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8

Luego de su intimidad oral, ambos se vistieron y terminaron sus copas de vino abrazados frente a la estufa, a la cual el propio Maxwell tuvo que meterle algunos leños más, para avivar las llamas. Poco rato después, la carne ya estaba lista, por lo cual cenaron conversando entre susurros, con música suave de fondo, y la luz de tres velas encendidas en un candelabro central de mesa, que Maxwell no usaba desde hacía por lo menos unos quince años atrás. Se quedaron de sobremesa casi una hora más, y luego de ello, levantaron los platos y guardaron la comida sobrante en el refrigerador. Una vez que ya todo estaba limpio y en condiciones, Maxwell apagó las velas de un soplido, puso la pantalla protectora frente a la estufa —para evitar que alguna brasa cayera fuera—, y luego subieron a la habitación. Luego de cepillarse los dientes, se quitaron la ropa presurosamente y se metieron bajo las mantas, abrazándose entre sí. Abby estaba congelada, ya que el dormitorio era una de las estancias más frías de la casa, y acurrucándose lo más que pudo contra él, las caricias y los besos no tardaron en aparecer, con la consiguiente fogosa pasión que los dominaba desde que habían tenido sexo por primera vez.

A la mañana siguiente, el primero en despertar fue Maxwell. Se vistió con cuidado de no despertar a Abby, bajó a la cocina y preparó un suculento desayuno, con huevos, tocino, queso y abundante café. Solo después de que tuvo la mesa servida, volvió a subir, para despertar a su chica. Para su sorpresa, la encontró ya despierta, sentada al borde de la cama, desnuda de la cintura para arriba, mientras se calzaba. Maxwell entonces se acercó a ella, subiéndose de rodillas a la cama y abrazándola por la espalda, sujetándole los pechos con las manos.

—Buenos días, preciosa —Le dijo, dándole un beso en el hombro. Ella sonrió, al tiempo que lo miraba de reojo.

—Definitivamente estás demasiado enamorado, para decirme preciosa aún teniendo los pelos en este estado —bromeó.

—Una mujer al natural siempre tiene su encanto.

—Vaya, que galán.

—He preparado el desayuno y la mesa ya está puesta.

—Bajo enseguida —aseguró ella.

Maxwell bajó de la cama al mismo tiempo que ella se ponía de pie, para buscar el sujetador entre las sabanas revueltas. Él salió de la habitación para darle su privacidad mientras Abby terminaba de vestirse, y luego de pasar al baño para peinarse un poco y cepillarse los dientes, la vio bajar a su vez, rumbo al living. En cuanto ella se sentó a la mesa, Maxwell fue a la cocina a buscar la bandeja con el desayuno y las tazas de café ya servidas, sentándose luego frente a ella.

—¿Has dormido bien? —Le preguntó. Abby se tomó un segundo para dar un sorbo de café antes de responder.

—De maravilla. Aunque mi cama es más cómoda que la tuya.

Lo miró con expresión bromista, y Maxwell sonrió.

—Puede ser, pero al menos aquí tienes mejor compañía —dijo, guiñándole un ojo.

—Oh, touché.

—¿Sabes? Estaba pensando que podrías quedarte a almorzar. Ha quedado carne de sobra, yo no me comeré todo eso.

Abby se sirvió una porción de huevos con tocino, al tiempo que se encogía de hombros.

—No lo sé... me encantaría Max.

—¿Pero?

—Pero —dijo ella, terminando la frase—, ya he pasado mucho tiempo en tu casa, no quiero abusar de tu hospitalidad y me imagino que querrás descansar. Hemos pasado una hermosa noche juntos, la cena estaba riquísima y ahora me despierto y ya tengo el desayuno servido. Si no fueras real, diría que los hombres así no existen. Pero tampoco quiero abusar más de la cuenta.

—Ah, por favor... déjate de tonterías. No es ningún abuso, y cuanto menos tiempo pueda pasar solo en la casa, mejor. Así que tu compañía es más que agradable.

—Que remedio, entonces. Tendré que volver a hincarle el diente a esa carne con salsa —asintió.

Maxwell iba a responder algo, pero en ese momento escuchó su teléfono sonar. Se asombró, ya que no le había prestado atención desde que Abby había llegado a su casa la noche anterior, e incluso hasta había olvidado donde lo había dejado, por lo que le pareció que el sonido provenía de su estudio de escritura.

—¿No atiendes? —Le preguntó ella, al ver que no se movía de su silla.

—Que llamen en otro momento, ahora estoy disfrutando el desayuno contigo.

—Ve, contesta. Quizá sea algo importante —insistió.

Dando un suspiro, retiró la silla hacia atrás y se puso de pie, caminando hacia su estudio de escritura para recoger el celular, ubicado a un lado del teclado de su computadora. Al tomarlo, miró la pantalla, y vio que se trataba de un número desconocido.

—¿Sí? —dijo, en cuanto atendió.

—Buenos días, ¿habló con Maxwell Lewis?

—Sí, soy yo... —Maxwell frunció el ceño mientras hablaba, pensando que la voz le sonaba familiar. Era grave, modulada, casi profesional. Abby lo miraba desde su lugar en la mesa, con la taza de café en las manos.

—Señor Lewis, es un placer charlar con usted. Soy Patrick Wells, director ejecutivo de GoldBooks. Nos conocimos en el Grand Ritz, en la reunión, ¿lo recuerda?

—¡Ah, señor Wells! Sí, claro que me acuerdo. ¿A qué le debo su llamada?

—Bueno, lo cierto era que con mi equipo estuvimos pensando mucho en usted, y en la breve charla que hemos mantenido en la reunión. Más que nada en aquel asunto de que está trabajando en su último libro —El señor Wells hizo una pausa, como para dar intriga a sus palabras—. Sé que es su decisión a fin de cuentas, señor Lewis. Pero nos gustaría que lo pensara mejor. Podríamos ofrecerle un contrato inmejorable de edición.

—En verdad que le agradezco, señor Wells, pero la verdad es que ya estoy cansado y no me siento demasiado motivado para continuar con todo esto —respondió.

—Escuche, tómese un momento para pensarlo. Al menos considere la propuesta que tenemos para usted, y ya luego decide ¿de acuerdo? Venga a nuestra editorial la semana que viene, el lunes, si le parece bien, y pida para hablar directamente conmigo. Estoy seguro que si en su editorial no le valoran lo suficiente, en la nuestra podremos hacer maravillas. Le doy mi palabra.

—Lo pensaré, señor Wells. Ahora si me permite, estaba desayunando con mi pareja. No quisiera que el café se me enfríe —dijo Maxwell. Miró de reojo a Abby, la vio sonreír ante su declaración, y él también sonrió a su vez.

—Claro, vaya tranquilo. Prométame que lo va a pensar, señor Lewis. Le prometo que no se arrepentirá.

—Adiós, señor Wells.

Colgó y dejó el teléfono celular encima de la mesa. Entonces volvió de nuevo al living, a sentarse en su lugar. Abby lo miró interrogante.

—¿Todo está bien? —preguntó.

—Sí, era el director de edición de Goldbooks.

—¿GoldBooks? ¡Pero si esa editorial es super importante!

—Sí, es una de las más importantes del país, es cierto.

—Sí que tienes influencias... —comentó, con una mejilla llena de comida.

—No te creas, lo conocí en el club, me lo presentó mi editor. Charlé con él un rato antes de conocerte a ti, y a tu acosador. Me llamó para ofrecerme un contrato, quiere que me reúna con él, el lunes en la sede de la editorial.

—Bueno, ¿y qué vas a hacer?

—En realidad no lo sé... no tengo muchas ganas de ir. Dije que quería retirarme de la escritura, y planeo cumplirlo —respondió él, encogiéndose de hombros—. Me pidió que al menos lo escuchara, que no me iba a arrepentir, bla bla bla. Ya he oído antes todo eso de otras personas, y siempre es una perdida de tiempo.

—¿Por qué no lo intentas? GoldBooks no es una editorial que ande con tonterías, seguramente sea algo muy beneficioso para ti.

—Nah, olvídalo... no tiene caso.

Abby puso los ojos en blanco.

—No me vas a hacer venir a buscarte para llevarte en persona, ¿no? —preguntó.

—No creo que lo hagas.

—No me pongas a prueba.

—¿Por qué? —preguntó Maxwell, sin comprender. No imaginaba a Abby como una chica busca fortunas, pero le asombraba la forma en la que le insistía tanto. —¿Por qué te importa tanto?

Como si pudiera leerle de alguna manera ciertos pensamientos, ella soltó sus cubiertos para mirarlo directamente a los ojos, con la barbilla apoyada en sus puños y los codos sobre la mesa.

—Porque me parece que estás desperdiciando una buena oportunidad, solo por no salir de tu rutina y de tu decisión ya tomada. Ni siquiera sabes qué tiene para decirte este hombre, o qué va a ofrecerte, pero ya das por sentado que es una pérdida de tiempo solo porque antes has tenido malas experiencias, Max. Yo he tenido malas experiencias con hombres, y no creo que tú seas una pérdida de tiempo. Al contrario, te doy una oportunidad, te quiero y me enamoro de tu persona así y como tú te has enamorado de mí —dijo—. Así que mientras estés conmigo, no voy a tolerar que te pierdas buenas cosas en la vida solo por estar resignado a que nada bueno va a pasarte. Ustedes los hombres a veces necesitan un empujoncito de su mujer, para entrar en razón. Y es lo que planeo hacer contigo, porque quiero lo mejor para ti.

Ante aquella declaración, Maxwell sintió que se derretía por dentro. Una parte de su recelosa y solitaria mente le había obligado a prejuzgarla. Y ella le había dado, sin querer, una lección de compañerismo y amor real que él nunca se hubiera imaginado. Al final, solo quería lo mejor para él, como bien le había dicho al final de todo.

—De acuerdo, Abby. Tú ganas. Iré allí, pero solo con una condición.

—¿Ah sí? ¿Cuál?

—Que tú vengas conmigo, para poder contarte todos los detalles ni bien salga de su oficina.

Ella no pudo evitar reír por su ocurrencia, y entonces asintió.

—Está bien, iré contigo. Eres un mañoso, Max —bromeó.

El resto del desayuno lo pasaron charlando de cosas de la vida, sus propios libros, las expectativas que tenían con ellos y principalmente de su nueva y flamante relación amorosa. Sin embargo, la llamada de Patrick Wells no sería la única sorpresa que Maxwell debería tolerar en aquel día. Porque cerca de la hora del almuerzo, lo peor estaba por ocurrir. Algo que le cambiaría la vida convirtiéndola en un completo caos, y que no se imaginaba tan siquiera lo que aquello significaba hasta muy tarde.

Abby pidió para ducharse, y Maxwell le prestó una toalla limpia con la cual poder secarse. Estuvo tentado a meterse con ella a la ducha, pero alguien tenía que quedarse pendiente de la carne para calentarla en el horno y además entibiar la salsa, por lo que muy a su pesar, desistió a la idea. Luego de meter la bandeja de carne al horno, se sentó un momento en uno de los sillones del living, encendiendo la televisión para ver un poco de las noticias mientras que Abby se duchaba, cuando en aquel preciso instante, el timbre de la puerta sonó.

—Ah, no puedo creerlo... —murmuró, fastidiado. El timbre sonó una segunda vez, a lo cual Maxwell se levantó sin mucho afán, caminando hasta la puerta de entrada. Al abrir, quedó petrificado ante lo que veía.

De pie en su tapete de bienvenida, se hallaba Elizabeth. Y con ella, un montón de recuerdos amargos. Una enorme sensación de recelo le corrió por todo el cuerpo, abrió grandes los ojos, se sintió empalidecer. Por un breve segundo fue como si hubiera perdido toda la capacidad de hablar y reaccionar. Solamente podía quedarse allí parado, mirándola, hasta el fin de los tiempos. Entonces pensó, todo en una fracción de instante, en que estaba mucho más fea que la última vez que la había visto. El pelo comenzaba a encanecerle, había perdido algunos kilos y aunque la chaqueta de jean era holgada, Maxwell no tardó en suponer que bajo toda esa capa de ropa había un par de tetas colgando como estropajos viejos, pasas de uva insulsas y gastadas que alguna vez habían dado de amamantar a su hijo y que él también se había llevado a la boca más de una vez, en su juventud. Aquel pensamiento fue lo que lo sacó de su sopor, de forma repentina. Eso, y la voz de ella.

—Hola, Max.

—¿Qué demonios haces aquí, Elizabeth? —preguntó, de mala gana.

—¿Llego en un mal momento?

—Eso no te importa. Ya dime que quieres, y lárgate.

—Es sobre Randy, él esta mal. Nos necesita, y te necesita a ti más que nada.

En aquel momento, una súbita ira se apoderó de Maxwell, invadiéndole cada rincón del cuerpo.

—¿Nos necesita? ¿En serio? Vaya, es un autentico milagro que te hayas dado cuenta de eso. Una lástima que lo hayas hecho a poco más de diez años del maldito divorcio, pero bueno, más vale tarde que nunca, supongo —dijo, de forma mordaz.

—Déjate de estupideces, Maxwell. No estoy aquí para que hagas tus discursitos de escritor intelectual e intentes atacarme gratuitamente. Quiero hablar sobre Randy, y así lo haré. ¿Vas a dejarme aquí parada, o tampoco puedo entrar ni siquiera al hall de tu living?

Maxwell caviló la idea de decirle que no, que no podía entrar, no podía entrar nunca más a su casa, a su vida, y en lo posible a nada que fuera relacionado a él. Sin embargo, se encogió de hombros y se hizo a un lado, para que pasara. Una parte de sí mismo temía por el hecho de que viera a Abby, pero no le importaba en lo mas mínimo. Era su pareja a partir de aquel momento y no tendría que importarle en lo absoluto el criterio que la madre de su hijo podía tener de él, o de ella.

—Pasa, pero que sea rápido. Tengo cosas que hacer.

Elizabeth entró, y Maxwell cerró la puerta tras de sí. Sin embargo, no se movió de su lugar. No iba a ofrecerle una silla.

—Randy ha recaído, creo que es la recaída más dura que ha tenido, y no puedo con él. Ya no puedo —dijo ella—. El otro día lo encontré robándome el parlante de un equipo de música, y ya se ha escapado dos veces durante la noche, a mitad de la madrugada.

Maxwell la miró con desprecio, ya conocía ese tono de voz lastimoso. Lo había utilizado muchísimas veces antes. No durante las discusiones, sino después, cuando iba a lloriquearle a sus amigas la versión sesgada de los hechos. También la había utilizado en el juzgado, cuando se estaban divorciando.

—No me interesa —sentenció.

—¿Qué?

—He dicho que no me interesa, ahora lárgate.

Elizabeth lo miró como si no lo reconociera en lo más mínimo.

—¡Es tu hijo, Maxwell! ¡Es tu deber ayudarlo! —exclamó. —Necesita pasar una temporada con su padre, cambiar de ambiente. Por lo menos durante un fin de semana o dos.

Muy bien, ya había sido suficiente, pensó. Ahora iba a tener que escucharlo.

—¿Acaso estás demente? ¿Cómo mierda puedes pretender que me traiga a un drogadicto en rehabilitación a mi casa? ¿Ahora resulta que es mi hijo? —dijo, marcando comillas con los dedos. —¡No, Elizabeth, es de los dos! —acercó su rostro al de ella y la miró fijamente, entonces le hizo el gesto con las manos. —¡De los dos! ¡Y no solo es mi deber ayudarlo, es tu deber como madre ayudarlo también! ¡Era tu maldito deber en cuanto todo esto comenzó, y no lo hiciste! ¿Y sabes por qué no lo hiciste? ¡Porque era mucho más fácil pelear conmigo que buscarle una solución al problema, maldita sea!

—Sabes que eso es mentira, intenté hacer lo mejor que pude.

—¿En serio? Pues déjame que te cuente una primicia, ¡porque yo también intenté hacer lo mejor que pude! Tenía un contrato de edición excelente, te propuse que dejaras tu oficina a tiempo completo en el banco, para venir a casa, a criar a nuestro hijo juntos mientras yo escribía y vendía miles de copias de mi libro. ¡Pero claro, tu egolatría, tu complejo narcisista y tus ganas de autosuficiencia monetaria eran demasiado elevadas como para permitir que tu marido te mantuviera! Por lo que no solo rechazaste mi propuesta, sino que además tomaste horas extras para estar en casa el menor tiempo posible. Y después era muy fácil venir con tus santos ovarios por delante a decirme que nuestro hijo se había descarrilado, ¿no? Porque yo no le daba atención, porque yo no lo vigilaba lo suficiente, y un montón de mierdas más. Pero tú tampoco lo hacías.

—Tu puto contrato de edición, claro —Se rio ella de forma socarrona—. ¿El mismo contrato de edición que conseguiste gracias a...?

Él la interrumpió.

—¡No importa como lo haya conseguido, era un contrato excelente! Y ni siquiera te importó el hecho de que nuestra vida sería mejor gracias a eso.

—No he venido aquí a discutir contigo, Maxwell. He venido a pedir tu ayuda, pero veo que sigues siendo la misma mierda de siempre —dijo ella.

—Oh, no, no te confundas conmigo —Le respondió, negando con la cabeza. No se había dado cuenta, pero había comenzado a sudar de la rabia—. Aquí la única mierda eres tú, Elizabeth. Yo he sido demasiado generoso contigo, te he dejado mi casa, y también te he dejado una suma de nueve mil dólares al mes como pensión vitalicia para que te hicieras cargo de Randall, para que lo sacaras de las calles y de los refugios para drogadictos, y ni siquiera eso sabes hacer bien. Tal vez tenga que portarme como un mierda en serio, para que al menos hables con la verdad. Quizá deba ir a un juzgado y sacarte todo lo que te he dado, a ver si eres capaz de sobrevivir por tu cuenta.

—No serías capaz de hacerlo. No me harías daño a mí, le harías daño a nuestro hijo, y si lo haces, entonces eso sí es lo verdaderamente imperdonable.

—Te sorprenderías, Elizabeth.

En aquel momento, unos pasos se hicieron escuchar desde la escalera. Abby bajó vestida, y con una toalla blanca envuelta como un turbante alrededor de su pelo, encima de la cabeza. Al verla, Elizabeth asintió con la cabeza, y entonces sonrió de forma burlona.

—Vaya, parece que a fin de cuentas si he llegado en un mal momento, después de todo —Se acercó al living y la miró de arriba abajo, deteniéndose en cada curva de su esbelta y juvenil figura—. ¿Quién eres, encanto?

—Mi nombre es Abigaíl, ¿y usted? —Le respondió, deteniéndose a un peldaño del suelo, como para ganar altura y mirarla con el mentón en alto.

—Soy Elizabeth, la ex esposa de Max. Supongo que tú eres una de las chicas con las que se acuesta regularmente, ¿no?

Maxwell pensó que, si Elizabeth hubiera sido un hombre en aquel momento, le hubiera dado un contundente uppercut con todo el puño izquierdo, directo a la mandíbula.

—Abby es mi pareja, y ya fue suficiente. Lárgate de mi puta casa. Ahora mismo —dijo.

Elizabeth lo ignoró por completo, en su lugar volvió a sonreír.

—¿Eres su pareja? Vaya mala suerte para elegir, te compadezco chica... ¿Ya te había hablado de mí?

Abby sonrió, con el mismo gesto burlón de Elizabeth.

—No, a decir verdad no. Hemos charlado de cosas importantes, como toda pareja feliz, pero a usted nunca la nombró. Supongo que por algo será, y por lo que veo, lo entiendo perfectamente. Yo tampoco querría hablar de alguien así —dijo.

La sonrisa que bailoteaba en el rostro de Elizabeth se esfumó repentinamente para dar paso a la ira absoluta. Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, Maxwell intervino. La tomó de un brazo de forma furibunda y la arrastró hacia la puerta.

—¡He dicho que ya ha sido suficiente, quiero que te largues ahora mismo! —abrió la puerta con su mano libre y entonces la lanzó afuera de un solo movimiento, haciéndole doler el hombro. —¡No quiero que vuelvas a mi casa, nunca más! He vuelto a rehacer mi vida, y no me interesa nada que venga de ti, ni de tus problemas, ni de lo que quieras o necesites. Ocúpate de Randall como puedas y ya no me estés fastidiando, porque la próxima vez que te vea en mi puerta, te sacaré con la policía.

Elizabeth lo miró y entonces asintió con la cabeza. Para su sorpresa, la vio sonreír.

—Te vas a arrepentir, Maxwell. Voy a cagarte la vida, hijo de puta. Eso te lo prometo.

—¡Vete ya, pedazo de mierda! —Le gritó a la cara, y cerró la puerta de un violento portazo.

Sin embargo, no se movió de su lugar. Respiraba agitadamente con la frente apoyada en la madera, sin parpadear. No podía creer que hubiera pasado eso justamente ese día, ese maldito día en que Abby se había quedado en su casa y había presenciado toda la escena. Debía ser una broma de mal gusto del destino, se dijo. Ahora seguramente ella debía pensar que él era un monstruo, un mierda más como cualquier otro tipo del montón, se asustaría y saldría diciendo que estaba todo bien, que no pasaba nada. Pero lo cierto era que nunca más le volvería a escribir, y todo aquel ensueño de amor se difuminaría como pompas de jabón en el aire, porque al final nada dura para...

—Max, ¿estás bien? —dijo ella, detrás suyo. Aquello le interrumpió la línea de sus pensamientos, entonces se giró, y la miró.

—No, claro que no estoy bien. No puedo creer que esta maldita... —Se contuvo de agregar un adjetivo. —Hubiera tenido el tupé de venir a mi casa. ¡Y no solamente eso, de buscar problemas contigo en cuanto te vio! Me imagino que debes pensar cualquier cosa de mí en estos momentos, y es normal... yo tenía que haber hablado afuera con ella, o...

—Max.

Pero él no la escuchó. Estaba demasiado alterado como para interrumpirse.

—No sé, tenía que haberla hecho parar de alguna forma. No es justo, ¡no es para nada justo! Lo que has tenido que ver aquí. ¡Imagínate, primer día en mi casa! Y ya tienes que ver esta escena, Dios mío... Yo no...

—¡Max! —exclamó ella, adelantándose para enmarcarle el rostro con las manos. Solo así detuvo su perorata. —Cálmate, está bien. Escuché toda la escena mientras venía bajando por la escalera, esa mujer no me cayó bien en cuanto la vi, y se nota la clase de persona que es.

—Abby, en verdad estoy muy avergonzado por todo esto... No quería que vieras semejante cosa. Ni siquiera sabía que iba a venir, estoy tan sorprendido como tú. Y siento que hayas tenido que verme en este estado, es que esta mujer saca lo peor de mí. Te pido que perdones mi exabrupto.

—No tengo nada que perdonarte, yo hubiera hecho lo mismo. O peor.

—Me imagino que después de esto, vas a replantearte el hecho de formar una relación, ¿verdad?

Para su tranquilidad, Abby se rio casi con una carcajada.

—¿Replantearme? ¿Estás de broma? No voy a salir huyendo de ti, Max. Tú tienes tu historia, yo tengo la mía, esto que te pasó a ti me podía haber pasado a mí en cualquier momento. Imagínate que te hubieras topado con algún ex loco de mi pasado. Supongo que son cosas que pueden pasar —dijo.

Como toda respuesta, y muchísimo más aliviado, Maxwell la envolvió en un abrazo. Abby se lo correspondió de buena gana, aferrándose de su ancha espalda.

—No sé que será de nosotros, pero solo puedo darte las gracias por esto. Te quiero, Abby. Ojalá nunca te vayas de mi lado.

—Y yo también te quiero, Max. Puedes quedarte tranquilo, no iré corriendo a ningún lado —Le respondió, enternecida por su declaración de afecto.


*****


Afuera, Elizabeth ardía de la rabia, lo sentía por dentro. Maxwell no solo no la había escuchado, sino que encima estaba con otra mujer. Era bonita, se dijo. Podía verse bella aún a pesar de no llevar ropa muy ajustada. Y también era altanera, muy arrogante, a juzgar por la forma en la que le contestó su ataque. Algo de Abby le hizo recordar a su juventud, ella también había sido igual, o quizá peor.

Caminó por la calle hacia abajo, rumbo a donde tenía su coche estacionado en la esquina. Lo había dejado allí para que él no la viera llegar y tuviera tiempo de esconderse, en caso de que reconociera el vehículo, lo cual era muy probable que pasara. Ella nunca había cambiado su vieja Chevy, ni aún luego de trabajar tantos años en el banco. Caminó sintiendo que en cualquier momento echaría humo por las orejas, y entonces miró a la izquierda. Vio la entrada a la cochera de Maxwell, con su portería automática prolijamente pintada de blanco, y sintió que se encendía de ira aún más. Todo en él siempre había sido demasiado prolijo, el señor perfección, haciéndola ver como una mujer común y corriente mientras que él relucía adonde quiera que vaya, con su carisma, su sonrisa de lado y sus libros a los que todo el mundo alababa. Maldito, maldito seas, pensó con amargura. Pero se arrepentiría, vaya si lo haría, y la idea cruzó por su mente como un rayo luminoso.

Giró hacia la cochera, y cubriéndose para que no la vieran desde las ventanas de la casa, caminó en cuclillas por entre las plantas del jardín hasta encontrar la puerta de acceso lateral a la misma. Entonces se soltó parte de su cabello, desprendiendo dos clips, y estirándolos como si fueran pequeños ganchitos, los metió en la cerradura. Las manos le temblaban ligeramente, debido a la prisa que sentía por meterse dentro antes de que la descubrieran, pero se obligó a respirar profundamente y mantener la calma lo mejor posible. Jamás podría encontrar los pernos de la cerradura si estaba nerviosa, así que luego de dos o tres inspiraciones profundas y en cuanto se sintió un poco mejor, notó que las manos ya no le temblaban, y puso manos a la obra.

Comenzó a girar las ganzúas improvisadas para un lado y para el otro, hasta dar con los últimos dos pernos de la cerradura. Levantó uno, giró el otro, y con un tenue chasquido, la cerradura se abrió. Rápida como el rayo, y con la sonrisa inundándole el rostro, se irguió al tiempo que sacaba los clips de pelo, empujó la puerta y se metió con rapidez, cerrando tras de sí. Adentro estaba oscuro, pero tomando el teléfono celular de su bolsillo activó la linterna e inspeccionó todo. El olor a combustible, pasto cortado algunos días atrás y humedad ambiente, le hizo picar la nariz y más de una vez estuvo a punto de estornudar, pero se contuvo lo mejor posible. Miró todo a su alrededor, y se dio cuenta de que la pulcritud y el orden que aparentemente caracterizaban la vida de Maxwell, se terminaba allí, en su cochera. En el centro estaba el coche, pero a su alrededor había un montón de cosas. En las paredes, había un tablero con herramientas, llaves inglesas, martillos, sierras y utensilios de jardinería. En la pared opuesta había una máquina cortadora de pasto, estilo bordeadora, colgada de dos soportes. Bidones de combustible en un rincón, estanterías con cajones llenos de tuercas, tornillos, clavos y piezas que ella no lograba identificar, seguramente partes de coche. Dos llantas de repuesto colgadas en la pared a su espalda, cadenas para la nieve, allí no había nada que fuera de utilidad para lo que quería hacer.

Comenzó a buscar entonces de forma impaciente. Primero con la mirada, y luego revolviendo con su mano libre, hasta que finalmente encontró algo, no era lo que buscaba pero serviría igual: en uno de los estantes de herramientas y repuestos, pudo encontrar una camiseta sin mangas, estilo musculosa, que seguramente Maxwell usaba para trabajar, ya que tenía manchas de césped, sudor y grasa de motor. Sin embargo, lo que a ella más le interesaba eran las manchas de sudor, necesitaba su ADN como fuera posible si quería llevar a cabo la idea que se le había ocurrido.

Hizo un bollo con la camiseta, para sujetarla en su mano sin que colgara o arrastrara por el suelo, e iluminándose para no tropezarse con nada por el camino, se dirigió rápidamente a la puerta. Echó una rápida mirada antes de salir, por las dudas que Maxwell o su estúpida rubia imbécil estuviera merodeando por ahí, y luego de unos momentos salió tan rápido como entró, escabulléndose entre las plantas y el jardín, caminando en cuclillas. Una vez que llegó a la calle, se irguió y comenzó a caminar casi trotando hasta su coche. Tenía mucha urgencia de llegar a su casa y comenzar a trabajar en ello. 


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