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Aquella noche, Maxwell volvió a su casa pasadas las diez y media, cuando por fin la tormenta comenzaba a desaparecer y tan solo quedaba el aire fresco que acompañaba su final. No había llegado ebrio, pero sí había tomado la cantidad de cervezas suficientes como para sentirse bastante sabroso, por lo que lejos de querer cenar, cerró la puerta tras de sí una vez que llegó al rancho, tiró las llaves del coche encima de la mesa, y subió directo a su habitación, para darse una rápida ducha antes de dormir.
La noche fue rápida, apenas un breve suspiro sin sueños y sin despertarse ni siquiera para ir al baño. Fue justamente por esto mismo que se despertó pasadas las ocho de la mañana, con la vejiga a punto de estallarle. Ni siquiera se desperezó, en cuanto abrió lo suficiente los ojos, se deslizó al borde de la cama y sin calzarse sus zapatillas caminó al baño, para orinar. Luego de ello, se lavó la cara y bajó a la sala principal, para prepararse un desayuno bastante sustancioso. Como de costumbre, en aquel momento fue donde apareció la misma interrogante de todos los días: ¿escribiría hoy?
Suponía que sí, o al menos lo intentaría. De todas formas, el leve ardor estomacal que sintió, le advirtió en silencio que seguramente estaría toda la jornada con acidez, así que no bebería ni una gota de alcohol mientras estuviera sentado frente al teclado de su computadora. En su mente, volvió a aparecer la figura de Daniel, su médico de cabecera, mirándolo con reproche y juzgándolo desde los rincones de su imaginación. Entonces sonrió, negó con la cabeza y se concentró para emborronarlo como quien aparta una voluta de humo frente a su rostro. Y de nuevo, surtió efecto, al igual que el día anterior.
Se preparó dos sándwiches de lechuga y tomate, con una fina película de atún. Se sirvió un vaso de yogurt, y con todo encima de una bandeja se encaminó hacia la computadora, hasta que de pronto se dio cuenta que estaba caminando como si quisiera alargar la procesión, intentando llegar lo más tarde posible a su escritorio como si fuera una suerte de condena en lugar de un alivio. ¿En qué demonios se había convertido? Se dijo. Había tenido bloqueos de escritor, como todo el mundo, pero ninguno como este. ¿Por qué carajos se sentía así?
Como tomando una suerte de coraje, apuró el paso, frunciendo el ceño. Dejó la bandeja con descuido encima de la mesa y encendió la computadora, esperando de forma paciente a que iniciaran todos sus programas. Una vez listo, hizo lo mismo de siempre: abrió el procesador de textos, releyó el último párrafo para ponerse en contexto de lo que tenía que escribir, y entonces a teclear. Al principio, las palabras salían toscas, con dificultad, y se sorprendió a sí mismo apartando cada dos por tres la mano derecha del teclado para buscar algo en su escritorio, junto al mouse. Sin embargo, lo que buscaba no estaba allí, que era su vaso de whisky. Fue entonces cuando comprendió que tenía realmente un problema serio.
Se reclinó en la silla giratoria cubriéndose los ojos con las palmas de las manos, dando un ligero resoplido. Odiaba no tener la razón en algo, pero más aún odiaba tener que darle la razón a su médico. Entonces, como si fuera una suerte de campana salvadora, un timbre sonó en su teléfono celular. Miró la pantalla táctil y vio que se trataba de un correo electrónico: su editor le recordaba que había quedado en pasarle el primer capítulo. De modo que suspirando de nuevo, minimizó el procesador de textos, abrió su bandeja de correo en internet y adjuntó el archivo sin corregir ni siquiera una sola palabra. Ya está, que sea lo que Dios o el puto diablo quisieran, pensó.
Devoró uno de los sándwiches mientras volvía a releer su lamentable progreso en el libro, y bebiendo de un tirón casi la mitad de su vaso de yogurt, comenzó a teclear de nuevo. Esta vez, sin embargo, las palabras salieron mucho más fluidas, y el motivo era simple: no estaba pensando en nada, ni siquiera estaba hilando de alguna forma la trama de la novela con sus propias ideas, solamente escribía como un autómata corriendo en círculos a través de las escenas y los personajes. Sin embargo, funcionaba. Al menos estaba escribiendo, el contador de palabras crecía exponencialmente y eso era todo lo que le importaba, porque total, ya tendría tiempo para eliminar algunas escenas si eran demasiado estúpidas o incongruentes, se dijo. Por ahora, todo lo que necesitaba, era que sus neuronas vomitaran todo lo máximo posible.
De nuevo, otro timbre en el teléfono, y al mirar la pantalla se trataba de otro correo. Una parte de sí mismo lamento la distracción, pero al ver de que se trataba, esbozó una ligera sonrisa.
"Hola, Max. Gracias por adjuntarme el primer capítulo, estoy seguro que a los chicos les va a encantar. En una semana, quizá menos, te daremos una evaluación.
Otra cosa que quería comentarte: este sábado a la noche habrá una reunión con varias editoriales asociadas. Será a las 21:00 en el club Grand Ritz, me gustaría verte allí aunque sea un rato. Adiós, colega.
Kevin".
Maxwell volvió a sonreír mientras miraba la pantalla de su celular. Normalmente no iría, ya tenía demasiado con el hecho de luchar contra su lamentable bloqueo de escritor como para encima tener que poner cara de póker, sonreír en todas las fotos y falsear una buena amistad con gente que ni conocía, ni le importaba en lo más mínimo. Sin embargo, no pudo evitar recordar las palabras de Joe, aquella tarde en el bar, así que antes de que tuviera tiempo de arrepentirse, agendó en su teléfono la hora de la reunión. Buscaría sus mejores galas, ya que hacía mucho que no se ponía un traje de etiqueta, y averiguar si aún le quedaban bien sería una aventura interesante. Luego iría al evento, por supuesto. No perdía nada con cambiar de aires al menos una noche.
Apoyó de nuevo las manos encima del teclado, luego de darle una mordida a su segundo sándwich. Sin embargo, en cuanto releyó se dio cuenta de que todas aquellas frases, párrafos y diálogos entre personajes no tenían ningún tipo de sentido, por lo que de forma decidida, optó por borrar todo lo que había hecho. Dejaría descansar la mente durante toda esta semana, al menos hasta ir a la reunión de editores, y ya luego trabajaría en ello con fuerzas renovadas. ¿Era una idea que le gustaba? La verdad era que no, pero no tenía otra alternativa. Los bloqueos de escritor eran como una gran tormenta de invierno, o peor aún, como una laguna mental en la cabeza de un drogadicto. No se ganaba nada luchando contra ellas, sino asumiéndolas como tal y dejándolas fluir, porque al final pasaban de largo y salía el sol.
Siempre pasaban.
*****
Durante los días que siguieron a la invitación por correo de su editor, Maxwell decidió que la mejor opción era dejar simplemente correr el tiempo, y listo. Lo primero que hizo, como rutina fuera de su rutina —irónicamente hablando—, fue apagar el despertador. Compró un gran pote de helado, y se dedicó a acostarse tarde, mirando una película o alguna serie mientras recostado en los sillones devoraba cucharada tras cucharada de aquel postre. También se dedicó a poder cumplir con todas aquellas cosas que tenía pendientes en su vida personal, como ir al dentista y rehacer su blanqueamiento dental, o decorar con piedrecitas nuevas el jardín de su patio. Cosas en las que nunca se había preocupado antes, porque toda su mente estaba ocupada en libros, libros y más libros, cumpliendo con la cuota de contrato de los malditos chupasangre de la editorial.
Ya iba de camino al tercer día de ocio absoluto, y fue allí, en el preciso momento en que degustando la última cucharada de helado al final de la primera temporada de su nueva serie, en que se dio cuenta que podía vivir sin editar. Las palabras de Joe habían hecho mella en él, rondando en su cabeza sin detenerse, como los fantasmas de sus historias. Ya tenía dinero suficiente, una carrera más que consagrada a nivel personal, no tenía ningún tipo de necesidad de continuar sometido al yugo esclavista de una editorial a tiempo completo. Cuando era más joven, tal vez sí. Pero ahora, ni hablar. ¿Cuánto tiempo de vida le quedaba? ¿Quince, veinte años quizá? Y eso en el mejor de los casos, si le hacía caso a Daniel y dejaba el alcohol definitivamente, sino serían diez o incluso menos. Sin embargo, daba igual. No iba a terminar el resto de sus días con el trasero aplastado enfrente a una computadora.
Miró la hora en su reloj de pulsera y se dio cuenta que eran la una y cuarenta y cinco de la madrugada del viernes, por lo que al día siguiente tenía mucho trabajo que hacer. Debería buscar un traje decente, y lo que era aún peor, cerciorarse de que todavía le quedaba, ya que había subido algunos kilos. No demasiados, pero sí los suficientes como para notarse los brazos un poco más anchos de lo habitual. Ordenaría la casa, quizá cambiaría el lugar de algunos muebles, y luego se dedicaría a esperar a que el día pasara, sin más, hasta que se llegara la hora indicada para ir al evento. Apagó el televisor, tiró el balde de helado a la basura en cuanto pasó por la puerta de la cocina, y luego de apagar todas las luces de la casa subió a su habitación, se cepilló los dientes y se dejó caer encima de la cama, con el antebrazo encima de los ojos, disfrutando de la perpetua oscuridad.
La noche transcurrió para Maxwell en un repentino santiamén sin sueños como siempre había sido, incluso hasta se despertó en la misma posición en la que se había acostado, por lo que ni siquiera se movió para nada en absoluto. Sentía la espalda un poco húmeda, al igual que el cabello de la nuca, señal de que sudó mucho mientras dormía. En cuanto abrió los ojos, pesadamente, sintió unas tremendas ganas de orinar, quizá por todo el helado ingerido la noche anterior. Con rapidez, se levantó de la cama y fue directo al baño de su habitación, bostezando mientras caminaba. Se lavó la cara en cuanto terminó de lavarse las manos, se cepilló los dientes y antes siquiera de empezar a prepararse el desayuno, abrió de par en par las puertas de su armario para buscar en la sección de trajes y pantalones lo que tenía disponible.
Rebuscó entre las perchas, y se dio cuenta de que tenía un gusto horrible para comprar trajes de etiqueta. ¿Es que acaso nadie había sido capaz de darle un consejo decente acerca de una prolija vestimenta? Se preguntó, con las manos a la cadera. Entonces recordó, con una sonrisa ladeada en el rostro, de que quien le aconsejaba —por aquel entonces— acerca de sus trajes, era Elizabeth. Sin embargo, había uno que le llamó la atención, tomando su percha para verlo mejor.
—Sí, quizá este puede funcionar... —murmuró, en el silencio y la penumbra de su habitación.
Dejó el traje encima de la cama y avanzó hasta la ventana, para abrir las persianas americanas y dejar que la luz del sol se filtrara, dibujando estelas de polvo al pasar. Entonces volvió a tomar la percha y la miró con más detenimiento. El traje era lindo, se dijo, un Armani negro de dos piezas con abotonado simple, confeccionado en lana virgen. Recordó que había sido un regalo propio en su cumpleaños número treinta, lo había visto recorriendo una exposición de moda al salir de su editorial, luego de firmar el tercer contrato, y por aquel entonces Maxwell tenía muchos sueños de dinero y poder, por lo que al verlo en el cuerpo del maniquí que decoraba la vidriera se convenció a sí mismo de que lo necesitaba. Porque al final, si quería ser un hombre de éxitos debía vestir como uno. Tal y como siempre pasaba cada vez que se compraba algo para sí mismo, acabó por usarlo un par de veces en alguna que otra fiesta casual, para luego meterlo a dormir indefinidamente en su bolsa protectora al fondo del armario.
Pensó que se lo podría probar en aquel preciso instante, para desterrar de su cabeza la incertidumbre de si aún podía quedarle bien o no, pero si hacía eso, no iba a tener nada de emoción el resto del día, por lo que decidió guardar la sorpresa para después. Aún en shorts, bajó las escaleras directo a la cocina, se preparó unos huevos a la riojana con bastante tocino y verduras, y cuando por fin todo estaba listo, se sirvió una buena porción en un plato grande. Seguramente luego de comer aquello no sería capaz de almorzar, se dijo, pero no importaba. Muchas cosas habían cambiado en aquellos tres días, tres días en los cuales no había bebido una gota de alcohol, no había adelantado ni siquiera un puto párrafo de su libro, y se había dedicado a disfrutar del tiempo para sí mismo como durante meses no lo hacía, y al final eso estaba bien, estaba de puta madre. Dio el primer tenedorazo, sentado a la mesa, mientras que con una sonrisa encendía el televisor de pantalla plana empotrado en la pared. Los sabores se mezclaron en su boca, casi se quema el paladar, pero estaba delicioso. Y entonces, su semblante cambió, poniéndose serio de repente.
—Sí... —murmuró.
Soltó el tenedor y levantándose como un loco de la mesa, corrió hacia el escritorio, donde la computadora descansaba apagada y olvidada. Presionó el botón de encendido con furia, ni siquiera hizo el típico ritual de siempre, de dejar reposar los dedos encima del teclado mecánico como un silencioso apronte. Solo se frotó las manos mientras miraba la pantalla, tratando de aferrarse a esa idea como quien intenta retener una ráfaga de preciada lluvia en un día de sequía. Cuando por fin el aparato inició por completo, se sentó dejándose caer en la silla giratoria y buscó el archivo de texto de su libro, lo abrió, y por primera vez en mucho tiempo comenzó a teclear con verdadera motivación. Porque al fin lo tenía, ahí estaba el secreto: su protagonista debía quemar el cadáver de la vieja bruja, rociarle sal y decir las palabras exactas escritas en el grimorio con la sangre de la víctima. Ya había capturado al señor Hill, sabía que su esposa era la horrenda bruja negra que había ideado el secuestro de su propia hija. Sin embargo, él no sospechaba que el triunfo sería momentáneo, no más que una miserable ilusión, porque a sus espaldas se preparaban nuevas trampas y planes malévolos.
Permaneció casi tres horas ininterrumpidas escribiendo, en promedio casi quince páginas en total, y luego de ello tomó una libreta de tapa dura y buscando un bolígrafo de su portalápices, comenzó a garabatear casi ocho carillas de anotaciones. Sobre la mesa, la comida se había enfriado y la grasa del tocino había formado una capa blancuzca encima de los huevos fritos, pero no le importaba en lo más mínimo, porque sentía su mente como un torrente descontrolado, una represa desbordada fluyendo a través de sus dedos finos y ágiles, que por fin habían encontrado el rumbo para continuar. Entonces, cuando ya se sentía agotado, guardó el archivo con todo su progreso, se paró de la silla mientras que la computadora se apagaba, y levantando los brazos al cielo gritó y aplaudió de la felicidad. Fue allí cuando lo supo, no cabía ninguna duda: ese sería su último libro, y luego de ello, a descansar.
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