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2

Luego de haber tomado el café, por fin, había llegado la hora indicada.

Volvieron al edificio quince minutos antes de que la sesión se retomara, entrando a la sala y ocupando sus respectivos asientos. Allí dentro, no volaba ni siquiera una mosca. Nadie hablaba, nadie hacía el menor ruido, solo se encontraban Maxwell; Abby; Miller —Su abogado—; Parmer y Vernon, el hermano de Rita, además de los agentes oficiales que hacían de custodias. Todos los asientos del jurado se hallaban vacíos, hasta que cinco minutos antes de iniciar, entraron por una de las puertas contiguas y tomaron sus lugares. De forma puntual, uno de los agentes exclamó:

—Su señoría ingresa a sala, de pie por favor.

Todos se pararon, mientras la jueza ingresaba con paso rápido, subiendo al estrado. Allí, se colocó sus gafas de montura ancha, y examinó los papeles un momento, mientras todos se volvían a sentar. Los segundos se hicieron incalculablemente eternos, casi semejantes a horas, hasta que por fin habló.

—Señor Lewis, de pie para recibir la sentencia, por favor.

Maxwell tragó saliva, casi mareado, sintiendo que comenzaba a entrar en una vorágine de terror absoluto. Finalmente, se puso de pie, con las manos a la espalda, junto a Miller. La jueza continuó hablando.

—En vista del poder penal que se me confiere, de ser este un caso poco usual, y de las pruebas presentadas tanto por el defensor actuante como por la fiscalía, el jurado ha llegado a un veredicto —Hizo una breve pausa y los miró a todos. Abby contenía la respiración, Maxwell ni siquiera parpadeaba—. La corte declara al acusado inocente por los cargos de homicidio doble especialmente agravado, y se le retirará toda medida cautelar impuesta a su persona. La investigación policial continuará por las vías correspondientes para determinar la identidad del verdadero culpable del crimen.

Maxwell cerró los ojos al mismo tiempo que sonreía, en cuanto escuchó el martillo de madera golpear contra su soporte, y sintió que las piernas se le aflojaban por lo que tuvo que volver a sentarse, casi dejándose caer en la silla. Abby, a su lado, le abrazó con rapidez, emocionada por la tranquilidad y la felicidad que le dominaba, mientras que Miller le palmeó el hombro, satisfecho. Maxwell entonces se puso de pie y envolvió en un abrazo al abogado, dándole palmadas en la espalda con vehemencia.

—¡Gracias, muchas gracias! —exclamó, por encima del murmullo del jurado que comenzaba a ponerse de pie para retirarse.

—Le dije que iba a salir limpio de todo esto.

—Deberé darle una buena propina, entonces —sonrió Maxwell.

Detuvieron su júbilo un instante para firmar la aceptación de sentencia que les acercaba uno de los oficiales, y luego comenzaron poco a poco a retirarse de la sala. Al salir, de nuevo a la calle, Maxwell se sintió como si estuviera ante los umbrales de un mundo nuevo. Todo le parecía mucho más vívido y disfrutable ahora: el color del sol, la brisa sobre su rostro, el olor fresco del aire e incluso hasta los ruidos del tránsito. Nunca se había dado cuenta de lo bella que era la ciudad hasta ese momento, donde había estado en peligro de pudrirse dentro de una celda y no volver a ver la luz del sol. Hacía muchísimos años que no fumaba, pero en aquel momento se le antojaba un buen cigarrillo, sin dudarlo. De todas formas, se tomaría una generosa medida de whisky en cuanto llegara a su casa.

—¡Maxwell! —exclamó alguien, detrás suyo. Al girarse, también lo hicieron Miller y Abby con él. Vernon estaba allí, entonces, mirándolo con expresión sombría.

—Vernon, lo siento mucho, hombre. Todo lo que ha pasado ha sido una tragedia —Le respondió, de forma sincera. Ni siquiera había tenido tiempo de darle las debidas condolencias desde que había ocurrido todo, hasta ahora.

—¿Qué vas a sentir tú, pedazo de mierda? —Lo insultó. —¡Matas a mi hermana y encima me dices que lo sientes, debería romperte la puta cabeza aquí mismo, y hacer un poco de justicia!

Maxwell se hallaba tan jubiloso con el veredicto a su favor, que ni siquiera se molesto por ello, aunque sabía bien que en otro momento quizá hubiera reaccionado de una forma muy distinta. Sin embargo, intentó razonar con él.

—Vernon, has visto las pruebas, no estaba allí cuando el homicidio ocurrió.

—No sé como lo has hecho, pero te has conseguido una coartada perfecta, hijo de puta. Yo que tú no me alegraba tanto, porque voy a presentar un alegato en cuanto pueda. No descansaré hasta verte metido en una celda, malnacido de mierda, psicópata —respondió.

Abby ya iba a responderle como era debido, pero Miller estiró un brazo por delante de ella para detenerla. Entonces avanzó hacia Vernon, quien respiraba agitado y tenía la cara roja como un tomate, por la ira que le dominaba.

—Escúcheme, señor. Entendemos que esté dolido y enojado porque las cosas no salieron como esperaba, más aún siendo familiar de las víctimas. Pero si presenta un alegato, no va a lograr nada. Las pruebas con las que defendí a Maxwell son contundentes así como también lo son las declaraciones de los testigos. Siento mucho lo que ha sucedido con su hermana, pero ahora mismo, está amenazando a un hombre inocente en presencia de un abogado. Le recomiendo que vaya a su casa, y descanse. Mañana será otro día —dijo.

Vernon miró a Miller, quien se hallaba sereno y paciente, mirándole como si se compadeciera de él. Sus ojos viajaron rápidamente a Abby, quien lo miraba con desdén, hasta Maxwell, que le miraba inexpresivo. Se mordió el labio inferior nerviosamente, y se paso la mano por la barbilla en gesto compulsivo. Entonces asintió con la cabeza.

—Nos volveremos a ver, Maxwell. Te lo prometo —dijo, antes de marcharse.

El trío lo observó caminar a paso rápido, alejándose progresivamente por la avenida. Maxwell fue el primero en suspirar, mucho más aliviado.

—No puedo creer que al fin se haya terminado toda esta locura. Ahora solamente deseo que encuentren de una vez al verdadero asesino de mis amigos, nada más —comentó.

—De todas maneras, es posible que aún puedan llamarlo para brindar alguna que otra declaración, señor Lewis.

—Eso no importa, lo haría con gusto, ahora que se me ha declarado inocente.

—Ahora, lo que debes hacer, querido, es descansar. Y recuperarte de esos golpes —intervino Abby, señalándole al rostro que aún conservaba parches violáceos en la piel.

—Y tienes toda la razón. Vamos, señor Miller. Lo llevaré a mi casa, para extenderle un cheque al portador —asintió Maxwell.

Los tres caminaron entonces hacia el Citröen estacionado un poco más delante de la entrada principal, y al llegar, Maxwell subió en el asiento del conductor, Abby a su lado y Miller detrás. El viaje hasta su casa fue una bendición, Maxwell no se había dado cuenta de lo feliz que podía ser hasta ese momento. Al final, tenía razón un viejo libro que había leído alguna vez en su vida, allá por su juventud. Tenia un pasaje en el cual decía —palabras más, palabras menos— que hacía falta una gran crisis en la vida de todo hombre, para que pudiera apreciar lo bueno de la misma. Nunca le había entendido, siempre había creído que todo aquello no eran más que frases de autoayuda sacadas de la galera, hasta ese preciso instante.

En cuanto llegaron a su domicilio, Maxwell estacionó dentro del patio una vez que la portería automática se abrió, y luego de apagar el motor, los tres descendieron. Una vez en el living, encendió las luces y miró a Miller con una amplia sonrisa.

—¿Puedo ofrecerle un trago? Tengo un whisky de cuarenta años que no le comparto ni a mis amigos, yo que usted me la pensaría dos veces —bromeó. Miller captó la broma enseguida, por lo que también sonrió.

—Le agradezco, señor Lewis, pero debo continuar trabajando.

Maxwell hizo ademan de quitarse un invisible sombrero de la cabeza, y entonces caminó hasta su escritorio personal, el mismo donde tenía la computadora que utilizaba para escribir. Rebuscó entre sus cuadernos de anotaciones hasta encontrar su chequera personal, la llenó con los datos correspondientes y en el monto adjuntó cuatro mil dólares. Arrancó la hojita del talonario y entonces se la extendió en las manos a Miller.

—Pero, señor Lewis... me está dando casi el doble de lo que me restaba por pagar —dijo, al echar una rápida mirada al papel.

—Descuide, lo tiene más que merecido.

—Puede llamarme en cualquier problema que tenga, eso no lo dude. Con gusto vendré a asistirle.

—Me alegra saber eso —consintió Maxwell—. ¿Quiere que lo lleve a su casa?

—Le agradezco, pero debo volver al juzgado. En cuarenta minutos tengo que encontrarme con otro cliente.

—Entonces lo llevo, sin ningún problema —Miró a Abby rápidamente—. Cariño, ¿me esperas aquí? No me tardaré nada.

—Claro, ve.

Miller se despidió de Abby estrechándole la mano, y agradeciéndole por haberle recomendado a Maxwell como cliente, y luego salió del living rumbo al patio, por la puerta abierta que sostenía el propio Maxwell. Caminaron juntos al coche, estacionado a un lado de la calzada, y subieron a él. Una vez que ya habían tomado camino rumbo a la avenida aledaña, fue el propio Miller quien rompió el silencio, sin dejar de mirar hacia adelante.

—No puedo imaginar lo feliz que se debe encontrar ahora mismo, señor Lewis.

—No, no puede imaginárselo —consintió, al mismo tiempo que asentía con la cabeza, sonriendo.

—Ha tenido mucha suerte que en el momento de los crímenes, usted estaba en lugares diferentes, fácilmente comprobables además. De todas maneras, ¿me permite que le de un consejo? Informalmente, diría yo.

—Claro, dígame.

—Quien sea que haya cometido el doble homicidio, es más que claro que ha buscado la forma de incriminarle de alguna manera. No tengo ni idea de como lo hizo, no sé si con una mascara de látex, como usted sugirió al principio, o que demonios. Pero yo que usted me cuidaría de aquí en más, y principalmente, trataría de evitar la mayor exposición pública posible. Como escritor reconocido, estará en la mira de todos.

Maxwell apartó un instante la mirada de la calle que se extendía por delante, aprovechando que estaba detenido frente a un semáforo en rojo, y lo miró.

—Valoro mucho lo que me dice, señor Miller. De todas maneras, por el momento lo único que quiero es una semana de descanso, dormir y relajar la mente, nada más. He pasado un tiempo de mierda, así que mi primera idea no era salir a ostentar mi libertad por ahí, no se preocupe.

—Mejor —dijo Miller, guiñándole un ojo.

—¿Creé que vuelva a estar bajo la lupa de la ley?

—No lo creo —respondió, negando con la cabeza—. A lo mucho, podrían llamarle alguna que otra vez para hacer alguna mínima declaración, pero hasta eso sería muy poco probable. Así que no se preocupe. A menos, claro está, que surga alguna prueba demasiado contundente que lo incrimine de nuevo, pero también lo dudo.

—¿Puedo hacerle una pregunta? Igual de informal que su consejo.

—Claro, adelante.

—¿Alguna vez le ha tocado defender a un culpable confeso? —preguntó Maxwell.

—¿Se siente aludido de alguna manera, señor Lewis?

—En absoluto, pero solo tengo una mórbida curiosidad por saberlo, nada más. No se olvide que soy escritor de terror.

Miller permaneció unos momentos pensativo, suspiró hondamente, y luego habló.

—De forma confesa, solo una vez —Hizo una pausa, y continuó—. Un padre de dos hijos, una niña de ocho y un niño de doce. Tenía régimen de visitas familiar, y había violado sistemáticamente a ambas criaturas durante meses, hasta que en la escuela de la niña se dieron cuenta que tenía un comportamiento inusual, por lo que la llevaron a una pericia psicológica financiada por la propia institución. Su propia hija fue la que testificó contra él, y cuando la ley lo puso contra las cuerdas, quiso alegar desequilibrio mental debido a la separación con su esposa, y por eso había hecho lo que hizo, como despecho y desahogo ya que sus hijos le hacían recordar su matrimonio fallido.

—¿Qué pasó luego? —preguntó Maxwell.

—Trabajé sin mucho afán en ese caso, no le voy a mentir. Ni bien tuve las primeras entrevistas con el acusado, me di cuenta enseguida de que era realmente culpable. Por ley, estaba obligado a defenderle, pero iba en contra de mi moralidad, así que por ende, solo me limité a buscar las pruebas de defensa mas inútiles posibles con tal de que le dieran con todo el peso de la ley. El día de la lectura de sentencia, antes de que los agentes vinieran a llevárselo para los formalismos de ingreso a la cárcel, me miró y me dijo "Ni siquiera me defendiste, apenas hiciste tu trabajo, te demandaré por esto".

—¿Y usted qué le dijo?

—Lo miré, y le dije que yo bien sabía que era culpable, y que esperaba que cuando llegara a la cárcel, le metieran un hierro candente por el culo antes de matarle. No le rompí la nariz de un golpe porque sabía que perdería mi trabajo, sino lo hubiera hecho. Al final, estuve averiguando con celadores y viejos amigos en el ámbito de la abogacía penal, y pedí información acerca de este tipo. Lo mataron en una supuesta riña a las dos semanas y media de llegar a la penitenciaría, le seccionaron los testículos y murió por desangramiento. Espero que haya podido satisfacer su mórbida curiosidad, señor escritor —respondió Miller, esbozando una ligera sonrisa. Maxwell le miró, y supo en aquel instante que no había ni una sola palabra inventada en aquella historia, pudo verlo en los ojos de aquel hombre, tan cristalinos como el agua más pura.

Continuaron el viaje en completo silencio, cada uno ensimismado en su propia línea de pensamiento, hasta que por fin llegaron de nuevo a la sede de oficinas del juzgado penal. Maxwell buscó un sitio donde estacionar, se orilló a un lado, y luego de destrabar el seguro automático del bloqueo en las puertas, le extendió una mano a Miller, quien le devolvió el apretón.

—Gracias por haberme ayudado, en verdad —dijo.

—No se preocupe, para esto estamos los abogados. Si tiene algún problema más, le vuelven a llamar, o cualquier consulta, no dude en avisarme.

—Claro.

Miller se bajó del vehículo luego de desabrocharse el cinturón, cerró la portezuela y giro rápidamente rumbo a la entrada del edificio. Maxwell entonces quitó las luces de posición, y poniendo primera, volvió a retomar la marcha. Mientras miraba el tráfico a su alrededor, deteniéndose en cada semáforo, prestando atención a la gente que caminaba por la acera y su entorno, alocado y lleno de bocinas sonando de aquí para allá, se dijo que había estado muy cerca, peligrosamente cerca. Sabía que no había sido culpable de la horrible muerte de sus amigos, por supuesto, pero le habían hecho sentir como tal, y eso era una sensación que posiblemente no la olvidase nunca en su vida. Una parte de su cerebro se imaginó como hubiera sido vivir dentro de una celda durante los próximos treinta años de su vida, quizá rodeado de al menos diez convictos más, donde noche por medio le desflorarían el culo y tendría que pelear a golpes de puño por su comida o el derecho a usar el inodoro. Todo aquello, claro está, sin ver la luz del sol más que una o dos horas al día, sin escuchar el sonido del tránsito, sin oír nada más que su voz en lo más hondo de su cabeza.

Mucho antes de que se percatara del tiempo que había pasado, se dio cuenta que ya estaba en su barrio, así que apuró el paso hasta llegar a su casa. Ni bien cruzara la puerta abriría un vino de su colección privada, que le había regalado Joe para su cumpleaños número cuarenta: un Michel Chapoutier, tinto —por supuesto—, añejado veinte años. Y se lo bebería copa tras copa, junto con Abby, a la memoria de sus amigos y a la razón de su triunfo judicial.

Sin embargo, nada de eso ocurrió. Porque cuando apagó el motor y descendió del coche, apenas siquiera iba por la mitad del patio cuando la puerta de su casa se abrió. Frente a él, la silueta desnuda de Abby, de piel tan blanca como la propia luna, el cabello suelto, los pechos firmes y las uñas de los pies pintadas de un seductor tono carmín, le esperaban.

—Abby, pero... —Se paralizó.

—Imaginé que querías festejar, e imaginé que podría darte una buena sorpresa —dijo ella, sonriendo.

Maxwell no necesitó más explicaciones. Prácticamente corrió hasta ella al mismo tiempo que se aflojaba el nudo de su corbata, para tomarla de las nalgas y levantarla en andas contra sí mismo, fundiéndose ambos en un solo beso y deteniéndose solo un instante, para cerrar la puerta tras de sí.

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