5
El taxi demoró menos de cinco minutos en pasar a recogerlos, y en cuanto se abordaron a él, Maxwell le indicó la dirección del concesionario. A su lado en los asientos traseros, Abby movía la pierna derecha compulsivamente, en claro gesto nervioso, y él le apoyó su mano izquierda encima. Ella entonces apartó la mirada de su ventanilla y le observó, en silencio, mientras que él le sonrió buscando darle paz. Sin embargo, sabía que era una tarea imposible. En breve estarían decidiendo su futuro, el final de toda esta historia de locos que tanto les había jodído la vida. Y aunque no lo dijera o lo demostrara, lo cierto es que él también se hallaba extremadamente nervioso.
Al llegar al local de renta de coches, Maxwell abonó el viaje y una vez que se bajaron del taxi, él le tomó las manos en las suyas, y le dio un corto beso en los labios.
—Ahora, tengo una idea. Pero necesito que me dejes hablar a mí, aunque voy a necesitar tu ayuda. ¿Creés que puedas hacerlo? —Le preguntó.
—Supongo que sí. Dime qué debo hacer.
—No hagas nada, solamente mantente lejos del mostrador, yo inventaré una historia convincente. Lo importante es que tienes que fingir no escucharme, siempre hay revistas en el hall o algo, haz de cuenta que lees una de ellas.
—A veces todo esto me aterra, Max —comentó—. Parece como si tuvieras todo calculado a la perfección.
—No, no lo tengo. Pero soy un escritor que adora improvisar, al igual que en mi vida. Así que ahora vamos, tenemos mucho que hacer y no podemos perder un solo minuto —sentenció.
Entraron a la concesionaria juntos, no tomados de la mano ni mucho menos, ya que Maxwell buscaba aparentar que eran una pareja como cualquier otra, pero que no tenía tanto vínculo personal como para andar melosamente pegados uno al otro. Tal como suponía, vio en el recibidor del local algunas sillas modernas y en medio, una pequeña mesa ratona con un montón de revistas encima. Fiel al plan, Abby miró las revistas y se dirigió hacia ellas, acercándose a una silla. Como para reafirmar sus palabras, Maxwell habló, en un tono lo suficientemente alto como para que el dependiente ubicado tras el mostrador, unos metros más adelante, lo oyese.
—Espérame un momento, querida.
Abby asintió con la cabeza sin decir nada, tomó la primera revista que vio —una Cosmopólitan —y tomó asiento en la silla más cercana a la mesa. Maxwell, mientras tanto, caminó con paso completamente seguro hacia el mostrador, como si por su cabeza no estuvieran cruzando un millón de ideas y pensamientos catastróficos. El empleado, un muchacho de a juzgar no más de treinta años, con traje, corbata y cabello rubio prolijamente corto, lo miró y sonrió de forma cortés. Maxwell se dijo que el chico tenía las clásicas pintas de alguien que hubiese nacido expresamente para trabajar en un banco, o como administrativo en una gran empresa.
—Buenos días, caballero. Dígame en qué puedo ayudarlo —Le dijo.
—Buenos días —respondió Maxwell—. Yo había llamado hace un rato, consultando por tarifas y condiciones para poder alquilar un coche.
—¡Ah, usted es quien me comentó que tenía su vehículo en el taller! ¿Verdad?
—El mismo —sonrió Maxwell.
—Sí, ha hablado conmigo justamente. Pues depende hacia donde viaje y la cantidad de días que necesite el coche, puedo ofrecerle quizá algo deportivo y ágil, o bien algo más pensado como para trayectos largos. Tengo un...
Sin embargo, Maxwell lo interrumpió. Se acercó al mostrador inclinándose sobre él, como si temiera que Abby lo oyese. Ahora, la maquinaria de su cerebro trabajaba a dos mil revoluciones por minuto, haciendo que el corazón le bombeara alocadamente en el pecho, presa de los nervios. El juego había comenzado.
—¿Sabe cual es el problema? En realidad me da lo mismo el modelo, solo necesito un coche que no esté geolocalizado —dijo, en un susurro, señalando discretamente con el pulgar hacia el sitio donde se encontraba Abby, a su espalda—. Luego de la reunión tengo planeado ir a un cabaret que me recomendaron unos colegas, y mi esposa es demasiado celosa. Me revisa los estados de cuenta, los correos electrónicos... ¿Comprende? Y ella sabe que las concesionarias tienen GPS en sus vehículos, mi cuñado trabaja en un local de rentas. No me asombraría que en cualquier momento después de devolver el coche los llamara a ustedes pidiendo ver mis rutas de movimiento...
—No hay problema, señor. La ruta de movimiento de los clientes es completamente confidencial. Por más que pregunte, jamás podría tener acceso a ellas.
Mierda, pensó Maxwell. Aquel flacucho sonriente le había desarmado su teoría en dos simples frases. Se debería haber imaginado que iba a suceder una cosa así, es lógico, ese tipo de servicios siempre tienen un as bajo la manga. Ahora debía pensar en otra cosa, o estaría perdido.
—Lo entiendo, créame. Pero no podré vivir tranquilo sabiendo que mi ruta está en algún sitio. Le aseguro que puede ser una mujer muy convincente cuando quiere algo, además de persuasiva. Solo le estoy pidiendo un mínimo favor, nada más. Imagino que deben tener algún coche sin el localizador instalado, por más antiguo que sea, le prometo que me da igual. Solo quiero divertirme una vez luego de diez años de matrimonio —mintió.
—Lo siento, caballero. Pero no tenemos lo que usted pide, son políticas de la empresa, todos los coches deben estar localizados. Es parte de la póliza —aseguró.
Maxwell comenzaba a impacientarse. Entonces, solamente le quedaba una opción. Se llevó la mano a la espalda, al mismo costado del cuerpo donde tenía la pistola nueve milímetros escondida, y metiendo la mano en el bolsillo trasero, sacó su billetera. La abrió rápidamente, sacó dos billetes de cien y doblándolos, se los dejó encima del mostrador.
—Que esto quede como un secreto, mi amigo. Le daré doscientos dólares por encima del valor del alquiler del coche, para usted. Nadie tiene por qué enterarse que ayudó a un hombre aburrido, ¿verdad?
El dependiente miró los billetes, resopló por la nariz y negó con la cabeza con lentitud, sin dejar de mirarlos. Estaba cediendo, pensó Maxwell. Ya casi lo tenía en el buche.
—Es que no lo sé... por lo general nunca revisan los contratos, pero si por algún motivo mi jefe llegase a hacerlo... no quiero perder el trabajo, ¿comprende? —dijo.
—No lo perderás. Dime una cosa, ¿qué modelo de coches tienes sin localizar? —Le preguntó.
—Solo tengo uno, bastante antiguo ya. Un Volkswagen Polo, lo íbamos a discontinuar el mes que viene.
—No te preocupes, me viene de perlas —Maxwell sacó dos billetes más de cien, y los unió a los que estaban sobre la mesa—. Si por algún motivo tienes tanta mala suerte que a tu jefe se le ocurre revisar los alquileres de esta semana, entonces le dices que te equivocaste de modelo de coche porque cuando llenaste mi formulario, justo estabas recordando que debías discontinuar ese coche, pero cuando te diste cuenta yo ya había firmado y era demasiado tarde, por lo tanto estabas obligado a entregármelo. Tú salvarás la carne del fuego, y yo seré un hombre feliz por una o dos noches, ¿te parece bien?
El dependiente entonces tomó los cuatrocientos dólares de la mesa, y asintió, ofreciéndole la mano derecha.
—De acuerdo, señor. Tenemos un trato —dijo al fin. Maxwell sonrió ampliamente, esta vez no tuvo que fingir. Realmente le había vuelto el alma al cuerpo, pensó.
—Ah, es excelente escuchar eso.
El dependiente le extendió el papeleo, le pidió los documentos de identidad y el carnet de conducir. Maxwell entregó todo, llenó las tres páginas de formas, pagó el alquiler del coche tal y como estaba estipulado en su precio, y en unos momentos ya estaban caminando juntos hasta el depósito, para retirar el coche. Durante la marcha, y a escondidas del dependiente, Maxwell le hizo un breve guiño a Abby como para indicarle silenciosamente que todo estaba en orden, y ella, como para añadir más credibilidad a su historia, le preguntó sonando lo más desinteresada posible:
—¿Todo ha salido bien, cariño?
—Así es, en breve estaremos haciendo ese viaje. Te agradezco que me acompañes a la reunión —dijo, y volteándose hacia el dependiente, esta vez le dedicó un guiño a él. El chico no hizo ningún movimiento anormal, solamente se sonrió por lo bajo al ver aquello. Se lo había tragado con patatas, pensó.
El coche no tenía uso desde un buen tiempo atrás, Maxwell lo pudo notar porque estaba bastante relegado del resto de vehículos, flamantes, estacionados más adelante e incluso más nuevos. Abby entonces lo miró, y simuló sorpresa.
—¿Has alquilado eso? No va a aguantar... —comentó. Maxwell le rodeó la cintura con un brazo. El papel que estaba haciendo era magistral, pensó.
—No te preocupes, será mucho más cómodo que estos coches modernos.
—Le garantizo que así es —comentó a su vez el dependiente, como para darle seguridad.
Le entregó la llave a Maxwell, le deseó un buen viaje y esperó a que subiera al coche. Una vez que salieron del estacionamiento, respirando con agrado el perfume a lavanda del aromatizante colgado en el espejo retrovisor, Abby resopló, más aliviada.
—¿Qué le dijiste? —preguntó.
—Que iba a visitar un cabaret que me habían recomendado, a escondidas tuya. Te puse como la loca psicópata de la relación, pero funcionó.
Abby lo miró simulando enojo, mientras Maxwell doblaba por los accesos a una avenida. Entonces sonrió.
—Ni siquiera se te ocurra hacer una cosa así, o me pondré celosa en serio —comentó, a modo de broma.
—No está en mis planes, no podría —aseguró él, apartando una mano del volante para acariciarle la pantorrilla.
Viajaron en completo silencio rumbo al barrio donde estaba ubicada la casa de Elizabeth. Tardaron casi cuarenta minutos en llegar, ya que de pasada se detuvieron en un supermercado para comprar refrescos, patatas fritas y sándwiches de jamón, y cuando lo hicieron, Abby pudo adivinar que estaban muy cerca porque Maxwell cambió la expresión de su rostro, tensionándose. Era obvio que esa mujer aún seguía haciendo mella en él, no porque tuviera algún tipo de sentimiento por ella todavía, sino porque su sola presencia le traía a flote un montón de malos recuerdos, arraigados a su mente como espinas malditas.
—¿Hemos llegado? —preguntó.
—Sí —Pasó a velocidad normal por delante de la casa, mirando su fachada, el enorme techo a dos aguas y el jardín que parecía necesitar agua en forma urgente, y resopló por la nariz. Todo estaba cerrado, persianas bajas, quizá no estaba en casa, pensó—. Quiero recorrer un poco el barrio a ver si la veo, antes de estacionarme.
—De acuerdo.
Maxwell dio una vuelta a la manzana principal, y luego a la posterior, como si fuera nada más que un simple conductor buscando un número de puerta en particular. Sin embargo, no vio nada. Ni rastro de Elizabeth. Con el ceño fruncido, se dio cuenta que no tenía ningún sentido seguir patrullando las calles como un obsesivo, de modo que volvió a la calle de la casa, la cruzó y se estacionó cerca de la esquina ubicada frente a ella. Apagó el motor, se arrellanó en su asiento y se cruzó de brazos.
—Bueno, esto va a ser largo. Te sugiero que te armes de paciencia —dijo.
Abby dio un suspiro, se desabrochó el cinturón de seguridad para estar más cómoda, y encendió la radio del coche, sintonizando una estación donde transmitían música pop.
Las horas pasaron, lentas y tediosas. Se hicieron las once de la mañana, el aburrimiento les dio hambre, pero no podían empezar a comer aún porque no tenían ni idea de cuanto tiempo permanecerían en vigilia. Llegaron las doce, luego la una de la tarde, y Maxwell fue quien abrió un paquete de patatas fritas. Comieron y bebieron una botella de agua cada uno, para evitar abrir las de refresco todavía, pero no fue suficiente ya que aún seguían con un poco de hambre.
La tarde pasó espantosamente lenta. Charlaron de muchas cosas mientras tanto, sin que Maxwell dejara de observar hacia la casa en ningún momento. Hablaron acerca de ellos, de su futuro, de su presente. Abby le confesó que una parte de ella aún seguía un poquito dolida por el episodio en el cual Maxwell le había ordenado que se volviera a su casa, y de nuevo, él le explicó que había sido algo completamente desesperado, en su afán por protegerla y que nada malo le ocurriese. Ella comprendió sus razones, pero a Maxwell no le generó demasiada tranquilidad. También había entendido la última vez, aparentemente, y ahora quedaba claro que no era así. Se lo planteó, y manejó la hipótesis de que quizá hubiese roto su seguridad emocional al hacer eso. Para su desgracia, Abby le confirmó que exactamente eso era lo que le había sucedido. Y Maxwell no pudo evitar sentirse peor.
La cabeza había comenzado a dolerle, y su mente estaba dividida en dos. Por un lado, tenía un estado de nervios que era casi incontenible, aunque no lo mostrara, por estar vigilando a su ex mujer y por la expectativa de saber que por fin de una manera u otra, podría acabar con todo aquello. Por otro lado, no cesaba de pensar en las palabras de Abby, temiendo por la relación fracturada. Entendió entonces que debía hacer mucho trabajo de su parte de aquí en más, si quería volver a hacerla sentir segura.
De nuevo, su mente fluctuó hacia Elizabeth, y el pensar en cómo se iban a suceder las cosas le daba terror. ¿Qué pasaría cuando la viese? ¿Lo increparía? ¿Lo atacaría de alguna forma, quizás, al verse descubierta? Pensó. Más allá de todas esas interrogantes, había una que le generaba un autentico miedo hacia sí mismo: ¿Cuál sería su reacción ante eso? Se preguntaba una y otra vez, mientras su mente imaginaba posibles escenarios.
Casi sin darse cuenta, su mano izquierda se apoyó en la culata de la pistola, por encima de la chaqueta. Había pensado en matarla, lo había dicho, es cierto. Pero entendía que lo había expresado en un momento de máximo dolor, frustración e ira, nada más ni nada menos que en la muerte de su único hijo. Sin embargo, ahora la situación era muy distinta. No se imaginaba asesinando a Elizabeth, quizá sí lo hiciera por defensa propia, pero a sangre fría no sería capaz.
Entonces su mente pensó en otra cuestión: ¿Por qué había planeado todo, mintiéndole al de la concesionaria, coaccionando a Abby a que tramitara un permiso de arma, si no estaba realmente pensando en matarla? Se dijo. Y por primera vez en su vida, tuvo mucho miedo de sí mismo al conocer la respuesta de todas estas interrogantes.
La tarde cayó paulatinamente, el sol le dio paso minuto a minuto a las sombras de la noche, y los focos de fotocélula dispersos por las aceras comenzaron a encenderse progresivamente. Sus ojos agudizaron la vista hacia la casa, esperando ver quizá un reflejo de luz en el living, a través de las cortinas. Sin embargo, nada pasó. Y entonces fue cuando comenzó a preocuparse: ¿Y si Elizabeth no estaba en la casa? Tal vez había viajado, ¿pero adónde? Se preguntó. Por el bien de todo, esperaba que no fuera así, no quería haber hecho todo eso en vano, no quería pasarse una semana, dos o un mes, durmiendo adentro de un coche, vigilando una propiedad vacía.
A eso de las ocho y media sintió ganas de orinar, de modo que bajó del coche y cubriéndose con la puerta del maletero abierta, hizo lo propio rápidamente. A las diez, fue Abby la que sintió ganas, y descendiendo del vehículo, se cubrió con la puerta abierta del acompañante para acuclillarse a un lado y orinar. Maxwell la miraba de a ratos, de reojo, con infinita pena. Detestaba hacer pasar a Abby por una situación así, pero fue ella misma la que había decidido acompañarlo de forma tan obstinada que no pudo evitarlo. Al terminar, buscó en la guantera del vehículo algún paño o servilletas con la cual poder limpiarse. Sin dudarlo, utilizó lo único que tenía a mano: una franela amarilla de virulana, y al terminar, se subió los pantalones arrojando la franela a un lado y volvió a ocupar su asiento.
Para las once y media, ambos cabeceaban muertos de sueño. Maxwell sentía las piernas entumecidas de tanto estar sentado, y las nalgas habían perdido toda sensibilidad en él. Tenía que hacer algo, pensó. No podría quedarse allí toda la vida, la ansiedad le consumía por completo y le parecía demasiado extraño que no hubiera actividad de ningún tipo dentro de la casa. Lo meditó una vez, dos, cinco, y al final tiró de la manivela en la puerta, abriéndola. Al escuchar el ruido, Abby abrió los ojos, volviendo a despertarse de su somnolencia.
—¿Adónde vas? —Le preguntó, extrañada.
—Iré a revisar la casa, no tolero un minuto más aquí —dijo. Al escuchar aquello, lo miró de forma asombrada.
—Pero Max, no me parece una buena idea. Quizá solamente no está, y listo.
—Si está en la casa, entonces no tiene ningún sentido que al menos no encienda una luz. Y si no está, entonces mejor. Podré revisar tranquilamente en busca de pruebas o algo que la culpabilice.
—¿Y si lo encuentras, qué? —preguntó, ansiosa. —¿Irás a la policía y le dirás que tu ex mujer ha creado un clon de ti para acosarte?
—No lo sé, cariño, de una cosa a la vez. Quédate aquí, no tardaré.
Maxwell cerró la puerta con suavidad, pero en cuanto iba a dar el primer paso para cruzar la calle, vio que Abby también bajaba del coche.
—No me voy a quedar aquí sola. Vamos —sentenció.
Cruzaron juntos la distancia que los separaba de la casa, caminando rápido, y con el corazón latiéndoles desbocado. Para su suerte, en aquel momento no había tráfico ni personas alrededor, y Maxwell pensó que la vida tenía un curioso humor al ayudarlos de esa forma, como si avalara lo que estaban dispuestos a hacer. Sin embargo, en cuanto apoyó una mano en la verja de entrada, titubeó, solo dos segundos nada más, y entonces entró al patio.
El silencio era mortal, el fresco de la noche parecía calarle hasta los huesos, quizá por su nerviosismo. Rodeó el patio principal, y al llegar al lateral de la casa, miró por encima de su hombro para cerciorarse de que nadie le estaba mirando. Entonces, se apoyó contra la pared.
—¿Y ahora? —susurró ella.
—Intentaré buscar una ventana abierta, o algo.
Revisó la primera, para su mala suerte la persiana estaba cerrada, y por desgracia la ventana también. Caminando rápido por delante de ella y seguido muy de cerca por Abby, revisó las dos siguientes. Todas cerradas. Murmurando una susurrante maldición, se dirigió entonces hacia el patio trasero. Al llegar a la puerta, se detuvo frente a ella. ¿Estaría cerrada? Se preguntó. Seguramente lo estaría, no cabía duda. Sin embargo, su mano temblorosa se apoyó en el picaporte y lo revisó. Sí, estaba cerrada, pero la puerta estaba muy floja.
¿Habría sido forzada por alguien anteriormente? Se preguntó. Era posible. Sin embargo, no tenía nada para hacerle palanca, de modo que sin dejar de sostener el picaporte con la mano, apoyó el costado del cuerpo en ella. De reojo, miró a Abby.
—Ayúdame con esto —Le susurró.
Ella se puso a su lado, y le apoyó las dos manos en el brazo derecho. Maxwell se afirmó con las dos piernas en el suelo, y comenzó a empujar a medida que giraba el picaporte. No quería embestir la puerta, haría un ruido tremendo y seguramente alertaría a Elizabeth, en el hipotético caso de que estuviese dentro. Sin embargo, la puerta acabó por ceder con un sonoro chasquido, y ambos se zambulleron dentro de forma repentina. Maxwell frenó a tiempo, evitando caerse, y al hacerlo también detuvo a Abby. Permaneció entonces muy tieso, de pie, esperando lo peor. Por fortuna, nada pasó. La casa se hallaba completamente a oscuras, en silencio, mortal.
—Dios... murmuró ella.
Vamos, puedes hacerlo, pensó Maxwell. Poniéndose un índice encima de los labios, le hizo un gesto para que avanzara con él. La casa tenía el suelo del pasillo alfombrado, de modo que sus pasos prácticamente no se oían en lo absoluto. Sin embargo, había que andar con cuidado. Al llegar al living y verlo vacío por completo, sintió que se comenzaba a tranquilizar. Elizabeth no estaba allí, sin duda alguna.
—Ganaremos tiempo, tú revisa por allí —dijo a voz normal, señalando hacia el pasillo de las habitaciones y el baño—. Yo buscaré por aquí. Parece que no está.
Abby asintió con la cabeza, y se dirigió con rapidez hacia donde Maxwell le indicaba. Él, mientras tanto, escrutó con ojos atentos todo a su alrededor, vigilándola a medida que se alejaba. En cuanto la vio doblar por el pasillo, supo enseguida que algo estaba mal, tremendamente mal con todo aquello.
Un olor nauseabundo, fétido, casi surreal, invadió toda la sala como si de gas lacrimógeno se tratase. Aún en la penumbra de la sala, pudo ver con terrible y perfecta claridad como el tulpa atravesaba la pared que lindaba con el patio delantero de la propiedad. Verse a sí mismo cruzar primero una pierna, luego la otra, el tórax y los brazos, como si se hubiese abierto un portal maldito hacia el inframundo en la propia pared, le generó escalofríos. Una parte de su alocada mente pudo reconocer la camiseta que llevaba puesta: era suya, la usaba para trabajar en su garaje cuando debía reparar algo en el coche. Sin duda con eso había creado aquella entidad, pensó, las manchas de grasa, sudor y aceite que siempre había tenido aún seguían impregnadas en la tela. Y antes de que pudiera tan siquiera reaccionar, el tulpa se dirigió directamente hacia el pasillo por donde había caminado Abby, un momento atrás.
—¡Eh, pedazo de mierda! —exclamó, olvidándose ya del sigilo. Sin embargo, el tulpa lo ignoró por completo, motivado por la oscura determinación de su creadora. Al escucharlo gritar, Abby corrió por el pasillo hacia la sala, y en cuanto la vio, Maxwell estiró un brazo hacia adelante. —¡Abby, no! ¡Atrás!
Se frenó enseguida cuando vio el tulpa acercarse con rapidez hacia ella, con su andar pesado y tosco, como un animal torpe y monstruosamente corpulento. Ahogó un grito de terror e intentó girarse para correr en sentido opuesto, pero en la tormenta de miedo que dominaba su mente, comprendió que estaba acorralada. Maxwell entonces tomó una silla de madera, del juego de seis que estaba contra la mesa central del living, y sin dudarlo un instante corrió hacia la criatura. La levantó en andas y se la blandió directamente en la espalda.
La silla se partió en varios trozos, el tulpa sintió el golpe por propia inercia del mismo, encorvándose un poco hacia adelante, y entonces se giró de cara a él. Le había herido, Abby pudo notarlo porque al girarse, vio que tenía la espalda lastimada por varias astillas, y de las heridas abiertas emanaba una sustancia similar al pus, que hedía a niveles infernales.
El tulpa tomó del cuello a Maxwell con un movimiento rápido tomándolo por sorpresa, ya que por más que fuera torpe y enorme, a cortas distancias era realmente agil y peligroso. Lo levantó unos centímetros del suelo, sujetándole por debajo del mentón, y Maxwell se sintió mareado casi al instante debido a la enorme presión que le ejercía en la tráquea. Aquel ser tenía una fuerza descomunal, era como pelear contra un gorila, pensó.
Intentó patalear, pero no había forma. Sin embargo, el tulpa tenía otro objetivo, que no era él. Lo lanzó a un lado con extrema brusquedad, Maxwell tropezó con los brazos abiertos y acabó rodando por el suelo, hasta terminar despatarrado bajo la mesa de madera. Una silla se cayó encima suyo debido al golpe, y con la voz enronquecida, le gritó a Abby que corriera.
Emprendió una loca carrera por detrás del tulpa, intentando esquivarlo de alguna forma posible, pero él la miró y dando una larga zancada hacia adelante, la sujetó de la ropa con una de sus potentes y fornidas manos. Abby dio un chillido de miedo al sentir que la jalaba hacia sí, y sintió que estaba perdida en cuanto su antebrazo derecho la sujetó por el cuello, presionándola contra su cuerpo. Tenía la piel demasiado fría, pegajosa, el olor a tierra y cadáver se impregno en sus ropas y en sus fosas nasales, y el miedo obnubiló su impulso a vomitar.
De la trampilla abierta del sótano, al fondo del pasillo, Elizabeth asomó rápidamente por la escalera de madera. Abby había visto la luz provenir de abajo, y en cuanto quiso alertar a Maxwell ya era demasiado tarde, porque el tulpa había aparecido en la casa, como un extraño y macabro guardián. Ahora para su desgracia, ya la había capturado. Jadeaba y se sacudía al mismo tiempo que las lágrimas se le desbordaban de los ojos, asfixiada, ahogándose por la presión de aquel monstruo sobre su cuello.
Maxwell se levantó tan rápido como podía, ignorando el dolor de su cuerpo, y llevándose una mano a la cintura extrajo la pistola. Le quitó el seguro con un chasquido, y apuntó a la criatura a medida que caminaba hacia ella. Abby lo miró, quería decirle que por detrás, Elizabeth se acercaba con una cuchilla ceremonial en las manos, pero la voz no le salía por la boca, tan solo débiles jadeos sofocados, mientras luchaba con la inconsciencia de la asfixia.
—¡Suéltala, ahora! —ordenó.
En el momento en que iba a disparar, sintió como un fuego le invadía el brazo derecho, cerca del hombro. Perdió toda sensibilidad en la mano y al instante la chaqueta se le lleno de sangre. Elizabeth le había apuñalado, y cuando Maxwell dio un grito de dolor, no pudo evitar soltar el arma, la que cayó con un golpe sordo encima del suelo de madera.
Se sujetó el brazo con la mano izquierda, manchándose de sangre, y en cuanto vio que Elizabeth avanzaba hacia el arma, instintivamente Maxwell la pateó de un impulso, alejándola. Ella dio una exclamación de rabia y frustración, e intentó abalanzarse hacia él con la cuchilla en alto. Parecía completamente enajenada, una aparición funesta vestida de negro de pies a cabeza, con los ojos desorbitados por la ira y el instinto asesino.
Maxwell dio un paso hacia atrás, y quitándose la mano del brazo, cerró el puño y lanzó un golpe. Nunca había golpeado con la izquierda, no era su brazo bueno para ello, ni tampoco había agredido jamás a ninguna mujer, pero de todas formas el puñetazo impactó de lleno en la mejilla derecha de Elizabeth, que trastabilló dando un quejido, y cayó hacia atrás, atontada. Tambaleándose, Maxwell corrió hasta el arma, la tomó con la mano izquierda y le apuntó al tulpa.
El disparo fue rápido, el estampido sonó dentro de la casa como una explosión, aturdiéndole por un momento. La bala ingresó en el costado del vientre de la criatura y este se dobló, aflojando por unos valiosos segundos la presión en el cuello de Abby, quien boqueó luchando por respirar. Sin embargo, no se detuvo. Un momento después volvió a erguirse, bestialmente mortal como siempre, y continuó estrangulándola. Comprendiendo con horror que no había balas ni armas que detuvieran aquella criatura infernal, apuntó entonces a Elizabeth, que volvía a ponerse de pie.
—¡Basta! ¡Dile que se detenga! —Le ordenó. Ella lo miró con odio mientras se levantaba del suelo y recogía la cuchilla, el pómulo derecho estaba comenzando a hincharse.
—No, no lo haré —respondió, luego de escupir un poco de sangre—. ¡Debes ser tan infeliz como yo lo fui, no te mereces otra cosa!
De reojo, miró un solo segundo a Abby. Estaba demasiado pálida, aún en la oscuridad de la sala, y entonces la vio dejar de forcejear. Todo su cuerpo se aflojó, los brazos comenzaban a moverse con cada vez más lentitud.
—¡Mátala ya! —gritó Elizabeth, y con la mano firme en la empuñadura de la cuchilla, arremetió contra Maxwell.
No lo pensó dos veces, solo apretó el gatillo dos veces. La primera bala impactó en el estómago de Elizabeth, la que le hirió de muerte. La segunda, directo en su pecho, la que le mató. Se detuvo en seco, con los ojos abiertos de par en par, y soltó la cuchilla de forma inerte. Entonces se desplomó al suelo, aún con los ojos abiertos, dando los últimos estertores de vida.
Al caer, el tulpa también cayó, como una marioneta a la que le cortan de repente sus hilos. Se deshizo en tierra, las ropas cayeron a la alfombra y con ellas también Abby cayó, inerte. La pistola temblaba en la mano de Maxwell, y sin pensar aún en lo que había hecho, se giró hacia el cuerpo de Abby. Ya tendría tiempo de pensar en las consecuencias después, se dijo.
—¡Abby, mi amor! —exclamó. Se arrodilló junto a ella, y apoyó su mejilla encima de su nariz. No respiraba.
Le abrió la boca y le presionó las fosas nasales, para cerrarlas. Entonces apoyó sus labios en los suyos y le insufló tanto aire como podía. Su pecho se hinchó un momento, aunque no pudiera verlo, y con las lágrimas ardiéndole en los ojos, cerró la mano izquierda en un puño y presionó poco más encima de su pecho izquierdo varias veces, para intentar reanimar el corazón. No hubo éxito.
Volvió a repetir el proceso dos veces más, repitiendo "¡Por favor, por favor!" como un poseso embriagado de terror, hasta que finalmente, a la tercera, el pecho de Abby se convulsionó en toses ahogadas. Abrió los ojos, tosió como si se le reventaran las costillas, y boqueó. En cuanto vio a Maxwell, herido a su lado, se abrazó a su cuello deshecha en lágrimas, sin poder dejar de toser.
—¡Cariño, oh cariño! —dijo él, respirando con fuerza el aroma a su cabello y el hedor a muerte impregnado en sus ropas. —¡Se acabo, se acabo!
—Dios mío... —balbuceó, con la voz ronca, entre toses. —Dios mío, Max... ¿Está muerta? —Había visto el cadáver de Elizabeth por encima de su hombro.
—Sí, Abby... Se acabó.
—Oh Dios mío...
—¿Estás bien? —preguntó, separándose de ella un instante.
—Sí, pero tú estás sangrando.
—Olvídate de mí, tenemos que arreglar este desastre. No sé si las casas cercanas han oído los disparos, la policía no tardará en llegar —Ayudó a Abby a ponerse de pie, y entonces metió la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón—. Toma las llaves del coche, ve a buscarlo y tráelo rápido, debemos deshacernos del cuerpo.
—Max, por Dios...
Maxwell la comprendía, parecía en shock por pensar en la idea terrible de ser cómplice de un asesinato, tal como él mismo temía en lo más profundo de su ser. Sin embargo, no era momento para dudas.
—¡Rápido, Abby! ¡Tenemos que hacerlo, ahora! —exclamó.
Asintió con la cabeza, tomó las llaves en sus manos y corrió hacia el pasillo que conducía a la puerta trasera. Maxwell, mientras tanto, corrió hacia el dormitorio. Debía tomar una frazada, sábana o cualquier cosa con la cual poder envolver el cuerpo de Elizabeth, o de lo contrario dejaría un rastrojo de sangre por todo el patio y la alfombra del living. Tomó la manta que cubría la cama, de un rojo terciopelo, y la arrastró afuera. La estiró encima del cuerpo, cubriéndola de pies a cabeza, y luego la envolvió lo mejor que pudo haciéndola rodar por el suelo, con un esfuerzo tremendo debido a la inutilidad de su brazo derecho herido, que apenas siquiera podía moverlo lo suficiente como para usarlo de punto de apoyo.
Para cuando acabó la tarea, Abby ya había regresado a la casa. Respiraba agitadamente, por la corrida frenética.
—Ayúdame con esto, vamos. Sujétala de una pierna, tiraremos juntos —indicó.
Poco a poco sacaron el cadáver de la casa por todo el patio trasero. La manta se salió dos veces de su lugar, y tuvieron que detenerse para volverla a acomodar, en minutos que a Maxwell le parecían una completa tortura. Tenía el rostro empapado de sudor, a pesar de que estaba frío. Se cubrieron contra la casa, agachándose tras unos arbustos en cuanto vieron un coche pasar por la calle, y en cuanto se alejó lo suficiente, retomaron el camino.
Con gran esfuerzo, subieron el cuerpo a los asientos traseros del coche, dejando que reposara en el suelo del vehículo, y cerraron la puerta tras de sí. Respirando con agitación, Maxwell señaló de nuevo a la casa.
—Tenemos que limpiar la sangre del suelo ahora que está fresca, vamos —ordenó.
Volvieron corriendo a la casa, y al llegar a la sala buscaron durante unos minutos hasta dirigirse a la despensa de productos de limpieza, ubicada en un pequeño desván bajo el fregadero de la mesada, en la cocina. Abby rellenó un balde con agua, tomó un paño de piso y vertió también un poco de hipoclorito y fragancia de perfume para pisos. Maxwell, mientras tanto, se afanó en recoger del suelo los casquillos usados de las balas, y limpiar las huellas del picaporte en la puerta trasera, frotándolo con un trozo de su propia chaqueta.
Tardaron casi cinco minutos en poner todo en condiciones. Al terminar, Abby tiró el agua sucia al patio trasero, y justo cuando volvía a la casa para guardar el balde en su sitio, Maxwell la detuvo.
—¡No, no podemos dejar nada que nos incrimine! El balde tiene tus huellas, lo llevaremos también —dijo—. Mete el paño dentro, las maderas de la silla y la cuchilla con la que Elizabeth me hirió, tiene mi sangre. No podemos dejar ningún cabo suelto.
—De acuerdo —respondió ella, asustada.
Metieron el paño, la cuchilla sucia de sangre, las maderas de la silla rota que cabían dentro, e incluso hasta las botellas de limpiador que Abby había usado. El asiento de la silla y parte del respaldo, sin embargo, Maxwell las llevó a mano. Corrieron hacia el patio trasero, Abby abrió el maletero y metieron todo dentro con cuidado de no volcar nada. Ambos resoplaron, agitados.
—Creo que no nos falta nada —dijo ella. Maxwell echó un rápido vistazo hacia los asientos traseros del coche, para revisar si el bulto del cadáver de Elizabeth se veía a través de los cristales. Por suerte, no era así. Las portezuelas lo ocultaban perfectamente, la única forma de que alguien pudiese ver hacia adentro era que se parase al lado del coche expresamente para mirar, y lo veía poco probable.
—No, vámonos de aquí —dijo—. Tú conduces.
—¿Adónde iremos? —preguntó ella, consternada.
—Primero a mi casa. Tengo que vendarme el brazo, hacer una compresa, o algo, no lo sé. Tomaremos una pala y viajaremos hacia el oeste, a las afueras. Tomaremos la carretera más larga que podamos encontrar en el mapa, a esa distancia hay mucho paisaje árido que podemos usar a favor.
—¿La enterraremos allí?
—¿Se te ocurre algo mejor? —preguntó él, con creciente exasperación. Pensaba lo mejor que podía con las opciones que tenía, el brazo le dolía como los mil demonios, y no sabía como mierda iba a hacer para cavar una fosa de al menos metro y medio de profundidad.
—No, tienes razón, vamos —consintió ella.
Abby emprendió la marcha, acelerando con rapidez. De a ratitos, miraba a través del espejo retrovisor hacia la sombra del bulto que ocupaba el cadáver de Elizabeth, y su mente aún no podía creer que estaba a la medianoche, conduciendo como una loca con un cadáver en un coche. Sabía bien que el ser humano era capaz de cualquier cosa cuando se le forzaba a una situación límite, pero le asombraba y al mismo tiempo le horrorizaba la magnitud de los hechos, y también, como se lo estaba tomando. Lo único que esperaba, rogándole a todos los dioses, era que no tuvieran más contratiempos. Que por favor, pudieran ocultar el cuerpo de una vez, devolver el coche al día siguiente y olvidarse de toda aquella horrible pesadilla por el resto de sus vidas. La cabeza le dolía como si fuese a estallar, producto de la enorme tensión nerviosa a la que estaba sometida.
Llegaron a la casa de Maxwell en un santiamén. A esas horas, las calles estaban casi desoladas, y por indicación de él, Abby solamente tomó camino por calles secundarias y vecinales, para evitar circundar las avenidas. Estacionó descuidadamente junto a la portería, y apagó el motor, mientras Maxwell abría la puerta del acompañante con su brazo sano. Abby rodeó el coche por delante, casi corriendo, buscando ganar tiempo para abrir la puerta de entrada de la casa y estar el menor tiempo posible detenidos allí.
Ingresaron juntos a la propiedad, y para ese entonces, la manga completa de la chaqueta de Maxwell estaba manchada de sangre. Al ver aquello, Abby se asustó. Pensó que estaba perdiendo demasiada, y temía por él. Tomandolo de la mano izquierda, lo condujo rápidamente hacia el baño.
—Vas a necesitar sutura... Dios mío —murmuró.
—Olvídate de eso por ahora, solo ayúdame a quitarme esto —pidió él.
Entre ambos y con mucho cuidado, Maxwell se quitó la chaqueta, la camiseta de manga corta, y entonces le revisó el brazo. Tenía una profunda herida en el bicep, a la altura del músculo. Abby resopló aliviada, en parte, ya que a simple vista no parecía haberle alcanzado el tendón. Tomó la propia camiseta de Ellis, haciendo fuerza con las manos la desgarró en la parte de la espalda y luego rebuscó en el botiquín. Encontró gasas, algunas compresas y cinta quirúrgica, entre montones de pastillas para el dolor de cabeza, la alergia y banditas curativas. Tomó dos gasas, cubrió con ellas la herida y luego rodeó el brazo con la camiseta desgarrada, improvisando un casero vendaje. Al hacer presión, Maxwell sintió que podía mover el brazo bastante mejor ahora. Al terminar, Abby se lavó las manos en el grifo, para quitarse algunos restos de sangre de los dedos, y antes de partir tomó del botiquín tres pastillas para el dolor de cabeza. Se las metió directamente a la boca, bebió agua del grifo juntando un poco con las manos, y tragó. Maxwell, mientras tanto, subió con rapidez a su dormitorio, para tomar una camiseta nueva con la cual vestirse y buscar una chaqueta limpia en su armario.
—Tenemos que buscar palas —dijo él, en cuanto bajó de nuevo al living.
—Te sigo —Asintió ella.
Caminaron juntos a través de la sala, hacia la puerta lateral de la casa que conducía al patio lateral de la misma, y allí, Maxwell le indicó cual era la llave que abría el garaje. Abby abrió, él encendió la luz y el aroma a combustible viejo, aceite de motor y herramientas los invadió. Él corrió hasta un rincón, tenía tres palas, algunos rastrillos y dos picos. Tomó dos de las palas más grandes y entonces asintió con la cabeza.
—Suficiente, vámonos —indicó.
Corrió hacia el coche para cargar las palas en el maletero, mientras que Abby cerraba la puerta del garaje y las de la casa con llave. Para cuando salió de nuevo hacia la calle, Maxwell ya la esperaba en el asiento del acompañante. Abby rodeó el coche por delante, subió al lado del conductor y metiendo la llave en el contacto, encendió el motor. Él abrió la guantera, sacó un mapa del estado, y desplegándolo comenzó a mirar unos instantes.
—Ve por la avenida Jervis, toma la veintiséis a la izquierda, luego sigue recto al menos unos doscientos kilómetros hasta Elmer Hill y al llegar allí yo te indico —Le aseguró—. Tenemos un bosque natural, es bastante espeso por lo que dice el mapa, podemos enterrar todo allí.
—De acuerdo —Ella lo miró, trémula—. Todo esto es una locura, Max...
Él se dio cuenta que tenía los ojos llorosos, y sus manos temblaban compulsivamente.
—Lo sé, cariño. Ha sido una locura desde el principio, pero no podemos hacer otra cosa, ahora ya estamos con la mierda hasta el cuello —consintió—. Vamos, písale.
Abby puso primera y arrancó velozmente. Volvió a tomar por calles secundarias hasta la avenida Jervis, tal como Maxwell le había indicado, y allí su corazón le dio un vuelco de los nervios. No estaba tan transitada, pero tampoco estaba desierta, y aunque Maxwell le indicaba que no sobrepasara el limite de velocidad para no llamar la atención, lo cierto era que le parecía sumamente difícil no hacerlo. Todo el tiempo tenía el pánico de que algún conductor se alineara con su vehículo, y que al mirar distraídamente, viera un sospechoso bulto en los asientos traseros. Con las manos sujetando con fuerza el volante, dio un hondo suspiro. Luego de esto, seguramente no sería capaz de dormir durante semanas, pensó.
Durante las casi cinco horas que duró el viaje, ninguno de los dos fue capaz de hablar una sola palabra, salvo para cuando Maxwell tenía que darle indicaciones sobre los caminos a tomar. Abby estaba con los nervios excesivamente alterados, y Maxwell, por el contrario, estaba ensombrecido. Se había convertido en un asesino, cargaría con ello durante toda su vida, y seguramente también lo cargaría aún después de muerto. Sin embargo, no tenía más opciones. Se había defendido, había defendido a su mujer, y a ese bebito que venía en camino. No tenía otra elección, todo esto no era tan simple como ir a un curandero y quitar un maleficio con sahumerios y ruda. Cuando una criatura maldita e implacable te persigue, ¿qué otra cosa se puede hacer? Se preguntaba una y otra vez.
En cuanto salieron de los límites de la ciudad atravesaron zonas rurales, complejos vecinales repletos de cabañas, paradores de campo ideales para vacacionar, y casi nada de tráfico, más aún a esas horas. Una espesa niebla, casi cerrazón, había comenzado a poblar todo a su alrededor en cuanto empezaron a adentrarse a la parte más boscosa de la localidad, por lo que Abby tuvo que reducir un poco la marcha de velocidad. Normalmente estaría cabeceando de sueño, tanto ella como el propio Maxwell, que no cesaba de consultar el mapa cada pocos kilómetros. Pero era tal el nivel de adrenalina que ambos portaban, que estaban más despabilados que nunca, a pesar de que faltaban diez minutos para las cinco de la madrugada. Finalmente, fue él quien rompió el silencio, de forma repentina.
—En el siguiente cruce gira a la derecha, si estoy en lo correcto, habremos llegado al sitio ideal —dijo.
Abby así lo hizo, dobló a la derecha en el primer cruce de calles que vio, y luego de unos doscientos metros, se detuvo a un lado, poniendo las luces de posición. Al mirar a su alrededor, no pudo reconocer donde estaba.
—¿Qué es esto, Max? —preguntó.
—El bosque natural de Silkmore, nos meteremos unos cuántos metros en él y buscaremos un sitio sin raíces. En una hora comenzará a amanecer, tenemos que movernos rápido —respondió, abriendo la portezuela del acompañante. Abby lo siguió.
Rodearon el coche hacia los asientos traseros, y en cuanto abrieron la puerta, pusieron manos a la obra en bajar el cadáver de Elizabeth. Una vez en el suelo, Maxwell miró con temor y excesivo cuidado todo el tapete del suelo del coche, a la vez que los asientos y demás. Para su suerte, la manta con la que había envuelto el cuerpo era bastante gruesa, y había contenido la sangre de forma excelente. Respirando aliviado, cerró la portezuela y comenzó a ayudar a Abby a arrastrar el cuerpo hacia la espesura del bosque, que se extendía varios cientos de kilómetros a la redonda desde aquel punto del camino.
Arrastraron el cadáver durante al menos veinte minutos, entre las subidas y bajadas de aquel arisco terreno natural, exhalando vapor por la boca y la nariz, y comenzando a sudar copiosamente aún a pesar de que la noche estaba fría. Bajo aquel manto natural de vegetación, la temperatura era aún peor. Sin embargo, no les importó, era tal la ansiedad por quitarse ese problema de encima, que en cuanto encontraron un claro en medio de la arboleda, Abby corrió hasta el coche y tomó las palas del maletero, además del balde con todas las evidencias y los trozos rotos de la silla.
Al comenzar a palear, se dieron cuenta de que la tierra estaba más dura de lo que pensaban, por lo que les costó un considerable esfuerzo traspasar al menos los primeros veinte centímetros de superficie. Por fortuna, en cuanto la tierra comenzó a aflojarse debido al movimiento, todo comenzó a ser mucho más fácil. Por otro lado, trabajaban a contrarreloj: apenas iban poco más de medio metro de profundidad cuando el sol había comenzado a amanecer paulatinamente. Debían apresurarse, o entonces no tardaría alguien en pasar con su coche por aquel desolado camino, y notar que había un vehículo con matricula de alquiler estacionado en medio de la nada, a la orilla del bosque. Para colmo de males, el brazo de Maxwell había comenzado a sangrar de nuevo, y le dolía muchísimo, haciendo minuto a minuto que sus movimientos se enlentecieran más y más.
Sin embargo, no se dejaría vencer. No se dejaría atrapar ni podría fallar ahora que estaba tan cerca de por fin terminar con toda aquella locura. Levantó el rostro sudado hacia Abby, que jadeaba enterrando la pala en la tierra, y la miró. Haría cualquier cosa por ver a ese niño nacer, y no permitiría que lo fuera a visitar tras las rejas. No a él, se repitió. Y entonces, apretando los dientes de la rabia y el dolor, comenzó a cavar más deprisa, sacando fuerzas de donde no las tenía si era necesario, con tal de apurar el ritmo.
Casi a las siete y media acabaron de completar una buena fosa, no demasiado profunda pero tampoco muy superficial. Maxwell se había quitado la chaqueta, tenía el pecho y la espalda oscurecidos de sudor, y su brazo derecho manchado de sangre. Abby tenía el cabello enmarañado, las mejillas sucias de tierra, y los labios resecos. Moría de sed, y respiraba agitada con la garganta reseca. Él entonces dejo caer la pala al suelo, dando un resoplido, y asintió con la cabeza.
—Bueno... al carajo —murmuró.
Haciendo uso de sus últimas fuerzas, empujaron el cuerpo haciéndolo rodar por la tierra. Al llegar al borde, Maxwell lo dejó caer hacia el foso pesadamente, y luego fue hasta el coche, trayendo consigo el balde con los productos de limpieza, el paño aún húmedo, la pistola y los trozos de silla, para arrojarlos dentro también. Tambaleándose, recogió la pala del suelo, y entre ambos comenzaron a empujar el enorme montículo de tierra suelta para tapar la fosa. El trabajo era considerable, pero era mucho menor en comparación a lanzar tierra desde adentro hacia afuera, por lo que en menos de media hora ya habían rellenado el hoyo. Al terminar, Maxwell apisonó la tierra golpeando con el dorso de la pala, y luego dedicó unos minutos a patear la mayor cantidad de hojas sueltas que podía, para disimular el claro de tierra recién removida.
—Lo logramos... —comentó Abby, casi sin fuerzas para hablar. En ese momento, ambos pudieron escucharlo claramente, en el silencio de la naturaleza. Y la sangre se les congeló en el cuerpo.
—¿¿Hola?! —exclamó alguien, a lo lejos. —¡¿Hay alguien ahí?!
Ambos se miraron, la voz venía en su dirección, y entonces lo comprendieron. Estaban acabados.
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