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Durante las dos semanas siguientes, Maxwell sintió que no podía sentirse peor.
Los días se convirtieron en algo tortuoso e interminable, al igual que las horas. Antes, permanecer encerrado en su casa sin ningún tipo de contacto humano —o lo menos posible—, le parecía uno de los mejores planes que podía tener. Sin embargo, ahora que compartía su vida con Abby, que tenía intenciones de salir al cine, de caminar con ella por los parques charlando en susurros y tomados de la mano, estaba confinado con prisión domiciliaria. Era irónico, injusto y por sobre todo, una completa tortura.
Poco a poco, comenzó a reducir sus horas de sueño, a excepción de los días en que mantenía relaciones sexuales con ella y quedaba extenuado, pero por lo general no lograba conciliar el sueño más de cuatro o cinco horas por día. Le costaba trabajar en sus libros, le costaba mantenerse sereno, y con el paso del tiempo comenzó a perder peso, además de desarrollar unas oscuras ojeras bajo sus ojos. Al principio lo hacía a hurtadillas, para no preocupar a Abby, entonces se llevaba el teléfono al baño y comenzaba a buscar en internet los procedimientos legales en un juicio penal y las posibles consecuencias que le caerían en caso de no poder comprobar su inocencia. Como buen escritor, montaba escenarios en su cabeza dignos de una pesadilla, a tal punto de tener realmente miedo por lo que podría llegar a pasar. Hasta que por fin, se daba cuenta de que su propia mente se le estaba escapando a su control, entonces se obligaba a tranquilizarse a como diera lugar. Aquello no era más que una simple puesta en escena, porque la paz solo le duraba una hora o dos, y entonces volvía a caer en la misma amarga incertidumbre.
Abby, por su parte, sentía que le dolía el corazón de verle en aquel estado. Realmente se había enamorado de Maxwell, algo que nunca se hubiera imaginado antes, y tener que pasar por aquella situación le estresaba sobremanera. No porque fuera una carga para ella, ni mucho menos, sino porque compartía el dolor y la angustia que Maxwell sentía, de forma empática, debido al amor que le invadía por él. Sabía que era inocente, sabía que intentaba no preocuparla y que hacía todos sus mayores esfuerzos por mostrarse aparentemente sereno, pero por sobre todo sabía que era buen tipo, y alguien como él no se merecía una cosa así. Por eso, siempre que podía intentaba acompañarlo a todas horas, hacerle un mimo, sorprenderle con un abrazo por la espalda o prepararle su comida favorita, como un silencioso acto de consuelo que el propio Maxwell atesoraba en lo más hondo de su corazón.
Finalmente, el día del juicio llegó. La noche anterior, Maxwell ni siquiera pudo dormir, solo yació a su lado con los ojos abiertos clavados fijamente en la oscuridad impenetrable de la habitación, como si quisiera ver la verdad más allá de las sombras de la noche. Creyó que se moriría de sueño a la mañana siguiente, pero por fortuna no fue así, por lo que entendió que se había sobregirado de tal manera, que su propio cuerpo resistía al agotamiento de formas inesperadas.
Apenas siquiera desayunó, eligió un traje formal con su respectivo pantalón y corbata a juego, se duchó, y se cambió de ropa. Finalmente, subió a su coche acompañado de Abby, quien también lucía elegante como toda una dama de su belleza podía ser. Y a las pocas calles, se dio cuenta que estaba siendo seguido por dos patrullas policiales, por lo cual no pudo evitar ponerse tremendamente nervioso. Abby intentó tranquilizarlo, diciéndole que quizá solo le estaban escoltando hasta el juzgado penal, pero Maxwell no se conformó con eso ni mucho menos. Dentro suyo, sentía como si de repente le hubieran puesto una enorme carga emocional encima, haciendo que le temblasen las manos por los propios nervios.
En cuanto llegó al sitio indicado, buscó lugar para estacionar y al descender del vehículo, aparcado en la plaza aledaña al juzgado penal, respiró con fuerza intentando ahogar con una bocanada de aire su estado de nervios. A la distancia, pocos metros más adelante, pudo ver a Miller, enfrascado en su típico traje de siempre, que lo esperaba con las manos en los bolsillos. Abby, tomándole la mano y entrelazando los dedos con los suyos, lo miró con una sonrisa.
—Verás que todo va a salir bien, querido —Le dijo.
—Esperemos que así sea —murmuró. Y entonces, al mirar a la distancia, pudo ver que frente a la puerta del edificio había una camioneta de reporteros de la CNN. En aquel momento, Maxwell sintió que empalidecía—. ¿Qué demonios hacen ahí?
Como si leyera sus pensamientos, Miller se acercó gradualmente a medida que caminaba, encontrándose con él a mitad de camino.
—Sé lo que estará pensando, señor Lewis. Yo no los llamé —dijo, en cuanto le saludó con un apretón de manos.
—¡No puedo creerlo, esto va a arruinarme! ¿Quién carajo llamó a la puta prensa? —preguntó Maxwell, con descontento.
—Nadie lo sabe, supongo que habrán averiguado lo que pasó de alguna manera, y que usted estaba en el asunto. Ya todos sabemos que los juicios con implicancia de alguien famoso son completamente públicos.
En cuanto enfilaron hacia la puerta del establecimiento, el reportero se preparó con rapidez, alisándose el cabello con la mano y ajustando luego el nudo de su corbata. Entonces, el camarógrafo lo enfocó, habló dos palabras y se acercó con rapidez al encuentro de los tres. Sin embargo, Maxwell levantó la mano, como cubriéndose el rostro. La expresión de Abby era consternada y la de Miller, por su parte, incomoda.
—Señor Lewis, estamos en vivo en el noticiero central y...
—No me interesa, no quiero hablar con la prensa, lárguese —respondió, interrumpiéndole.
—¡Señor Lewis, algunas fuentes confirman que las víctimas del doble homicidio eran sus amigos más cercanos! ¿Es esto cierto? —Volvió a preguntar el reportero, casi a los gritos. En aquel momento, Maxwell se detuvo en seco antes de subir los escalones que le separaban de la puerta, y estaba a punto de girarse sobre sus pies para responderle como era debido, o hacerle tragar el micrófono, quizá, pero la mano de Abby le sujetó el antebrazo.
—Max, no. No tiene sentido —dijo.
—Si cuando salga de aquí lo sigo viendo en esta misma puerta, al único que mataré va a ser usted, imbécil —respondió Maxwell, apuntándole con el índice.
Solo después de decir aquello, continuaron caminando hacia el vestíbulo del enorme edificio, donde más adelante del umbral de la primer puerta, había dos policías apostados a cada lado de la entrada. Miller se identificó, mostrando su credencial de abogado y diciendo que estaba citado a una audiencia penal, por lo que le permitieron pasar a los tres como era debido. Adentro, el bullicio de personas yendo de un lado al otro, así como de abogados conversando entre sí, era bastante notorio. Sin embargo, Miller, Maxwell y Abby se encaminaron hacia los ascensores del fondo, y al llegar a ellos, subieron directamente a la sexta planta.
El recibidor del juzgado penal estaba compuesto por un enorme hall sin decorar, ni siquiera algún cuadro en las paredes, salvo por cuatro plantas de interiores en las esquinas y tres sillones de tres cuerpos, uno junto a cada pared saliendo directamente por el ascensor. Frente a ellos, una puerta de madera con una placa en letras doradas que decía: Tribunal Penal Nº9 – Audiencias y juicios civiles. A cada lado de la puerta y al igual que en la entrada, había dos agentes policiales, con la única diferencia que estos parecían ser de fuerzas especiales en delitos criminales.
—Bueno, ahora toca esperar —comentó Miller, tomando asiento en uno de los sillones. Maxwell y Abby le imitaron, sentándose a su lado.
Los minutos transcurrieron demasiado lentos, tanto, que al propio Maxwell le pareció que el tiempo allí dentro no avanzaba, sino que se había detenido para deleitarse con su tortura. El ambiente y todo aquel hall se le tornó demasiado pesado, casi con una atmosfera irrespirable, y aunque se dijo a sí mismo una y mil veces durante los días anteriores de que no había nada por lo que temer, lo cierto era que estaba cagado de miedo, ya que le sudaban las palmas de las manos y los latidos tan fuertes de su corazón hacían que la respiración se le entrecortase. Obviamente, no era culpable de nada, pero cualquier asunto legal en el que se viera implicado le ponía con los pelos de punta, como a cualquier ciudadano común que jamás ha tenido que vivir semejante experiencia.
Finalmente, la puerta custodiada por los agentes uniformados se abrió, y una chica de no más de treinta años, con gafas de montura y cabello recogido en una apretada coleta, miró al grupo.
—¿Maxwell Lewis? —preguntó. Maxwell se puso de pie tan rápido como pudo, junto con su abogado y Abby. Al verlos, la chica asintió con la cabeza y les hizo un gesto para que se acercaran. Miller, entonces, metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta formal, y le extendió una identificación plastificada.
—Sírvase mi documento profesional —dijo.
—Adelante, pasen por favor.
Miller entró primero, seguido de Maxwell quien a su vez era seguido por Abby. Los agentes también entraron tras ellos, para indicarle el camino. Maxwell suspiró hondo al mirar el entorno. La sala era espaciosa, había un enorme estrado de madera barnizada, junto a dos estrados más, uno a cada lado, ubicados un poco más debajo de su posición, con sus respectivas sillas giratorias, y junto a ellos, otro escritorio un poquito más apartado donde había una computadora. Frente a ellos y como a unos tres metros de distancia, dos mesas de madera caoba, también con sus respectivas sillas, y al final de todo doce personas completamente desconocidas para él, que imaginó serían los miembros del jurado. En una de las mesas frente a los estrados, a la derecha del recinto, había un hombre que Maxwell conocía. Era Vernon, hermano de Rita. Le había visto en el día de su cumpleaños, y junto a él, había un hombre de mediana edad, quizá en promedio muy cercana a la suya. Ambos le miraban con fijeza.
Finalmente, los oficiales guiaron al trío hacia la mesa opuesta, y tomaron asiento tras ella. Los guardias, mientras tanto, se situaron uno en cada punta del pasillo libre que quedaba entre el estrado y los lugares en las mesas, como si fueran una suerte de extraños referís de fútbol con pistola. Un par de minutos después, una mujer de casi sesenta años vestida completamente de negro ingresó en la sala, acompañada de otra chica mucho más joven en comparación, que tomó asiento frente a la computadora del rincón. Y entonces, uno de los agentes habló fuerte y claro.
—Ingresa a sala su señoría, la jueza letrada Amelie Brown. De pie, por favor.
Todos se levantaron de sus asientos y Maxwell contuvo la respiración, allí comenzaba todo, se dijo. Finalmente, ante un gesto de la mujer, todos volvieron a sentarse, mientras Maxwell la miró con fijeza. Tenía el cabello demasiado canoso para su edad, aunque tenía la piel muy bien conservada para su edad. Casi nada de maquillaje, pero unos ojos tan fríos como el hielo de la Antártida, quienes se paseaban por los rostros de todos los allí presentes, como si estuviera buscando algo que solo ella veía. Entonces, la vio revisar sus papeles, y habló. Tenía la voz muy firme y autoritaria, y al mismo tiempo que hablaba, la otra chica comenzó a tipear en su computadora.
—Siendo las once en punto de la mañana, del quince de setiembre del dos mil veintitrés, comparece ante mí el señor Maxwell Anthony Lewis, divorciado, de cuarenta y cinco años, de profesión escritor y domiciliado en Waremont Avenue siete dos cuatro cinco, como acusado de doble homicidio especialmente agravado hacia Joe Kurtz y Rita Kurtz, el veintiocho de agosto del corriente año. Como abogado defensor comparece el señor Roland Miller, y como contraparte fiscal el señor James Parmer. Señor Lewis, por favor póngase de pie, y levante su mano derecha con la palma hacia adelante —dijo—. ¿Jura solemnemente decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, por la gracia de Dios?
—Lo juro.
—¿Comprende cuales serían las consecuencias penales si miente, omite o tergiversa información al declarar?
—Lo entiendo, señoría —respondió.
—Por favor, suba al estrado a mi derecha.
Maxwell se obligó a moverse, dando una rápida mirada de soslayo a Abby y a Miller. Este no hizo el menor gesto, pero Abby lo miró con preocupación, y asintió con la cabeza ligeramente, como intentando darle cierta seguridad. Maxwell entonces rodeó el escritorio, caminó por delante del agente apostado a un lado, subió los tres peldaños de madera y tomó asiento en el estrado, junto a la jueza. Dio entonces un rápido paneo visual ante todos los que frente a él se extendían: Miller y Abby sentados uno junto al otro, Vernon que lo miraba con odio y dolor, junto a su abogado que acomodaba papeles y documentos en la mesa. Al fondo, dos docenas de ojos que le observaban, analizando todo.
Finalmente fue Parmer, el abogado sentado junto a Vernon, quien se puso de pie con unos documentos en la mano, y saludó con un gesto de la cabeza a la jueza, mientras caminaba hacia el corredor entre el estrado y su mesa. Luego miró a Maxwell.
—Señor Lewis, buenos días —Le saludó.
—Buenos días.
—Entiendo que usted era amigo íntimo de las víctimas, ¿es esto cierto?
—Así es.
—Además, previamente al asesinato, había asistido a una reunión familiar con motivo del cumpleaños de la señora Kurtz. ¿Esto formaba parte de sus planes iniciales, o fue algo totalmente improvisado de su parte?
Maxwell iba a responder, pero Miller fue quien le interrumpió.
—Objeción, su señoría. Intenta condicionar a mi cliente por medios emocionales irrelevantes —dijo.
—A lugar —respondió la jueza, y entonces miró a Parmer—. Reformule su pregunta, o haga otra diferente.
—Usted gozaba de una buena amistad junto con las víctimas, se reunían bastante seguido y charlaban de cualquier tema. Dígame, ¿ha tenido discusiones o malentendidos con alguno de los dos occisos? —preguntó.
—No.
—¿Cuándo fue la última vez que los vio con vida?
Maxwell hizo memoria, lo que en aquel momento hubiera sido demasiado facil de responder, ahora le resultaba muy complicado. Los nervios nublaban sus recuerdos como una tormenta en invierno. Finalmente lo recordó.
—Pocos días después del cumpleaños, en Ducky's. No recuerdo la fecha exacta, la verdad. Siempre nos reuníamos con Joe en el mismo bar, a tomar unos tragos y charlar de la vida.
—Y luego de eso no se volvieron a ver, ¿verdad?
—Así es —aseguró Maxwell.
—Sin embargo, las pruebas no dicen lo contrario. El veintiocho de agosto, usted se dirigió a pie hacia la casa de las víctimas, llamó a la puerta como bien vemos en las imágenes de las pruebas etiquetadas en los archivos dos cuarenta y dos cuarenta y uno, e ingresó al domicilio.
Maxwell vio como Parmer levantaba una foto a buen tamaño con la imagen impresa de la cámara de seguridad. El jurado, entonces, asentía con la cabeza en silencio.
—Ese no soy yo, no estaba allí en ese momento —respondió Maxwell.
—Sin embargo ahí está su imagen, señor Lewis, no puede negar que es usted. Permanece dentro del inmueble durante al menos unos diez minutos, y luego vuelve a salir dejando la puerta abierta, como bien lo vemos en las pruebas etiquetadas de los archivos dos cuarenta y dos y dos cuarenta y tres.
Volvió a hacer el mismo gesto mostrando dos imágenes más, en diferente ángulo de enfoque, cuando supuestamente Maxwell se estaría retirando de la casa de Joe.
—Como le dije, lo niego porque no estaba allí en ese momento.
—Es algo muy curioso, porque usted no tiene hermanos gemelos, por ende las pruebas son innegables, señor Lewis. El equipo de forenses y técnicos indicó en laboratorio que las huellas en el arma homicida, un revolver calibre veintidós de seis tiros marca Ruby, eran las suyas. También eran suyas las huellas en el cuerpo de las víctimas, y en una cuchilla de cocina que se encontró tirada en el suelo de la sala. ¿Acaso niega todo esto?
—Por supuesto que lo niego, le vuelvo a repetir por tercera vez, yo no estaba allí. No tengo ni idea de como llegaron mis huellas a esas armas —respondió Maxwell.
—Dígame, señor Lewis. ¿Cuál fue el móvil que le impulsó a matar de forma tan despiadada a sus supuestos mejores amigos? —preguntó Parmer. En aquel momento, Miller intervino.
—Objeción, su señoría. Condicionamiento forzado de culpabilidad.
La jueza asintió con la cabeza.
—A lugar. Reformule su pregunta, señor Parmer. O de lo contrario, realice otra distinta.
El fiscal entonces carraspeó, incomodo.
—Prosigamos con las pruebas, señor Lewis. Supongamos que yo le creo, y que todo este honorable jurado aquí presente también le creé. ¿Dónde estaba en el momento en que fueron asesinadas las víctimas?
—Bueno, había ido a una entrevista editorial con Patrick Wells, el editor general de GoldBooks. Era cerca del mediodía, no recuerdo bien ya que no habíamos acordado una hora exacta con él. Pasé a buscar a Abby a su casa, fuimos a la reunión, y luego de allí nos dirigimos a comer.
—¿Cuánto duró la reunión en la editorial?
—Quince o veinte minutos cuando mucho, fue muy breve —respondió Maxwell.
—¿Y recuerda qué hora era para ese entonces?
—Cerca de la una, o una menos cuarto de la tarde.
—Y dijo que luego de allí se dirigieron a comer, ¿es correcto?
—Sí, es correcto —asintió.
—¿Puede decirnos adonde fueron?
—Al Sea Food, Bar and Grill, el que está cerca de la costa.
—¿Qué hora era para ese entonces?
—Una y poco pasadas, supongo que una y cuarto o por ahí. Realmente no andaba controlando el tiempo.
—Y la única testigo de todo esto es, convenientemente, su pareja —dijo Parmer—. ¿A qué hora volvió a su domicilio, señor Lewis?
—Nunca lo hice, me arrestaron cuando volvía. Un grupo de patrullas me hizo una encerrona como si hubiera robado el banco central, me hicieron bajar del coche y me arrestaron en plena calle. Creí que usted ya debía saber eso, señor —dijo Maxwell, mirándolo con fijeza. Realmente se había propuesto no dejar en ridículo al fiscal, mucho menos ponerse a discutir con él, pero del pánico absoluto de la situación pasó en un solo instante a la rabia. Rabia por lo injusto de todo aquello, por las tontas preguntas incriminatorias que este tipejo le hacia.
—¿En ningún momento se desvió de su camino antes, durante o después de la reunión con su editor, para llegar a la casa de sus amigos y matarlos?
Maxwell lo miró como si estuviera de broma, incluso no pudo evitar hacer un gesto de incomprensión.
—Disculpe, ¿la pregunta es en serio? ¿Acaso está bromeando conmigo? —dijo.
—¿Creé que todo este jurado está aquí por diversión, señor Lewis?
—No, claro que no. Pero me cuesta creer que esté formulándome esta pregunta de forma totalmente seria. Estaba en la otra punta de la ciudad, tengo casi media hora de viaje de regreso y eso en el mejor de los casos, en los cuales el tránsito no sea una locura. ¿Creé que puedo salir volando de repente con propulsores en las manos como Iron Man, cometer un crimen, y luego volver a tiempo para almorzar con mi pareja sin que se haya dado cuenta ni siquiera por un segundo de mi ausencia?
Algunas risillas leves se hicieron escuchar por detrás, en el jurado. Parmer le miró con los ojos entrecerrados.
—¿Se está burlando de mí, señor Lewis? —preguntó. En aquel punto, Abby se hallaba realmente asustada. Miraba fijamente a Maxwell con los ojos muy abiertos, como queriendo decirle en silencio que por favor no le respondiera nada más. Sin embargo sabía que era inútil, comenzaba a conocerlo bien, una vez que la maquinaria del enojo comenzaba a funcionar en él, era como una locomotora sin frenos.
—No, usted se está burlando de mí al preguntar semejante cosa, señor. Y ante una burla, debo responder con otra burla, lo siento —respondió Maxwell.
—¡Su señoría, esto es inadmisible! El desacato del acusado es...
Sin embargo, la jueza golpeó un par de veces su pequeño martillo de madera encima de la mesa.
—¡Orden en la sala! —exclamó. Luego miró a Maxwell. —Señor Lewis, le pido por favor que controle el tono de sus respuestas de ahora en más. Y usted, señor Parmer —agregó, mirando ahora al fiscal—, sea criterioso con sus preguntas. Prosiga, por favor.
—De acuerdo, tiene razón, Señor Lewis. No puede hacer un viaje tan largo de ida y vuelta solo para asesinar a sus amigos, sin que nadie se de cuenta. Sin embargo, comprenderá que estamos en una encrucijada. Sus huellas están ahí, las grabación de vídeo esta ahí, la sangre en la hoja de la cuchilla es suya —Mientras hablaba, Parmer se giró hacia la jueza, y luego al jurado—. Para ir terminando mis preguntas preliminares, quiero destacar el hecho de que aquí se cometió un doble homicidio de forma muy cruenta, y a no ser que el acusado sea capaz de duplicarse en tiempo y espacio, es imposible que pueda estar en dos lugares a la vez, por ende cabe deducir que está mintiendo en la declaración de sus hechos. Una familia destrozada ha quedado atrás, esperando respuestas por parte de nosotros, que somos la ley. Por lo tanto, y a no ser que pueda comprobar de forma fehaciente su coartada, señor Lewis, les pido a todos que tengamos un poco de sensatez y apliquemos las medidas que corresponden, y que convenientemente he preparado en estos días.
—Diga cual es la condena que solicita, señor Parmer —dijo la jueza.
—La fiscalía pide a su señoría y al honorable jurado, que se le condene al acusado a treinta años de penitenciaría sin posibilidad de fianza, trabajo comunitario o posibilidad de atenuantes como buena conducta. Al finalizar la condena, el señor Lewis deberá asistir a un centro de rehabilitación para hombres violentos, cuyo tratamiento no podrá durar menos de dos años.
Maxwell sintió que todas las extremidades de su cuerpo le hormigueaban al escuchar aquello. Miro a Abby y ella a su vez lo miró a él, conteniendo la respiración. ¡Treinta años! No podía permitir que nada saliera mal, no podía permitir que le robaran así el resto de su vida, lejos de Abby, lejos de todo lo que conocía.
—Muchas gracias, señor Parmer —dijo la jueza. Anotó algo en sus papeles y luego miró hacia el escritorio donde Miller estaba sentado—. Que pase el defensor, por favor.
Miller se puso de pie, estiró su traje formal y tomando unos papeles donde tenía anotadas las preguntas, caminó hacia delante del estrado. Entonces hizo una pausa, miró al fiscal, y tomó aire lentamente.
—Usted ha dicho, señor Parmer, que a no ser que podamos comprobar la coartada de mi cliente, se aplique la pena que corresponde —dijo, de forma modulada, como si estuviera dando una oratoria—. Lo entiendo perfectamente. Usted busca justicia, al igual que yo. Por eso mismo, estoy decidido a probar lo que el señor Lewis está diciendo —Se giró de frente a la jueza, con las manos a la espalda, y continuó:— Su señoría, solicito que se llame al estrado al primer testigo declarante, el señor Patrick Wells, de editorial GoldBooks.
La jueza asintió con la cabeza y ante un gesto de consentimiento, dos oficiales ubicados al fondo de la espaciosa sala de audiencias, se encaminaron hacia una puerta lateral que Maxwell no había notado en cuanto entró. A través de ella apareció Patrick, enfrascado en el mismo costoso traje con el que le había visto la primera vez, en la reunión. No parecía asustado, ni mucho menos, pero se le notaba ansioso, y Maxwell lo comprendió a la perfección. No tardó en deducir que al igual que él mismo, Patrick Wells no era un hombre que se sintiera demasiado a gusto con un proceso legal de por medio.
Los agentes le escoltaron hasta el estrado, le indicaron por donde subir, y luego tomó asiento en el escritorio libre a la izquierda de la jueza. Miller le miró.
—Buenos días, señor Wells —saludó.
—Buenos días.
—¿Entiende que está aquí en calidad de testigo declarante, y que todo lo que diga debe ser la más absoluta verdad?
—Lo comprendo.
—¿Conoce al señor Maxwell Lewis? —preguntó. Patrick asintió con la cabeza.
—Lo conozco. La primera vez que lo vi fue hace un tiempo ya, en una reunión de escritores y editores celebrada en el Grand Ritz. Luego yo le llamé para una cita en mi oficina, con el fin de proponerle un nuevo contrato editorial de forma exclusiva.
—¿Puede recordar qué día fue exactamente, señor Wells?
—El veintiocho de agosto, un lunes, para ser más precisos.
Miller se paseó por delante del estrado, con las manos en la espalda y mirando hacia el suelo, como si fuera un simple transeúnte pensativo.
—¿Recuerda a qué hora concretaron la reunión? —preguntó.
—En realidad no establecimos una hora, solo acordamos reunirnos y ya. Al principio, el señor Lewis no quería venir, porque no tenía en mente firmar un nuevo contrato. Pero luego accedió, y llegó a la editorial a eso de las doce y media pasadas del mediodía, aproximadamente. Casi una menos veinte.
—¿Todo el tiempo permaneció en la editorial? ¿No lo vio irse?
—No. En cuanto llego, el servicio de portería me comunicó que el señor Lewis estaba en el vestíbulo, así que le dije que subiera directamente a mi oficina y un par de minutos después ya estaba llamando a mi puerta.
—¿Cuánto duró la reunión con usted? —preguntó Miller.
—Unos quince minutos, quizá veinte cuando mucho. Pero en realidad fue demasiado breve.
—Y luego de reunirse con usted, simplemente se fue. ¿Comentó adónde iría?
—No, no me lo dijo. De todas maneras, no tiene por qué hacerlo. Es un hombre adulto, puede hacer lo que quiera, supongo —respondió Patrick, encogiéndose levemente de hombros.
Miller entonces miró de nuevo a la jueza, que anotaba cosas en sus papeles.
—De mi parte no hay más preguntas, su señoría —dijo.
—Muy bien. ¿El fiscal desea hacer alguna pregunta? —inquirió la mujer.
—Sí. Dígame, señor Wells. ¿Usted tiene algún grado de amistad con el señor Lewis, que lo condicione a encubrirle en sus actos?
Miller intervino.
—Objeción, su señoría. Especulaciones.
—No a lugar, el testigo puede responder la pregunta.
—Supongo que no, más allá de lo típico, ¿sabe? —respondió Patrick. —Lo conocí en persona por primera vez en la reunión de escritores, en el Grand Ritz, pero no lo suficiente como para formar una amistad, mucho menos encubrirle en un asesinato. Personalmente no me parece un mal tipo.
—Cuando se reunió con usted en la editorial, ¿lo notó extraño de alguna manera? Quizá desconectado de la realidad, nervioso o distante.
—No, en absoluto.
—Eso es todo, gracias —dijo Parmer.
Miller entonces miró de nuevo a la jueza.
—Su señoría, si me permite, quiero llamar a la sala a mi segundo testigo. La señorita Jennifer Pemberton, camarera del bar Ducky's.
—Adelante —indicó.
Los agentes que escoltaron a Patrick se acercaron de nuevo, esperando que bajara del estrado, y lo guiaron de nuevo hacia la misma puerta por donde le hicieron entrar. Un momento después, Jenny ingresó a la sala, escoltada por los mismos policías, quienes le indicaron también por donde subir. Estaba vestida completamente de negro, con pantalón, botas de media caña, una camisa y un suéter de lana. Maxwell pensó que aquello era ideal para un velorio, no para un juicio penal.
—Buenos días, señorita Pemberton. Gracias por venir —saludó Miller.
—Buenos días.
—¿Entiende que está frente a nosotros como testigo declarante, y solo debe responder con la verdad? —preguntó.
—Sí, lo entiendo.
—Bien. ¿Conoce al señor Maxwell Lewis?
—Claro que sí, siempre se reunía con Joe a beberse unas cervezas en el bar donde trabajo. Como eran clientes habituales y ya conocía sus costumbres, siempre los atendía yo —respondió ella, acomodándose un mechón de cabello castaño por detrás del oído izquierdo.
—¿Puede decirnos si alguna vez los vio discutir, pelearse, o tener algún tipo de mala relación en su amistad?
—Nunca, en absoluto —aseguró Jenny—. Eran como hermanos, hasta donde sé habían estudiado juntos en la universidad, y tenían una excelente relación personal. En once años que llevo trabajando en el bar, nunca los vi discutir ni una sola vez, ni siquiera tener un mínimo malentendido. Solo llegaban, tomaban su cerveza negra de siempre, y charlaban. Podían estar quince minutos o tres horas, pero ahí estaban.
—¿Creé que el señor Lewis fuese capaz de haber matado a Joe y Rita Kurtz?
—¡En absoluto! —aseguró, de forma ferviente. —Sería impensable, teniendo en cuenta como se querían y apreciaban el uno al otro. He de admitir que cuando me enteré de su asesinato, me conmocioné muchísimo, y más aún cuando supe que Max era el principal sospechoso. Estoy segura que debe haber un error, pero apuesto un brazo a que él no ha sido el culpable.
—¿Cuándo fue la última vez que los vio juntos, señorita Pemberton?
—Hace casi tres semanas, en el bar.
—¿Y cómo charlaban? Me refiero a si alguno de los dos parecía alterado, o nervioso por algún motivo.
Jenny tardó unos segundos en hacer memoria, luego habló.
—Yo los veía conversando de buena manera. Max parecía apesadumbrado por algo, y Joe incluso le consolaba. Luego lo típico, brindaron, rieron, que sé yo...
—En todo el tiempo que los ha visto siendo clientes del bar, ¿Maxwell mostró signos de violencia de alguna forma?
—Jamás.
—¿Problemas de alcoholismo? —preguntó Miller.
Maxwell dio un respingo en su asiento, levantando la mirada repentinamente. Abby lo miró, comprendía que aquello le había dolido. Le traía malos recuerdos, quizá.
—No que yo sepa, nunca le he visto salir borracho de mi bar. A ninguno de los dos, realmente.
—Muy bien, señorita Pemberton. Muchas gracias —Miller miró a la jueza, entonces—. No tengo más preguntas, su señoría.
—De acuerdo. ¿Usted tiene preguntas, señor Parmer? —preguntó la magistrada, mirando al fiscal, quien silenciosamente negó con la cabeza. Ante eso, ella hizo un gesto, y los agentes policiales escoltaron a Jenny de regreso hacia el despacho de espera. Pocos segundos después, ingresó una nueva chica. Tanto Maxwell como Abby la reconocieron al instante, era la mesera que les había atendido en el día del arresto. Luego de indicarle que tomara asiento en el estrado, Miller la miró, con las manos a la espalda.
—Buenos días, señorita Cooper. Por favor, díganos su nombre completo y donde trabaja —pidió.
—Mi nombre es Shannon Cooper, trabajo como camarera en el Sea Food, Bar and Grill, ubicado cerca de la costa. Trabajo allí hace poco más de cuatro años.
—Bien, ¿entiende que está aquí en calidad de testigo declarante debido a una investigación policial, y solo debe decir la verdad? ¿Comprende las consecuencias penales que podría tener para usted, el hecho de ocultar o tergiversar información?
—Lo entiendo.
—Perfecto —asintió Miller—. Díganos, señorita Cooper. ¿Conoce usted al señor Maxwell Lewis de forma personal?
—No, en absoluto.
—¿Cuándo le ha visto?
—Hace un par de semanas, vino a comer al restaurante.
—Y fue con esta chica, ¿no es así? —dijo Miller, señalando levemente a Abby. Parmer intercedió.
—Objeción, su señoría. Intenta confundir a la testigo, la señorita no es la acusada y no tiene nada que ver en este juicio.
—A lugar. Señor Miller, reformule su pregunta —dijo la jueza.
—Discúlpeme, su señoría. Solo intento hacer que la testigo refresque la memoria, pero no se preocupe, con gusto reformularé la pregunta —respondió—. ¿Vio usted al acusado ingresar a su lugar de trabajo en compañía de una chica?
—Así es.
—Lo cual indica que no estaba solo en ese momento tampoco. ¿Cómo le vio? ¿Consideraría que estaba bajo los efectos del alcohol o algún estupefaciente?
—No lo creo. Estaba sereno, era un cliente más común y corriente, diría yo —respondió la chica.
—¿Recuerda a qué hora los vio llegar e irse?
—Llegaron a eso de la una y poco de la tarde, y se fueron como a las dos menos cuarto, casi las dos. Normalmente una no suele poner atención en esas cosas...
—Sin embargo, hay una prueba que sitúa a mi cliente en ese lugar, confirmando no solo la declaración de esta testigo, sino la propia defensa del señor Lewis —dijo Miller, paseando su vista desde la jueza hasta el propio jurado, sentado en la sala. Revisó en los papeles en sus manos, y tomó una serie de imágenes ampliadas en buen tamaño—. Estas son imágenes impresas de las cámaras de seguridad del restaurante, como bien verá tanto el jurado como su señoría —explicó, mostrando una por una levantándolas en alto—. Aquí se le ve al señor Lewis ingresar al establecimiento en compañía de su pareja, sentarse a comer, y no volver a salir hasta las trece y cincuenta y ocho. Entiendo que los equipos técnicos del cuerpo forense hayan puesto la hora del asesinato entre las trece y las trece quince, pero como bien comprenderá este honorable jurado, nadie es capaz de estar en dos sitios a la vez.
Para este punto del proceso, algunas voces murmuraban entre el jurado, cuchicheando entre unos y otros, mientras señalaban las fotos de las cámaras de seguridad que Miller mostraba. Aquello aumentó el ritmo de los latidos del corazón de Maxwell, expectante y ansioso por sentir que el desenlace de toda esa terrible encrucijada por fin se revelaría. Miller, entonces, continuó con su exposición.
—Entiendo perfectamente que el señor, como familiar de las víctimas, quiera justicia —dijo, mirando a Vernon sentado junto al fiscal, luego miró a Parmer—. También entiendo incluso al señor fiscal, como colega sé que quiere lo mejor para su cliente. Sin embargo, estamos en un callejón sin salida. Tenemos pruebas para procesar penalmente al señor Lewis por los cargos que la fiscalía exige, claro que sí. Pero también tenemos pruebas para absolverle de las acusaciones, y eso, señores y señoras del jurado, no se puede negar. Por lo tanto, su señoría, me gustaría pedir la total absolución de mi cliente por los cargos presentados, ya que tanto las pruebas que le eximen de toda culpabilidad en este caso, como las declaraciones de los testigos, son irrefutables y contundentes. Lo que implica, claro está, el cese de toda medida restrictiva hacia su persona.
—Gracias, señor Miller —dijo la jueza—. Señor Lewis, puede volver a su asiento —esperó a que dos agentes hicieran el formalismo de acompañar a la camarera hacia la salida de la sala, luego a Maxwell hasta su asiento junto a Abby, y luego continuó hablando—. La corte entra en receso durante las próximas dos horas para deliberar un veredicto.
Golpeó con su martillo en la mesa y todos se pusieron de pie, mientras un agente les abría la puerta principal, que salía a un pasillo anexo al edificio. Maxwell suspiró, tremendamente nervioso, mientras Abby le tomaba por las mejillas para darle un rápido beso.
—Tranquilo, cariño, todo saldrá bien —le dijo.
—Espero que así sea...
—Verá que sí —aseguró Miller—. ¿Quieren ir a tomar un café? Tenemos una cafetería aquí a media calle. Supongo que querrán comer algo.
—Sí, por mi está bien —consintió Abby. Maxwell se encogió de hombros.
—Yo los acompaño, aunque no tengo hambre. Se me ha cerrado el estomago con todo esto.
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