10
Durante los días posteriores, Maxwell decidió que lo mejor que podía hacer, era dejar de pensar.
Se dedicó a descansar todo lo que pudo, nada de escritura, ni complicaciones. Estuvo pendiente de sus redes sociales, por si acaso Elizabeth intentaba contactarlo por allí, para bloquearla o denunciarla inmediatamente. Sin embargo, eso no pasó. En su lugar, con la que habló muchísimo fue con Abby, tanto por llamada como por mensajes de texto, haciéndose los días mucho más amenos. Aún así, y a pesar de todo, Maxwell se daba cuenta que cuando no estaba con ella la extrañaba mucho más de lo que hubiera imaginado, y ella a su vez también.
Mientras la semana transcurría, Maxwell intentó hacer una especie de autoevaluación de sí mismo, y se dio cuenta de que la presencia de Abby en su vida le resultaba como un rincón de paz a su yo interior. Cuando comenzaba a estresarse por todo lo que había sucedido, a sobrepensar las cosas más de la cuenta, tomaba el teléfono celular y le escribía para preguntarle como estaba, como iba con su libro, o cualquier otra simpleza con tal de sacar un tema de charla. Las primeras veces, creía que ella se enojaría de alguna manera, sin embargo eso no ocurría, sino que cada vez que lo necesitaba ella estaba allí, del otro lado, para hacerlo olvidar de sus problemas por unos minutos y alegrarle el resto del día.
El fin de semana sintió el maravilloso interés por adelantar con su obra, y pasó gran parte del sábado y todo el domingo completo sin mirar ninguna serie, película, o cualquier otra distracción que lo sacara de su foco a la hora de escribir. Entre los dos días, adelantó más de cincuenta páginas en total, y estuvo a punto de terminar todo el capítulo entero, si no fuera porque la noche del domingo tenía que acostarse temprano. Quería tener las energías lo más renovadas posibles para ir a su cita con el señor Wells, y también para disfrutar de un agradable día con Abby.
El lunes por la mañana se levantó a eso de las diez. Como no tenía hora acordada para ir a la editorial entonces ni siquiera se preocupó en madrugar, algo que detestaba profundamente de las épocas en que era un simple asalariado en una fábrica de zapatos, allá por sus veinte años. Desayunó algo liviano, ya que no quería ir con el estomago demasiado cargado, y luego de beber su café con tostadas le mandó un mensaje de buenos días a Abby, para aprovechar e invitarla a comer algo después de ir a la editorial. A los pocos minutos, ella le respondió que estaba encantada, y Maxwell le confirmó que la pasaría a buscar a eso de la una de la tarde.
Ni siquiera se molestó en preparar la ropa con la que iría a la reunión, solamente eligió el mismo traje formal con el que había ido al club, y a eso de las once de la mañana se metió al baño de su habitación, para afeitarse y luego darse una ducha con el agua lo más caliente posible. Al salir, se secó y se vistió, se puso un poco de colonia en las muñecas y detrás de las orejas, y a medida que bajaba hasta el primer piso fue apagando todas las luces de la casa. Una vez allí, tomó las llaves de su casa y su coche, el teléfono celular, su billetera, y cerró tras de sí.
Al salir del garaje con su coche, no tomó rumbo a la avenida principal sino que salió en sentido inverso. Quería pasar por la florería antes de encontrarse con Abby, ya que mientras se afeitaba, pensó que podía darle un magnifico detalle regalándole un ramo con media docena de rosas. Maxwell nunca le había regalado flores a nadie, ni cuando estaba en sus épocas de juventud y amoríos, ni mucho menos a la madre de su hijo, por lo que esta sería la primera vez en su vida que invertiría en un regalo de esta índole. Y lo que más le parecía extraño de sí mismo, era el hecho de que realmente tenía ganas de hacerlo. Sin embargo, le satisfacía, al mismo tiempo que le llenaba de una ansiedad indescriptible, fantaseando con la bella expresión que pondría ella en cuanto viera el regalo. ¿Sería demasiado si también le regalaba una caja de chocolates? No, no lo creía, se respondió con una sonrisa.
A pocos minutos conduciendo, logró visualizar una florería, por lo que estacionó a un lado de la calle y compró un lindo ramillete de rosas rojas, frescas y naturales. Las dejó con cuidado en el asiento trasero del coche, y luego condujo unas pocas calles hasta una tienda, para comprar una caja de bombones de licor. Luego de hacer estas cosas, emprendió el camino hasta la casa de Abby, sintonizando un programa de noticias y entretenimiento en la radio del coche. Veinte minutos después, estacionó frente a la acogedora casa de Abby, y tocó la bocina un par de veces, para indicarle que estaba afuera. Luego se desabrochó el cinturón, y bajó rápidamente del vehículo para esperarla de pie.
Abby salió pocos minutos después, vestida con un pantalón de gamuza estilo acampanado cerca de los tobillos, unas botitas térmicas de piel y una chaqueta de nieve color beige claro. Su cabello rubio estaba suelto, cayéndole grácilmente por los hombros, y apenas se había maquillado, tan solo un poco de sombra en los parpados y un leve brillo en los labios. Al verla, Maxwell pensó que era un hombre muy afortunado, por estar con alguien tan bella. Y también se preguntó que demonios le vería a alguien como él, pero eso eran cuentas de otro rosario.
—Hola, Abby —La saludó—. Estás bellísima, como siempre.
—No más que tú —respondió, dándole una rápida mirada con una sonrisa.
Ambos se dieron un beso, abrazándose mutuamente. Ella olía excelente, no sabía cual era su perfume, pero tenía una mezcla de coco y citrus que le hechizaban con tan solo percibirlo. Entonces, al separarse, él le hizo un gesto para que esperara.
—Tengo una sorpresa para ti —Maxwell se giró sobre sus pies, y abrió la puerta trasera del coche. Entonces tomó el ramo de rosas y la caja de chocolates, una cosa en cada mano, y volvió a sacar la cabeza del vehículo, poniendo ambos presentes frente a él. Los ojos de Abby se abrieron a la par que su sonrisa, y por un momento, toda la luz del día la ocupó el brillo de sus pupilas.
—¡Oh, Max, no puedo creerlo! —exclamó. —¡Son hermosas, no debías ponerte en gastos!
—Ningún gasto es suficiente si es para ti. Siéntete dichosa, nunca le he regalado flores a nadie.
Abby tomó el ramo en sus manos y lo miró casi de forma maternal, admirando cada detalle de los pétalos y el frescor de las hojas. Entonces de su bolsillo volvió a sacar las llaves de la casa, y antes de decir nada, envolvió en un abrazo a Maxwell, tan fuerte como podía.
—Eres una dulzura, Max. Muchísimas gracias por esto, las pondré enseguida en agua para que no se marchiten.
—¿No quieres aprovechar y también guardar los bombones?
—No, los comeremos juntos como postre, luego del almuerzo.
—Pero los compré para ti, para que los disfrutes tú.
—Y yo elijo compartirlos contigo, cariño —respondió.
Maxwell asintió con la cabeza, saboreando aquella última palabra en lo más recóndito de sus sentimientos. La vio girar de nuevo hacia la casa, entrar al patio, abrir la puerta y desaparecer dentro del living. Tenía muchas ilusiones con respecto a Abby, ya no iba a negárselo a sí mismo, y estaba completamente enamorado. Lo mejor de todo era que se sentía demasiado tranquilo con ello, y no tenía desconfianza de que le fuera a ir mal, por algún motivo. Eso era lo que le daba más seguridad, porque Maxwell siempre había sido un tipo muy intuitivo, y cada día estaba más convencido de que si dentro de su intuición todo marchaba bien, era por algún motivo más que favorable.
Abby salió pocos minutos después, volvió a cerrar la puerta tras de sí, y atravesó todo el patio hasta reunirse de nuevo con Maxwell, quien le abrió la puerta del Citroën para que tomara asiento del lado del acompañante. Luego le cerró, y rodeando el coche por delante, subió al sitio del conductor, se abrochó el cinturón mientras que cerraba la puerta, y emprendió el camino hacia la editorial.
Tardaron casi treinta minutos en llegar a la sede editorial de GoldBooks, un ostentoso edificio de seis pisos, confeccionado enteramente en granito. Maxwell estacionó en la calle, frente a la portería, y apagó el motor del coche. Ambos se desabrocharon los cinturones y descendieron del vehículo, tomándose de la mano mientras miraban todo a su alrededor.
—Vaya establecimiento, ¿no crees? —comentó él.
—No en vano son la editorial más importante del estado.
Subieron las escalinatas de mármol de la entrada, cruzaron la puerta giratoria, y del otro lado, un portero enfrascado en un traje de etiqueta se acercó a ellos.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlos? —saludó.
—Buenos días, caballero. Tengo una reunión con Patrick Wells, me está esperando —dijo Maxwell.
—Permítame su nombre, por favor.
—Maxwell Lewis.
Con asombro, vio como el portero se llevó una mano al oído derecho, masculló unas palabras por un intercomunicador inalámbrico, o al menos eso suponía, ya que no le veía cables por ningún lado. Luego de unos segundos, asintió con la cabeza.
—En efecto, la recepcionista me ha confirmado que el señor Wells lo esta esperando —Entonces señaló hacia adelante—. Atraviese todo el hall, verá al final los ascensores. Piso seis, la oficina está al fondo.
—Muchísimas gracias.
Comenzaron a caminar rumbo al sitio que el portero había indicado, mientras los pasos de ambos hacían eco en tan enorme recinto. El suelo estaba confeccionado enteramente en mármol negro, y a cada esquina del inmenso hall había réplicas de estatuas griegas. Todo aquel sitio era sumamente grande, y Maxwell imaginó que no debía ser difícil perderse en un lugar como aquel, en cuanto vio la cantidad de puertas, escaleras y oficinas que se bifurcaban por todos los sitios, tanto rumbo al subsuelo como a los pisos superiores. Al llegar a los ascensores, tocó el botón, esperó unos momentos hasta que al fin el aparato llegó. Dejó pasar a un ejecutivo que salía de su interior, y luego de hacerle un gesto a Abby para que pasara primera, entró por último. La puerta con sensor se cerró detrás de él cinco segundos después de tocar el botón del sexto piso, en el tablero lumínico.
—¿Sabes? Me siento muy dichosa por ser quien te acompañe a este tipo de reuniones —Le dijo ella, aprovechando el momento en que subían —. Y he de admitir también que estoy super nerviosa, supongo que incluso más que tú, y eso que yo no tengo nada que ver. ¿Cómo le haces para estar tan sereno? —preguntó, casi riendo.
—Eso es porque ya tengo una idea de a lo que vengo, y además, me alegra que seas tú quien me acompañe. Nunca he tenido reuniones editoriales en las que pudiera presumir de una linda mujer.
—¿Solo por eso te alegras? Vaya cretino —dijo ella, dándole un pequeño golpe bromista en el brazo. Él hizo ademan de cubrirse, y luego le rodeó los hombros, dándole un beso en la mejilla.
El ascensor se abrió momentos después, justo cuando jugaban como niños. Maxwell vio a dos hombres que esperaban del otro lado, y poniéndose serio, carraspeó con la garganta al mismo tiempo que se ajustaba el nudo de la corbata.
—Caballeros, buenos días... —murmuró al pasar por su lado. Una vez que las puertas del ascensor se cerraron con los hombres dentro, Abby lo miró de reojo y poniendo una mueca seria, le imitó engrosando la voz.
—Caballeros, buenos días. Perdonen la pequeña escenita del ascensor, espero que no piensen que soy un infantil.
—Ah, por favor... —masculló él, poniendo los ojos en blanco. Caminaron por el pasillo que se extendía a lo largo, acercándose a la oficina de Patrick Wells. Maxwell suspiró. —Bueno, allá vamos.
En cuanto se detuvo frente a la puerta, llamó con los nudillos. Escuchó una serie de pasos acercándose, y entonces el propio Patrick Wells le abrió en persona. Maxwell no sabía de qué marca era el traje que llevaba puesto, pero por la calidad de la tela imaginó que debía ser fino y hecho en sastrería, como mínimo. Era un desastre para el futbol, para reconocer actores, y por lo general para cualquier otra cosa en su vida, pero para evaluar trajes de etiqueta no tenía rival, jamás le erraba.
—¡Señor Lewis, que gran alegría verle! No le voy a mentir, temía que no viniera. Pero aquí esta, y además acompañado por una elegante dama, no podía ser mejor —Le saludó, estrechándole la mano. Luego se hizo a un lado de la puerta, haciendo un gesto con el brazo hacia el interior de la oficina—. Adelante, pasen por favor.
El despacho era enorme, estaba finamente decorado con cuadros renacentistas, la biblioteca de caoba con puertas acristaladas estaba atestada de libros, todos ordenados con sus lomos hacia afuera, y el escritorio era enorme, junto al gran ventanal por el que se podía ver al menos la mitad de la ciudad. En la pared opuesta había un minibar y junto a él un tocadiscos repleto de vinilos en su empaque original.
—Nunca imaginé que alguien con su importancia tuviera la oficina al fondo, si me permite la opinión —dijo Maxwell. Patrick sonrió, y asintió con la cabeza de forma leve.
—No me gusta el bullicio, aquí estoy en paz. Puedo trabajar a gusto, escribir mis propios proyectos literarios, tomarme una copa o dos, e incluso escuchar un poco de buena música. Supongo que nadie mejor que usted entenderá mis costumbres.
—Concuerdo plenamente.
—¿Gustan algo para tomar? Tengo un whisky sesenta años, algún licor, o puede ser un café, lo que gusten.
—Por mí está bien, no se preocupe —asintió Maxwell.
—Por mí también, gracias señor —dijo Abby. Patrick la miró con detenimiento unos segundos.
—Su cara me es familiar, señorita. ¿No la he visto antes?
Abby sintió que comenzaba a sonrojarse, y dentro de su mente, intentó luchar consigo misma para controlar aquel acto reflejo tanto como fuera posible.
—Bueno, conocí a Max en la reunión celebrada hace unas semanas en el Grand Ritz... —respondió, con timidez.
Patrick rio, poniéndose una mano en el pecho y reclinando la cabeza hacia atrás.
—¡Ya me parecía yo que la había visto por algún lado! Hasta que al fin esa reunión consigue formalizar algo más que contratos de edición —Le señaló las sillas—. Adelante.
Maxwell y Abby tomaron asiento frente al escritorio, mientras que Patrick lo rodeó, sentándose detrás.
—Bueno, lo escucho —dijo Maxwell, intentando ir lo más rápido posible al grano.
—Antes que nada, quiero que sepa que yo me preocupo por mi gente, y si mi intención es que usted se asocie para trabajar con nosotros me gustaría preocuparme por su bienestar —Patrick entrelazó los dedos encima de la mesa y lo miró atento—. ¿Qué ha pasado en su editorial? ¿Ha tenido problemas de pago o algo así?
—No, en absoluto. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque usted es un escritor talentoso, señor Maxwell. Ha estado más de veinte años trabajando en la misma editorial, todos los manuscritos que les ha presentado se han convertido en un éxito de ventas. ¿Y de la noche a la mañana anuncia su retiro? Usted aún es joven, tiene un largo camino por delante, solo por eso le pregunto —respondió.
—Bueno, me halaga, pero no. No he tenido problemas de paga, ni siquiera he discutido nunca con mi editor, a pesar de que no es un tipo demasiado fácil que digamos —Maxwell se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en los descansabrazos de la silla—. Pero no hablemos de mí, cuénteme el motivo de su cita.
—Claro, usted es un tipo ocupado al igual que yo, mejor ir al grano —asintió Patrick. Abrió un cajón de su escritorio y sacó una carpeta estilo folio con varias hojas dentro, escritas a máquina—. Esto no es más que una cláusula que he diseñado especialmente para usted, señor Lewis, en cuanto me confirmó que vendría. Déjeme anticiparle que no es un contrato común, similar al que poseemos con otros escritores.
—Vaya...
—Nuestra intención en la editorial, o al menos la mía particularmente, es que podamos llegar a un acuerdo para obtener una novela inédita de usted. Queremos que haga algo nuevo, algo que ninguna otra editorial pueda tener. Usted es un exponente del terror y el suspenso en esta ciudad, y siento que no está demasiado valorado en comparación al talento que posee. Lo primero sería pactar el número de ejemplares a imprimir, por lo que estaba pensando en al menos unas cinco mil copias. A tapa dura y solapa interna, además. Por lo que tengo entendido, usted aún no ha editado nada a tapa dura, ¿no es así?
Maxwell asintió con la cabeza lentamente. Algo dentro de sí mismo le cosquilleó, expectante.
—No, ninguna de mis novelas ha podido salir en tapa dura por el momento, es verdad.
—Perfecto, entonces nosotros podríamos ser los primeros en eso. Con respecto al asunto económico del contrato, permítame confesarle que estuve haciendo un par de llamadas, averiguando sobre sus ganancias a la hora de trabajar con Read & Read. Por lo que sé, actualmente sus regalías alcanzan un veinte por ciento del valor neto de cada libro, ¿verdad?
Maxwell asintió con la cabeza por segunda vez. Era increíble como aquel hombre parecía alcanzar todo lo que quería. Sabía de muy buena fuente que en el noventa por ciento de los casos, los contratos de edición eran confidenciales en cada editorial, justamente para evitar competencia de este estilo. Sin embargo, GoldBooks era la élite. Y nada parecía escaparse del largo brazo de la élite.
—Es correcto —respondió.
—Yo planeo darle un cuarenta por ciento, señor Lewis. Pero no se acaba aquí —aseguró Patrick—. Quiero que esto más allá de ser un trabajo, vuelva a ser un placer personal, como cuando comenzó a escribir por primera vez. Usted solo piense una idea, ensaye la trama y luego nos ponemos a charlar sobre ello. Si nos gusta, entonces nos dirá el plazo de meses que necesita para llevar a cabo el manuscrito. Sin presiones, queremos que los tiempos sean accesibles para su comodidad y pueda trabajar tranquilo.
—Bueno, si están buscando una gran obra como usted dice, entonces voy a tener que trabajarla mucho tiempo.
—Lo que necesite, como le digo, sin problemas. Obviamente, además, tendrá protección de todos los derechos como autor.
Maxwell lo miró fijamente, tamborileando con los dedos sobre el posabrazos de la silla. Era demasiado bueno para ser cierto, y la experiencia personal le decía que cuando algo así aparecía en su vida, era porque en algún sitio se escondía la puñalada. Nadie daba tantas cosas buenas por nada, alguna trampa debía haber. Y planeaba descubrirla. Decidió entonces comenzar por la primer pregunta punzante.
—¿Qué opinan los directores ejecutivos de esto? Supongo que habrá hablado con ellos —dijo.
—Bueno, uno de ellos creyó que ofrecerle un cuarenta por ciento era demasiado. Por suerte, el otro conoce su trabajo y sabía que era una buena idea, por lo que me apoyó. Dos a uno a favor, así de simple.
Bien respondido, pensó Maxwell. Pasemos a la siguiente.
—¿Y qué pasa si yo quiero rescindir del contrato a mitad de la elaboración del manuscrito? A veces los libros no salen como espero, y si no me gusta mi propia creación, entonces la descarto. Ni se imagina la cantidad de manuscritos que he desechado a la mitad del proceso, podría pasarme con ustedes.
—Bueno, eso es lo único malo, en realidad. Una vez firmado el contrato, no puede deshacerse. Una de las cláusulas dice que usted se compromete de forma legal a finalizar la obra para su posterior edición, distribución y venta. Así que le sugeriría que no se decepcione de su propia obra una vez comience a redactarla —respondió.
Ahí estaba, era una forma muy segura de tomarlo por las narices como a un toro, pensó. Por lo general siempre le había tenido cierto pánico a ese tipo de contratos, porque sabía que era un arma letal. Si no podía terminar el manuscrito, ya sea por enfermedad o porque le ofrecieran un contrato mejor, debía indemnizar a la editorial como forma de devolverles la "pérdida de tiempo". Y así, por lo tanto, era la forma en que medianas y pequeñas editoriales comenzaban a crecer poco a poco: ofreciéndoles contratos con algún que otro beneficio exclusivo a escritores novatos, a cambio de tenerlos tomados por los huevos, monopolizando su creatividad.
De todas maneras, este contrato en particular estaba jugoso por todas partes: cinco mil ejemplares, cuarenta por ciento en cada uno, y sin tener que andar a las corridas con el tiempo. Era demasiado tentador para ser el último gran trabajo. Patrick lo sacó de sus pensamientos, al volver a hablar.
—Puede tomarse unos días para pensarlo, no necesita responderme ahora mismo, señor Lewis.
—En realidad no tengo ningún problema en responderle ahora —dijo Maxwell—. Suena muy bien, casi se diría que es el contrato que siempre he querido, quitando el hecho del compromiso legal, lo cual usted y yo sabemos muy bien que es el equivalente a unos grilletes a los tobillos. Sin embargo, creo que debo rechazarlo.
Patrick Wells abrió grandes los ojos tras su escritorio de ébano. No se esperaba esa respuesta ni por asomo.
—¿En verdad? Señor Lewis, es una oportunidad única, solo queremos un libro inédito, y nada más. Usted bien conoce cual es nuestra reputación, somos una casa seria, una editorial con más de cuarenta años en el negocio, con varios autores reconocidos internacionalmente que han trabajado con nosotros. Más que un contrato, es una invitación a nuestra familia, no la desprecie —respondió.
Maxwell se reclinó en su silla, y suspiró. Sabía bien que estaba siendo muy informal con su lenguaje corporal, pero le daba exactamente igual. Ahora mismo tenía demasiadas ideas en su cabeza, muchas cosas para decirle, pero no sabía por donde comenzar. Decidió, entonces, inclinarse de nuevo hacia adelante y hablar por lo claro, sin más.
—Mire, señor Wells, seré totalmente franco con usted.
—Sí, por favor.
—No intento hacerme el interesante más de la cuenta, no me creo más de lo que soy, ni nada por el estilo. Entiendo que no puede darme un contrato más beneficioso, y tampoco es lo que busco. ¿Sabe lo que busco en verdad?
—Dígame, estoy seguro que podemos conseguirlo —insistió.
—Paz —El rostro de Patrick hizo una mueca de no comprender, y Maxwell continuó—. Abby no lo sabe, supongo que más tarde o más temprano lo descubriría, pero hace un tiempo me han diagnosticado una cirrosis compensada. Nada grave, no al menos por ahora, pero ahí está. Toda mi vida he pasado con la nariz enterrada en un teclado de computadora fabricando libros y mas libros. Cientos de personajes que no van a ningún lado, que nacen cada vez que un lector empieza una de mis novelas y que mueren cuando las acaba. Todos tienen un ciclo, todos tienen historias para contar, menos yo. He pasado por un matrimonio de mierda, tengo un hijo drogadicto, ahora tengo cirrosis en fase inicial, y ni siquiera tengo tiempo para vivir. Pero ahora es diferente, ¿sabe? Porque tuve la suerte de conocer a Abby —La señaló a su lado con un gesto de la mano—, y aunque estemos saliendo juntos hace muy poco tiempo, entiendo que es una chica con la que quiero vivir el resto de mi vida, porque nunca me he sentido en tanta plenitud con alguien. Y el tiempo que me quede, quiero dedicarme a disfrutar de ella, de subirnos a mi coche y viajar por el país, o irnos de vacaciones a cualquier playa del Caribe. Ya no quiero volver a vivir a través de mis personajes, quiero vivir por mí mismo. Y quiero vivir con ella.
Abby lo miró como si toda la oficina a su alrededor hubiera dejado de existir. Ni siquiera se dio cuenta del profundo silencio que reinaba, una vez que Maxwell había dejado de hablar. Hasta que él la miró, y vio los ojos empañados de ella. Abby sentía en aquel momento como si alguien hubiera estrujado su corazón como un paño de piso, haciéndole aflorar hasta la última gota de ternura que guardaba en él. A lo lejos, en su mente, escuchó la voz de Patrick.
—Bueno, en ese caso lo entiendo, y...
Pero ella lo interrumpió.
—Disculpe, ¿podemos salir un momento? Necesito hablar con Max —dijo.
—Claro, adelante.
Patrick se puso de pie, rodeó el escritorio y les abrió la puerta. Abby y Maxwell se levantaron de sus sillas y salieron al solitario pasillo. Una vez que Patrick cerró la puerta tras de sí, ella lo abrazó.
—Oh, Max, ¿por qué nunca me dijiste esto? ¡Debías habérmelo contado! —le dijo, apretándolo con fuerza. Él le rodeó la espalda y le acarició el cabello de la nuca.
—¿Para qué? No busco que me tengan compasión, y mucho menos tú.
—Jamás podría tenerte compasión, no a ti. Te he admirado aún sin conocerte, y ahora que te conozco, veo que eres todavía mejor persona de lo que me imaginaba —Abby se separó de él un instante, y entonces le tomó de las manos, mirándolo directamente a los ojos—. Acepta el contrato, Max. Debes hacerlo.
—Abby, ya es una decisión tomada.
—Escúchame, piensa con claridad —Le insistió—. Sé que te digo esto a riesgo de que me creas una aprovechada, tal vez de tus oportunidades o de tu dinero, pero me importa un comino. Solo quiero lo mejor para ti.
—Nunca podría pensar que eres una aprovechada, Abby.
—Y me alegra saberlo, pero debes pensarlo con claridad, es un muy buen contrato como para dejarlo pasar. Y no quiero un solo céntimo de lo que ganes, te lo juro, eso me da exactamente igual. Solo quiero que des un último brinco de éxito antes de retirarte, y ya luego sí, haz lo que quieras. Pero deja huella, no te resignes a lo que ya tienes. ¿Cómo quieres que la gente te recuerde cuando ya seas anciano? ¿Cómo el escritor que parecía ser un exponente en la literatura de terror del siglo veintiuno y cayó victima de su alcoholismo y su eterna autocompasión? ¿O como el escritor que se antepuso a sus adversidades y creó una novela inédita de puta madre con los gigantes de GoldBooks?
—Bueno, supongo que lo segundo —sonrió Maxwell, asintiendo con la cabeza.
—Exacto, ahí lo tienes. Si puedo estar contigo para acompañarte en tu éxito y ahuyentarte a las fans excitadas que vengan a pedirte autógrafos, pues genial. Pero si no, sabré que hice un bien por ti. Porque te veré arriba de un estrado en ceremonias de premiación o en eventos literarios públicos, y pensaré que gracias a mí, Maxwell Lewis pudo explotar su maravilloso don por una exitosa última vez —Le dijo—. No necesitas aceptarlo ahora, dile que vas a pensar una trama, la mejor trama que habrá visto en su vida, y que en cuanto la tengas, te volverás a contactar con él. ¿Harías eso por mí?
Maxwell la miró, y asintió con la cabeza, al mismo tiempo que le rodeaba los hombros con su brazo derecho, atrayéndola hacia sí. Su mano le acarició la nuca, y le dio un beso en la frente.
—Está bien, Abby. Lo haré por ti —consintió.
Volvieron a entrar a la oficina, Abby primero luego de que Maxwell le cediera el paso, por último él, cerrando tras de sí. Tomaron asiento frente al escritorio de Patrick, bajo su fija mirada.
—¿Todo en orden? —preguntó, al mismo tiempo que sacaba un habano de un estuche con labrados en plata.
—Bueno, he tomado la decisión de aceptarle el contrato, señor Wells. Pero no ahora, quiero darle algo de calidad e inédito, como usted bien dice. Deme un tiempo para poder pensar en una novela acorde a lo que busca, y en cuanto la tenga, me volveré a contactar para firmarle el contrato. ¿Le parece bien?
—Claro, me parece perfecto. ¿Cuánto creé que tardaría en ese proceso?
—No lo sé. Pueden ser tres días como pueden tres meses. Pero puede quedarse tranquilo, he aceptado su propuesta y soy un hombre de palabra —aseguró Maxwell—. No importa el tiempo que me tarde, al fin y al cabo, acabaré firmando con usted.
—¡Bueno, me alegra saber eso! —exclamó Patrick, abriendo los brazos. Se puso de pie y señaló el minibar por segunda vez. —¿Ahora sí le apetece un trago? Para festejar nuestro nuevo acuerdo.
—Le agradezco, señor Wells, pero creo que ya nos vamos —dijo Maxwell, sonriendo, al mismo tiempo que se ponía de pie. Abby también se levantó de su silla.
—No hay ningún problema, demasiado tiempo le he robado ya.
—Al contrario, la reunión ha sido más corta de lo que me esperaba. No lo digo como algo malo, al contrario, detesto los protocolos.
Patrick asintió con la cabeza, mientras reía levemente.
—Lo imaginé desde el primer momento en que lo vi en el Grand Ritz, señor Lewis. Charló dos palabras con nosotros y desapareció como alma que lleva el diablo —Patrick hizo un gesto con su brazo señalando la puerta—. Vamos, los acompaño hasta la recepción.
Salieron de la oficina, recorrieron el pasillo y tomaron el ascensor hasta la planta baja, conversando entre los tres acerca de la noche en que Abby y Maxwell se conocieron, aunque ella omitió el detalle de que él había noqueado de un golpe a su editor borracho, claro está. Una vez en la recepción, ambos se despidieron de Patrick Wells, estrechándole las manos.
—Ha sido un placer contar con su visita, señor Lewis —Le dijo. Maxwell asintió con la cabeza.
—El gusto ha sido mío —respondió.
Abby salió primera del enorme establecimiento, seguida por Maxwell que le sostenía la puerta. Una vez en la acera, le rodeó la cintura y se dirigieron al coche, estacionado a un lado de la calle. Subieron cada uno en su sitio, y apoyando los antebrazos encima del volante, Maxwell suspiró.
—Bueno, ya está hecho —dijo. Abby lo miró con una sonrisa.
—Felicidades, Max. Estoy muy contenta por ti.
—Por ambos, disfrutaremos los dos de esto —Encendió el coche y antes de arrancar, se inclinó para darle un beso. En cuanto sus bocas se separaron, le preguntó: —¿Quieres ir a almorzar?
—Me encantaría, cariño —Asintió ella.
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