6
Maxwell volvió tarde de la noche, casi a las once, de la casa de Joe y Rita. Cenaron, bebieron y le cantaron el cumpleaños feliz, haciendola sentír de maravilla. Emocionada, Rita agradeció por la compañía de todos, en especial la de su hermano, debido a la reconciliación familiar. Luego de ello, permanecieron un rato más de sobremesa hasta que Maxwell se fue, anticipándose a la nieve que estaba anunciada para la medianoche de aquel día.
Durmió como plomo, ni siquiera se preparó nada para comer, solamente entró a su casa y luego de comprobar que todas las puertas y ventanas estuvieran bien cerradas, se dirigió escaleras arriba, rumbo a su dormitorio, para quitarse la ropa y zambullirse en la cama. El aire fresco de la caminata y las horas de visita en la casa de su amigo habían acabado por agotarle, de modo que durmió toda la noche de corrido hasta casi las diez de la mañana del día siguiente.
Para cuando despertó, lo primero que hizo fue darse una ducha rápida antes de desayunar, y aunque sabía que corría el riesgo de padecer un dolor de cabeza tremendo por no tomar su café a tiempo, se quedó disfrutando del agua caliente un poco más, hasta haber agotado el tanque. Luego de eso, encendió la cafetera, se preparó un par de huevos revueltos, y revisó el teléfono celular, para ponerlo a cargar. Tenía un mensaje de Abby, que lo esperaba a las cinco de la tarde en el parque Winstone, y que estaba con felices ansias por verle. Obviamente, Maxwell contestó que también, y le confirmó la cita diciéndole que a las cinco en punto estaría allí.
Durante todo el día, no pensó en otra cosa que no fuera en ello. Las horas se estiraron como chicle, y la jornada se le hizo interminable. No escribió una palabra en su nuevo libro, tampoco escuchó música, solamente se dedicó a mirar televisión, y cuando estaba demasiado aburrido, caminaba de un lado al otro de la sala de la casa. Se sirvió un whisky pasadas las dos de la tarde, lo saboreó como hacía muchos días no disfrutaba uno, y estuvo tentado a servirse otro, pero rechazó la idea. Desconocía si iba a beber algo con Abby y no quería sentirse ligeramente mareado en caso de que hubiera contacto físico de algún tipo.
Pensar en esto último le hizo cierta gracia. ¿Cuánto tiempo hacía que no se acercaba a una mujer? Se volvió a preguntar al igual que días atrás. Sin duda una buena cantidad de años, y una parte de sí mismo se hallaba nervioso ante la expectativa. Nervioso y entusiasmado, tampoco se iba a mentir. Desde que había tenido frente a él la posibilidad de una cita con Abby, no había dejado de pensar en como sería el calor de sus manos, finas y delicadas, entre las suyas. O aún mejor, poder sentirle la respiración en su cuello.
Al fin, la hora había llegado. A partir de las tres y media de la tarde, toda la lentitud con la que Maxwell sentía que transcurría su día, se vino en barranca abajo repentinamente. Las horas se le pasaron volando, a eso de las cuatro se dio una nueva ducha por si acaso, se vistió con un suéter Polo, una chaqueta de cuero mucho mejor de la que usaba normalmente, zapatos nuevos y un pantalón de jean negro comprado el mes anterior. Antes de salir de casa, se roció perfume en zonas que él consideraba claves: detrás de las orejas, en el cuello y los hombros. Desconectó el teléfono de su cargador, tomó las llaves de la casa, y luego de apagar todas las luces, salió y cerró tras de sí.
El parque Winstone no estaba muy lejos de su casa, como a una media hora caminando por la avenida principal, por lo que salió sin el coche. Quería ir caminando para disfrutar del aire fresco y por sobre todo para controlar sus propios nervios ansiosos, de modo que avanzaba sin prisa, mirando las casas de su vecindario y a los vecinos que se afanaban en limpiar la nieve de sus jardines. En cuanto llegó al parque, se sentó en uno de los tantos bancos de madera que había al lado de los senderos pavimentados entre la vegetación, cerca de la fuente central, ahora apagada debido al clima. A lo lejos, se podía ver desde su posición la zona recreativa para los niños, con el tobogán recubierto de nieve al igual que los asientos de las hamacas. Los juegos estaban vacíos, evidentemente, y a excepción de él, los únicos dos que estaban en aquel parque a esas horas era una pareja de adolescentes, como a cincuenta metros de su posición, cuchicheándose al oído y haciéndose arrumacos. Maxwell los miró, sonrió, y pensó que extrañaba esas épocas. Una buena época, en donde el calor de las hormonas y la inocencia propia de la joven adolescencia eran un caldo de cultivo perfecto para vivir maravillosas historias que difícilmente sobrepasaban el verano.
Quince minutos después, la vio llegar, por el sendero opuesto en el que estaba esperándola él. Estaba hermosísima, pensó, aún cubierta por aquel tapado color salmón que hacía juego con el rubio de su cabello ondeándose en cada paso. Llevaba unas botas de caña alta hasta la rodilla, marrones, y un pantalón de jean azul. En cuanto lo vio, levantó una mano tímidamente para saludarlo, y Maxwell hizo lo mismo. Sentía el pecho como una bomba de petróleo a toda máquina, y se puso de pie mientras respiró hondo, tratando de controlar sus propias pulsaciones cardíacas. Una vez que ella llegó hasta su posición, ambos se dieron un beso en cada mejilla, respiraron la fragancia de los perfumes que llevaban cada uno en una milésima de segundo, y luego tomaron asiento en el mismo banco de madera donde él la estaba esperando.
—¿Cómo has estado? —Le preguntó, con una sonrisa.
—Bien, todo bien. Estaba un poco ansiosa por verte.
Abby bajó la mirada al tiempo que se sonrojaba, y Maxwell disfrutó de aquel gesto. Apenas tenía una sombra de maquillaje en los ojos y no se había pintado los labios, pero había un halo de extraña pureza en ella, como la de una niña encerrada en el cuerpo de una adulta, que le inspiraba además de confianza, un montón de ternura. En un gesto que sabía bien arriesgaba el hecho de parecer atrevido, apoyó su mano derecha con delicadeza encima de las de ella, que descansaban entrelazadas encima de su regazo. Entonces ella levantó la mirada hacia él, con cierta sorpresa.
—Yo también estaba ansioso —Hizo una pausa, y añadió: —, y feliz.
—Bueno, me pone feliz que te ponga feliz tener una cita con alguien como yo —sonrió, por el juego de palabras. Y entonces apartó una de sus manos para tomar la de Maxwell con más confianza. Efectivamente, tenía la piel muy suave y tibia, pensó él. Sus dedos eran largos y finos, y tenía un nacar rojo en las uñas. Adoraba eso de las mujeres, el hecho de que ponían hasta el máximo de los empeños en los mínimos detalles, para parecer lo más seductoras posibles aún con cosas tan normales como un simple color de esmalte.
—Lo dices como si fueras alguien que no vale la pena, y en realidad soy yo el que debería estar feliz por tener una cita —dijo—. Siempre he sido un solitario, si aún no lo notas, ya lo notarás.
—Solo te menosprecias gratuitamente, Max.
—Tú también lo haces —La miró, simulando reproche. Abby se rio. Adoraba verla reír.
—Supongo que es algo común de los escritores.
—Ya lo creo que sí. ¿Cómo vas con tu trabajo? —preguntó él.
—Bueno, no sé si fue por el hecho de conocerte o qué, pero he escrito mucho más que las semanas anteriores, en promedio casi quince páginas más por día. Supongo que haber charlado contigo hizo mover los engranajes de mi cerebro más de la cuenta.
—Vaya, al fin puedo sentirme útil —bromeó. Ella le apretó levemente la mano, mirándolo con fingido fastidio.
—¡Cállate, Max!
—Lo siento, no volveré a insultarme frente a tí —Se rio, a su vez.
—¿Y tú que tal vas? —Le preguntó ella.
—No he escrito una sola palabra. He decidido descansar, visitar a la esposa de un buen amigo, que era su cumpleaños, y nada más.
—Oh, fin de semana sabático.
—Exactamente —Asintió él. Entonces volvió a mirarla directamente a los ojos ambarinos que tanto le habían gustado el primer día—. ¿Puedo preguntarte algo?
—Lo que quieras.
—¿Has sabido algo de tu editor? ¿Volvió a molestarte?
—¿Debo suponer que te estas preocupando por mi? —Lo miró, con los ojos entrecerrados y la sonrisa bailándole en el rostro. Maxwell asintió.
—Claro que sí.
Como toda respuesta, Abby no le soltó la mano, sino que asintió con la cabeza y le apoyó su otra mano libre encima. Ahora Maxwell estaba envuelto en la tibieza completa de sus manos, aún a pesar del frío del ambiente, y una parte de sí mismo deseaba con todas sus fuerzas que aquello no se terminara jamás.
—Bueno, en ese caso te contaré todos los detalles. Me envió un correo al día siguiente, supongo que cuando se le pasó la resaca. Me pidió disculpas por el trato que me había brindado, que no se iba a volver a repetir, y aunque te parezca idiota, me declaró el hecho de que yo le atraía desde el primer día que me vio ingresar en su oficina. Tardé todo un día en responderle, porque sinceramente, me molesta mucho que haya hombres que confundan relación laboral con relación personal. Pero lo mandé al demonio, le dije que rescindía de su contrato de edición y que se buscara otra puta, porque yo no iba a bajarme los calzones ni con él ni con nadie, solo por buscar editar mi primer libro —Abby hizo una pausa, resopló, encogiéndose de hombros, y negó con la cabeza, mirando a Maxwell con expresión apenada—. Disculpa mi lenguaje vulgar, ahora me siento muy avergonzada por estar hablando así, ¡pero me indigna que estas cosas sucedan, como si una fuera cualquier cosa!
—No tienes nada de que disculparte, Abby, al menos no conmigo. Tranquila.
—Gracias —respondió, con una sonrisa.
—Me alegra que lo hayas mandado a la mierda, esa gente no llega muy lejos. Y si llegan, solamente lo hacen con gente de su misma calaña, y tú eres mucho más que eso, así que has optado por el camino correcto —dijo él.
—Lo sé. A veces me gustaría ser hombre, para evitar que estas cosas me pasen.
—No te creas que a nosotros no nos pasa, eh. Sí, es cierto, nos pasa en menor medida, pero también tengo anécdotas con respecto a eso.
Abby lo miró sorprendida.
—¿En serio?
—Sí, sí... Recuerdo que, en mi primer editorial, tenía una editora que según ella me decía, yo era el favorito de todos sus escritores contratados. Cuando le presenté mi primer libro, un ensayo de terror acerca de un cementerio maldito, le pareció fascinante, de la talla de Stephen King, en fin... me tiró con rosas por todos lados. Cuando me notificó que había una posibilidad de edición, me hizo ir a su casa para charlar la oferta de contrato. Me pareció extraño que no esperara a vernos en la oficina, como siempre, pero no le di demasiada importancia porque me imaginé que tenía urgencia por lanzar el sello editorial a las librerías. Cuando llegué a su casa, me recibió en camisón de seda.
—¿Y qué pasó?
Maxwell hizo una pausa como si estuviera recordando algo que le resultaba tremendamente incomodo. Y entonces suspiró.
—No pasó absolutamente nada, la miré, me di media vuelta y me fui. Antes de que me fuera me dijo que estaba perdiéndome un contrato de edición de lujo, pero no le hice caso. Los hombres somos más sencillos, y aunque era mucho mayor que yo por aquel entonces, para cualquier tipo es fácil hacer una cosa así y dejar la mente en blanco, no pensar que es una vieja o tu jefa de edición. Sin embargo, yo sabía que cuando empezara por ese camino, iba a conseguir una fama inútil, una fama completamente volátil, creada no por mi talento, sino por la calidad del sexo que le brindé a mi editora personal.
—Eres un hombre de principios.
—He tratado de serlo.
—¿Y por eso te has mantenido solo luego de tu separación?
—Me he mantenido solo porque no quiero problemas, porque no vale la pena enredar los sentimientos y mi vida con gente que quizá se acerca a mí por tener mi nombre en la librería del centro comercial, o porque tengo cierto nivel adquisitivo —respondió Maxwell—. Lo cierto es que me he acostumbrado a la soledad. No siento la necesidad de conocer personas nuevas.
—Lo entiendo.
Había cierta congoja en la voz de Abby luego de escuchar aquello. Ya no le sujetaba la mano como hasta hace un rato lo hacía, sino que simplemente la mantenía apoyada encima de la de él.
—O al menos, no la sentía hasta ese momento, en que te vi en el club siendo acosada por ese imbécil.
Abby lo miró con esperanzas renovadas, sus ojos volvían a chispear como antes.
—¿Podemos decir que he roto tu rutina?
—Totalmente culpable de ello. Aunque debo reconocer que no te he defendido pensando en la posibilidad de salir contigo o conocerte más, lo hice porque creo que era lo correcto, lo que debía hacerse.
—Lo sé, Max. No creo que hayas hecho todo esto con segundas intenciones. Normalmente no soy así de confiada de buenas a primera con nadie, pero tú eres especial, me has roto todos los estereotipos y no me siento insegura de ti —Le respondió.
—Bueno, me alegra que no desconfíes —sonrió.
—En absoluto. He tenido pocas relaciones en mi vida, no te voy a mentir. Y no estaba reacia como tú a conocer a nadie más, pero sí es cierto que desde hace unos años para aquí, tomaba mis recaudos.
—¿Ah sí? Creía que eras una chica afortunada en el amor.
Abby rio, esta vez sin sarcasmo, realmente le causaba gracia la imagen que Maxwell tenía de ella.
—Nada más alejado de la realidad, Max. Mi primera pareja fue a los dieciocho, ¿sabes cuanto me duró?
—No tengo ni idea.
—Un mes y medio. El tiempo que tardó en convencerme para que me acostara con él. Había sido mi compañero de universidad, y al final, todo era una apuesta para demostrarle a su grupo de amigos que podría sacarle la virginidad a la rarita del salón, como si fuera un trofeo de combate.
—Vaya mierda... —murmuró él. Sabía que había tipos que eran una completa basura en el mundo, y durante su juventud, puede que haya sido también uno de ellos. Pero eso ya sobrepasaba todos los límites.
—Y que lo digas. ¿Sabes qué pasó con el segundo? Lo conocí a los veinte, duramos juntos siete años. Teníamos planes de familia, estábamos comprometidos, una vida realmente de ensueño. Seis meses antes de comenzar a planificar la boda, descubrí que tenia otra familia, con tres hijos —apartó una mano e hizo el gesto con los dedos, haciendo énfasis—. Tres hijos. Y lo peor de todo es que ni siquiera sé como lo hizo para que jamás me diera cuenta de nada, pasaba casi siempre conmigo, nunca le sonaba el teléfono, era rarísimo, y me hizo sentir como una estúpida. Mi tercera pareja fue quien te conté aquella noche en el club, así que la historia ya te la sabes. A partir de ahí me dije a mí misma que ya no más.
—¿Hasta que llegó el señor Maxwell Lewis a romper con tu bloqueo amoroso? —bromeó. Ella sonrió, y lo miró encogiéndose de hombros. Maxwell se había jugado todas las fichas en esa respuesta, y para su sorpresa, no se lo había tomado a mal.
—¿Quién sabe? —Le respondió. Entonces miró para adelante, entregándole su perfil, y apartó una mano de encima de la de él, para señalar. —¡Mira, ya comienza a atardecer! Adoro esos colores en el cielo.
Maxwell también miró en aquella dirección. Tenía razón, pensó. Era hermoso ver como las luminarias del parque comenzaban a encenderse a medida que la luz escaseaba, mientras que los tonos anaranjados y rojizos teñían la nieve en las copas de los arboles de pinos, reflejaban el cielo en los charcos de agua e inundaban sus pupilas de bellos colores cálidos. Entonces, fue la propia Abby quien rompió el silencio de aquel mágico momento.
—Cuando termine de atardecer, ¿quieres venir a mi casa a tomar un café? Comienza a ponerse frío.
—Claro, me encantaría —aseguró Maxwell.
*****
Casi cuarenta minutos después, emprendieron la marcha hacia la casa de Abby, en cuanto ya había anochecido. Ella le había guiado hasta su coche estacionado a un lado de la entrada del parque, un Kia Río celeste modesto pero bien cuidado, subiendo ella del lado del conductor y Maxwell del lado del acompañante. El coche olía a perfume de mujer, polvos de maquillaje y desinfectante, y aunque se esperaba ver en el tablero del mismo algún labial perdido, o cualquier otro implemento típico de mujeres, lo cierto era que no había nada fuera de lugar.
En cuanto llegaron a su casa, Maxwell sintió que podría quedarse allí por siempre. El departamento era sencillo, una casa con césped bien cortado, ventanales con postigos de madera en el frente, una puerta de madera caoba con diseño a rombos, y ladrillos grises a la vista. Por dentro, era pequeña pero acogedora. Abby era una chica que vivía con lo mínimo y necesario, apenas un sillón de dos cuerpos, una televisión de pantalla plana pero de no mas de 30 pulgadas, empotrada en la pared. Una estufa a leña modesta en un rincón de la sala, un juego de comedor con dos sillas de madera y una mesa para sentarse a comer, la cocina pulcra e impecable y un pasillito al fondo donde se encontraba el baño, el dormitorio de Abby y la puerta que conducía al patio trasero.
Ella encendió la estufa a leña, preparó el café, le puso chocolate en barra para darle más sabor, y se sentaron en la mesa a charlar casi en susurros, como si se conocieran de toda la vida o estuvieran tratando un tema muy importante, de esos que ni siquiera las paredes pueden oír. Fue así como la noche siguió su curso, pronto se hicieron las nueve y más tarde las diez, aunque no se dieron cuenta de esto hasta las once de la noche, momento en que Maxwell miró su reloj de pulsera.
—Vaya, son las once y cinco. Creo que ya es hora de que me vaya. ¿Qué autobús pasa por aquí?
—¿Autobús? Ni hablar, Max. No vas a tomarte un autobús a estas horas de la noche —negó ella, con la cabeza.
—Es que me parece demasiada molestia que encima de todo me lleves.
—¿Molestia? Ninguna, es lo menos que puedo hacer por ti, luego de tan hermosa velada —sonrió.
Maxwell volvió a ponerse la chaqueta de cuero, ayudó a levantar de la mesa los platillos y las tazas del café, intentó lavarlas pero Abby le dijo que ni siquiera pensara en ello, que ella ya lo lavaría después. Sin embargo, en cuanto abrieron la puerta para salir, se dieron cuenta que había comenzado a nevar copiosamente mientras charlaban adentro. Nunca se habían dado cuenta ya que estaban demasiado concentrados en la charla uno con el otro, y la tibieza de la sala de estar menguaba el frío del clima. De pie frente a la puerta, Abby miraba la nieve caer en gruesos copos.
—Oh, vaya... —murmuró. —No me imaginaba esto.
—¿Tienes cadenas para la nieve?
—Sí, pero no las he puesto.
—Abby, en verdad, no te preocupes, me tomaré un autobús y listo —dijo Maxwell—. Tú tranquila.
De forma decidida, Abby cerró la puerta otra vez.
—Olvídalo, quédate a cenar, ya te llevaré mañana a tu casa, cuando pase la nevada.
Maxwell la miró con una ceja levantada, sonriendo.
—¿Mañana?
—Puedo prepararte unas mantas en el sillón, no hay problema. Tengo unos espaguetis con salsa instantánea para cocinar, cenaremos rico y dormiremos como unos bebés.
—Entonces, me parece un excelente plan. Lastima no haber sabido, al menos traía un vino para compartir.
—Tu compañía ya es suficiente, Max. Enseguida pongo a hervir el agua —le guiño un ojo.
Para las once y media ya la salsa estaba lista, y para las doce ya estaban cenando agradablemente. Se quedaron de sobremesa hasta la una y media de la madrugada, y luego Maxwell levantó los platos y los tenedores de la comida. Esta vez, no esperó a que Abby le regañara por intentar lavar los platos, sino que los comenzó a fregar de buenas a primera. Ella le miró con cierto reproche bromista, diciéndole que no debía pasar trabajo limpiando cosas, que era su invitado, pero Maxwell le respondió que no le dejaría fregar todo sola. Luego de ello, Abby le trajo desde su dormitorio algunas mantas y una almohada extra, para poner encima del sillón de dos cuerpos y organizar una rápida cama para Maxwell. Este asintió, se despidieron con un beso en cada mejilla, un poco más largo esta vez, y luego de apagar las luces de la sala, Abby se dirigió al baño para cepillarse los dientes y luego a su dormitorio.
El silencio en la casa se hizo notar casi enseguida. Maxwell se quitó el suéter, quedándose en camiseta y pantalones. Se descalzó, y se recostó en el sillón de cara a la estufa a leña, que calentaba la sala acogedoramente. Estaba feliz por haber pasado tan agradable día con Abby, quien consideraba una chica maravillosa y por sobre todo muy hermosa. Una parte de su mente se preguntó si se estaba enamorando de ella, y no le llevó mucho tiempo encontrar la respuesta afirmativa. ¿Sería lo mejor para él, un tipo solitario y acostumbrado a vivir sin ninguna muestra de afecto hacia su persona? Se preguntó. No lo sabía, no tenía forma de adivinar el futuro o suponer de alguna manera lo que iba a pasar. Pero se dejaría llevar, al fin le estaba pasando algo bueno, algo en lo que se sentía pleno por completo, y lo disfrutaría como tal.
Se hallaba absorto, pensando en todas estas cuestiones con los ojos clavados en la penumbra de la oscuridad, cuando de repente una sombra se paró a su lado. Al notarla, Maxwell dio un respingo de susto, y resopló, sujetándose el pecho con una mano.
—Dios mío, vas a matarme —dijo. Era Abby, no la había escuchado porque había caminado descalza por el suelo alfombrado de la sala de estar, hasta llegar junto a su sillón. Entonces, para su sorpresa, vio que ella le apartó la manta con la que se cubría, tomándolo de la mano.
—Ven conmigo —Le susurró. Maxwell se puso de pie, y entonces, al enfocar la mirada en ella, pudo verla con un poco más de nitidez a pesar de la penumbra. Estaba vestida con un camisón holgado de seda azul, y podía apostar a que no llevaba nada debajo. Al percatarse de que comenzaban a caminar en dirección al dormitorio, Maxwell sintió que los ansiosos nervios comenzaban a aflorarle otra vez.
—Abby, ¿qué...? —Intentó preguntar, pero ella le interrumpió.
—Shh, no digas nada, Max. No digas nada, y solo sígueme, antes de que la sensatez me domine de nuevo.
Caminaron a través del pasillo y llegaron a una puerta a la derecha. En la habitación había una enorme cama de dos plazas, destendida, y remanentes a perfume de mujer flotando en el aire. Entonces, deteniéndose ni bien cruzar el umbral de la puerta, Abby le soltó la mano y se giró de cara hacia él, tomándolo por las mejillas y besándolo. Primero suave, como si temiera su reacción o si estuviera probando un platillo caliente. Con ansiosa lujuria, después. Maxwell no se lo pensó dos veces, su reacción física fue inmediata, a tal punto de que él mismo se sorprendió de su rapidez. Con manos temblorosas le quitó el vestido para dormir, efectivamente, estaba desnuda. Luego se desabrochó el cinturón del pantalón al mismo tiempo que ella le quitaba la camiseta, interrumpiendo su tarea el tiempo suficiente para levantar los brazos y dejarse quitar la prenda por arriba. Entonces volvió a abrazarlo, sus senos se frotaron contra su pecho, volviéndolo completamente loco, y en cuanto se hubo librado de la prisión de sus pantalones, Abby se recostó boca arriba encima de la cama, abriendo las piernas.
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