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2

A la mañana siguiente, Maxwell estaba en el mejor momento del sueño, cuando el teléfono sonó. Era una de esas mañanas perfectas, donde no tenías ganas de ir al baño, la posición del cuerpo era la ideal y la temperatura de la cama era la justa, y se hallaba aferrado de Abby por la espalda, con un brazo envolviendo su vientre y la pelvis perfectamente recostada a su trasero, cuando en la lejanía comenzó a escuchar el teléfono que sonaba. Al principio y medio entredespierto, no le dio demasiado caso, pensando "Que suene, ya colgarán", pero pasaban los tonos y quien sea que estuviese llamando, no desistía. Entonces pasó lo que más temía: Abby también se movió, comenzando a despertarse, y así era como se rompía el momento, se dijo.

Se apartó las mantas de su cuerpo y dando un resoplido, buscó sus pantalones y la camiseta, poniéndoselos rápidamente. Aún descalzo, salió del dormitorio y bajó los escalones hacia el living de la casa, mientras se decía mentalmente que a partir de aquella noche comenzaría a desconectar el teléfono antes de acostarse a dormir. Cuando llegó al mismo, tomó el tubo y atendió.

—Hola —respondió, con la voz enronquecida debido al sueño.

—Buenos días señor, ¿Es usted el padre de Randall Lewis? —Le preguntó una voz, del otro lado. Era una voz formal, casi protocolar. Maxwell suspiró, y se hizo pinza con los dedos encima del tabique de la nariz.

—Sí, soy yo. ¿Qué mierda acaba de hacer ahora?

—Señor, soy el doctor Jason Harris, le hablo del hospital Central. Su hijo ha tenido un accidente anoche, y se encuentra en grave estado. Buscamos en la base de datos personal de la policía, ya que no podíamos contactarnos con su madre, y lo encontramos a usted.

En aquel momento, Maxwell sintió que se despabilaba de repente. Ni siquiera escuchó los pasos de Abby, cuando bajó por la escalera luego de vestirse. Se apoyó con un brazo de la pared y miró hacia el suelo, con los ojos abiertos a más no poder, tratando de asimilar su sorpresa.

—¿Un accidente? ¿Cómo que un accidente? —preguntó.

—Un coche lo ha atropellado ayer por la madrugada, el mismo conductor fue quien llamó a los paramédicos. Necesitamos que venga cuanto antes, señor, para llenar unas formas y demás.

—Sí, claro... iré ya mismo, gracias —murmuró. Escuchó el "Adiós" que de forma lejana el médico le había respondido, apoyó el tubo del teléfono contra su pecho y permaneció allí, sin poder moverse ni decir absolutamente nada. Lo único que lo pudo sacar de su estado fue sentir la mano de Abby, en su espalda, cosa que le hizo voltearse hacia ella, luego de colgar el tubo del teléfono.

—¿Estás bien? ¿Quién era? —Le preguntó, mirándolo de forma preocupada.

—Eran del hospital Central. Randy ha tenido un accidente anoche, está grave.

Escuchó sus propias palabras, de forma lejana, como si provinieran de otro cuerpo, y algo dentro de su mente pensó que aún seguía soñando. En realidad, nunca se había levantado de la cama, y su brazo seguía allí, rodeando a Abby por el vientre y disfrutando del aroma de su cabello. Pero por desgracia, eso no era así, la llamada había sido completamente real y la situación era la que era. Entonces, como si cayera de repente en el bofetón de la realidad, se cubrió el rostro con las manos y murmuró: "Dios mío..."

Abby lo abrazó contra su pecho, sujetándolo con fuerza, y en cuanto él le correspondió el gesto, ella se separó un instante de Maxwell, y lo miró.

—Péinate, vístete y ve al hospital. Déjame a mí a la pasada en alguna armería, iniciaré los documentos para el permiso de tenencia de armas, y mientras tanto tú visita a Randall. Luego yo iré en taxi hasta el allí, cuando termine de llenar las formulas, ¿te parece? —dijo. Él asintió con la cabeza, y Abby lo miró. La expresión de su rostro era desencajada, como si se hallara desorientado por completo. Entonces, por si acaso, decidió preguntar: —¿Quieres que yo conduzca?

—No, está bien, gracias cariño. Puedo con esto.

—De acuerdo, vamos a ponernos en ello entonces. Cuanto antes veas a tu hijo, mejor.

Maxwell y Abby volvieron a subir juntos hacia el dormitorio, para cambiarse de ropa, lavarse la cara y luego cepillarse los dientes en el baño del piso de arriba. Al bajar, Maxwell buscó entre sus documentos, cerciorándose de que tuviera todo en orden, tomó unos pocos cientos de dólares, y cuando ambos estaban listos, tomó las llaves del coche y de la casa, saliendo al patio y cerrando la puerta tras de sí.

Se montaron en el vehículo, y Maxwell encendió el motor arrancando casi enseguida, sin mediar palabra ninguna. Abby lo miró de reojo, la expresión de su rostro era una conjunción de emociones que oscilaban entre la incertidumbre, los nervios y la furia, y aquello la preocupaba. Sabía que nunca se lo diría, pero lo veía convertirse día a día en una bola de nervios, como una bomba nuclear a punto de estallar, o como una olla a presión. Lo adivinaba en los ratos en que se sentaba a escribir y abandonaba la tarea a los quince o veinte minutos, entre resoplidos, con la hoja de su procesador de textos en la computadora completamente en blanco. O cuando se acostaban, y le costaba mucho trabajo conciliar el sueño. Sin embargo, esta vez era diferente.

—Max, ¿estás bien? —Le preguntó, al fin. Él no la miró al responder. Seguía con sus ojos azules fijos en el camino que se extendía por delante, las manos bien aferradas del volante.

—Sí.

—¿Seguro? —insistió.

—Solo quiero que toda esta mierda se termine, nada más.

—¿Tú crees que...?

Maxwell le adivinó la pregunta, y entonces fue allí cuando la miró.

—¿Qué esto tiene que ver con el tulpa? No sé, pero presiento que sí. No ha parado de ocurrir desgracia tras desgracia, no me asombraría que fuera así.

Abby dio un suspiro breve. Querría contestarle algo, darle ánimos si así pudiera cambiar algo, pero sabía que no serviría de nada. En lugar de opinar cualquier cosa, recostó la cabeza en el asiento y miró por la ventanilla a su lado, viendo las casas pasar y la gente que caminaba por la acera, de forma distraída. Cuando Maxwell puso tercera, ella le apoyó la mano encima de la suya, en la palanca de cambios, lo miró y sonrió. Sin embargo, él no hizo el mínimo gesto ni le dijo nada, y algo dentro de sí misma temió que todos aquellos acontecimientos los perjudicaran, tanto a nivel personal como en su relación. Solo esperaba, por lo más sagrado, que Maxwell no perdiera a nadie más, o no podría soportarlo, se dijo.

Viajaron durante casi media hora hasta la parte más céntrica de la ciudad, en completo silencio, y cuando enfilaron la avenida principal, Abby vio a través del parabrisas el cartel de una armería, por lo que se irguió en su asiento y señaló hacia adelante.

—Déjame allí, ya luego tú sigues al hospital y te alcanzo en un rato —pidió.

Maxwell estacionó junto al local, tal como ella le había pedido, y sin apagar el motor, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta hasta sacar su billetera.

—¿Tienes dinero?

—Creo que sí —Abby revisó sus pertenencias, y encontró dos billetes de cien—. No te preocupes.

—Llévate un poco más —dijo, extendiéndole tres más de cien—. Que tengas suerte, cariño.

Abby se estiró en su asiento, y le dio un beso en los labios, largo y profundo.

—Tú también, mi amor. Mantenme al tanto —respondió, en cuanto se separó.

La vio desprenderse el cinturón de seguridad, abrir la portezuela a su lado y bajar a la acera. Una vez que la vio entrar a la tienda, emprendió el camino hacia la siguiente esquina, para volver de regreso por la avenida principal, rumbo al hospital Central. Le urgía llegar cuanto antes, a pesar de que no sabía con lo que se iba a encontrar. No le habían dicho el diagnóstico por teléfono, tampoco le habían dicho si Randall iba a recuperarse pronto, o nunca, y eso le ponía con los pelos de punta. La situación no podía ser mas crítica, se dijo. Por un lado, la amenaza de una criatura que no conocía en lo mas mínimo y que le perseguía, buscando hacerle daño. Ahora, por otro lado, Randall hospitalizado. Y entonces su mente razonó otra complicación más: era posible que al llegar se encontrara con Elizabeth, haciendo el papel de madre ejemplar solo para el postureo. Deseó fervientemente que eso no sucediera, porque entonces le diría unas cuantas cosas, y no quería montar un lio en medio de la sala de espera.

Tardó en llegar al hospital menos de lo que pudo darse cuenta, ya que conducía como un autómata, con la mente totalmente distraída en estas cuestiones, a tal punto de que estuvo a punto de saltarse dos semáforos en rojo. Encontrar lugar para estacionar fue difícil, y tuvo que dejar el coche a dos calles del hospital, por lo que se bajó del mismo y andando rápido, apuró el paso tanto como pudo hasta la puerta de entrada. Como siempre, en cuanto puso el primer pie en el hall, el olor característico a fármacos le invadió las fosas nasales, al mismo tiempo que sus ojos saltaban de rostro en rostro, entre las personas que iban y venían por todos lados, desde civiles comunes y corrientes hasta enfermeros y médicos de turno. Finalmente, pudo visualizar más adelante un mostrador de informes, a mano derecha del pasillo que conducía a la farmacia. Caminó hacia allí a paso rápido, y al llegar, apoyó los antebrazos encima, mirando directamente a la chica.

—Buenos días, me llamaron hace un rato diciéndome que mi hijo está internado aquí —habló como si estuviera escupiendo las palabras. La caminata desde el coche hasta el hospital, sumado a sus propios nervios, le habían hecho comenzar a sudar.

—Dígame el nombre del paciente, por favor —Le pidió la chica, una treintañera de largos bucles castaños, sin maquillaje y con unos grandes aretes.

—Randall Lewis.

La chica asintió con la cabeza, tecleó algo en su computadora y luego de buscar por unos instantes, asintió con la cabeza.

—Está en la unidad de cuidados intensivos, a cargo del doctor Marcus Simeone. Cuarto piso, por los ascensores de allí atrás —dijo, señalando con el pulgar encima de su hombro.

—Gracias.

Maxwell rodeó el mostrador de informes al mismo tiempo que esquivaba gente frente a él, avanzando hasta los ascensores. Tuvo suerte que al llegar, uno de los cuatro estaba abierto y tenía el indicador en led rojo de que subía, por lo que trotó, apurando el paso, para entrar a tiempo junto con cinco personas que ya estaban en él. Tocó el botón del cuarto, se puso de espaldas a los demás, y esperó. El corazón latía con fuerza en su pecho, tenía la frente perlada de sudor y se obligó a respirar hondo. En breve lo vería, en pocos instantes podría saber en qué estado se encontraba, aunque si estaba en cuidados intensivos, entonces el panorama no era bueno, se dijo. De todas maneras, no se permitiría perder la esperanza. No ahora, se repitió mentalmente.

En cuanto el ascensor se abrió, pudo ver frente a él un largo pasillo, impecablemente iluminado con lamparas led adosadas al techo. A cada lado del pasillo, había puertas, suponía que de habitaciones, y a cada lado de cada puerta una hilera de tres sillas de aluminio atornilladas al suelo. Algunos doctores iban y venían con su típico andar apresurado, y sin saber donde comenzar a preguntar, Maxwell interceptó al primero de ellos que vio pasar.

—¡Disculpe! —exclamó. —¿Es usted el doctor Simeone?

—No, pero siga al fondo del pasillo, ha ido a ver a un paciente que llegó anoche. Está en la última puerta, a la derecha.

—Gracias —asintió, y se encaminó hacia allí.

Con la respiración agitada, Maxwell se dirigió a paso ligero rumbo a la puerta, y efectivamente, al llegar la vio entreabierta. Junto a la puerta, se hallaba sentado un hombre de sesenta y pocos años, con el cabello canoso y de aspecto rollizo. Tenía los codos apoyados en sus rodillas, echado hacia adelante, y a su vez la barbilla apoyada en las manos. De pie frente a la puerta, golpeó con los nudillos un par de veces, y al hacerlo la puerta se entreabrió aún más. Entonces lo vio.

Randall se hallaba acostado en una blanca camilla, con un respirador conectado directamente a la nariz y otro tubo en la tráquea. Su rostro estaba golpeado, el antebrazo derecho estaba enyesado por completo, y lo peor sin duda era la cabeza, cubierta por completo en vendas blancas. Quiso hablar, pero las palabras no le salían, solamente permaneció con la mano apoyada en el pestillo mirando hacia la cama, estupefacto. El médico, al girarse para ver quien llamaba a la puerta, vio su expresión y no dudo en entender que quien estaba allí de pie, era el padre de su paciente.

—¿Es usted el señor Lewis? —preguntó, aún sabiendo la obviedad.

—Sí... soy yo —balbuceó—. ¿Qué le pasó?

—Bueno, anoche fue atropellado en Leghinton Street. Al parecer y según nos contó el caballero que está afuera, cruzó corriendo como loco la calle, sin mirar, y además detectamos que tenía un alto nivel de cannabis en sangre, y...

Maxwell no lo estaba escuchando en absoluto. Su mente se detuvo en "el caballero que está afuera" y entonces todo se volvió nebuloso. La voz del médico sonaba distante, la puerta que sostenía por el pestillo tampoco parecía estar ahí. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y entonces giró la cabeza, mirando hacia atrás por encima de su hombro.

—¿Señor, me está oyendo? —preguntó el médico, al ver la expresión de Maxwell.

Rápido como una centella, giró sobre sus pies y salió afuera, empapado en ira. Sin darle tiempo a reacción, se paró frente al veterano sentado en la silla, y tomándolo de la chaqueta lo levantó en ascuas. El hombre ni siquiera tuvo margen de defensa, ya que estaba tan distraído que apenas atinó a levantar las manos, mirándolo asustado. Maxwell entonces lo estampó contra la pared, su espalda golpeó haciendo un sonido apagado.

—¡¿Qué hiciste, desgraciado?! ¡Te voy a matar! —exclamó.

—¡Alto, deténgase! —dijo el médico, quien salió corriendo detrás de Maxwell, en cuanto vio su reacción. Maxwell le soltó con la mano derecha aún sujetándolo con la izquierda, cerró el puño y en el momento en que iba a descargarlo contra el rostro de aquel hombre, sintió que era sujetado por detrás.

—¡Déjeme, suélteme! —gritó. —¡Le voy a romper la puta cabeza!

La gente que estaba en el pasillo a esas horas miraba la escena de forma consternada, y con el bullicio de la pelea, más médicos se acercaron a ver qué pasaba. Dos enfermeros y un médico más, corrieron en ayuda del doctor Simeone, para contener al desbocado Maxwell, que se sacudía como un puma enjaulado, intentando librarse de los brazos que le sujetaban.

Finalmente, luego de cinco interminables minutos de forcejeo, Maxwell comenzó a cansarse y entonces se dejó reprimir. Cuatro hombres fueron necesarios para refrenarlo y obligarlo a sentarse en una silla, y aún lo sujetaban cuando el doctor Simeone le habló.

—¡Usted no puede hacer este escandalo, señor Lewis! ¿Comprende que está en un hospital? —Le regañó. —¿Quiere que le inyectemos un tranquilizante?

—No —respondió, con el rostro ensombrecido.

—Lo siento... —murmuró el hombre, quien volvió a sentarse en su silla. —Era tarde de la noche, no lo vi, le juro que se me atravesó en medio de la calle de un momento al otro y no tuve tiempo a frenar. Yo mismo me detuve a un lado y llamé a la emergencia médica.

Por la voz, parecía realmente asustado, quizá de enfrentar cargos penales o de la reacción que Maxwell había tenido. Este, sin embargo, levantó la vista del suelo y lo miró chispeando furia.

—Cállate, puto infeliz —masculló—. No vuelvas a dirigirme la palabra. No me importa saber como mierda arrollaste a mi hijo, reza para que no le pase nada malo o te haré poner tras las rejas, viejo hijo de puta. Lárgate de mi maldita vista ahora mismo, porque si te llego a ver cuando salga de aquí, juro por Dios que te destrozo.

El hombre entonces lo miró con temor, y luego miró al médico en silencio. Este le asintió con la cabeza, y entonces se puso de pie, avanzando por el pasillo hacia el ascensor, bajo la mirada de la gente que había presenciado la pelea y la del propio Maxwell, que lo seguía con los ojos. Cuando hubo desaparecido de su rango de visión, resopló, y volvió a mirar al médico, esta vez intentando hacer que sus niveles de rabia bajaran paulatinamente.

—¿Cómo está él, doctor Simeone? —preguntó. El médico miró a sus colegas y les asintió con la cabeza, para que le soltaran. Una vez que dejaron de sujetarlo, volvieron a sus tareas, y entonces el médico se sentó a su lado.

—Puede decirme Marcus, no se preocupe.

—Gracias, Marcus. Perdone mi exabrupto, usted entenderá si tiene hijos...

—No, no tengo —respondió el medico—. Pero de todas formas puedo comprenderlo, aunque no justificarlo. En fin, su hijo tiene una pierna, un brazo y la columna fracturados. La pierna y el brazo no son problema, lo jodido es la columna. Y no solamente con eso, sino que también tiene un traumatismo de cráneo bastante grave, tuvimos que retirar parte de la estructura ósea de la nuca para reducir la inflamación del cerebro. No está en coma aún, y eso ya es un milagro, pero si despierta, no va a volver a caminar. Tampoco sabrá hablar o comer por sí mismo. El panorama es malo, señor Lewis.

Maxwell se tomó el rostro con las manos, apoyando los codos en sus rodillas —exactamente igual a como estaba sentado el hombre que acababa de agredir hace pocos instantes, irónicamente—, y entonces negó con la cabeza.

—Dios mío... Dios mío... —balbuceó.

—Lo siento mucho, señor Lewis.

Cuando se apartó las manos del rostro, se enjugó las lágrimas con los dedos, y entonces miró al médico casi en forma de súplica. Entendía que era un sector de cuidados intensivos, y seguramente podría verlo poco, pero tenía la enorme necesidad de preguntárselo de cualquier forma.

—¿Está consciente?

—Yo diría que sí, al menos escucha, las ondas cerebrales se activan con los sonidos.

—¿Puedo verlo, por favor?

Marcus pareció meditarlo unos instantes, y entonces asintió.

—Le doy treinta minutos, señor Lewis. Aproveche, porque hasta que no pase a cuidados intermedios, no podrá verlo de nuevo. Son reglas del hospital, lo siento.

—Gracias —sonrió, y rápidamente se paró de su asiento, caminando hacia la habitación.

Verlo más de cerca en aquel estado, era una patada directamente en el corazón. Había sido un accidente, sí, pero una parte de sí mismo se sentía culpable por su estado. Si el hubiera sido un mejor padre, quizá, Randall nunca hubiera probado las drogas. Si hubiera sido un mejor padre, no andaría sin rumbo por las calles a altas horas de la madrugada. Y si hubiera sido un mejor padre, quizá Randall estaría sano y salvo ahora mismo, en lugar de tener una vida condenada gracias a un diagnostico clínico horrible. ¿Vivir toda su vida en silla de ruedas como un vegetal, o no despertar nunca del coma? ¿Cuál era la mejor opción? Se dijo. Y aunque le doliera, sabía que la solución más compasiva no era ninguna de esas dos opciones, aunque nunca se lo diría a nadie, ni siquiera a Abby.

Se acercó a la camilla y le tomó la mano izquierda entre las suyas. Estaba tibia, aunque no demasiado. La boca ladeada por el tubo que descendía por su tráquea, los ojos hinchados con los párpados violáceos, debido al golpe de la contusión. Las sábanas hasta el cuello, ese constante pitido del monitor cardíaco. Todo parecía surreal, terrible.

—Hola, Randy. Estoy aquí, muchachote. Ojalá puedas escucharme —Le murmuró.

Al principio no ocurrió nada, pero poco a poco y como si requiriera de un esfuerzo considerablemente brutal, Randall comenzó a abrir los ojos tanto como podía. Tenía la esclerótica inyectada en sangre, debido a la presión sanguínea del cerebro, y al principio Maxwell se dio cuenta que le costaba mucho trabajo enfocar la vista en un punto fijo. Sin embargo, en cuanto le miró, abrió aún más los párpados, como si se hubiera sobresaltado, y los monitores cardiacos incrementaron su ritmo.

—¡Eh, Randy, soy yo! —dijo, sujetándole aún más fuerte la mano. —¡Calma, estoy aquí, soy papá! He venido a visitarte, tranquilo.

Al escucharlo hablar, poco a poco comenzó a calmarse, hasta que el ritmo cardíaco volvió a bajar. Nervioso y asustado, Maxwell miró hacia la puerta de la habitación, donde Marcus le observaba, apoyado en el umbral de la puerta con las manos en los bolsillos de su túnica blanca. Entonces, Randall comenzó a hacer ruidos glutinosos con la garganta, como si las palabras no le salieran o tuviera algo atorado dentro.

—¿Qué le pasa? —preguntó Maxwell, mirando hacia el doctor.

—No lo sé, es como si quisiera hablar —respondió, acercándose. Para intentar calmarlo y que no se alterase, Maxwell le acarició la mano entre las suyas.

—Randy, no puedes hablar, tienes un tubo en la tráquea y quizá sea eso lo que sientas adentro, debes tranquilizarte —dijo—. Puedes presionarme la mano si lo que quieres es hablarme, ¿de acuerdo?

Maxwell sintió entonces un leve pero perceptible apretón en la mano. Al mirar al médico, su cuello crujió, pero ni siquiera le notó.

—Quiere hablar.

—Lo siento, no puedo sacarle la sonda traqueal —respondió él, negando con la cabeza.

Maxwell pensó unos instantes, hasta que la idea afloró rápidamente en su cabeza. Sabía que sería difícil, pero quería intentarlo. Era mejor eso, a que se quedara con la curiosidad de lo que Randall tenía para decirle. Apartó una mano de la de su hijo, la metió en el bolsillo delantero de su pantalón y sacó su teléfono celular. Abrió rápidamente un bloc de notas y entonces volvió a sujetarle la mano.

—Escúchame, Randy. Tengo mi teléfono listo para escribir, ¿de acuerdo? Si lo que me quieres decir es realmente importante, entonces presióname la mano tanto como puedas una vez. Si no, entonces descansa, hijo. Debes recuperarte —dijo.

Esperó un momento, y entonces sintió el leve apretón. Era importante.

—Bien, entonces hagamos lo siguiente. Te soltaré la mano, la dejaré encima de las sábanas. Yo iré nombrando letra por letra, poco a poco, y cuando llegues a la que necesites, levántame un dedo. Yo la escribiré en mi teléfono, ¿está bien?

—Señor Lewis, no creo que... —había comenzado a decir el médico, pero él lo interrumpió.

—Déjeme, Marcus. Yo sé porque hago esto —Maxwell dejó la mano de Randall encima de la camilla, y pidió:— Levántame un dedo cuando estés listo para empezar, Randy.

A los pocos segundos, Maxwell vio como levantaba el dedo índice apenas un par de centímetros. Entonces, con pausa, comenzó a nombrar todas las letras del abecedario una por una, deteniéndose en la que Randall le indicaba levantando de nuevo el índice. Quince minutos después, la frase ya estaba completa, aunque no tenía ningún tipo de sentido para él.

Mamatucopia

—Mamatucopia, ¿estás seguro, Randy? Esto no tiene lógica —Le indicó—. Levántame un dedo si estás seguro, o no lo levantes si quieres empezar de nuevo.

Randall levantó un dedo, efectivamente estaba seguro de ello, pensó. Por si acaso, Maxwell guardó la nota en el teléfono y volvió a guardarse el aparato en el bolsillo.

—Le dije que no iba a resultar, señor Lewis. Es normal que luego de un traumatismo craneal tan agudo, los pacientes tengan delirios o no se sepan expresar de forma correcta —dijo el médico.

—Bueno, al menos lo intenté —respondió Maxwell, encogiéndose de hombros—. ¿Cuánto tiempo me queda?

Marcus consultó su reloj de pulsera.

—Diez minutos, masomenos.

—¿Me permitiría quedarme un rato a solas con él? Quiero hablarle.

—Claro, estaré afuera —dijo.

Luego de que el doctor Simeone salió de la habitación, Maxwell se acercó al borde de la camilla, le volvió a sujetar la mano y entonces, en el silencio y la soledad, lloró.

Le pidió perdón por todos los momentos de ausencia, por cada cosa mala y cada cosa buena, incluso hasta por no haberle sabido brindar una familia como a él le hubiera gustado tener. Se sentía muy culpable por todo, desde su dependencia a las drogas, la clase de muchacho en que se había convertido e incluso hasta por el accidente. Sin embargo, lo hecho, hecho estaba. Con lamentarse no arreglaría nada, ni volvería el tiempo atrás, aunque le hubiese gustado. Cuando terminó de desahogarse y ya no quedaban más palabras para decir, le besó la mano y salió de la habitación nuevamente al pasillo. Allí se sentó en una de las banquetas de aluminio, y apoyando la nuca en la pared, permaneció mirando un punto fijo en el techo, con la mente en blanco.

Abby llegó casi media hora después. Luego de preguntar en recepción, el ascensor se abrió y al salir del mismo, pudo ver a Maxwell sentado al fondo del pasillo, con la mirada distraída y los brazos a un lado. Aún en la distancia, se le veía realmente abatido, y algo dentro de su corazón se estrujó de pena. Avanzó a paso rápido hacia él, y pocos metros antes de llegar, le habló.

—¡Max!

Levantó la vista en cuanto escuchó su voz, y entonces esbozó una sonrisa al mismo tiempo que se ponía de pie. Sin dudarlo, se acercó a ella recortando la distancia de tres grandes zancadas, y entonces la envolvió en un abrazo. Abby se aferró a su espalda cuan ancho era, hundiendo la cara en su cuello, y así permanecieron durante unos breves minutos hasta que se separaron.

—¿Cómo está? —Le preguntó ella.

—Pésimo. Un hijo de puta le atropelló ayer por la madrugada, aunque todos dicen que no fue culpa del conductor, sino que Randy se tiró adelante, aparentemente corriendo. Menos mal que no estabas aquí para verme, monté un lio que no veas... El tipo estaba aquí sentado, dicen que fue él mismo quien llamó a la emergencia. Tuvieron que venir varios médicos para detenerme.

Abby lo miró con pesadumbre.

—Ay, Max... Cariño... —murmuró. —¿Y el diagnóstico?

—Traumatismo de cráneo, hinchazón en el cerebro, una pierna y un brazo rotos. Lo peor, además del cerebro, es la espalda que también esta fracturada. Si no queda en coma, quedará paralítico.

Abby lo miró directo a los ojos. Había estado llorando, lógicamente, le conocía y además tenía unas gruesas ojeras coloradas, producto de haberse estado frotando mucho. De repente, Maxwell le pareció mucho más viejo y cansado, como si la vida se le hubiera hecho pesada y le estuviera aplastando poco a poco, asfixiándole.

—Lo siento, Max... —dijo, y le abrazó de nuevo. —Estoy aquí, contigo. Siempre estaré.

—Lo sé, y agradezco por ello. Si tuviera que lidiar con todo esto solo, yo... no sé que podría hacer...

—¿Por qué no vamos a casa, a descansar? Creo que fueron demasiadas emociones por el día, ¿no te parece? —Le instó.

Maxwell le dio un beso rápido en los labios, y luego asintió con la cabeza. La verdad era que realmente apenas comenzaba el día para ellos, pero era tal el malestar emocional que sentía, que ya estaba agotado como si estuviese hace tres días sin dormir. Tomándose de la mano, giraron hacia la salida del pasillo, rumbo al ascensor. Al bajar por el mismo, cruzaron todo el inmenso hall del edificio hospitalario hasta la puerta de entrada, y una vez en la calle, Maxwell respiró con fuerza el aire fresco. A pocos metros de la puerta, en la acera, se hallaba el doctor Simeone, fumando un cigarrillo bajo la sombra de un fresno. Se acercó a él, entonces, y le apoyó una mano en el hombro.

—Marcus, muchas gracias por permitirme ver a mi hijo aunque sea un rato —dijo. El doctor Simeone asintió con la cabeza, con una sonrisa.

—No se preocupe, señor Lewis.

—¿Me avisará de cualquier cosa que suceda, verdad? Tienen mi teléfono.

—Puede quedarse tranquilo, lo mantendremos al corriente en todo momento —Le aseguró.

Maxwell entonces agradeció, estrechándole la mano, y junto a Abby comenzaron a caminar las dos calles que separaban al hospital de su coche. Otra vez y en completo silencio, su mente viajó hacia la hipótesis de que todo lo sucedido estaba relacionado con el tulpa y su creador. No sabía como, ni porqué, pero el presentimiento era tan grande que incluso parecía sentirlo en los huesos. Y tampoco tenía ni idea de por donde comenzar a investigar, pero planeaba descubrirlo como fuese posible.

Durante el trayecto de viaje desde el hospital hasta su casa, ninguno de los dos habló absolutamente nada. Maxwell estaba demasiado distraído dándole vueltas a la cadena de sucesos que estaban desarrollándose en su vida personal, y además también le daba vueltas a ese extraño mensaje casi encriptado, por decirlo de alguna manera, que Randall le había dictado. ¿Sería algo producido por el tremendo golpazo en la cabeza que sufrió, y no era más que un delirio sin sentido? ¿O quizá había algo más allí? Sin apartar los ojos de la calle que se extendía por delante, intentaba darle una explicación a todo aquello, pero no se lo encontraba. Seguramente acabaría pasándole como siempre: en realidad la solución era muy fácil, solo que no era capaz de verla porque su cansada mente no era capaz de razonar con la claridad necesaria.

Al llegar, estaciono el Citröen frente a la puerta de la casa, bajó del coche seguido por Abby, y en cuanto abrió la puerta de entrada, tiró descuidadamente las llaves del vehículo encima de la mesa del living, que se deslizaron por la madera lustrada. Sabía que hace mucho tiempo no bebía una sola gota de alcohol, pero hoy realmente la necesitaba, así que caminó hasta el minibar y tomando un vaso de boca ancha, se sirvió una generosa medida de Jack Daniel's. Abby lo miró, de reojo y sin decir nada, y él a su vez la observó también. Intuía que había una parte de ella que se podría haber molestado por esto, pero como no dijo nada, entonces dejó fluír. Dio un par de buches a su bebida, el whisky estaba caliente y al tragarlo le ardió la garganta y parte de la nariz, pero se sintió de maravilla. Finalmente, fue ella la que habló primera, como de costumbre en tantas veces.

—¿Pasó algo más en el hospital que no me hayas contado? —preguntó. Maxwell entonces dejó el vaso encima de la mesa, se quitó la chaqueta colgándola del respaldo de una de las sillas, y entonces volvió a tomar el vaso, señalándola con él.

—Primero tú —dijo—. ¿Cómo te fue con el permiso legal del arma?

Abby entonces se recostó en uno de los sillones, descalzándose, antes de comenzar a hablar.

—Bueno, lo primero fue inscribirme en el registro federal. Eso fue fácil, el dueño de la armería podía cargar al sistema todos mis datos con el documento de identidad electrónico —explicó—. Luego me hizo rellenar un formulario bastante extenso de casi seis páginas, más que nada por todo el asunto del tráfico de armas y etcétera —hizo un gesto con las manos como queriendo abarcar un todo, de forma despreocupada—. Y luego tomó mis huellas digitales. Las engrapó al formulario y dejó todo en la bandeja de encomiendas, para que luego sea cotejado en la base de datos de la policía. Supongo que para comprobar que no tengo antecedentes penales y demás.

—¿Y cuánto va a demorar todo eso? —preguntó Maxwell, acercándose al sillón para sentarse a su lado.

—Una semana, semana y media quizá. Por lo que me dijo, mañana por la mañana venía un agente de campo a retirar los formularios de la semana, así que tal vez corramos con suerte y podamos comprar el arma en breve.

—Bien, eso esta bien... —murmuró, y le dio un nuevo sorbo a su bebida. Abby se acomodó un mechón de cabello rubio detrás de la oreja izquierda, y lo miró.

—Ahora dime, ¿qué te pasa? Te conozco, estás rarísimo.

Maxwell dio un nuevo trago, más largo esta vez, como si quisiera juntar acopio de valor.

—Cuando estaba en el hospital, y pasé a ver a Randy, le hablé. El médico me dijo que podía escucharme, que su cerebro aún respondía al sonido, y cuando pudo enfocarme la vista y verme, se asustó.

—¿Cómo?

—Se asustó como si me temiera —dijo él—. Logré calmarlo, y entonces me di cuenta que quería hablar, pero la sonda en la tráquea no se lo permitía. Así que se me ocurrió decirle que escribiría en mi teléfono la letra indicada en cuanto me levantara un dedo. Empecé a nombrarle el abecedario, y entonces me escribió algo, pero no lo entiendo.

—¿Qué fue? —preguntó Abby, con intriga. Como toda respuesta, Maxwell sacó su teléfono del bolsillo del pantalón, buscó la nota guardada y se la mostró. Ella la miró un par de veces, y luego frunció el ceño. —¿Mamatucopia? No lo entiendo.

—Ni yo, y eso que le pregunté si estaba seguro. Le dije que levantara un dedo si estaba seguro de esto, o que no hiciera nada si quería recomenzar. Creía que había hecho algo mal, o que me había salteado alguna letra, pero me levantó un dedo. Realmente estaba convencido de esto, y no tengo ni idea de qué significa.

Abby miró la breve palabra sin sentido alguno durante unos diez segundos, luego veinte, luego un minuto, hasta que finalmente creyó empezar a entender algo fundamental, que obviamente Maxwell se había pasado por alto.

—Le indicaste una seña para las letras, ¿verdad? Tú se las cantabas y el levantaba un dedo, entonces tú escribías esa letra en particular.

—Es lo que he dicho, sí —confirmó él.

—¿Le diste una seña para los espacios?

Maxwell entonces levantó la vista del teléfono y la miró como si hubiera descubierto una pepíta de oro en su patio.

—No.

—Entonces creo que ahí está la confusión —aseguró ella—. Empecemos de nuevo, ¿cuál es la primer palabra que podemos reconocer a simple vista?

—Copia.

—Exacto, solo nos quedaría mamatu, pero como esa palabra no existe ni tiene sentido, entonces seria mamá tu.

Maxwell asintió con la cabeza, dio un nuevo trago de su bebida y entonces apoyó su mano libre en una mejilla de Abby, plantándole un sonoro beso en los labios y dejándole con gusto a whisky.

—Eres una maldita genio, cariño —dijo, y entonces recordó lo que había pensado hace no mucho tiempo atrás. Como si pudiera reprocharse a sí mismo, se dijo mentalmente: "La respuesta era muy fácil, pero tu tonto cerebro no podía notarlo, como siempre".

—¿Mamá tu copia? No lo entien... —Había comenzado a decir ella, pero se interrumpió. De repente, todo comenzaba a cobrar sentido a velocidades vertiginosas, como si la última pieza de un puzzle gigantesco por fin encontrara su sitio. Levantó la vista, casi pálida, y miró a Maxwell. Él también la miraba de la misma manera, y como si aquello le confirmara que ambos razonaban lo mismo, apuró el resto de su bebida de un solo trago.

—Mamá tu copia. Está hablando de Elizabeth —murmuró él.

—Oh Max... Y no solo de tu ex mujer...

Tragó saliva antes de hablar, y asintió con la cabeza.

—También está hablando del tulpa. Ella lo creó, y él la descubrió de alguna manera.

Y al decir aquello, un escalofrío recorrió la espina dorsal de Maxwell.

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