Dos
El nivel de estrés al que estaba auto sometiéndose Ona era algo ilógico e innecesario. Si bien era cierto que le preocupaba que la sección fracasase o hacerlo mal, también lo era que no tenía razones firmes para estar tan preocupada. Su amiga Clara, como siempre, trató de centrarla.
— Respira, Ona. Relájate.
— Pero Clara, ¡es el momento!
— Sí, ¿estás lista?
— No.
— Así me gu... Espera, ¿qué?
— No estoy lista.
— ¡Venga ya! Naciste lista, amiga. Ahora, gira esa esquina y ve hasta el buzón.
— Nací lista —repitió con nerviosismo.
— Eso mismo. Ve.
— Sólo giro la esquina.
— Y no olvides llegar hasta el buzón —Insistió.
— Sí, el buzón.
— Eso.
— ¡Estará vacío! —Exclamó alzando la voz—. ¿Y si no hay nada? ¿Y si no hay ni una y tengo que rellenar la sección en el primer día? ¡Será un desastre!
Clara estaba perdiendo la paciencia, llevaban casi media hora en aquel punto del pasillo, creando un nubarrón de estrés sobre ellas, con una tratando de sacar de un ataque de ansiedad a la otra. Ona había permitido que sus miedos pudieran más que ninguna otra cosa, más que sus capacidades y habilidades, más que la confianza en sí misma y más que el recuerdo de todas las veces que había logrado los objetivos o había ayudado a alguien. Estaba perdida, descontrolada, en pleno ataque de nervios.
Clara le repetía una y otra vez lo mismo, sintiendo ya que estaban metidas en un bucle extraño de inseguridades. ¡Ona insegura! Increíble, lo nunca visto. Por eso, estaba ahí con ella, en ese dichoso pasillo, desesperada por centrar a su amiga ya que se lo debía, pues siempre sucedía al revés siendo Clara quien se perdía. Se lo debía, era su amiga. Por eso, siguió intentando sacarla del trance de autodesquicio en el que se hallaba.
— Ona... Mírame —le pidió, y ella, ya con lágrimas en los ojos, así lo hizo—. No estará vacío, y no sería un desastre aunque lo estuviera. Una vez más. ¡Tú puedes con todo!
— Y-yo puedo.
— Sí. ¿Puedes girar la esquina?
— Puedo.
— Bien. ¿Puedes caminar hasta el buzón?
— Creo que sí.
— Puedes o no puedes...
— Puedo.
— Así me gusta. ¿Puedes abrir el buzón?
— Pue —tragó duramente— puedo.
— Perfecto. ¡Ahora ve y hazlo!
Y, acto seguido, le puso la llave en la mano y la empujó hasta el giro en el corredor. Ona se quedó estática en el punto donde dejó de trastabillar tras el empujón, Clara se apoyó en la pared a observarla.
— Ona, te juro por Nico que como no vayas hasta el puñetero buzón te hago picadillo y te entrego por fascículos con la jodida revista.
Aquellas palabras surtieron efecto, no por la amenaza en sí sino por cómo evidenciaban el hartazgo que sentía Clara, cosa que a la otra no le agradó en absoluto.
— Vamos, Ona —se dijo a sí misma—, tienes que hacerlo. Vamos.
Segundos después, se encontraba frente a la puerta observando el buzón. Miró por donde había ido, a su amiga, quien le hizo un gesto con las manos instándola a abrirlo de una vez. Sendos asentimientos de cabeza fueron lo necesario para que, con mano temblorosa, la muchacha alzase la llave hasta la pequeña cerradura y la girase. Respiró hondo, tragó saliva y abrió por completo. En silencio, observó el compartimento.
Clara, al ver a su amiga tan quieta, se acercó a ella.
— Ey. Todo estará bien. Vamos a casa y te pones a escribir algo genial para rellenar... Emmm... Dar inicio quiero decir. Sí, eso, dar inicio a tu sección. Ya verás que para el siguiente número será diferente.
— No —Respondió con rotundidad.
— No te rindas, Ona...
— No, Clarita. Mira —Indicó.
Clara se movió hasta ver con claridad el interior de la cajita metálica, donde varios sobrecitos de colores variados reposaban. Ona introdujo los dedos y tomó los sobres, encaró a Clara y le regaló una trémula sonrisa.
— Creo que tengo que irme a leer esto, y preparar las respuestas.
Se fundieron en un abrazo tranquilizador y reconfortante, de esos que solamente las mejores amigas saben dar, y rieron como desquiciadas todavía allí plantadas. Cualquiera que las viera, sin duda, las tomaría por locas.
Ona, sentada en la cama con un cuaderno, lápiz y los sobres ya abiertos ante ella, trató de organizarse mentalmente.
Había nueve cartas, nueve consultas que debía responder tarde o temprano. Podía incluir en cada edición las que quisiera, siempre y cuando no superasen el espacio que le habían asignado. Quizá, en aquella ocasión, no cupieran todas pues, debido a ser el estreno de la sección, gran parte de aquel espacio estaría ocupado.
Decidió leerlas una vez más, las respondería todas, si podía, y luego ya se dedicaría a encajar el texto en las páginas una vez estuviese en el instituto para entregarlas.
En una, alguien explicaba que llevaba desde el curso anterior colgada de otra persona, pero no se atrevía a decírselo pues eran amigos y no quería estropearlo. Había otra más de ese tipo, sin variar mucho. En otra, alguien contaba que le estaba costando mucho afrontar la decisión de sus padres de separarse porque le estaban haciendo escoger entre ambos, y no quería hacerlo. Su nivel de confusión era tal que no pasaba tiempo en casa para no verlos, pero en una semana tenía que haber hablado con ellos y no sabía cómo hacerlo. Pedía consejo respecto a eso.
Había una en que una chica contaba que el que era su novio le estaba siendo infiel, o eso sospechaba ella, pero lo quería tanto que no quería perderlo así que, soportando su propio dolor, seguía con él sin decirle nada de que sabía la verdad. Y su gran pregunta era: ¿debo anteponerlo a él por encima de mí misma?
En otra carta, un chico preguntaba cómo saber si era el momento adecuado para pedir salir a una chica. A Ona, su escrito y sus evidentes dudas le parecieron enternecedoras.
Un texto en concreto, llamó su atención de un modo extraño pues la letra se le hizo conocida. En él, una muchacha, la cual parecía algo confusa, comentaba que el chico que le gustaba era un poco fresco y le gustaban todas, pero ella igualmente quería algo con él a pesar de saber que, seguramente, saldría herida de aquello. ¿Debía animarse e intentarlo o dejar pasar aquellos sentimientos y alejarse de él?
En un pequeño pedazo de papel, metido en un sobre igual de pequeño hecho a mano, una adolescente pedía consejo pues acababa de saber, escasos días antes de empezar las clases, que estaba embarazada. No sabía, literalmente, qué hacer con su vida.
En otras dos, un par de alumnos compartían miedos y problemas. Un chico y una chica, homosexuales ambos. Uno de primero, la otra de cuarto. Los dos con un terrible miedo a salir del armario, miedo a perder sus amistades, miedo a las reacciones de sus padres. En definitiva, un temor normal en ese tipo de situaciones.
Ona decidió empezar por cuatro concretas, las que le parecieron más urgentes y, sí o sí, iban a entrar en esa edición de la revista pues así lo creyó conveniente.
— Cueste lo que cueste —murmuró mientras las separaba.
Así pues, la chica embarazada, quien lidiaba con la separación de sus padres, y los dos adolescentes homosexuales, se convirtieron en la prioridad de Ona.
Tomó el cuaderno y comenzó a copiar el contenido de una de las notas en éste, subrayó las partes más importantes, hizo a un lado una breve lista de detalles y comenzó a trabajar en la primera de las respuestas.
Eran las seis y diez minutos de la tarde cuando empezó a escribir, dieron las nueve y media de la noche cuando dejó esa tarea. Fue a cenar, charló animadamente con su madre y su hermano, se aseó y regresó a su dormitorio. A las once en punto escribía el último punto final de aquella jornada, quedando las nueve cartas respondidas.
Recostada en la cama, releyó todo buscando posibles errores, corrigió alguna que otra cosilla y lo dejó todo listo.
Satisfecha, ya dentro de su cama, se dejó llevar por el sueño que la embargaba ya habiendo perdido el nerviosismo y las dudas de días atrás. Todo había ido bien, pensó.
— Todo irá bien —musitó.
Y, relajada, quedó dormida.
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