
1
Como se lo imaginaba, no tuvo una buena noche de sueño.
Permaneció haciendo zapping en su televisión hasta las dos y media de la madrugada, pasando por todas las opciones posibles, sin embargo, todo era basura. No había ninguna diferencia, daba igual si era el canal de películas retro o el Playboy con su fiesta de lesbianas en la piscina, por lo que acabó durmiéndose aún con el control remoto en su mano. Y durante toda la noche no cesó de voltearse para un lado y para el otro, revolviéndose entre las sábanas, víctima de sueños confusos.
Cuando el día hizo por fin su aparición, lo cierto era que la tormenta había menguado bastante, al menos ahora ya no llovía torrencialmente y el viento amainaba poco a poco, pero a pesar de todo, el cielo seguía estando gris y los truenos se escuchaban cada pocos minutos. Se levantó de la cama con pesadez, sintiéndose incómodamente cansado, se vistió con sus pantuflas favoritas, una camiseta de manga larga y su pantalón deportivo gris favorito, el de lanilla que más se parecía a un pijama que a un pantalón de deporte.
Antes de pasar por la cocina para encender la cafetera, comprobó el estado de la estufa a leña. Todos los troncos se habían apagado y las cenizas que quedaban no estaban ni siquiera mínimamente tibias, así que encogiéndose de hombros, rebuscó en los estantes de la enorme biblioteca atiborrada de libros, hasta dar con el control del aire acondicionado. Normalmente, Maxwell trataba de economizar el gasto eléctrico de ese aparato del diablo, tal y como solía llamarlo a menudo, pero por un día que lo encendiera no iba a gastar demasiado en la factura a fin de mes, pensó. Era eso, o salir afuera a traer más leña, y no estaba dispuesto a pillarse un catarro por algo tan simple.
Volvió a la cocina, rellenó la cafetera con una cucharada de granos nuevos y luego presionó el botón rojo de Start. La máquina comenzó a zumbar apenas imperceptible, a medida que calentaba el agua, y entonces abrió el refrigerador para sacar la mantequilla y unas cuantas lonjas de jamón crudo, junto con pan blanco. En aquel momento, su teléfono celular sonó, desde el escritorio. ¿En verdad lo había dejado allí toda la noche? Se preguntó. No le daba demasiado caso al celular desde hace varios años, cuando había terminado su matrimonio y ya no tenía que estar tan pendiente de su esposa, diciéndole lo que hacía y adonde iba a cada rato. Desde ese entonces, solamente lo utilizaba para recibir llamadas cuando salía fuera de casa. Por lo demás, el teléfono inalámbrico con contestador automático era la santa solución a todo.
Salió de la cocina otra vez, caminó hacia el escritorio a paso apresurado y miró la pantalla. Entonces atendió con una sonrisa.
—Ey, Joe.
—¿Cómo vas, hombre? ¿La tormenta te ha dejado sin luz?
—No, aquí todo está bien. Quizá se haya saltado alguna conexión en la torre eléctrica que haya afectado a tu manzana.
Del otro lado de la línea, Joe resopló.
—Vaya mierda... —murmuró, y luego de una pausa, agregó: —¿Qué tienes que hacer esta tarde, Max?
—Debería trabajar en mi libro, pero no lo sé, veremos que tal la jornada. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Quieres venir a lo de Ducky's a tomar unas cervezas?
Dentro de su mente, la imagen del regordete rostro de Daniel, su médico de cabecera, apareció mirándolo con reproche. Entonces cerró los ojos antes de hablar, como si al hacer aquello pudiera emborronarlo hasta desaparecer.
—No lo sé, Joe. Espero poder redactar lo suficiente como para adelantar lo que ayer no pude hacer, pero si veo que no surge nada, entonces te mando un mensaje, y nos vemos allí —respondió.
—Va, te espero Max. Adiós, amigo.
—Buena jornada —respondió, antes de colgar.
Volvió a dejar el teléfono celular encima de la mesa, viendo que tendría que cargarlo cuanto antes, pero ya lo conectaría a la computadora luego de prepararse el café. Caminó entonces a la cocina, se preparó dos sándwiches con la prisa de quien quiere acabar rápidamente con los preámbulos del desayuno, y en cuanto la cafetera ya tuvo suficiente café preparado, se sirvió una generosa taza. Puso los sándwiches en un plato, y con todo listo, se encaminó hacia el escritorio de su computadora.
La encendió, y mientras iniciaba cada uno de sus programas, tamborileó con los dedos encima del teclado mirando el logo de Windows en el medio. Aún tenía tiempo, la editorial no publicaría su nuevo trabajo hasta dentro de tres meses, pero aún así, lo que tenía escrito era demasiado poco en comparación. Le dio un mordisco a uno de los sándwiches, y tomando el mouse abrió el archivo de texto en el centro del escritorio. Leyó los últimos tres párrafos muy por encima, lo suficiente como para ponerse en contexto del punto en la trama donde había quedado la última vez, y entonces comenzó a escribir.
Por primera vez en ¿Cuánto? ¿Una semana, quizá? Las palabras comenzaron a salir fluidas, como si se deslizaran por un suave tobogán infantil, riendo a carcajadas y disfrutando el momento. De todas formas, el punto de la historia donde se encontraba no era difícil de continuar, dicho sea de paso, tan solo era un nexo conector entre la investigación de Morris y su primer evento de actividad paranormal. El detective privado sabía perfectamente que en la familia de los Hill había muchas cosas que no estaban bien, tal como él había descrito al comenzar el primer capítulo: "Toda familia conserva alegrías, fracasos y misterios. Sobre todo misterios. Y en el caso de los Hill, aquello no se trataba de algo simplemente casual. Era el verdadero horror, el infierno en la Tierra que asolaba el humilde barrio de Greenwind. Un misterio de locura, traiciones y muertes horrendas, que yo debía investigar".
Morris, quien había encontrado por fin el sótano donde el padre de familia, el señor Frederik Hill, había mantenido secuestrada y violada a su propia hija mayor durante catorce horridos años, sentía que por fin llegaba a la cúspide de su investigación. Y con el sótano, también había encontrado un viejo cuaderno de rituales paganos. Pero aquello le costaría caro, porque en el mismo momento en que se disponía a huir de la casa como un gato entre las sombras, con el libro bajo el brazo y la Polaroid colgada al cuello, una entidad oscura le bloquearía el paso, trancando la puerta por fuera. Y entonces, el caos.
Estaba describiendo justamente el preciso momento en que todos los muebles de la sala principal comenzaban a levitar, cuando el teléfono sonó. Maxwell sacó las manos del teclado rápidamente, y dio tal brinco en la silla giratoria que al instante comenzó a sudar, acalorado por el golpe adrenalínico del susto. Solo en aquel momento se dio cuenta de la hora que era: había estado escribiendo durante más de una hora y media sin siquiera dar una probada de café. Uno de los sándwiches aún estaba intacto y el otro todavía conservaba el contorno de la primera mordida. Entonces tomó el teléfono y miró su pantalla: era Kevin, su editor. Cerró los ojos y no pudo evitar dar un resoplido, ya se la veía venir. Seguramente quería tener noticias acerca de sus avances, porque desde el mes pasado que no le informaba de nada. Deslizó el ícono verde y habló.
—Kevin, ¿cómo estás? —Le saludó.
—Max, me alegra escucharte. La última vez que te llamé no me atendiste.
Su voz sonaba tranquila, pero él bien sabía que así era como Kevin siempre se oía. Era propio de él, de su estilo. Sus costosos trajes de ejecutivo confeccionados a medida, el mismo tono de voz para todo, no importaba si estaba enojado, triste o feliz. Sus gafas sin monturas y sus impecables dientes blanqueados cada tres meses. Todo en su vida parecía ser una completa representación de la imagen de señor importante que quería mostrarle al mundo. Entonces suspiró.
—Lo siento mucho, tenía el teléfono en silencio y vi tu llamada muy tarde —Se excusó.
—Bueno, pensé que me devolverías la llamada después. En todo caso, no importa. ¿Cómo vas con tu nuevo libro, Max? Con los chicos de la editorial estamos ansiosos de comenzar a maquetar los posibles formatos.
Y ahí estaba, pensó. Kevin siempre iba al grano, también era propio de él dar el mordisco del tiburón.
—No voy tan rápido como quisiera, pero voy bien. Justamente ahora me habías pillado trabajando en ello.
—Bueno, eso me alegra. Y estoy seguro que también alegrará a las editoriales asociadas y a las librerías que esperan ansiosas el nuevo gran éxito de Maxwell Lewis. Hazme un favor, Max, confírmame algo —dijo—. ¿Podemos esperar un adelanto del manuscrito para dentro de dos semanas?
—No lo sé, Kevin... Sabes bien que la escritura no funciona de esa forma, llevamos años trabajando juntos.
Del otro lado lo escuchó reírse por lo bajo, con aquel tono modulado y metódico que siempre utilizaba para todo. Y algo dentro de Max cosquilleó, rabioso.
—Oh, vamos... —comentó, como si fuera un niño diciendo una evidente mentira y le hubiera pillado. —Aunque sea el primer capítulo, ¿qué te parece? Estoy seguro que ya lo debes tener listo.
—El primer capítulo estaría bien, al menos para que los corsarios de la editorial apacigüen sus inquietas almas, es todo lo que puedo darte por ahora —respondió, mientras resoplaba por la nariz—. Ahora, si me disculpas, tengo que seguir escribiendo. Nos hablamos luego Kevin, pásala bien.
Antes de que pudiera responder tan siquiera lo mínimo, Maxwell colgó. Dejó el celular encima del escritorio y entonces recordó tener que cargarlo, por lo que lo conectó a la computadora con un cable USB. Entonces volvió a apoyar las manos en el teclado, reclinándose hacia atrás en su silla, mirando las palabras en aquella hoja del procesador de textos.
—Me cago en su puta madre... —murmuró, sabiendo que la musa inspiradora que lo había subyugado por un instante ya no le acompañaba. Su motivación mental se había esfumado con aquella llamada, y asumiendo que no iba a poder escribir más nada durante el día, tomó el celular y buscó el contacto de Joe para enviarle un simple mensaje: "Te veo allí".
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