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CAPÍTULO CUATRO - MONSTRUO

Durante los seis meses siguientes, Maxwell se mantuvo oscilando entre dos estados emocionales bien diferenciados uno del otro: la felicidad, y la ansiedad frustrante.

Por un lado, la felicidad de haber dejado todo aquel lio atrás, de haber sido culpado injustamente por la muerte de sus amigos, de que le hayan retirado la tobillera electrónica dos días después de aquel juicio penal. Además, no conforme con eso, Abby por fin se había decidido por vivir junto a él. En su compañía, Maxwell no se había dado cuenta de cuan enorme era su casa hasta que había tenido que compartirla con alguien más, y el simple hecho de interactuar uno con otro en la rutina propia del amor, le llenaba de alegría. Por fin tenía a alguien con quien charlar a la hora del desayuno, reír mirando una película, compartir los avances de su trabajo literario, incluso hasta había ganado algunos kilos de más, gracias a lo que Abby le llamaba "la vida de casado".

Se complementaban mutuamente en casi todo lo que hacían, ya que cuando uno pensaba una cosa, el otro acababa la frase en su lugar. Muchísimas veces, Maxwell se preguntaba si todo aquello no era un sueño, una ilusión más de su cansado corazón, y una parte de sí mismo —quizás acostumbrado a la constante tragedia—, se esperaba el golpe de gracia del destino cruel. Sin embargo, a medida que las semanas, y posteriormente los meses se fueron pasando, Maxwell comenzó a liberarse cada vez más. Abby había arreglado una extensión horaria en su trabajo, ya que al encontrarse más cerca de la oficina podía incluso trabajar una o dos horas extras al día, para permitirse algunos pequeños lujos. Maxwell le decía siempre que eso no era necesario, que gozaban de muy buena economía como para que ella tuviera que trabajar de más, pero no había caso. Abby no solo era una excelente compañera, también era una mujer intensamente trabajadora. Y por consiguiente, claro está, se enamoraba de ella cada día más.

También había hecho grandes progresos con su actual libro, al punto de terminarlo por completo. Le había leído el manuscrito a Abby, quien se mostró muy emocionada por escuchar la primicia de su nueva novela mucho antes que cualquier lector o lectora en el mundo, y aunque él no cesaba de repetirle que tenía muchos errores, lo cierto es que ella le animaba constantemente, diciéndole que la trama era inmejorable. Incluso hasta le daba su opinión con respecto a los personajes, y había dejado escapar un par de lágrimas al final, cuando por fin todo se resolvía. Ante esto, Maxwell no podía sentirse más dichoso.

El que no estaba muy conforme con todo aquello, era Kevin, su editor. Sabía perfectamente que luego de aquel libro, no habría mas novelas de Maxwell para editar, y eso no le gustaba en lo absoluto. Sin embargo, poco le importaba lo que pensara o no su editor, ya que estaba concentrado en seguir sus propios ideales y objetivos. En cuanto acordó el día y la hora para entregarle el manuscrito impreso a Kevin, colgó y llamó enseguida a Patrick Wells, el director de GoldBooks, para avisarle de que por fin había terminado con su trabajo y ya podía comenzar a idear la trama perfecta que le había prometido. Ya de pasada, aprovechó a preguntarle si la oferta todavía seguía en pie, más aún teniendo en cuenta todo lo que había pasado. Para su sorpresa, Patrick le dijo que el hecho de haber testificado a su favor no condicionaba en nada la oferta de contrato que le había ofrecido primeramente. Fue allí cuando Maxwell comprendió que la vida comenzaba a sonreírle, tal y como siempre había deseado.

Sin embargo, su ansiedad y frustración se debía a un único motivo: el asesinato de Joe y Rita. No había día en que no dejara de pensar en eso, aunque no le decía nada a Abby para no agobiarla con el tema, pero día tras día intentaba buscar en internet, o en los portales de noticias más conocidos del país, si por fin se había dado con el paradero del homicida. Sin embargo, no había novedades de ningún tipo. Al contrario, por desgracia lo poco que Maxwell había podido averiguar, era que la policía y los detectives adjuntos en la investigación se hallaban igual que al principio: perdidos por completo, sin ningún tipo de rastro o cabo suelto de donde tirar. Y aquello le crispaba. Por dentro, sentía que su amistad con Joe y Rita le obligaba a saber que no podrían descansar en paz hasta que se hallara a su real asesino, y debía hacer algo al respecto. Fue entonces, aquella mañana de noviembre, cuando en medio del desayuno tomó la resolución que iniciaría todo lo que vendría después. Y como si el destino supiera en que clase de lio se iba a meter, había amanecido nevando, anunciándole con sus blanquecinos copos de que no era una buena idea.

Abby, por su parte, sabía que algo le sucedía. Lo había notado demasiado extraño durante aquellos dos o tres días previos a su incursión, conocía a Maxwell, y toda la chispa de jovialidad que le caracterizaba se había apagado durante aquel tiempo, volviéndole más pensativo, silencioso y analítico. Le había descubierto más de una vez con la mirada perdida, o quedándose despierto hasta altas horas de la noche buscando información en internet. Y obviamente, no podía dejar de preocuparse, pero como si el propio Maxwell fuera capaz de leerle los pensamientos, aquella mañana por fin rompió el silencio, mientras revolvía el azúcar de su café.

—Abby, he tomado una decisión —dijo, de forma repentina y sin levantar la mirada—. Iré a la casa de Joe, ya no puedo esperar más. Hay algo que debo buscar allí.

Abby estaba untándole paté de jamón a la rebanada de pan tostado que iba a comerse, cuando se detuvo en seco al escuchar aquello. Dejó la tostada del desayuno encima del plato, y lo miró, apartándose un mechón de cabello de la frente.

—¿De qué hablas, Max? ¿Ir a buscar qué cosa?

—Hace tiempo, cuando Joe compró las cámaras de seguridad de su casa, eligió cámaras IP, y me dijo donde estaba el respaldo de las filmaciones. Él era totalmente nulo de mente con la tecnología, un hombre de campo, ¿sabes lo que te quiero decir? Dedicado a su huerto, sus plantíos y nada más. Pero el instalador de las cámaras le sugirió que comprara un disco duro externo para poner en la caja de memoria del sistema de vigilancia, por si algún día algo sucedía, entonces tendría un lugar de almacenamiento seguro para revisar después. Cuando Joe me contó todo esto, me pidió que yo fuera el único que tuviera acceso a esa memoria, y eso es lo que iré a buscar.

Abby negó con la cabeza.

—Max, detente un minuto a pensar en lo que estás diciendo, esa casa ya debe estar habitada por algún familiar.

—No, no lo está, he averiguado por internet en el registro de padrón estatal, he pasado llamando de aquí para allá, la casa esta vacía. Joe y su esposa no tenían hijos, no hay nadie que pueda reclamar esa propiedad, y quiero salvaguardar lo más que pueda de ella antes de que algún intruso ocupe el sitio.

—Acabas de salir de un lio enorme hace unos meses, no te metas en otro, por favor... —Le rogó.

—Cariño, Joe no se merece permanecer en el olvido.

—No está en el olvido, tú lo recuerdas a diario.

—¿Y qué me dices de la justicia, eh? —preguntó él, impaciente. —Quien sea que le haya matado está por ahí, suelto, gozando de una vida en libertad igual que tú y yo, como cualquier ciudadano común. La policía no tiene ni puta idea de lo que está haciendo, Abby. ¿Comprendes que archivaron el caso por falta de pruebas? ¡Por falta de pruebas, es inadmisible! —exclamó. —Lo han catalogado como expediente inconcluso, Joe y Rita se merecen mucho más que eso.

—Max, tú no eres detective privado, eres un escritor, nada más.

—Todos los escritores tenemos algo de detective privado, mi amor. Es parte de nuestro oficio, ¿o acaso no investigamos antes de iniciar una nueva trama?

—Pero esto es diferente en lo absoluto —respondió ella—. Una cosa es investigar sobre ovnis porque vas a escribir una novela de ciencia ficción, eso está bien. Pero otra muy distinta es ir al medio del bosque a las doce de la noche a buscar platillos voladores por tu cuenta.

Maxwell se encogió de hombros, dando un suspiro. Entonces simplemente la miró.

—Abby, voy a hacer esto, solo o contigo. Me gustaría que fuera contigo, y si no quieres involucrarte, lo entiendo y lo respeto. Pero has de saber que no me voy a quedar de brazos cruzados ante la inoperancia de la policía para resolver un crimen. Eso tenlo muy por seguro —dijo.

Ella lo miró unos instantes. Amaba a Maxwell como a su vida misma. De hecho, nunca se había enamorado de otro hombre de la misma forma que se había enamorado de él, de forma tan rápida y tan intensa, y en muy poco tiempo había aprendido a conocerle como si fuera la palma de su propia mano. Sabía que nunca hablaba de más, y sabía que seguiría adelante con o sin ella.

—Te ayudaré, Max, como siempre lo he hecho. Sabes que no sería capaz de dejarte solo en esto, solo intentaba ser tu voz de la razón.

—En esto no existe razón, cariño. Solo existe el sentido de la lealtad para con mis amigos, y ya he esperado demasiado tiempo valioso. No puedo perder un minuto más. Sin embargo, te agradezco que te preocupes por mí. A mí también me da un poco de miedo todo este asunto, pero no tengo otra alternativa, debo hacerlo.

—Bueno, como prefieras entonces —dijo Abby, resignada, mientras volvía a tomar la rodaja de pan tostado en sus manos—. ¿Cuándo tenías planeado ir?

—Hoy mismo. Lo haremos de noche, pasadas las nueve o las diez, e iremos a pie. Solo llevaré una linterna, y un par de mochilas.

—¿Un par de mochilas? ¿Pero no ibas a buscar solo la memoria de las cámaras?

—Sí, pero ya que estoy ahí, quiero intentar llevar algo más. Álbumes de fotos, cualquier cosa que tenga un mínimo de valor sentimental. Si Vernon, el hermano de Rita, no ha reclamado la casa como suya, entonces no tardará en ser ocupada por vándalos o indigentes, como ya he dicho. Obviamente quemarán o destrozarán lo que encuentren con tal de calentarse un poco en el próximo invierno, y no quiero que eso se pierda —afirmó.

—Cuenta conmigo, entonces. Te intentaré ayudar en lo que más pueda —respondió Abby.

Acabaron de desayunar charlando sobre cualquier cosa, y luego de que Maxwell se dedicara a ordenar un poco la casa, Abby comenzó a cocinar un estofado de pollo, al mismo tiempo que tarareaba alguna que otra canción, gracias a la radio encendida. Maxwell intentó adelantar los primeros borradores de su nuevo trabajo, aquel que le había prometido al señor Wells, pero aunque tenía toda la voluntad del mundo en ello, lo cierto era que su mente se encontraba desconectada de todo por completo. De todo, a excepción de una sola cosa: el momento en que tuviera que colarse en la casa de su querido amigo.

Lo sobrecogía una mezcla insípida de emociones, eran tantas y tan complejas que no sabía por donde comenzar a ordenarlas, aunque sí había algunas que ya conocía demasiado bien. Le carcomía la ansiedad por hacer eso cuanto antes, deseando que la hora transcurriese lo más rápido posible. También tenía miedo por no saber con lo que se encontraría. ¿Habrían limpiado la casa los del equipo de investigaciones, o servicios sociales? La verdad era que lo dudaba ampliamente, por lo cual, imaginó que había una gran probabilidad de que todo aún se encontrase tal y como el día del homicidio. En cuyo caso, no sabría si sería capaz de tolerarlo. Una cosa era escribir historias sobre brujería, asesinatos o torturas. Otra muy diferente, era presenciar la real escena de un crimen, y para colmo, de un gran amigo.

Una parte de sí mismo también tenía temor por meterse de nuevo en algún otro lio legal y debía admitir que Abby tenía razón. Es que no le había dicho nada esperando no preocuparla, pero en realidad había sido un tonto, un completo idiota. Había estado planificando aquello durante semanas, y en ningún momento se le ocurrió siquiera por un maldito segundo, el hecho de qué pasaría si ya había alguien —quizá un okupa—, viviendo allí? Le vería merodeando por los patios y llamaría sin dudar a la policía. A la misma policía que le había puesto bajo juicio penal por ser el principal sospechoso del crimen. ¿Cómo les explicaría entonces que si es tan inocente como decía ser, ahora anduviera husmeando en la casa de la víctima varios meses después de los hechos? Se jugaba demasiadas fichas solo por un par de álbumes de fotos y la copia digital de las cintas de seguridad. Sin embargo, si quería investigar de alguna forma lo que había pasado, necesitaba esos registros de vídeo como fuese necesario. Nadie más que él sabía donde estaban.

Sin embargo, tenía que hacerlo. Aunque sonara a completa locura incluso hasta para él mismo, como bien le había dicho a Abby, no podía dejar todo así. No sería capaz de iniciar una nueva vida en paz sabiendo que la memoria de Joe y Rita estaba mancillada de aquella manera, con su asesino libre y gozando de una buena vida mientras ellos se pudrían bajo tierra. Era injusto, y Maxwell debía actuar. No tenía idea de como resolvería todo aquello, pero haría todo lo posible por dilucidar aunque sea lo mínimo, hasta el más pequeño detalle, con tal de hacer un avance en la investigación de tan horrido crimen.

Más allá de todas estas cuestiones, el día hizo su normal ciclo y finalmente, la hora llegó. Maxwell esperó a que la noche ya estuviera bien entrada para minimizar el riesgo de que algún vecino lo viera, ya que en el momento en que pensaba ir, era lógico que todos estuvieran cenando. A las diez menos cinco de la noche fue hasta su habitación, tomó una mochila de viaje y un pequeño bolso de camping, y colgándose la mochila al hombro le entregó el bolso a Abby. Luego rebuscó en su botiquín de primeros auxilios hasta encontrar un paquete de guantes quirúrgicos. La abrió, tomó dos pares, le extendió uno a Abby y otro se lo guardó en el bolsillo de su pantalón. Por último, rebuscó en su armario hasta encontrar una vieja linterna a baterías, la cual comprobó que funcionara perfectamente, apagándola y encendiéndola un par de veces. Con todo listo, la miró, asintió con la cabeza, y ambos salieron de la casa momentos después, cerrando la puerta con llave.

Caminaron en silencio durante las calles que separaban un domicilio de otro. Como bien había imaginado, a esa hora no había nadie por las aceras, tan solo se escuchaba el ladrido de algún perro a lo lejos, y el grillar nocturno bajo el aire fresco. Caminaban de la mano, como si fueran una pareja más del montón, o al menos eso era lo que Maxwell intentaba aparentar en el caso de que algún vehículo pasara justamente por allí. Sin embargo, era obvio que la mochila y el bolso de campamento le delataban de alguna manera, pero para su suerte, nada ocurrió. Veinte minutos después, la casa de Joe comenzó a divisarse por el vecindario, la única casa a oscuras de todas las de la zona.

—Max, aún estamos a tiempo de pensarlo dos veces, ¿estás seguro que quieres hacer esto? —preguntó ella.

—Si no quieres venir, puedes volver o esperarme afuera. Lo entendería, así que no te preocupes.

—Ni hablar, solo quería saber si aún continuabas estando seguro de todo esto.

—Sabes que sí —asintió él, con la cabeza.

—Entonces vamos, cuanto antes pasemos por esto, mejor.

Redujeron el ritmo de la marcha a medida que se acercaban metro a metro hasta la casa, y en cuanto ya estaban en sus inmediaciones, echaron rápidas miradas a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie cerca que pudiese estar husmeando. Una vez que se aseguraron de estar a solas, rodearon el perímetro de la propiedad, hasta la puerta trasera. El patio principal daba lástima, con su césped excesivamente alto, y los plantíos de la huerta que antaño se podía ver a un lado de la casa estaban en su mayoría podridos, los que mejor se encontraban, en cambio, marchitos y resecos. A Maxwell se le comenzaron a remover las emociones al ver aquello. Sabía bien la dedicación de horas y cuidados que Joe le brindaba a sus plantaciones, y verlas en aquel estado tan miserable le comprimía el corazón con una indescriptible amargura. Dando un suspiro entonces se colocó los guantes quirúrgicos, le indicó a Abby que se los pusiera ella también, y sacó la linterna de su bolso, encendiéndola. Entonces la miró, se dio cuenta que estaba realmente asustada con todo aquello, pero también le amo infinitamente. Sabía que lo hacía por él, y que le estuviera acompañando en una situación así, le llenaba de cariño. Abby asintió con la cabeza, y pusieron manos a la obra.

Maxwell sujetó la cinta amarilla que había colocado el equipo de investigación técnica de la policía, levantándola lo suficiente como para que pudieran pasar al otro lado sin tener que agacharse demasiado, y una vez estuvieron dentro de la propiedad, cruzaron todo el patio hasta la puerta trasera de la casa.

—Cielos, no he traído algún broche de pelo o cualquier cosa útil para abrir esta puerta... —murmuró ella, en el silencio nocturno. Maxwell negó con la cabeza.

—No importa, no es necesario. Seguramente debería estar abierta, Joe siempre la dejaba sin cerrojo cuando estaba aquí en la casa, porque entraba y salía constantemente. Los investigadores deberían haberla dejado tal y como la encontraron.

Para confirmar su teoría, apuntó con el haz de luz de la linterna hacia el pomo de la puerta, lo sujetó y giró hacia la derecha. Efectivamente, la puerta se abrió hacia atrás.

Caminaron en completo silencio dentro de la casa. Lo primero que vieron fue un pasillo donde estaba la habitación matrimonial y el baño, frente a ella. Maxwell dirigía la luz de un lado al otro, tratando de apuntar a todos los rincones posibles, mientras las motas de polvo se vislumbraban en el aire a medida que la luz las enfocaba al pasar. El olor a encierro era ligeramente notorio, pero también había olor a otra cosa: el deje a hierro de la sangre volcada en abundancia, que se había filtrado por los suelos, por las alfombras, y sabe Dios por cuántos sitios más impregnándolo todo. No era demasiado abundante, pero cualquier persona de olfato agudo como él, podía percibirlo.

Maxwell giró a la derecha, empujando con suavidad la puerta del dormitorio. Adentro, todo estaba tal cual como lo había dejado Rita momentos antes del desastre: la cama destendida con sus sábanas y mantas encima de una silla en un rincón, quizá ventilándose. Las almohadas estaban sin su funda, lo cual imaginó que seguramente las hubiera puesto a lavar antes del homicidio. Había zapatos bajo la cama, unos tenis deportivos blanco y rosa, seguramente de Rita. También había un par de mocasines marrones, de al menos dos o tres tallas más que las zapatillas de deporte. Eran de Joe, recordaba haberle visto con ellos. También estaba el cajón de la mesita de noche abierto, y Maxwell se preguntó que había allí. Se acercó y miró en su interior, aparentemente no había nada, salvo al fondo, donde había quedado una cajita de balas fuera de la vista. Maxwell la tomó en sus manos, y la abrió. Eran balas de revolver, sin duda alguna, aunque no estaba seguro del calibre. Sintió que se le ponían los ojos llorosos al recordar que habían intentado defenderse, en vano.

Dejó la cajita de balas en su lugar y rodeó la cama rumbo a la segunda mesita de noche. Allí abrió el cajón, pero no encontró nada de utilidad. Solo algunas pastillas de ibuprofeno, banditas curativas y viejos cargadores de celular, por lo que volvió a cerrarlo. Giró sobre sus talones y enfocó con la linterna hacia el armario, un gigantesco mueble de madera empotrado en toda la pared que había a un lado de la cama, con su espejo en la puerta y sus tallados antiguos. Lo abrió puerta por puerta, en el primer compartimiento no había nada más que chucherías, joyería de Rita, los estuches de su primer alianza de compromiso, y viejas historietas cómicas de colección, nada interesante. Abrió la segunda y tercer puerta, ambas centrales, y allí solo había fundas de acolchados, trajes de Joe envueltos aún en su bolsa de tintorería, camisas, pantalones, suéteres, chaquetas y varias docenas de corbatas y zapatos lustrosos. Todo atiborrado en montones de perchas de madera que se perdían tras la ropa. Finalmente, en el último, pudo encontrar lo que buscaba. Al menos cuatro álbumes familiares y uno dedicado especialmente al día de la boda y su posterior luna de miel.

Tomó los cuatro y se los metió directamente en el bolso de camping, entonces volvió a tomar la linterna que había dejado tirada en el suelo durante unos momentos, y enfocó el rostro de Abby, a media luz, para no encandilarla.

—Bueno, ahora vamos por el respaldo de la memoria —dijo, en un susurro.

—Te sigo —asintió ella.

Salieron de la habitación de nuevo al pasillo, y entonces caminaron rumbo a la sala principal que oficiaba de living. Paso a paso, Maxwell no podía dejar de sentir un cosquilleo incomodo en el estomago, sabiendo que caminaba directamente al sitio donde había ocurrido todo, donde sus dos mejores amigos habían perdido la vida de un instante al otro. Y sabía que sería horrible, pero no se imaginaba hasta qué punto. Solo pudo comprobarlo, al fin, cuando el pasillo acabó y entonces los muebles de la sala comenzaron a verse.

La alfombra tenía enormes manchas de sangre por doquier, ahora ya reseca y ennegrecida. El vidrio de la ventana que daba hacia el costado de la propiedad estaba roto, y en el alfeizar de madera de la ventana, había espesos chorretes de sangre ya oscura por el paso del tiempo. Maxwell alumbró todo de forma lenta, como asimilando lo que veía, sin querer perderse ningún detalle en absoluto. En su mente, trató de recrear las escenas de lo que había sucedido, y su vívida imaginación de escritor le proveyó de más detalles de lo que le hubiera gustado, sin embargo, no se inmutó.

Alumbró los muebles, había un par de sillas tiradas, imaginó que producto de la pelea por defenderse, y recordó que en esa misma mesa había compartido el último cumpleaños de Rita, hace tiempo. También alumbró el agujero de bala en la pared cerca de la puerta principal, y por último, movió la linterna apuntando hacia el suelo. El equipo de investigación había marcado con tiza algunas cuantas cosas que ya no estaban, lo cual imaginó que podían ser los casquillos de las balas o incluso algo peor. Entonces miró a Abby, quien estaba de pie a su lado, casi sin moverse.

—¿Estás bien? —Le preguntó.

—Lo estoy, solo que estar aquí... es difícil. Me pone los pelos de punta.

—Lo entiendo. Ven, tratemos de apurarnos.

Caminaron rumbo a la cocina, junto al living, y antes de llegar a ella Maxwell alumbró hacia el techo, donde pendía la correa para abrir la trampilla del ático. Poniéndose en puntas de pie, la tomó y jaló hacia abajo. La compuerta se abrió y en el perpetuo silencio de la casa a oscuras, aquello sonó casi como un estruendo, y por un momento Abby sintió que estaban profanando de alguna manera aquel lugar. Sin embargo, no dijo nada. En lugar de comentar algo, esperó impaciente a que Maxwell hiciera bajar la escalerita de acceso, y en cuanto lo vio que comenzaba a subir, habló.

—No te tardes, Max.

—Tranquila, no lo haré ­—respondió.

Poco a poco, comenzó a subir al ático, y al llegar pudo comprobar que el olor a encierro era aún peor. Antes de terminar la subida, iluminó todo con la linterna, y no pudo evitar esbozar una sonrisa tenue. ¿Cuántas veces había utilizado el recurso de un ático maldito en sus libros de horror? Se preguntó. Se imaginaba a sí mismo en aquella situación, y le divertía la ironía de todo aquello. Ahora seguramente asomaría de algún sitio el espectro furioso de Joe y le atacaría directamente al rostro, o alguna cosa así. Por fortuna, nada ocurrió. Allí había un montón de cajas, herramientas de jardinería en desuso, cuadros viejos y mucho, mucho polvo.

Pero Maxwell sabía donde buscar, así que con rapidez, acabó de subir y entonces se dirigió a la punta del ático más alejada. Allí, conectado a un tomacorriente oculto tras una cajas e instalado específicamente para eso, se hallaba una notebook de gama media, no demasiado moderna pero tampoco muy antigua. Estaba las veinticuatro horas del día encendida directo a la corriente, sin su batería instalada, para evitar las sobrecargas y posibles cortocircuitos. Conectado a uno de los puertos USB de la máquina, se hallaba un rectángulo negro, un pequeño y fino disco duro extraíble marca Samsung, de dieciséis terabytes. Una memoria más que suficiente hasta para el empresario más importante, pensó.

Sopló por arriba de la computadora para quitarle un poco el polvo, y abriéndolo, lo apagó y lo desconectó de la corriente. Luego volvió a cerrar su pantalla y le quitó el disco duro extraíble, guardándolo en el bolsillo de su pantalón. Solo en aquel momento se dirigió a la salida, y en cuanto Abby vio que comenzaba a bajar de nuevo por la escalerita de madera, respiró aliviada. La verdad era que estar allí de pie, a oscuras, en medio de un lugar que no conocía, le llenaba de temores.

—¿Lo tienes? —Le preguntó, expectante. Como toda respuesta, Maxwell sacó el disco duro, se lo mostró y luego lo metió dentro del bolso de camping.

—Lo tengo, ya podemos irnos.

Empujó la escalerita de madera, plegándola de nuevo hacia arriba y por último cerró la trampilla tal y como estaba. Se encaminaron entonces a la salida por la puerta trasera, Maxwell por delante que era quien llevaba la luz y Abby detrás, muy cerca a él. Salir de nuevo al aire fresco de la noche le sentó a ambos como una caricia de Dios, y entonces, comprendiendo que por fin se había sacado todo aquel peso de encima, Maxwell cruzó el vallado policial con rapidez, queriendo salir de allí a toda prisa.

Vigilaron que no hubiera nadie merodeando por los alrededores, pero a esa hora no había ni un alma en la calle, así que enfilaron el camino de nuevo rumbo a la casa caminando a paso ligero. El tiempo se les pasó volando, tardaron menos de la mitad en volver, y una vez dentro de la casa, Maxwell cerró la puerta tras de sí con llave, se quitó los guantes clínicos y los arrojó a un lado, apoyando la espalda contra la madera y cerrando los ojos, respirando aliviado.

—Lo hicimos, cariño —murmuró, mirando a Abby. Ella asintió con la cabeza, estaba más relajada, aunque no la notaba conforme.

—Eso fue muy arriesgado, Max.

—Lo sé, y por eso te agradezco que me hayas acompañado.

—No tienes nada que agradecerme, pero no me pidas que lo haga una segunda vez, por favor. Ver toda esa sangre, estar allí en medio de la oscuridad...

Maxwell se dio cuenta que estaba abrumada, aunque no lo reconociese. Y como todo consuelo, se acercó hasta ella sin decir nada, la envolvió en sus brazos, y le besó la frente, acariciándole el largo cabello rubio.

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