
4
Durante la noche, Abby apenas siquiera cenó. Obviamente tampoco hicieron el amor, y Maxwell por su lado, apenas siquiera durmió.
Con los ojos fijos en la oscuridad de la habitación y las manos entrelazadas sobre el pecho, escuchando la serena respiración de Abby durmiendo a su lado a pierna suelta, pensaba en aquella mañana. Como si quisiera apurar las horas del reloj, para que amaneciera de una vez y por fin saber si iban a ser padres o no. Y como si fuera una especie de mantra de salvación que solamente él podía creer, se repetía una y otra vez: "Por favor, que no sea ahora, ahora no... ahora no".
En caso de que sí lo estuviese, ¿qué haría? Se preguntó. Tenía que apurar toda su jugada, eso sin duda. Pagaría el hotel, tomaría el arma y estacionaría a una distancia prudente de la casa de Elizabeth, vigilando día y noche de ser necesario, con tal de exterminar aquella criatura del demonio.
¿Tenía pruebas de que ella había sido la causante de la muerte de Randall? Ninguna, a decir verdad, salvo el extraño mensaje que su hijo le dictó en la camilla de hospital. Pero aunque podía parecer el delirio de alguien con un severo traumatismo cerebral, lo cierto era que no lo creía de esa forma. Sabía lo que había visto, sabía lo que estaba pasando. Los hechos acontecidos con Rita y Joe así lo delataban, y aunque al principio se había negado a creer en todo eso, ahora no podía tapar el sol con un dedo y debían hacer algo.
Finalmente, el día amaneció. Apenas había dormido un par de horas, con suerte, y con un sueño bastante entrecortado que le hizo despertarse varias horas a la noche. Por lo tanto, cuando el resplandor de sol iluminó la habitación de hotel, a Maxwell le dolían los párpados y se sentía abotargado. Sin embargo, se despabiló enseguida. Se puso de pie, se vistió y para cuando Abby despertó, ya la estaba esperando sentado al borde de la cama con el test en la mano, aún dentro de su empaque.
—Buenos días, cariño —La saludó. Ella se frotó los ojos, somnolienta. Apartó las mantas, se rascó el vientre y se irguió.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—No tengo ni idea, supongo que las seis.
—Que temprano...
Maxwell le mostró el paquete del test, y dio un suspiro.
—Ve, y crucemos los dedos —dijo.
Abby lo tomó en una mano, bajó de la cama solo vestida con su bikíni y el cabello revuelto, y se encaminó hacia el baño. Maxwell esperó, con los codos apoyados en sus muslos y las manos cerradas en puño, para apoyar la barbilla en ellos. Movía la pierna derecha de forma compulsíva, y esperó lo que le parecía una completa y tortuosa eternidad. Finalmente, escuchó la puerta del baño abrirse.
Se puso de pie en cuanto vio a Abby aparecer con el test en la mano, ya usado. Ella lo miró, y no le dijo absolutamente nada. Casi parecía más blanca, más pálida de lo que era su tez con normalidad, y tenía las mejillas húmedas. Se escuchó a sí mismo, como desde un lugar muy lejano en su cerebro, preguntarle "¿Y bien?". Como toda respuesta, ella le extendió el test en la mano, y Maxwell lo observó, con las manos temblorosas.
El test mostraba dos líneas rojas, perfectamente definidas.
Soltó de repente todo el aire que contenían sus pulmones en un ronco suspiro, y sintió que la vista se le nublaba casi de forma automática, sin ningún tipo de autocontrol. Dos lágrimas cayeron de sus ojos, se precipitaron a la alfombra, y entonces la miró. Vio todo de Abby en aquel momento con una magia que nunca había visto antes: sus pies descalzos y las uñas pintadas de rosa haciendo juego con el bikini, la curvatura de sus caderas, su vientre suave y con un ligero rollito por debajo del ombligo, los pechos firmes y medianos que tanto le enloquecían, su rostro sin maquillaje enmarcado por el cabello rubio despeinado que le caía en cascada... sonriéndole mientras lloraba al mismo tiempo que asentía con la cabeza. Efectivamente, serían padres. La muerte le había llevado un hijo, la vida le daba otro al día siguiente de su entierro. Era hasta casi una hermosa broma, pensó.
Maxwell se puso de pie, aún a pesar de que sentía las piernas temblorosas, como si fuera un anciano decrépito al borde de la muerte. El test se le resbaló de los dedos, no le importaba, dicho sea de paso ni siquiera lo había notado. Y entonces la abrazó. Ella se aferró a su espalda llorando contra su hombro y humedeciéndole el cuello, y él la rodeó por la cintura, sintiendo que de repente se convertía en el tipo más frágil del mundo, pero a la vez en el más dichoso. La vida le permitía corregir sus errores, enmendar el pasado, y ser padre por segunda vez. Y nada mejor que con la persona que le había enseñado una nueva definición de amor, la que nunca se imaginó que podría amar con tanta intensidad y pasión, como lo era Abby.
Le dio las gracias infinitas veces por aquel regalo, la tomó en andas, la giró, la cubrió a besos en la boca y en el vientre, y por un instante sintió que casi era posible estallar de la felicidad. Por fin, cuando la algarabía y las emociones se aplacaron por parte de ambos, Abby se vistió para desayunar. Tenía un hambre atroz, y mientras ella se vestía, él la miraba con una sonrisa embobecida que inundaba todo su rostro con nuevos colores de esperanza. Y fue entonces cuando comprendió que sucediera lo que sucediera, no podía perder a esa mujer. Lo había sabido desde siempre, pero ahora, con más fuerza que nunca.
Una vez que estuvieron listos, cerraron la puerta de la habitación con llave y bajaron hasta la cafetería. En cuanto la misma señora de la última vez se acercó a tomarles el pedido, repitieron el mismo desayuno de la vez anterior, sin ningún tipo de problema. Una vez a solas, Maxwell fue quien sacó el tema. Imaginaba que cuanto antes, mejor.
—Debemos hacer algo con esto, cariño... Todo es hermoso, pero no podemos estar así —dijo. Abby lo miró y al instante su rostro se ensombreció, imaginándose lo peor.
—No voy a abortar, Max.
Él la miró con extrañeza.
—¿Qué? Dios mío, ni siquiera quiero una cosa así. Me refiero al tulpa. Ahora somos padres, debemos terminar con todo esto cuanto antes, no podemos dejar pasar ni un minuto más.
Aliviada, Abby sonrió, respirando con más calma.
—Soy una tonta, ni siquiera sé por qué pensé en una cosa así.
—¿Te parece que quiero que lo abortes? Has visto mi reacción, es el día más feliz de mi vida.
—Lo sé —dijo Abby, mirándolo con el derroche del amor en sus pupilas, y sosteniéndole una mano por encima de la mesa. Luego añadió: —¿Qué has pensado hacer?
—Debemos salir del hotel hoy mismo. En cuanto salgamos, tenía pensado dejarte en tu casa pero obviamente no es un lugar seguro para ti, al menos por ahora. En cambio, te dejaré en otro hotel, pero entrarás sola, para evitar que te relacionen conmigo en cualquier cosa que pase. Una vez que te vea a salvo y segura, iré a la casa de Elizabeth y la vigilaré hasta que la vea salir, daré recorridas por su barrio y si es necesario, inspeccionaré la casa. Buscaré la forma de acabar con el tulpa de una manera u otra —explicó.
—Max, no vas a hacer esto solo.
—Abby, por favor, no seas terca. Tú no entiendes que... —Se interrumpió un segundo, en cuanto la mesera se acercó a ellos con la bandeja completa del desayuno. Ambos la miraron con una sonrisa, para disimular, y esperaron a que estuviera bastante alejada para continuar hablando. —Ahora estás embarazada, Abby. No puedes correr ningún riesgo. ¡Ninguno!
—Tú tampoco puedes correr ningún riesgo, eres su padre y no estoy dispuesta a ser madre soltera. Así que tienes dos opciones, Max. O me llevas contigo y permites que te ayude ahora que todavía estoy en condiciones de correr sin cargar con un vientre de tres o cuatro kilos, o entonces continuamos huyendo indefinidamente hasta que el tulpa nos de caza. Dos pares de ojos vigilan mejor que uno solo.
Maxwell la miró, y ella le sostuvo la mirada con esa determinación que bien conocía en Abby. Suspiró, al mismo tiempo que se cubría el rostro con ambas manos, y aunque su mente le dijo "Esto es una completa locura y lo sabes", también sabía que no habría forma de hacerla cambiar de opinión en lo absoluto. Al fin, asintió.
—Vaya por Dios... —murmuró.
—Sabes bien que iré contigo. Nos envolvimos juntos en esto, entonces terminémoslo juntos.
—No puedo creer que me ames tanto como para poner en riesgo tu propia vida, solo para ayudarme. Nunca nadie había hecho tanto por mí —comentó él. Ella lo miró convencida de sus palabras.
—No solo te amo, Max. Sino que ahora, sabiendo que soy madre, esto se ha vuelto personal. No quiero criar a mi hijo huyendo durante toda la vida, quiero ser libre.
Maxwell la miró, en completo silencio. Asintió con la cabeza al mismo tiempo que le sostenía la mano encima de la mesa, apretándola levemente, y acariciándole el dorso con el pulgar.
—Aprovechemos el desayuno, entonces. Creo que va a ser el último en varios días —sentenció.
*****
Ni bien terminaron de desayunar, subieron de nuevo a la habitación, tomaron todas sus pertenencias y revisaron el dormitorio dos veces para no olvidarse de nada. Sin embargo, antes de salir Maxwell tomó la pistola, la cargó y se la colocó entre la cintura y el pantalón, bien oculta por la camiseta y su chaqueta encima de la ropa. El resto de la cajita de balas las guardó dentro del bolso con la ropa, junto con la boleta de compra y los papeles del permiso legal del arma. Abby lo miraba temerosa, y Maxwell se sentía completamente extraño manipulando aquella fría pistola, casi como si estuviera experimentando una despersonalización. Pero debía asumir las cosas de la mejor manera, no había más opciones, se repetía mentalmente una y otra vez, buscando aquietar sus miedos.
Al entregar la llave en recepción, Maxwell pagó por la estadía y durante todo aquel periplo, nunca se había dejado de sentir como un criminal. Temía que la silueta del arma se le notara de alguna manera poco usual, o que alguna catástrofe sucediese. Había visto muchas películas, sabía como terminaba aquello: al tonto inexperto siempre le pasaba lo peor o lo pillaban antes de tiempo, y ahora mismo, él estaba ocupando el papel del tonto inexperto.
Sin embargo, nada ocurrió. Firmó la documentación de retirada, abonó en efectivo, le estrechó la mano al conserje y salió por la puerta de cristal del hotel con una amplia sonrisa. Solo cuando subió a su coche fue cuando pudo darse cuenta que estaba conteniendo la respiración, presa de los nervios más absolutos. Sin embargo, fue Abby quien rompió el silencio, al notar que minutos después pasaban por una calle que ella ya conocía muy bien.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Vamos a casa, dejaremos el coche, el bolso con la ropa, y llamaré a una agencia de alquileres de vehículos. No podremos vigilar la casa de Elizabeth con este —comentó, señalando hacia el tablero con un gesto de la mano—, si mira por la ventana o nos ve pasar, la alertaremos.
—Bien pensado.
Condujo en completo silencio hasta llegar a su casa. Allí, descendió solo unos momentos para abrir la portería de hierro, y luego volvió a subir al Citröen casi trotando, para estacionarlo como siempre hacía, a un lado de la puerta. Apagó el motor, descendió del mismo, y subió la escalinata del porche para abrir la puerta principal. El aroma característico de su hogar tal y como lo había dejado antes de marcharse, a perfumador de ambientes y suelos limpios, le invadió el alma de una cierta nostalgia. Lo cierto era que había transcurrido días tan locos en su vida, que nunca se había puesto a pensar en lo hermosa que era su casa y cuánto la extrañaba.
El ruido a la puerta del acompañante, cuando Abby bajó y cerró, fue lo que lo sacó de su ensueño repentino. Impulsado por una nueva dosis de energía, volvió al coche para buscar el bolso con la ropa y dejarlo encima del sillón, de forma descuidada. Entonces, tomó el teléfono inalámbrico y encendió un momento su computadora, para buscar la agencia de renta de vehículos más cercana que pudiese encontrar. Luego de diez minutos, pudo dar con una que a su consideración, tenía buenos precios, de modo que marcó rápidamente la llamada.
Tardó casi veinte minutos en arreglar las condiciones, como por ejemplo, averiguar qué papeleo le pedían —el cual era minúsculo: solamente licencia de conducir vigente, un efectivo anticipado del 50% de la póliza de alquiler y el otro 50% al entregar el coche, el cual debía estar con el tanque de combustible completo tal y como se lo entregaban a él—, la distancia en kilómetros que podría recorrer, si podía salir del estado y demás. Ante tantas preguntas, simplemente alegó que tenía una reunión muy importante de negocios con una editorial asociada, y que su coche estaba en el mecánico por unas reparaciones generales. Iba a ir en avión, pero al final no fue capaz de conseguir un vuelo a tiempo y debía poder solucionar el viaje cuanto antes. Abby lo miraba fascinada, al mismo tiempo que pensaba en que sin duda, esa era una habilidad secreta de todo escritor medianamente experimentado: casi siempre eran hábiles mentirosos cuando querían serlo, podían inventar historias completamente verosímiles en segundos. A decir verdad, ella también lo había hecho alguna que otra vez en su vida, así que no podría juzgarlo.
En cuanto tuvo todo listo, colgó y volvió a discar otro número de teléfono, esta vez para llamar un taxi que los llevara hasta la agencia. En cuanto esperó en línea que le confirmaran el número del coche que pasaría a recogerlo, Abby abrió grandes los ojos, dándose cuenta de algo vital.
—¡Max, espera! ¡Esto es un error! —exclamó. Él la miró sin comprender.
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—¡No lo entiendes! ¿Qué pasa si le haces daño a tu ex mujer? Digamos que... no sé...
Maxwell se dio cuenta que le costaba hilar la oración, como si tuviera miedo de pronunciar algo así en voz alta.
—¿Qué la mate?
—Sí...
—Ya, ¿qué hay con eso? —preguntó, con frialdad.
—Te investigarán, por simplemente ser su ex esposo. Y no tienes forma de mentir que nunca estuviste en su casa, porque los coches de alquiler tienen geolocalización. ¡Vendrán directo hacia ti!
Tenía razón, no había calculado ese detalle. Y sintió miedo por la imprudencia, por el simple hecho de pensar en la hipótesis de que lo descubriesen y viviera veinte años tras las rejas, lejos de Abby y su calor, lejos de toda la vida que conocía como normal. Sin embargo, tenía que actuar con la mente fría, y aunque no era un asesino, sabía perfectamente que en los momentos más críticos el ser humano es capaz de hacer las peores cosas, las más inmorales aberraciones. Y debía ser racional, ahora más que nunca. Como consuelo, se acercó a ella, le apoyó una mano en la cintura, y le besó la frente.
—Buscaremos la manera, no te preocupes, cariño. No tiene por qué pasar nada malo —dijo, aunque ni siquiera él mismo estaba convencido de ello.
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