella atendió.
—Hola, ¿quién es? —preguntó. Tenia la voz constipada, señal que había estado llorando mucho, pensó él. Y aquello le comprimió el corazón, repleto de tristeza.
—Abby, cariño, soy yo.
—¡Max, Dios mío! —exclamó ella, sollozando otra vez. —¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
Maxwell miró de reojo al agente Riley, el cual le hizo un gesto golpeando dos veces con el índice encima de su reloj de pulsera.
—Escúchame cariño, no tengo mucho tiempo, estoy usando mi llamada reglamentaria contigo —Le informó—. ¿Has tenido noticias de algún abogado?
—Sí, estoy aquí en tu casa. Ya he sacado el dinero, y he podido contactar un buen abogado, que me recomendó una compañera de trabajo en la oficina. Le ha ayudado con el divorcio y la tenencia de sus hijos, así que es de fiar. Me dijo que podríamos ir a verte mañana por la mañana, para que pueda evaluar tu caso.
Al escuchar aquello, Maxwell suspiró aliviado, cerrando los ojos en gesto agradecido.
—Gracias a Dios por ello. Estoy en el departamento de policía Wirmington, por si quieres avisarle.
—Lo haré, claro que sí —confirmó ella.
Maxwell suspiró, el agente Riley ya comenzaba a levantarse de su asiento, pero tenía que preguntárselo, o no podría dormir en toda la noche.
—Abby, cariño, sabes que yo no he hecho nada, ¿verdad? ¿Confías en mí? Siento mucho que hayas tenido que ver esto —Se apresuró a decir.
—Claro que lo sé, Max. Nada de esto tiene sentido, pero te ayudaré a salir, te lo prometo. No necesitas disculparte conmigo.
Al escuchar aquello, Maxwell sintió que las lágrimas se le desbordarían otra vez. El agente Riley estaba demasiado cerca, tenía que apurarse.
—¡Te quiero, Abby! —exclamó.
—Y yo a...
Pero no pudo terminar de escuchar, el dedo índice del agente Riley ya estaba presionando la horquilla del teléfono, cortando la llamada.
—Muy bien, mister Romeo, ha gastado su única llamada para telefonear a su chica, bien hecho. ¿Le dijo al menos si va a traerle un abogado? —preguntó.
—Mañana en la mañana —respondió Maxwell, escuetamente. Detestaba que comenzara a burlarse de él.
—Bien, andando entonces. Pasarás esta noche en el calabozo.
Sujetó a Maxwell por el brazo a medida que salían de la habitación, y luego lo condujo por un pasillo por el cual no había transitado aún, pero que se daba cuenta perfectamente que estaba destinada al reclusorio del establecimiento. Al final, llegaron a un ascensor de servicio, por el cual descendieron hasta el subsuelo del lugar. En cuanto las puertas del ascensor se abrieron, un nuevo pasillo con las paredes sin pintar se extendió por delante. El agente Riley condujo a Maxwell por allí, saludó a un carcelero apostado tras un escritorio en la recepción de ingreso, y esperó a que le abriera la puerta magnética. El típico sonido eléctrico del portero automático se escuchó, Riley abrió de un empujón e hizo pasar a Maxwell por delante, cerrando tras de sí.
En el recinto siguiente, que se extendía ni bien salir por el corto pasillo tras la puerta magnética había dos calabozos bastante amplios, los cuales Maxwell suponía que fácilmente podrían caber diez personas en cada uno. Los barrotes eran gruesos, no tenían ventanas al exterior, y solamente contaban con un urinal lavatorio de acero inoxidable. No había camas, ni siquiera un colchón en el suelo o una litera, y ambos calabozos estaban ocupados por una persona. En uno de ellos, se hallaba sentado en un rincón un tipo de aproximadamente la edad de Maxwell, con los antebrazos apoyados en sus rodillas, y casi la misma actitud derrotada que él. En el otro, había un joven treintañero, de físico atlético y cabeza rapada, sin camiseta, con pantalones de jean demasiado anchos y zapatillas de basquetbolista. Tenía el cuerpo repleto de tatuajes, incluidos los costados de su cabeza. Por favor, que me metan con el pobre infeliz sentado en el rincón, pensó.
Sin embargo, eso no ocurrió. Como si Riley o el destino se estuvieran burlando de él, el agente le hizo un gesto a una de las cámaras de seguridad y al instante el sonido eléctrico de la puerta magnética se escucho, en el calabozo del gánster. Le quitó las esposas y lo miró con una sonrisa.
—Que se divierta, escritor —le dijo.
Lo empujó dentro y cerró la puerta tras de sí. Maxwell trastabilló y casi enseguida se giró sobre sus talones, para correr hacia los barrotes y sujetarse a ellos con ambas manos.
—¡Eh, espere! ¡Está cometiendo un terrible error y lo sabe! —exclamó, pero el agente Riley no le hizo el menor caso. Lo vio alejarse, su ancha espalda bamboleándose en cada paso, hasta perderse por el pasillo de acceso.
Y entonces, el perpetuo silencio le invadió, solamente entrecortado por la risilla de su compañero de celda, atrás de él.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro