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5

En cuanto llegaron al centro de Greenslake, la zona más comercial de la ciudad, Maxwell condujo a una marcha leve por las calles aledañas, apartado de la avenida principal, buscando la dirección que le indicaba Abby por medio de su GPS. Al fin, llegaron. El lugar no era más que una tienda estilo bazar, en la cual vendían estatuillas de santos que él nunca había visto, utensilios de santería, cartas de tarot, velas de diferentes colores, y muchas cosas más. Si por fuera el escaparate de la tienda estaba atestado de cosas, por dentro era mucho peor. Maxwel estacionó el coche a un lado de la calle, frente a la puerta, apagó el motor y ambos bajaron, entrando a la tienda tomados de la mano. En su interior, había un montón de cosas que no pudo evitar admirar por su gran variedad: patas de conejo disecadas, manos de simio, frascos con cabezas reducidas, diferentes tipos de amuletos y colgantes, todos pendiendo de un soporte especial. Había también cuadros, libros, talismanes y pinturas en papel símil pergamino. Tras la barra de madera que oficiaba de mostrador, se hallaba un muchacho joven, quizá de no más de treinta años cuanto mucho, con camisa de manga corta a cuadros y lleno de tatuajes en sus brazos. El pelo, recogido hacia atrás, parecía ser mucho más graso de lo normal y en conjunto con los restos de acné en su cara, a Maxwell le daba la impresión del eterno adolescente.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlos? —dijo, apoyando las manos encima del mostrador.

—Uh... bueno... —balbuceó Maxwell, sin saber por donde comenzar a explicar. Abby entonces, se le adelantó.

—Hemos encontrado su tienda gracias a internet, señor. Tiene muy buenas referencias, y necesitamos un poco de ayuda con cierta cuestión. Yo soy Abby, él es Max, mi pareja —dijo, señalándole.

—Bueno, yo soy Tim Henderson, me alegro tener buenas opiniones acerca de mi trabajo. ¿Qué están necesitando?

Abby miró a Maxwell como indicándole en silencio que se explicara. Él carraspeó, y asintió.

—Tengo una filmación de vídeo, de una cámara de seguridad, donde sucede algo que no puedo explicar. Primero que nada, necesitaría saber si está alterada o no, y segundo, entender que demonios sucede —dijo, mostrando su pendrive.

—Ah, un fantasma, justo donde me gusta.

—Esto va mas allá de un simple fantasma, señor Henderson —comentó Maxwell—. ¿Creé que puede hacerlo? Le advierto que el vídeo es muy explícito, deberá tener el estómago bien entrenado.

—Llámenme Tim —El chico los miró y se acercó un poco más por encima del mostrador—. ¿De qué se trata todo esto? Díganmelo sin rodeos.

Maxwell suspira, y sus ojos bajan hasta el pendrive que sostiene en su propia mano. No tiene ni idea de como se lo va a tomar, pero en cualquier caso, está allí por Abby. Por lo que se arma de valor, y comienza a explicar.

—Esta es la filmación de respaldo de unas cámaras de seguridad, donde se ve claramente como mis dos mejores amigos son asesinados, en su casa. Teóricamente, yo soy el asesino, hay rastros de mi ADN en la escena del crimen y también se me veía en la filmación preliminar que la policía consiguió. Sin embargo, yo estaba en otro sitio en ese mismo instante —dijo. Tim lo miraba con los ojos abiertos de par en par, y Maxwell no sabía si estaba fascinado u horrorizado por lo que estaba oyendo—. En esta filmación, no aparece nada. Literalmente, se ve como algo asesina a mis amigos, pero no me veo a mí. Quiero saber si está trucada de alguna manera, y quiero saber qué o quien les asesinó. Quiero saber como es posible que alguien tenga mi información genética, ¿comprendes lo que quiero decir, Tim?

—Lo comprendo.

—¿Puedes ayudarnos, entonces? Supongo que no hace falta aclarar que es necesario ser muy discreto con esto.

—Lo imagino —asintió el chico.

—Bien. Por el pago no te preocupes, no importa el precio, lo único que me importa es obtener respuestas.

Tim asintió con la cabeza y tomó el pendrive que le ofrecía Maxwell.

—Así que en una de las filmaciones apareces asesinando a tus amigos, pero tú no lo hiciste —comentó, como repasando los hechos.

—Demonios, claro que no. Los quería. Además como dije, estaba en otro sitio cuando eso ocurrió, pero en la primer filmación aparezco yo. No tiene sentido.

—Y esta es la de respaldo, en la cual no apareces —dijo Tim, sacudiendo el pendrive en la mano.

—Exacto. Literalmente algo invisible los mata, no yo. ¿Tienes alguna idea de lo que puede haber asesinado a estas personas? —preguntó. Tim hizo un gesto con la cabeza, no lo negó, pero tampoco estaba demasiado seguro.

—Primero revisaré la filmación —respondió, con expresión pensativa inundándole el rostro—. No podría confirmarles nada aún, pero si es lo que creo que es, entonces están jodidos. Muy jodidos.

—Mierda... —murmuró Maxwell.

—¿Cuándo crees que puedas tener novedades acerca de esto? —preguntó Abby, con ansiedad.

—Denme un par de días, la analizaré a fondo, y buscaré en mi información —Tim buscó en los cajones de su mostrador un pequeño bloc de notas y un bolígrafo, y entonces miró a Maxwell—. Me dijiste que tenía tu aspecto, según lo que dijo la policía, y también tu ADN, ¿no?

—Correcto.

Tim anotó en rápidos garabatos, y entonces asintió con la cabeza.

—Dame tu número de teléfono, los llamaré en cuanto tenga alguna noticia.

Maxwell le dictó el número, y añadió:

—Hay algo más, lo he encontrado hoy, casi de casualidad revisando por segunda vez la filmación de respaldo. En un determinado cuadro de la imagen aparece una mancha en el suelo, junto a la puerta... o al menos eso parecía. Cuando fui a la escena del crimen, vi que no era una mancha, sino esto.

Metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón, tomó el improvisado envoltorio de papel y se lo dejó encima del mostrador. Tim lo miró asombrado.

—¿Qué es?

—Parece ser fango. Míralo.

Tim entonces desenvolvió los dobleces del papel, dejando al descubierto la tierra reseca que había recogido Maxwell. Le bastó solo una fracción de segundo para darse cuenta de lo que era realmente, por lo que dio un respingo hacia atrás como si estuviera viendo plutonio radiactivo.

—¡Cielo santo! —exclamó. Abby sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal.

—¿Qué pasa? —preguntó, asustada.

—Esto es tierra de cementerio.

—¿Qué? —preguntó Maxwell, casi como una exclamación.

—Es algo serio, es un trabajo muy grande. ¡Guarda eso, no quiero ni tocarlo! —Le ordenó Tim, señalando al papel encima del mostrador como si fuera un animal peligroso. —¡Y no te lo lleves a tu casa! Cuando se vayan, arrójalo a la calle sin mirar atrás. Y por favor, lo más lejos posible de mi tienda.

—¿Hay algo que nos recomiendes hacer?

Tim lo miró, y asintió con la cabeza.

—No salgan de la casa hasta no saber qué es esto —respondió. 


*****


Tal y como lo prometió, Maxwell y Abby se detuvieron en un restaurante para almorzar, antes de emprender el regreso. El establecimiento, ubicado a unas quince calles del local de esoterismo, era lindo. Tenía un estilo campestre, y la carta de comidas era muy variada, al igual que las bebidas. Abby, por su parte, encargó pasta con salsa de queso y Maxwell se decantó por carne a la parrilla, con embutidos asados y pimientos verdes. Para beber, una botella de refresco de limón, aunque hubiera preferido un buen vino blanco. Sin embargo, no quería arriesgarse a una multa de tránsito por espirometría.

Ya iban devorando la mitad de los platos, cuando por fin Maxwell rompió el silencio que los invadía. No quería hablar del tema, pero tampoco sentía que lo podía dejar pasar. Aquello le había generado tanta ansiedad y preocupación que si no lo decía, acabaría por atorársele adentro como una maldita espina envenenada.

—¿Qué crees que sea todo esto? —preguntó. Abby levantó la mirada de su plato para observarlo, y Maxwell pensó que estaba realmente hermosa aquel día. La luz del sol que se colaba por la ventana a su lado, le daba a su cabello rubio unos destellos dorados inmejorables.

—No tengo ni idea, Max. No lo sabremos hasta que no termine de analizar el vídeo. Pero me preocupa lo que ha dicho al final, de que si es lo que creé que es, entonces estamos jodidos.

—A mí también... Me hubiera gustado indagar más por mi cuenta, pero no tengo la más mínima idea de fenómenos paranormales.

—Podrías haber usado la información que utilizas siempre para la documentación de tus libros... —observó ella. Él asintió con la cabeza, mientras cortaba un trozo de carne.

—Podría, pero eso no deja de ser una teoría, cariño. Nada más alejado de la realidad.

—Es una teoría porque tú lo crees una teoría, no porque no exista realmente.

Maxwell se encogió de hombros, no era el punto de aquella charla debatir si existían o no los fantasmas.

—Supongo que sí.

—Si llegase a ser algo más... extraño de lo que crees —indicó ella, haciendo comillas con los dedos en la palabra "extraño"—, ¿qué harás?

—¿Te refieres a si realmente se trata de algo paranormal?

—Exacto.

—No lo sé... —respondió Maxwell, esta vez de forma sincera, sin sarcasmos. —Supongo que tendré que hacerte caso a ti y al chico de la tienda. Ustedes me guiarán. Lo mejor será que no nos precipitemos, al menos por ahora. Estoy preocupado, por supuesto, pero no tenemos ni idea de si esa cosa está ligada a mí o no, en caso de que tú tengas razón.

Abby sonrió, de forma cómplice.

—Ah, estás comenzando a sopesar la idea de que no se trate de algo natural —bromeó, apuntándole con el tenedor.

—Qué sé yo... ya ni sé en lo que debo creer. Y me preocupa por ti, estás metida en medio de todo esto por mi causa.

—No, estoy metida en esto por mí misma, no por tu causa, y ya lo hemos hablado —dijo ella, mirándolo fijamente. Apartó a un lado sus cubiertos para ofrecerle las manos, Maxwell la miró, y entonces hizo lo mismo—. Si yo no hubiera charlado contigo esa noche en la reunión literaria, nunca nos hubiéramos conocido, y nunca me habrías enamorado a primera vista. Estoy aquí porque quiero estar, porque no quiero dejarte solo en esto. Y porque te amo. Así que ya no te lo cuestiones más.

Maxwell sonrió, adoraba como sonaba el tono de su voz cuando pronunciaba aquella frase. La sonrisa amplia que coronaba los labios de Abby era todo lo que le sostenía, y nunca hubiera creído que tras tantos años viviendo una existencia vacía y solitaria, pudiese encontrar tanta calidez y amor en otro ser humano. El contraste entre su situación actual y su vida anterior, era casi una deliciosa ironía, pensó.

—Contigo he sacado la lotería, Abby... —murmuró, con emoción. Ella lo miró, y sonrió.

—Por supuesto que lo has hecho, ¿tenías alguna duda acaso? —dijo ella, en tono jocoso. Maxwell rio con ella, y entonces le apartó las manos, para levantarle un dedo medio.

Acabaron de almorzar entre risas, y cuando por fin quedaron satisfechos luego del postre, Maxwell se levantó de su silla, pasó al baño y al salir pagó lo que habían consumido. Mientras volvía a guardar su billetera en el bolsillo trasero del pantalón, caminó de nuevo hacia la mesa, donde Abby estaba acabando de beber su refresco.

—He visto un parque cerca de aquí, cuando estábamos viniendo —comentó él—. Podríamos ir a tomar un poco de sol, si quieres.

—Me parece una buena idea.

Dejó su copa vacía encima de la mesa, retiró un poco la silla hacia atrás y se puso de pie. Maxwell le ofreció la mano, ella se la tomó y abriéndole la puerta, la dejó salir en primer lugar, cerrando luego tras de sí en cuanto la siguió. La verdad era que el día se hallaba agradable, soleado pero sin hacer calor, tampoco frío, lo que Maxwell consideraba que se trataba de la temperatura justa. Y aunque tuvieran mil preocupaciones, lo cierto era que un día como aquel podía alegrar hasta al más duro de los corazones, se dijo, respirando con fuerza el aire puro.

Avanzaron una cuadra, se detuvieron un instante frente a una rotisería, para admirar los postres y licores que se exhibían en el escaparate, hipotetizando acerca de cual de todas elegirían para festejar en cuanto pudieran sacarse todo ese lio de encima. A simple vista, parecían una pareja adolescente que se ha estancado en el tiempo: caminan, miran alguna tienda, se detienen para darse un beso, admiran otro maniquí con ropa, hasta que entonces, Maxwell lo vio.

Fue justamente al doblar la esquina. Para su suerte, no estaba fumando nada ni tampoco estaba en un estado lamentable de consumismo. Estaba desprolijo, sí, quizá hacía un par de días que no se daba una ducha o se cambiaba de ropa, pero seguía siendo él. La gente pasaba a su lado y lo ignoraba por completo, nadie le miraba, y Randall, sentado en la acera con la espalda apoyada en la pared de una tienda deportiva, tampoco los miraba a ellos. Solo jugueteaba con una tirita de su campera negra, de forma distraída. Los pantalones de jean tenían un agujero en cada rodilla, y sus zapatillas Converse ya estaban tremendamente desgastadas, a tal punto de que su color estaba desvaído y casi imperceptible. Sin embargo, en cuanto Maxwell y Abby doblaron por la esquina hacia él, Randall levantó la cabeza y los miró.

—¿Papá? —habló, con asombro. Maxwell también lo observó, y se paralizó por completo.

—Randy... —murmuró.

Sin mediar respuesta, Randall se puso de pie, y avanzó hacia él. Al llegar, le extendió los brazos, y Maxwell asintió. Entonces ambos se envolvieron en un apretado abrazo, a pesar de que los transeúntes los miraban al pasar, y a pesar también de que un leve olor acre a sudor rancio le inundó las fosas nasales.

Randall se separó de él un instante, y le miró con una creciente sonrisa. Se había puesto tan nervioso que su párpado izquierdo palpitaba, haciéndole que entrecerrara el ojo. Aún así, estaba feliz por verle. Su sonrisa ancha y el fulgor de sus ojos azules daban buena cuenta de ello.

—Yo no... —balbuceó. —no esperaba verte por aquí, papá... Si lo hubiera sabido quizá podríamos habernos comunicado, y podría haber venido a esperarte un poco más prolijo.

—Descuida, así estás bien —Maxwell entonces señaló a Abby, a su lado—. Ella es mi pareja, Abby.

—Ah, hola —saludó titubeando, sin saber si podía acercarse para saludarla o no. Ella fue quien dio el primer paso, y se acercó para darle un beso en la mejilla.

—Hola, Randall. Encantada de conocerte.

—Claro, el gusto es mío, por supuesto. Me alegra verte bien, papá —respondió, mirando a Maxwell. Este asintió y le apoyó una mano en su brazo, como una forma amigable de contacto, claro, pero también para sopesar el estado en el que se encontraba su hijo. Estaba flaco, y una parte de sí mismo temió lo peor.

—¿Y tú cómo estás? Me imagino que estarás limpio.

—Sí, claro. Hace tiempo ya que no me meto nada, ¿sabes? Nada de nada. Al menos no como antes, quizá los fines de semana me fume algún porro, pero nada más. He dejado la cocaína y también la meta. Lo más difícil ha sido la meta, pero no fue imposible.

Maxwell lo analizó, aún quedaban en él los movimientos típicos del drogadicto que constantemente esta sufriendo una abstinencia: el balanceo de un pie al otro, el exceso de sudoración, el titubeo al hablar, el hecho de frotarse las manos continuamente o de rascarse los antebrazos. Lo típico. Sin embargo, no dejaba de sentirse incomodo con la situación. Él acababa de almorzar con Abby, seguramente su hijo estaría pasando mal o tendría alguna necesidad. ¿Debería haber pensado en eso mucho tiempo atrás? Seguramente sí, pero también entendía que no era su responsabilidad, en cierto modo. Su madre había elegido hacerse cargo de él, y Maxwell a su vez había accedido a darle una suma de dinero más que suficiente no solo para costear su tratamiento de rehabilitación, sino también para que no le faltase nada. A ninguno de los dos.

—¿Quieres almorzar? —Decidió preguntar.

—Gracias, estoy bien —Randall hizo una pausa, como si estuviera hilando el sentido de sus pensamientos, y luego añadió: —En realidad me gustaría charlar contigo un rato, si a ella no le molesta.

Ambos hombres dirigieron su mirada a Abby, quien hizo un gesto de asentimiento como diciendo silenciosamente que no había problema.

—Caminemos, entonces —dijo Maxwell.

—Tenemos un parque aquí cerca, si te parece —opinó Randall, señalando por la avenida hacia atrás.

—Lo sé, nosotros íbamos hacia allí.

El trio entonces se encaminó rumbo al parque, a pesar de tener el coche estacionado a pocos metros de su posición. El auto, en realidad, era lo que menos le importaba ahora mismo a Maxwell. Se sentía extraño con la situación, como si estuviera volando en una burbuja de irrealidad absoluta, pero al mismo tiempo estaba contento por haberle visto luego de... ¿Cuánto tiempo? Se preguntó. No lo sabía, había perdido la cuenta de los años. Y una parte de sí mismo, no sabía definir cual exactamente —si su corazón o su mente—­, estaba ansioso por todo lo que pasaría después de esto. Randall podía haberlo dejado pasar sin decirle nada, aunque lo reconociera, pero no lo hizo. En lugar de ello, su reacción fue la de auténtico asombro casi agradecido, como cuando pasas demasiado tiempo extrañando a una persona y repentinamente te la encuentras en el lugar menos imaginado.

A esas horas, el parque no estaba demasiado poblado de gente. Si bien la ciudad era grande, la gran mayoría estaban trabajando o almorzando en sus casas, por lo que solo estaban allí los típicos personajes de siempre: alguna que otra pareja de jovencillos dándose algunos arrumacos, sentados bajos los arboles; señoras paseando con su perro, arrojándole ramitas para que correteé a recogerlas; o jubilados al amparo del tibio sol, desgranando migajas de pan y arrojándolas al suelo, para que las inquietas palomas las picoteasen. Tomaron posiciones en un banco de madera, pintado de verde lima, y Maxwell entrelazó los dedos encima de su pecho, sintiendo el tamborileo de su corazón.

—¿En verdad estás bien? —volvió a preguntar. Randall lo miró, y bajo el resplandor del sol, su piel parecía aún mucho más pálida de lo que le había parecido en un principio.

—Sí, solo que no me esperaba encontrarme contigo. Eras la última persona que creía ver, sinceramente.

—No sabía que me odiases tanto —bromeó. Randall negó con la cabeza.

—No te odio, papá. Al menos, no ahora.

—Es bueno saber eso.

—Pero antes sí, cuando se separaron con mamá, te odié. Los odié a ambos por igual. Solo pensaban en ustedes, no pensaron en mí.

Abby miró a Maxwell de soslayo, quizá pensando que se ofendería al escuchar aquello. Sin embargo, bajó la mirada a sus manos entrelazadas y asintió con la cabeza, en silencio.

—Nunca dejamos de pensar en ti, y hablar de todas esas cosas ahora ya no importa —respondió Maxwell, con parsimonia—. La vida sigue, nosotros pasamos, y por más que tengamos diez millones de argumentos para tirarnos en la cara, nada va a cambiar. Lo hecho, hecho está, y no se puede reparar. Tu madre era difícil, quizá yo también lo era en esas épocas. Joven, inexperto, intolerante, no lo sé. Pero todo empezó a ir peor cuando tú empezaste a enredarte en las drogas, y lo sabes.

—Tuve motivos para hacerlo —murmuró Randall, ensombrecido.

—No dudo que no, Randy, pero no fue lo correcto. También lo sabes.

—Sí, lo sé.

Sobrevino entre ambos un corto silencio, incomodo, espeso, hasta que Maxwell volvió a hablar.

—Hace un tiempo vi a tu madre —dijo. La mirada de Randall volvió a emitir casi la misma sorpresa que cuando le vio.

—¿En serio? ¿Supiste de ella?

—Sí, vino a mi casa, a pedirme más dinero porque habías tenido una recaída y quería pagarte otra clínica mejor. Discutimos, ella insultó a Abby, y acabé por echarla —Maxwell frunció el entrecejo, sin entender—. Creí que lo sabías, me imaginé que te lo habría contado.

—Hace más de un año que no sé nada de mamá.

—¿Cómo?

—Ella me echó de casa, hace como un año y diez u once meses, cuando salí del centro de rehabilitación. Me dijo que quería vivir sola, que estaba harta de mí, que era un inútil que solo le había dado problemas y desgraciado la vida, así que me dio unos cuantos cientos de dólares y un bolso con mi ropa —explicó—. Los primeros dos días estuve en un pensionado compartido, y luego comencé a trabajar a tiempo completo en un local de Domino's como limpiador. Ahora vivo en un monoambiente alquilado, a pocas calles de aquí.

Maxwell sintió que de la sorpresa genuina a la furia innata, saltaba en un solo segundo. No podía creer lo que estaba oyendo, y como acto reflejo, se irguió en su asiento un poco más hacia adelante, cerrando los puños.

—No he dejado de pasarle dinero por ti ni un solo mes, me ha mentido todo este tiempo. ¡Maldita hija de perra! —exclamó, dándose un golpe en la pantorrilla.

Un nuevo silencio atacó al grupo, mucho más largo que el anterior. Abby está incomoda con lo que acaba de escuchar, también con la reacción de Maxwell. Este, por el contrario, permanece pensativo, mirándose sus propios puños descansar encima de las pantorrillas. Randall, por su parte, es el más neutral de los tres. Él también piensa que su madre es una hija de perra, solo que no lo dice, y mucho menos se enoja por ello. Cuando alguien es como es, no hay nada que hacer, piensa, casi resignado. Al final, es Maxwell quien vuelve a romper ese silencio.

—No importa, a fin de cuentas, es algo que me esperaba —dice—. Creer que esa mujer es capaz de hacer algo bueno por una vez en su vida, es una completa pérdida de tiempo.

—Sí, supongo que así es —asiente Randall, casi en un susurro.

—¿Quieres venir a comer a casa? Puedo darte alojamiento si necesitas, entiendo que alquilar no es fácil.

Hubiera agregado también: "Para alguien como tú" pero no lo creé conveniente. Al menos de momento. Por lo que sin más, omite la frase.

—Te lo agradezco papá, sabes que en otro momento de mi vida te hubiera aceptado la invitación. Pero me siento bien con mi alquiler, y mi independencia. He cambiado.

Maxwell asiente con la cabeza, y lo mira por unos segundos, de reojo. Era realmente la frase que le hubiera gustado escuchar, la que le tranquiliza indicándole que su hijo por fin no está en malos pasos. O al menos, en pasos no tan malos como antes.

—Lo entiendo perfectamente —Se puso de pie, no sin antes darle una palmada afectuosa a Randall, en la pierna—. Creo que tenemos que irnos, pero sabes adónde vivo, puedes venir cuando quieras.

Randall también se levantó de su asiento, y por último, Abby.

—No me gustaría perder el contacto contigo, papá. No de nuevo. Te he necesitado mucho durante... bueno, ya sabes.

Aquello dolió, se dijo. Pero lo asumía como tal, era el precio que tenía que pagar, en parte, por haberse deslindado de su propio hijo.

—No lo harás, te lo prometo —respondió.

Se fundieron en un nuevo abrazo, el olor a sudor volvió a inundarle las fosas nasales pero ahora ya no le importaba, porque le quería. Siempre le había querido, y lamentaba haberse dado cuenta de ello tan tarde. Randall también se despidió de Abby, dándole un beso en la mejilla, y con las manos en los bolsillos se alejó caminando con tranquilidad, por la avenida, al amparo de la sombra de los arboles. Caminaba como el vagabundo que va sin rumbo, con el único fin de matar las horas vacías del día a día, y Maxwell supo eso como si lo sintiera en carne propia.

Tomó de la mano a Abby, y caminó en sentido opuesto, de nuevo rumbo a su coche que permanecía estacionado algunas calles más atrás. Ella lo miró, de reojo, y supo enseguida que algo pasaba. No solo por su silencio, sino por ese gesto pensativo que adoptaba siempre que estaba escribiendo, o cuestionándose internamente muchas cosas. Entonces, con el pulgar le acarició el dorso de la mano, y solo en ese momento pudo hacerle bajar a tierra. Maxwell la miró, sonrió y le depositó un beso en la mejilla, pero no dijo nada.

Tampoco dijo nada durante todo el camino a casa, mientras conducía, y mucho menos al llegar. Estacionó en la puerta, pero no apagó el motor ni tampoco se desabrochó el cinturón de seguridad. Abby lo miró extrañada cuando se dio cuenta que no se movía tras el volante, y con una mano sosteniendo la manivela de la puerta, lo miró.

—Max, ¿no vas a bajar?

—No, voy a ir hasta la casa de Elizabeth —sentenció. Su mirada, fría como el hielo, estaba enfocada hacia adelante, en el parabrisas. Y eso la preocupó.

—Voy contigo, entonces. Arranca —dijo.

—No, quiero ir solo. Esto tengo que hacerlo solo.

—Yo también tengo cosas para decirle, esa mujer no puede hacerte esto y salir impune, no a ti. Y me preocupas, cariño. No me bajaré del coche.

Solo allí fue cuando él la miró.

—Abby, no tienes que preocuparte por mí. Por favor, baja. Estaré aquí en menos de una hora.

Ella lo observó unos momentos, dio un suspiro, y negó con la cabeza.

—Me parece increíble todo esto...

—Y a mí —comentó Maxwell—. Pero me conoces, sabes que no puedo dejarlo pasar.

—¿Me prometes que no vas a hacer ninguna locura? Debes pensar bien las cosas.

—Te lo juro, mi amor. Ahora baja.

Abby se estiró en su asiento para darle un rápido beso en los labios, y entonces abrió la puerta del acompañante, bajando a la acera. En cuanto cerró, Maxwell puso primera con rapidez y salió por la calle hacia la próxima esquina, para doblar a la izquierda retomando de nuevo el rumbo a la avenida principal. Aferraba el volante con fuerza, y ensombrecido, su mente ensayaba diez mil discursos que le diría ni bien esa malnacida le abriese la puerta. Entonces, la adrenalina de querer llegar cuanto antes le invadió, haciendo que pisase un poco más el acelerador, para ganar tiempo.

Justamente, tiempo fue lo que ganó. En condiciones normales, el viaje solo le hubiera tomado unos diez o quince minutos, pero ahora había recorrido la distancia de una casa a la otra en tan solo siete. Llegar a la calle donde había vivido tantas cosas buenas y malas le generó un malestar demasiado incomodo, que a su vez le causó un peor estado de animo. Mejor así, pensó. De otra forma no podría escupirle a la cara todo lo que tenía para decirle.

Al estacionar frente a la casa, miró la fachada como si fuera la primera vez que la veía realmente. Su estilo galés, el revestimiento de piedra laja, la puerta de madera barnizada que él mismo había pintado un verano antes de marcharse de allí. Todo era suyo, podía echarla de allí cuando quisiera, y seguramente fuese eso lo que se merecía. Pero eso sería problema de otro momento, se dijo. Ahora su tiempo requería de algo más importante: vomitarle encima lo que estuvo callando durante años.

Apagó el motor y quitándose rápidamente el cinturón de seguridad, se bajó del mismo, dando un portazo. Sentía la espalda caliente, había estado sudando como un cerdo desde que Randall le había dicho eso, y ni siquiera se había dado cuenta. La frente le palpitaba con fuerza, como si sintiera la irrigación de sangre al cerebro con total naturalidad, bombeando energía y palabras a un ritmo frenético. El Acura negro de Elizabeth estaba estacionado en la entrada para el garaje, entonces estaba en casa, fue lo primero que se fijo en cuanto puso un pie en la calle. Bien, bien.

Cruzó el patio principal, se detuvo frente a la puerta y entonces resopló por la nariz. Y cerrando el puño derecho, aporreó la madera con toda la fuerza de su brazo. En el silencio de la tranquila calle, aquello sonó como cinco potentes mazazos.

—¡Elizabeth! —gritó. No hubo respuesta en los primeros dos minutos, y entonces volvió a golpear la puerta con el puño. —¡Elizabeth, abre la puta puerta!

Escuchó pasos ahogados que se acercaban, él también dio un paso hacia atrás, como si quisiera contener sus propios impulsos. Entonces, ella abrió. Llevaba un camisón turquesa, nada sexy, solo una pieza de tela uniforme hasta la altura de las rodillas, sujetas a sus hombros por finos breteles. El cabello recogido en una media coleta, y descalza. Al verla así, un cúmulo de cosas le pasaron por dentro. Como flashbacks malditos, recordó los pocos momentos buenos que había tenido con ella, tanto a nivel personal como en el sexo. A veces extrañaba algunas cosas, minucias y tonterías, como ciertas posturas o su habilidad para el squirt. Pero los recuerdos malos sobrepasaban por mucho los buenos.

—¿Qué te pasa, Maxwell? ¿Creés que estas son formas de venir a mi casa? —Le preguntó, con enojo.

—¡Claro que son formas! —exclamó. —¡Me he encontrado con Randy, y me ha dicho algo muy jodido!

—Bah, y tú eres aún más tonto en escuchar a un drogadicto. Lárgate de mi casa, hazme el favor.

Elizabeth comenzó a cerrarle la puerta en la cara, pero en un arrebato, Maxwell la embistió con el costado de su cuerpo, abriéndola de par en par hacia atrás y provocando que ella trastabillase.

—¡Esta no es tu casa, es mía, porque yo soy el único imbécil que te la está pagando, y me vas a escuchar! —exclamó.

Se sentía increíblemente genial, se sentía como si de repente todo el valor que no había tenido durante años le hubiera caído encima del cuerpo de un segundo al otro.

—Como quieras, voy a llamar a la policía entonces.

Elizabeth se giró para caminar rumbo al teléfono inalámbrico, con su soporte empotrado en la pared, pero Maxwell se adelantó y la tomó del antebrazo. Ella exclamó un "¡Ay!" que sonó casi como un repentino alarido, y entonces la arrastró hasta uno de los sillones de la sala, soltándola bruscamente y haciendo que cayera sentada encima de él. Tenía las mejillas coloradas, y miró a Maxwell asustada.

—¡Me has agredido! ¡En cuanto salgas de aquí, iré corriendo a denunciarte, puto bastardo! —Le gritó.

—¡Entonces más te vale que tengas una buena declaración que dar, y para eso puedo molerte a palos aquí mismo, porque ganas no me faltan! —exclamó él.

Elizabeth dio un gesto de fastidio, y entonces se encogió de hombros, dejando caer las manos a un lado del cuerpo.

—Dime de una maldita vez que quieres de mí, y lárgate.

Maxwell suspiró hondo, en el aire había un leve olor extraño, pero familiar. ¿Qué era? Se preguntó. Parecía sebo de vela, reconocía ese aroma, le traía recuerdos de pasteles de cumpleaños. También incienso.

—Randy me dijo que hace más de un año y medio lo echaste de aquí.

—Ya, ¿y?

—¿Y? —preguntó él, tomándole del pelo. —¡Te he estado pasando más de cinco mil dólares al mes para su manutención, y tú no me has dicho nada!

—Lo has hecho porque querías, Randall ya es un hombre, no necesita que lo mantengas.

Maxwell se mordió el labio inferior, conteniendo la ira. Cerró los puños y luego los abrió, entonces la señaló con una sonrisa enloquecida.

—Cuidado, Elizabeth. No me provoques o perderás algunos dientes, te lo advierto. Nunca le he levantado la mano a ninguna mujer, pero tú serás la primera —dijo. Giró sobre sus talones abriendo los brazos, y luego la miró con creciente furia, como si quisiera fulminarla con los ojos—. ¡Estás viviendo aquí gracias a mí, estoy pasándote dinero por un hijo al que ni siquiera cobijas en mi propia casa! —gritó, acentuando las últimas palabras para dar énfasis. —¿Qué mierda has hecho con el dinero, eh? ¿Te lo has gastado todo en ti?

—Por supuesto que sí. ¿Te crees que tienes una putísima idea de lo que significa convivir con un drogadicto, Maxwell? Seguramente no, si no tienes la nariz metida adentro de tus libros la tienes metida adentro de un vaso de whisky.

—¿Cómo mierda te ha dado la vergüenza de ir a mi casa, pedirme más dinero aún sabiendo que Randall ni siquiera está en una clínica de rehabilitación, y encima insultar a Abby? ¡Debería echarte de aquí a patadas! —exclamó.

—Pues hazlo, entonces. Lo vas a lamentar si lo haces —respondió ella, cruzándose de brazos por encima de los pechos. Entonces, el cansancio mental azotó a Maxwell. De repente, toda la furia incontenible que sentía se desplomó, dándole paso al verdadero hastío.

—¿Por qué, Elizabeth? ¿Por qué has hecho todo esto? ¿Con qué fin? —preguntó. —No he sido un mal esposo contigo, ambos nos equivocamos, ambos fuimos una mierda uno con el otro, y está bien. ¿Pero realmente tienes necesidad de hacerme imposible la puta vida?

—Sí, ambos nos equivocamos, pero tú te has equivocado más.

—¿Yo? ¿Por qué?

Ella entonces se inclinó hacia adelante, los codos apoyados encima de sus rodillas, y le miró.

—Te amaba, Maxwell. Realmente lo hacía —explicó—. Sé que no soy una mujer fácil, nunca lo fui y nunca lo seré, y también sé que teníamos muchas peleas, que mi carácter no era el adecuado y el tuyo tampoco. Pero aún así lo que hiciste... Creés que no lo sé, ¿verdad? Estuvimos muchos años juntos, y siempre creíste que yo no lo sabía.

—Maldición, no sé de que mierda me estás hablando.

—Aquella editora, poco antes de encontrar tu primer contrato. ¿Creés que no me daba cuenta como te coqueteaba? —Elizabeth se puso de pie, y entonces caminó hacia él a paso lento, mientras hablaba. —Es cierto, tú nunca le diste caso. Pero cuando te dijo de ir a su casa para leer la propuesta de contrato, me imaginé que algo pasaría en aquel departamento. Soy mujer, sé como funcionan las mujeres, también he empleado las mismas tretas. Demoraste un buen rato, no lo recuerdo, una hora o dos. Pero cuando volviste, te pregunté que había pasado, ¿lo recuerdas?

—Sí, me acuerdo —respondió él, de forma sombría.

—Me contaste que te había recibido en portaligas y baby doll, pero que tú la rechazaste por todos los medios y te fuiste de allí. Y por la noche, cuando entraste a ducharte, llegó un mensaje a tu teléfono. Lo abrí y era ella, te decía que quería repetir aquel día, que le habías dado tan duro y sexy que aún se mojaba por el simple hecho de recordarlo. Ni siquiera le respondí, pero borré el mensaje, bloqueé su número y nunca lo supiste porque jamás te lo dije. Pero me mataste, Maxwell. ¡Me mataste, aquí! —exclamó, golpeándose con el índice encima del pecho izquierdo. —Y a partir de ese día me juré que te lo haría lamentar todos los putos días de tu miserable vida. Respóndeme una cosa, escritor. ¿A tu noviecita le contaste la misma historia que a mí? ¿O ella sabe todo?

Maxwell no respondió absolutamente nada, solo la miró, por completo abrumado. Era cierto, todo lo que Elizabeth había dicho era completamente cierto. En verdad sí había tenido sexo con esa mujer madura, y sí había conseguido su primer contrato gracias a ello. No con su editorial, pero con otra asociada a la suya. Y allí había ocurrido su salto a la fama, gracias al polvo más intenso de su vida. Y siempre había creído que ella no lo sabía.

—Quiero que te alejes de mi vida, te regalaré la casa y haré como si aquí no hubiera ocurrido nada. Pero aléjate. Más te vale no interferir entre Abby y yo —balbuceó.

—Te has enamorado, ¿verdad? —Se sonrió, complacida con evidente saña. —Podría hacerlo, podría ir y decirle todo esto. De todas formas, no me creería porque ella también está enamorada de ti, lo puedo ver en la forma como te mira. Pero, ¿en verdad quieres que me aleje de tu vida?

—Sí.

—Bien. No quiero la casa, no quiero nada material —dijo—. Quiero que me hagas el amor una última vez. Pero házmelo como se lo hiciste a esa editora de cuarta, házmelo como se lo haces a diario a esa chica rubia con la que estás ahora —sorpresivamente se acercó a él, le tomó una mano y se la puso entre las piernas. Maxwell no pudo evitar palpar, no llevaba nada, y como si fuera poco, le susurró al oído—. Y entonces me marcharé, te dejaré la casa, no cobraré tu dinero y nunca más nos volveremos a ver.

Maxwell tragó saliva, y entonces se retiró.

—Estás demente, Elizabeth —murmuró.

—Puede ser, pero es tu culpa.

—No tendré sexo contigo. Y más vale que me dejes en paz —respondió él, y sin mirarla, caminó hasta la puerta, abriendo para salir.

Elizabeth le miró, apoyada en el marco de madera. Lo vio subir a su coche, encender el motor y arrancar calle abajo haciendo chirriar los neumáticos traseros. Y sonrió.

—Entonces ya has elegido tu camino, Maxwell Lewis... —murmuró.

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