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2

Casi media hora después, Maxwell estacionó su Citröen C4 azul en la puerta de Ducky's, bajando del coche y poniendo la alarma con el mando a distancia. Se cerró las solapas de su chaquetón largo, para proteger mejor su cuello del viento, y caminó hacia la puerta, empujando con la palma de la mano sobre el cristal en cuanto llegó. El alegre tintineo de las campanillas de bronce colgadas del otro lado le dio la bienvenida, y en medio del ruido a cubiertos entrechocando con los platos de los comensales, el murmullo de las conversaciones y el sonido de la freidora en la cocina, observó hacia todos lados, en busca de Joe. Lo vio sentado al fondo, como casi siempre hacía. Al ver que miraba en su dirección, levantó una mano en silencioso saludo, y Maxwell caminó hacia su mesa.

—Menudo clima, ¿eh? Para un escritor de terror, estas tormentas deben ser una bendición inspiradora —Le dijo, en cuanto vio que acababa de sentarse frente a él. Maxwell asintió con la cabeza, al mismo tiempo que se encogía de hombros. La espesa barba entrecana, los ojos pequeños y su boina española le confería a Joe un aire de amabilidad único, como si uno pudiera tener la certeza de que alguien como él sería incapaz de hacer algún mal a su prójimo.

—La verdad es que de ser así, entonces la leyenda es un timo, porque no he escrito una mierda en estas tres semanas. ¿Tú cómo estás, Joe?

—Todo en orden, mi amigo. Las cosechas no han sido buenas, este ha sido un año de mierda para muchos según tengo entendido, pero nos las apañaremos como siempre lo hemos hecho.

—Ya lo creo que sí. ¿Y cómo está Rita?

Joe sonrió, y Maxwell sonrió con él. Era una maravilla ver como aún a pesar de rondar casi los veinte años de matrimonio, él siempre sonreía cuando hablaba de ella, como si fuera la primera vez.

—Preparando todo para su cumpleaños, imagínate. Quiere tirar la casa por la ventana con la excusa de estar cumpliendo el medio siglo. Y yo no puedo decirle que no, así que trato de acompañarla en todos los gustos que puedo —respondió.

En aquel momento, una camarera se acercó a la mesa con una carta de tragos y comidas.

—Hola Joe, hola Max, ¿puedo dejarles esto por aquí? —saludó.

—No es necesario, Jenny, gracias —dijo Maxwell—. Para mí, una cerveza negra. ¿Qué vas a tomar, Joe?

—Una cerveza, también.

—Enseguida se las traigo —Sonrió la chica, embutida en su ajustado pantalón negro. Maxwell la miró de reojo al caminar, tenía un trasero delicioso. Joe sonrió, al ver lo que miraba.

—¿Por qué no la invitas a salir? Seguro tienes chances, somos clientes asiduos, hemos venido al mismo bar durante años, y siempre sonríe de la misma manera cuando nos atiende. No la he visto hacer eso con los demás clientes, nunca.

—Nah, es demasiado joven para mí, ¿cuántos debe tener? ¿Veinticinco quizá?

—Tal vez. Pero hoy en día la edad es solo un número, Max. Veinte años de diferencia no son nada, aún estás joven. Además, no puedes vivir solo toda tu vida.

—No la resistiría, Joe. Tendría que tomarme un par de viagras para poder aguantar una noche a pleno con alguien como ella. ¿Quieres que el corazón me reviente? —bromeó—. Imagínate los titulares al día siguiente —E hizo un gesto con las manos como si estuviera enmarcando una frase—: El célebre escritor Maxwell Lewis es hallado muerto por un paro cardíaco en su casa, con el pene duro como una roca por alto consumo de Sildenafil. No me jodas.

—Sé que no vas a darme ese gusto —Rio, y luego retomó el tema de charla del principio—. Vas a venir al cumpleaños, ¿verdad? Rita te adora. Haremos una barbacoa y bailaremos canciones de bluegrass hasta las dos o tres de la madrugada.

—Claro que sí. No me perdería su cumpleaños número cincuenta por nada.

A la distancia, Jenny se acercaba a su mesa con dos botellas de medio litro en las manos. Si fueran clientes comunes, les traería dos vasos también, pero ella los conocía, sabía que gustaban tomar directamente de la botella. Maxwell la miró de reojo, otra vez. La vio contonear las caderas, ondear su pelo negro azabache por detrás de la espalda, y sonrió. Si tan solo tuviera diez años menos, pensó...

—Salud, chicos —dijo, en cuanto les dejó la cerveza encima de la mesa, y abrió cada botella con un destapador que llevaba en el bolsillo de su delantal gris.

—Gracias, Jenny —asintió Joe. Ambos colegas tomaron su respectiva botella escarchada por fuera, la levantaron uno frente al otro asintiendo con la cabeza, y bebieron un largo buche. Luego de chasquear la lengua, volvió a hablar—. ¿Has sabido algo de Randy?

Maxwell no hizo ningún gesto, pero clavó los ojos en la mesa mientras fruncía levemente el ceño. Por lo general el hecho de hablar de Randall, su hijo con problemas de drogadicción, no era muy grato para él. No porque su hijo no tuviera la suficiente importancia, sino porque un tema así por lo general arrastraba también el charlar acerca de su ex esposa. Y eso sí era lo que le jodía.

—Supongo que está viviendo con la madre, al menos eso quiero creer.

—¿Y está limpio?

—La última vez que hablé con Elizabeth, me dijo que hacía ocho meses que no se drogaba.

—¿Y su palabra es confiable?

Maxwell dio otro trago de cerveza antes de responder.

—Demonios, Joe, ¿y yo qué sé? Espero que sí, al menos eso me gusta creer. Prefiero pensar de esa forma a que estar dudando todo el tiempo, no es sano.

Joe negó levemente con la cabeza, mientras jugueteaba con la etiqueta de su botella de cerveza, como si estuviera pensativo en cosas que solo él entendía.

—Es una lástima, Lizzie parecía una buena mujer. Al menos hasta que Randy se metió en las drogas. Luego de eso, se volvió irreconocible.

Ahí estaba, el siempre presente tema de charla acerca de Elizabeth, pensó.

—Lo parecía, y lo era. Al menos durante los primeros años de noviazgo, pero que sé yo, la gente cambia —dijo, encogiéndose de hombros—. Supongo que era más fácil pelear conmigo que buscarle juntos una solución al problema. ¿En serio tenemos que estar hablando de esto, Joe?

—No, lo siento.

—Ya, no te preocupes.

—¿Así que vas un poco jodido con el libro? —comentó Joe, al menos para sacar un tema de charla diferente.

—Pues ya ves, no sé que me ha pasado este trimestre, pero ha sido un desastre. Y lo peor de todo es que hoy me ha llamado mi editor. No me ha echado la bronca, pero sí que me ha pisado al acelerador.

—¿No me digas?

—Quiere que le entregue un adelanto, al menos el primer capítulo. No lo tengo corregido ni diagramado, pero a la mierda, que se encargue el equipo de gramática y edición —bromeó Maxwell, apurando después otro trago de cerveza.

—De todas maneras, con tres best sellers publicados y varios reconocimientos, ya podrías jubilarte cuando quisieras. Ya has logrado amasar una buena posición económica como para poder bajarte del ring en cualquier momento.

Los ojos de Joe, chispeantes y cansados al mismo tiempo, escrutaron en las facciones de Maxwell, ese gesto de casi sonrisa que acompañó la mirada en la botella frente a él, como si estuviera pensando en otra cosa. Y de hecho, sí lo pensaba. Sabía que Joe tenía razón, podía dejar la editorial cuando quisiera, retirarse de la "fama" —pensó aquella palabra imaginando que hacía comillas con los dedos—, y dedicarse exclusivamente a escribir sin limitaciones ni tiempos a contrarreloj. Solo por el simple placer de hacerlo, la autentica magia de crear mundos, personas, e historias que le salieran de los huevos, como cuando era adolescente. Ahora, sin embargo, no había un solo maldito día en que no pensara en aquella rutinaria frase: "Tengo un contrato, y debo cumplirlo". Como una especie de mandamiento absurdo, cargando con ello como una pesada losa de concreto encima de su pobre y adolorida espalda.

Sin embargo, ¿qué le impedía hacerlo? Pues muchas cosas, a decir verdad. Pero la más importante de todas ellas era bien simple: aún no encontraba el público que quería para sus obras. Y ese público no se trataba de cualquier persona, sino de algún posible hijo. Nada le hacía más feliz a Maxwell que la idea de pensar en que su descendencia pudiera hojear sus libros, los publicados y los inéditos, y se enorgulleciera de su padre. Sabía que Randall era un caso perdido, a él nunca le había gustado leer, dicho sea de paso nunca le había gustado otra cosa que no fuera meterse cocaína o éxtasis hasta el cuello. Y para peor, la medicación junto con la terapia de electrochoques lo había dejado demasiado atarantado como para ser capaz de entender un simple texto de dos párrafos, cuanto menos una novela de quinientas paginas. El neurólogo le había dicho que tardaría de cinco a diez años en recuperar toda la función de su inteligencia natural, ¿pero quién sabe? Podía ser más, podía ser menos, y de aquello habían transcurrido ya casi seis años. La cuestión es que era un caso perdido, y a su vez, Maxwell también. A sus cuarenta y cinco años, ya se consideraba demasiado anciano como para ser padre. Su reloj biológico había llegado a su fin, pensó, mientras recordaba que quizá tendría que haber engendrado algún hijo más en su juventud, o quizá a escondidas de su matrimonio con Elizabeth. Sin embargo, el papel de buen esposo le había jugado en contra, y no había hecho más que perder el tiempo.

—Eh, Max, ¿quieres volver a la Tierra, por favor?

Parpadeó dos veces en cuanto Joe le chasqueó los dedos delante de la cara. Y entonces volvió a sonreir como siempre.

—Lo siento, hombre. Me he perdido en el limbo, cosas de escritores —Se excusó.

—Ya lo veo, ¿algo bueno?

—No, no es nada acerca del libro, no te preocupes. Solo me dejé llevar pensando en tonterías. Pero sí, volviendo a lo que decías, me gustaría dejarlo algún día. Siento que ya he escrito demasiado, y ningún libro que pueda hacer ahora va a comparar las ganancias de Los hijos de la sombra.

—Recuerdo ese libro, cuando lo lanzaste al mercado era imposible charlar contigo aunque sea quince minutos, tu teléfono no paraba de sonar. No te vimos ni siquiera en el jardín, para regar las plantas, durante un puto mes y medio —Se rio Joe—. Pasabas más tiempo encima de un avión, viajando de conferencia en conferencia, que en tu propia casa.

—Lo sé, Randall tenía apenas cinco años. Como pasa el tiempo, ¿no creés?

—Ya lo ves, mi amigo, si hasta parece que fue ayer cuando estudiábamos juntos. Pero nunca debes decir nunca, hay muchas cosas escondidas en esa gran cabezota tuya, que quizá puedan reventar la alcancía una vez más, como lo hiciste con aquella novela.

—Me adulas, Joe —bromeó Maxwell, antes de darle un buchito a su cerveza.

—Te digo la verdad. Recuerdo que Rita intentó leer ese libro, pero no pudo pasar del segundo capítulo. Siempre se quedaba en esa escena donde las entidades de sombras despedazan a la hija menor del protagonista. Yo lo leí completo, y puedo asegurar que cuando lo terminé, cerré el libro, resoplé y dije "Vaya puto loco eres, Max, ¿qué mierda te pasa por la cabeza?" —dijo, enmarcando comillas con los dedos.

—Pues no eres el primero que me lo dice, supongo que tampoco serás el último.

—Mira, ¿quieres consejo de un tonto?

—Dispara, vamos —bromeó. Joe entonces se inclinó un poco encima de la mesa, como si quisiera hablar en secreto con él de algo sumamente importante.

—Lo que tienes que hacer es ignorar que no puedes escribir, olvídate de eso, sácalo de tu cabeza. Hace mucho que no sales de tu casa, Max, y eso se nota. Estas pálido, y más gordo que antes.

—Cállate la puta boca, Joe —dijo, simulando enojo.

—Comienza a salir, ve a algún club, conoce gente nueva, sal a caminar por el parque, haz algo diferente. ¿Tienes que hacerlo durante una semana? Pues bien. ¿Tienes que hacerlo durante un mes? También me parece perfecto. Pero debes distraerte, y solo así podrás volver a crear esos monstruos de papel. No soy un erudito, pero es como todo en la vida, mi amigo. Cuanto más presionas las cosas para hacerlas, menos te salen.

—Bueno, supongo que tienes razón, por eso estoy aquí, ¿no te parece?

—¡Y ya lo creo que sí! —exclamó Joe, con una gran sonrisa, mientras entrechocaba el pico de su botella con la de Maxwell, simulando un nuevo brindis. 

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