6
—¡Hola! —Volvió a insistir la voz. Era de un hombre, sin duda. Y cada vez sonaba más cerca en la distancia. El camionero transportador de madera caminaba despreocupadamente, con las manos en los bolsillos de su camisa ranchera a cuadros. Había visto en la distancia el coche detenido en tan solitario camino, y había frenado a un lado para comprobar que todo estuviera bien. Era la ley del buen camionero, tal como le había enseñado su padre alguna vez.
—¡Dios mío! —exclamó Abby, en un susurro, con los ojos inundados de lágrimas. —¡Estamos jodídos, Max!
—¡Ven, corre! —Le susurró. Con la pala en una mano, corrió hacia unos arboles que se hallaban delante de ellos, a poco más de veinte metros de posición. Eran grandes arces de tronco grueso y buena altura, y sin duda podrían cubrirse tras ellos, era lo único que podían hacer. Abby le siguió, y apoyando la espalda contra el tronco, Maxwell levantó la pala contra su pecho, sujetándola con fuerza. Abby lo vio, y le imitó, sujetando la herramienta con una mano y cubriéndose la boca con la otra, para enmudecer sus sollozos.
Unos treinta o cuarenta segundos después, que a Maxwell se le hicieron una exasperante eternidad, pudo escuchar pasos en la tierra, acercándose. Alguien silbaba entre dientes, a medida que caminaba. Cerró los ojos, suplicando mentalmente a todos los ángeles del cielo, si es que aún querían escucharlo después de haber cometido un crimen, que por favor quien quiera que fuese no pisara en la tierra floja, que no mirara hacia abajo, y se fuera de allí cuanto antes. Sabía que eso pasaría, habían tardado demasiado. Sin duda el maldito hijo de puta había pasado por allí, había visto un coche en medio del camino, a la orilla del bosque, y tenía curiosidad por saber qué pasaba. Podría haber sido simplemente un conductor con ganas de mear, o quizá una pareja de jóvenes sin dinero para un motel, pero no... siempre alguien tenía que pensar lo peor, hacerse el héroe e investigar por su cuenta, pensó.
Los pasos ahora se hallaban muy, muy cerca. Maxwell pudo ver en el suelo la silueta de la sombra que se extendía hacia adelante, y agradeció por la idea de cubrirse con el sol a sus espaldas, tras aquellos arboles. Imaginó que aquel fulano debía estar parado justo tras ellos, frente a los arces. Si daba un paso más, si tan solo continuaba caminando hacia adelante, no lo dejaría reaccionar, pensó. Le daría un palazo en el medio del rostro, con la suficiente fuerza como para noquearlo por unos minutos y poder huir antes de que despertara. Su rostro se ensombreció, sujetó el mango de la pala con más fuerza, y esperó.
—¡¿El coche de la calle se ha estropeado?! —gritó. Efectivamente, estaba tras los arboles, muy muy cerca. —¡Puedo ayudar!
Maxwell miró de reojo hacia su derecha, en cuanto diera un solo paso hacia adelante, le estamparía la pala en la cabeza. Instintivamente, sus ojos saltaron hasta Abby, quien lo miraba aprehensiva. Le conocía, había visto la expresión de su rostro, sabía que estaba dispuesto a atacar en cualquier momento, y entonces le gesticuló un "NO" silencioso con la boca, al mismo tiempo que apenas movía la cabeza. Él la miró, y ella volvió a insistirle en aquel gesto.
—Bah, a la mierda... no puedo llegar tarde un día más... —murmuró el tipo. Y entonces, Maxwell bajó los ojos hacia el suelo en cuanto escuchó los pasos. La sombra se hizo gradualmente más pequeña, a medida que se alejaba. Y cerró los ojos, aliviado, antes de hacerle un gesto a Abby de que no se moviera, para esperar un momento más.
Estuvieron tras los arboles durante al menos diez minutos, agudizando el oído, sin mover un músculo, hasta que los pasos se dejaron de oír en el terreno lleno de hojas secas. Solo allí fue cuando salieron de su escondite. Abby miró a Maxwell con los ojos enrojecidos por las lágrimas y el agotamiento.
—¿Estamos a salvo? —preguntó.
—Eso creo, cariño. ¿Creés que puedas conducir de regreso?
—Estoy agotada, pero nada me haría más feliz que llegar a casa, ducharme y dormir con un par de tranquilizantes en la sangre —comentó, con una sonrisa.
—Entonces vámonos cuanto antes —dijo él.
Emprendieron juntos el camino de regreso hacia el camino, y al aproximarse, avanzaron con mucha cautela, cubriéndose tras los arboles por si acaso aquel hombre seguía merodeando por allí. Sin embargo, no había nadie a la redonda, así que una vez que comprobaron que estaban solos, casi corrieron hasta el coche, para meter las palas en el maletero. Momentos después, subieron a sus respectivos asientos y comenzaron el viaje de nuevo a casa.
Tardaron mucho menos en volver que a comparación de la ida, ya que ahora no tenían ningún motivo por el cual esquivar las avenidas y carreteras principales, de modo que Abby pudo conducir a unos cómodos 120Km/h estables, llegando a la casa de Maxwell en no más de tres horas de conducción. Abrir la puerta de entrada, entrar de nuevo al living y sentirse de nuevo dentro de la cómoda seguridad de la casa, le brindaba una alegría casi eufórica, al mismo tiempo que el miedo le dominaba por completo. Una parte de su cerebro atemorizado creía —casi hasta presentía—, que todo eso era efímero, no más que una ilusión pasajera. En breve, quizá no ese día ni al siguiente, pero en algún momento de la semana, o de la siguiente tal vez, vendría la policía atando cabos, les hallarían culpables de alguna manera u otra, y entonces pasaría el resto de su vida tras las rejas, vistiendo el overol naranja, siendo abusada por otras reclusas y completamente lejos de Maxwell. La voz de él fue quien la sacó de sus funestos pensamientos, de repente.
—Vamos a ducharnos enseguida, quiero cambiarme el vendaje cuanto antes y quemar este trapo con sangre en cuanto se seque —dijo. Ella entonces se giró de cara hacia él, y liberándose de todas las emociones contenidas, se abalanzó a sus brazos dando un estertor de angustia. Se aferró a su espalda, mientras Maxwell la rodeaba con su brazo izquierdo, y lloró con amargura, al mismo tiempo que se orinó en sus pantalones de jean—. Eh... Abby, por Dios... ¿Qué pasa? Cálmate...
—¡Soy cómplice de un homicidio, soy una asesina! ¡No puedo creer que te haya ayudado a ocultar el cadáver de tu ex mujer! ¡Van a venir por nosotros, Max! ¡Vamos a terminar en la prisión veinte años o incluso más! —balbuceó, ahogada por las lágrimas. Él entonces la separó de sí un momento, y la miró. Estaba en un shock tremendo, quizá desde el primer instante había estado en shock, se dijo. Pero era tal el golpe de adrenalina que ni siquiera se había percatado de ello, y ahora, lo soltaba todo de golpe. Sus manos temblaban al igual que todo su cuerpo, de forma incontrolable, como si estuviera muerta de frío.
—Abby, cálmate —Le dijo, con la voz lo más serena posible—. Abby, cariño, mírame. Mírame a los ojos. ¿Puedes hacerlo? Mírame.
Ella lo miró, luego de unos momentos. Y entonces él sonrió, asintiendo con la cabeza, antes de continuar hablando.
—Era necesario, ¿lo comprendes? El tulpa te tenía, iba a matarte, y Elizabeth por poco me mata a mí también. Todo lo que hicimos fue en defensa propia, y nada más. Nosotros no elegimos esto, fue lo que tuvimos que hacer, y tú sabes bien que no tenía intenciones de matarla, pero tampoco iba a dejar que nos asesinara a los dos —dijo, acariciándole una mejilla sucia de tierra—. También entenderás que no podíamos dar parte a la policía, no nos creerían y mucho menos a mí, que ya estuve en juicio por el homicidio de Joe y Rita cuando empezó toda esta mierda. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí, eso creo... —balbuceó ella, ahogada por el llanto. Su aspecto era lamentable. Sucia de tierra, ojerosa, despeinada, con la transparente mucosidad del llanto cayéndose de su nariz. Maxwell realmente sintió pena por ella, y esperaba no haberla traumatizado de por vida, o no se lo perdonaría jamás.
—Necesitas ser fuerte ahora, cariño. No hemos dejado ni un solo cabo suelto en esa casa, ya no pienses en eso. Nadie buscará un cuerpo tan lejos, hay cientos de bosques naturales por todo el país, es imposible que peinen todos y cada uno de ellos. Además, no tienen por qué saber que fue lo que pasó —comentó él—. Podíamos haberla tirado al fondo de un río, o incluso haberla quemado, las posibilidades son infinitas. Somos libres, Abby. Ahora sí, somos libres. Estamos a salvo.
—No sé si pueda con esto, Max... Esto es grave... Yo no...
—Abby, mírame —insistió él, en cuanto ella bajó la vista hacia el suelo. Entonces lo miró—. Tienes que poder con esto, quieras o no. Por ti, por mí, y por ese bebé —Le dijo, apoyándole la mano izquierda en el vientre por encima de la camiseta con manchas de tierra—. Es el precio que tuvimos que pagar, éramos nosotros o ella. Sobrevivimos.
—Sí, sobrevivimos... —asintió. Maxwell sonrió, y le besó la frente.
—Eso es, ya lo entiendes. Ahora hagamos una cosa, voy a guardar las palas, luego vamos a ducharnos y nos acostaremos a dormir. Luego de eso, llevaré el coche de alquiler a un lavadero para dejarlo reluciente, llenaré el tanque y lo iré a devolver. Asunto arreglado.
—¿Y después? —preguntó ella, con los ojos hinchados por el llanto.
—Después nos tomaremos unas vacaciones, lejos de todo y de todos.
A Abby le agradaba la idea. Realmente necesitaba apagar su cerebro, estar lejos de todo lo que había sucedido, no pensar en nada más. Asintió con la cabeza, Maxwell le dio un beso en los labios al ver que estaba un poco más serena, y luego de que saliera un momento para guardar las palas en su garaje, se metieron a la ducha. Fue difícil hacerlo teniendo en cuenta que el agua caliente le hacía doler y sangrar el brazo de manera espantosa, pero ella le dijo que debía lavar la herida para evitar una infección, por lo que Maxwell tuvo que aguantar tanto como pudo. Al fin, luego de que se hubieran quitado toda la tierra y el sudor del cuerpo, Abby lo ayudó a secarse y vendarse el brazo. Por último se secó ella, y aún desnudos se dirigieron a la habitación, para meterse entre las sábanas.
El agua caliente había aflojado cada músculo de ambos, y en cuanto tocó la suavidad de su colchón, Maxwell se durmió casi al instante. Abby, sin embargo, se recostó a su lado cubriéndose con las mantas y abrazándole el pecho, con la mirada pensativa. No creía ser capaz de dormirse, por su mente aún continuaba aquella imagen desesperante: el grueso y putrefacto brazo del tulpa estrangulándola, su hedor a malévola descomposición. Luego se podía ver a sí misma empujando el cuerpo de Elizabeth enrollado en las mantas, hasta verle caer al pozo que tanto trabajo les había dado cavar. Como ecos malditos, seguía escuchando el golpe sordo que había provocado el cadáver al caer e impactar en la tierra. Una y otra vez.
Hasta que el cansancio la venció, y se durmió.
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