1
El atardecer cayó, y luego la noche. De todas maneras, Maxwell no tenía ni idea de qué hora era ya que la luz natural no existía allá abajo, por lo que bien podría ser de mañana, tarde, noche, o el año 2098.
Su compañero de calabozo no había dejado de mirarle durante todo el tiempo en que le habían metido allí. No le había hablado, tampoco. Solamente lo observaba con el rostro ceñudo, con la espalda apoyada en la pared al fondo, y las manos a la espalda. Aquello comenzaba a crisparle los nervios, y aunque se hallaba extenuado, Maxwell pensó que sería una buena idea evitar dormir durante toda la noche, por las dudas. No se fiaba y aquel tipo no le inspiraba nada bueno. Con el trasero acalambrado de estar sentado en el duro suelo, y para evitar el cabeceo del sueño, se puso de pie, apoyándose en los barrotes de la celda. Entonces, en medio de un bostezo, escuchó que le hablaba.
—Eh, ¿cuál es tu nombre?
Tenía la voz enronquecida por sobre el tono de pandillero que dejaba entrever, quizá debido al abuso de drogas muy duras. Maxwell no le contestó, no quería interactuar con este sujeto.
—¿Acaso estás sordo? Pregunté cual es tu nombre, amigo —Le insistió. Maxwell se giró sobre sus talones.
—Max —respondió.
—Así que Max, ¿eh? —El tipo sacó las manos de la espalda y cruzó los brazos por delante de su pecho. No había un solo sitio libre de tatuajes en sus brazos, y aún por encima de ellos, Maxwell pudo ver amplias cicatrices de cortes perpendiculares en cuanto entró a la celda, por lo que dedujo que no era la primera vez que había estado en la prisión. —Me llamo Bob, pero me dicen Bobby el Bestia.
Maxwell lo miró con más atención al voltearse, y aún en la tenue luz de los focos que iluminaban el recinto, pudo distinguir varios tatuajes en su pecho con las iniciales MS, por lo que se dio cuenta que aquel tipo era miembro de la Mara Salvatrucha, una peligrosa pandilla internacional. Él la conocía porque había investigado sobre ella para uno de sus libros, más de diez años atrás.
—Genial —respondió, sin mucho afán.
—¿Por qué estás aquí?
—Eso no importa de mucho, supongo...
—Claro que importa, amigo. Es lo que define si vas a ser un hombre o una mujer cuando entres al pozo. Ahora dime, que mierda hiciste.
—Me acusan de homicidio.
Bobby lo miró unos instantes, y entonces rio. Luego negó con la cabeza.
—¿Qué mataste a alguien? Nah, no lo creo —aseguró—. No tienes aspecto de ladrón de cuarta, mucho menos de asesino. ¿Sabes lo que creo, Max?
—No, no lo sé.
Bobby se acercó a él, y lo señaló con el dedo. Tenía los ojos marrones clavados en los suyos, y al tenerlo más de cerca, Maxwell se dio cuenta que además de los brazos también tenía cicatrices en el rostro. Había una, muy particular, sobre la parte izquierda del mentón.
—Creo que en cuanto te metan al pozo, va a venir alguien como yo, o incluso peor que yo, te va a dar una paliza y te va a coger por el culo. Porque estoy seguro que a los hombrecitos como tú, con sus ropitas caras y su rostro bien cuidado, les debe encantar que se los cojan por el culo —Se sonrió—. ¿Y sabes por qué lo sé?
—No —dijo Maxwell, comenzando a sentir la tensión. Aquello acabaría mal, se dijo.
—Porque es lo que yo hago, Max. Golpeo imbéciles y luego me los cojo por el culo. Seguramente es lo que haga contigo, si tengo la suerte de que nos metan en el mismo pozo. Quizá incluso tenga aún más suerte y haga que me chupes la verga.
Maxwell respiró hondo, y se preparó mentalmente para lo que con toda certeza vendría después. Tenía miedo, sería un tonto si lo negaba, le cosquilleaban las extremidades y había comenzado a sudar, pero primaba el sentido de supervivencia. Si tenía que defenderse, lo haría.
—No lo creo —respondió.
Bobby rio. Maxwell creyó que le atacaría o algo por el estilo, pero en lugar de ello hizo algo totalmente distinto: se desabrochó la bragueta y sacó el miembro, medio erecto. No era demasiado grande, y además tenía una capa de blanca esmegma en la punta, por lo que imaginó que aquel hombre debía padecer algún tipo de enfermedad venérea.
—Yo sí lo creo —dijo—. Es más, incluso puede que comencemos ahora, ¿qué te parece? Quítate los pantalones, Max. Hoy vas a ser mi puta.
—Esto no tiene ningún sentido. Ni siquiera nos conocemos, no quiero tener problemas contigo de ninguna forma —respondió, intentando razonar con él. Bobby volvió a reír.
—Ni siquiera nos conocemos —Se burló, haciendo voz de tonto—. ¿Quieres que te invite a tomar un café, putito? Bájate los putos pantalones o te los bajaré yo, y no te va a gustar.
—Si me atacas, los oficiales verían todo por las cámaras. No vas a poder hacerme nada.
Bobby volvió a meterse el pene al pantalón, cerró la bragueta y entonces se acercó a él, asintiendo con la cabeza. Por las dudas, Maxwell se alejó rodeándole, de forma alerta, con cada paso que daba, hasta que quedaron frente a frente en medio de la celda.
—¿Sabes, Max? Tienes toda la razón del mundo. Pero se te olvida un detalle —dijo, y sorpresivamente se abalanzó encima de él. Con su mano izquierda lo sujetó por el cuello y con la derecha le asestó un contundente puñetazo en el medio de la nariz, derribándolo al suelo—. ¡A la policía no le importa lo que pase contigo, o conmigo, o con cualquiera de nosotros! ¡Así que ahora bájate los putos pantalones! —exclamó.
Se acercó rápidamente hacia Maxwell, buscando sujetarle por la cintura para quitarle el pantalón, pero este le dio una patada en el pecho que lo derribó hacia atrás. La suela de su zapato había quedado marcada con tierra poco más encima del estomago, en la piel de Bobby. Dando un bufido, el pandillero volvió a avanzar hacia Maxwell, que se ponía de pie, y al llegar a él le dio un rodillazo en el medio del vientre, sacándole todo el aire. Maxwell dio un jadeo ronco y ahogado, al sentir que le cortaba la respiración, y luego dos puñetazos más golpearon su cara: uno en el mentón, otro encima del ojo izquierdo. Atontado, sintió que le sujetaba del cabello y de pronto un dolor inconmensurable en su frente, al mismo tiempo que la sangre comenzó a gotearle por su mejilla.
Bobby estaba a punto de darle la frente contra la pared por segunda vez, cuando Maxwell le dio un codazo en las costillas, haciéndolo retroceder. Se giró sobre sus talones y cerrando el puño derecho, lo descargó con toda la fuerza que pudo en los riñones. Bobby dio un quejido de dolor, doblándose, y al sentir que estaba ganando la furia absoluta le dominó. Lo tomó por los hombros y le pateó los testículos como quien patea una pelota de futbol al menos tres veces consecutivas, y en cuanto cayó al suelo se le subió encima, sujetándole con la mano izquierda en el pecho para que no se moviera. Cerrando la mano derecha, comenzó a golpear a puño limpio en el rostro de aquel hombre una, dos, tres, cinco veces. Y cuando la cara de Bobby se transformó en una pulpa sangrante de carne, se dio cuenta que estaba inconsciente. Aún así, no dejó de golpearle hasta que los nudillos se le lastimaron, y lo único que lo detuvo fue el golpe de cachiporra en sus costillas del guardia en la entrada que estaba vigilando en aquel momento, y acudió corriendo a detener la pelea.
El agente había golpeado duro y efectivo, justo en la tercer y cuarta costilla, por lo que obligó a Maxwell a derrumbarse a un costado sujetándose la zona golpeada con un tremendo dolor. Entonces, agotado por la pelea y adolorido por los golpes, sintió como era levantado en ascuas por dos oficiales, que le sacaron de aquel calabozo y lo metieron al de al lado, con el otro tipo que había visto en cuanto entró. Lo empujaron dentro con violencia, y Maxwell cayó al suelo, rodando sobre su espalda y quedando boca arriba con los brazos extendidos, la ropa y el rostro llenos de sangre, y un ojo hinchado a tal punto de que ni siquiera podía abrirlo.
El hombre de aquel calabozo, quien momentos atrás estaba acostado en un rincón del suelo con la cabeza apoyada en sus antebrazos, se irguió en cuanto escuchó el sonido de la pelea, la posterior alarma de las puertas abriéndose y que luego vio a Maxwell ser arrojado dentro de su propio calabozo como un saco de carne. Entonces se acercó a él.
—¿Te encuentras bien? Permíteme que te ayude... —dijo, extendiéndole la mano. Maxwell abrió su ojo sano y se arrastró por el suelo hacia atrás cuanto pudo, intentando ponerse de pie. Sin embargo, estaba tan mareado por la golpiza, que volvió a caer sobre su trasero.
—¡Aléjate de mí! —exclamó, con voz rasposa.
—Oye, tranquilo, no voy a hacerte daño como el animal de al lado.
Le ofreció la mano para ayudarlo a ponerlo de pie, y dudoso, Maxwell se la aceptó. El hombre entonces le ayudó a levantarse y luego le sujetó unos momentos, hasta comprobar que ya no se volvería a caer debido al mareo.
—Gracias... —murmuró Maxwell.
—Eres duro, si los policías han venido a quitarte de allí, es porque le has vencido al otro —dijo el hombre—. Aunque te está sangrando mucho una ceja, deberías lavarte un poco la cara. Ven, te ayudaré.
Poco a poco, Maxwell se dejó guiar hacia el urinal lavatorio que había en el calabozo, y mientras el hombre le mantenía presionado el interruptor del agua, Maxwell aprovechó para escupir un poco de sangre, lavarse las manos y enjuagarse el rostro. La nariz le sangraba copiosamente, y tenía una ceja herida. No estaba partida, pero sí se le había cortado, aunque no creía que necesitara algún punto de sutura.
Media hora después, en cuanto terminó de lavarse y el sangrado se detuvo, Maxwell se irguió. El hombre a su lado le miró, y rasgándose una manga de su camiseta, la partió en dos y le improvisó una suerte de vendaje alrededor de la cabeza, ya que la hemorragia en la nariz se había detenido pero no en la ceja. Le ayudó a colocársela, y una vez que ya estaba limpio, Maxwell volvió a hablar.
—Gracias.
—No hay drama —El hombre le ofreció la mano—. Soy Bill Waynes.
—Maxwell Lewis —respondió, estrechándosela.
—Tu nombre me es familiar —pensó, rascándose la barba parcialmente encanecida.
—Soy escritor —respondió. Bill entonces pareció recordar de repente.
—¡Ah sí! Creo que mi hermana ha leído alguno de tus libros, seguramente haya visto tu nombre en su biblioteca, al pasar. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estás aquí?
—He matado a mi mejor amigo, o al menos, eso parece.
—¿Pero lo hiciste?
—Por supuesto que no —Una lágrima descendió de su ojo sano y cayó por su barbilla al cemento del suelo—. Joe era mi mejor amigo, le quiero... —Se corrigió. —Le quería como a un hermano. Yo estaba en una reunión con un editor cuando pasó todo, pero según me dijo la policía, mis huellas están en la escena del crimen y también mi imagen en las cintas de videovigilancia, no entiendo nada.
—Cielos, lo siento mucho... —murmuró Bill.
Maxwell sorbió por la nariz, escupió un poco mas de sangre y mocos al suelo, y entonces le miró.
—¿Y tú?
—Bueno... supongo que lo mío ha sido un infortunio al igual que el tuyo —Sonrió Bill, lo mejor que pudo. Y entonces comenzó a llorar también, de un instante al otro—. Iba rumbo a Virginia, hace una semana. Era tarde de la noche, casi la una de la madrugada, y yo ya estaba cansado. Supongo que la culpa es mía por no detenerme en algún lugar y dormir un poco, pero tenía que ir a ver unas cabezas de ganado que había comprado, soy productor, ¿comprendes? Y había acordado que llegaría en la mañana. De repente... todo pasó muy rápido —dijo, con la voz entrecortada—. Yo solo vi unos faros, la luz me cegó, perdí el control de mi camioneta y me cambié de carril. Frente a mí venía una camioneta familiar, un matrimonio con dos hijos, y aunque di un volantazo para esquivarlos yo venía a más de ciento veinte, así que los choqué por el costado y los desestabilicé. Su coche volcó, dio varias vueltas y se incendió.
—Dios mío... —murmuró Maxwell, consternado.
—Murieron todos, menos el padre. El hombre está internado en terapia intensiva, pero no querría despertar si fuera él, he matado a su esposa y sus hijos —Bill lloraba desconsoladamente a estas alturas, y Maxwell, intentando que se calmara, le apoyó su mano izquierda en el hombro—. Hace dos días que estoy aquí, esperando a que la policía se comunique con mi abogado.
—¿Tienes esposa, Bill?
—No.
—¿Hijos?
—Tampoco —respondió—. Eso me da un poco de tranquilidad, ¿sabes? Al menos nadie va a esperarme cuando salga de la cárcel, eso sería horrendo.
—Estoy seguro que todo se va a solucionar, Bill. Debes tener fe.
Él, entonces, le miró con los ojos repletos de lágrimas.
—Da igual, amigo. Yo ya he matado a tres personas. Salga de aquí o vaya diez años a la cárcel, el resultado no va a cambiar, esas pobres criaturas y esa mujer no van a revivir. Yo ya estoy jodido —respondió, y se señaló la cabeza—. Aquí.
Y aunque Maxwell no quería admitirlo, lo cierto era que aquel hombre tenía toda la razón.
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