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X CAPÍTULO 24: MORTA ES X


Nueva Orleans, Pantano de Manchac, Louisiana, 12:15 a.m.

T

odo estaba oscuro como boca del lobo.

La chica hizo avanzar más deprisa sus delgadas piernas. Llegaba tarde a verle. Sin duda debía hacer un buen rato que él la aguardaba. Ella sabía lo mucho que odiaba esperar y recordaba las veces que la había regañado por ello. Aceleró el paso, algo inquieta.

Tenía algo muy importante que contarle. Así que bebió otro trago de su whisky para relajarse, saliendo del coche –que había dejado aparcado en las inmediaciones, justo al principio del puente que recorría el pantano de Manchac. Extraño lugar para reunirse en plena madrugada, pero tenía que reconocer que le daba un poco de morbo. Aunque ni loca pensaba adentrarse en los manglares ella sola.

Ya casi estaba.

Apenas le quedaban un par de metros para llegar al lugar de la cita.

La oscuridad era casi total, por eso había tenido la precaución de llevar consigo una linterna.

En cambio, poco podía hacer para combatir el clima umbrío y viciado que se respiraba en el ambiente. La joven tuvo miedo de que le saliera algún reptil, pues les tenía fobia desde siempre. La oscuridad, en cambio, no la sugestionaba. Siempre le había gustado, nunca le había tenido miedo. Ni siquiera de pequeña. No temía a los monstruos imaginarios que se escondían dentro de los armarios.

Sin embargo, sí temía a los vivos, pues sabía que eran mucho más peligrosos. Y tal vez fue por eso que no tardó en advertir que una presencia le seguía los pasos de cerca. No hizo ningún ruido, ni siquiera se percibía su respiración...Pero ella lo sentía. Era como un sexto sentido atávico y visceral que la advertía del peligro que corría allí sola, a aquellas horas de la noche y con una botella de alcohol medio vacía como única arma de defensa.

La joven tragó saliva, luchando por calmar los desbocados latidos de su corazón. Pero todo su cuerpo seguía en alerta.

De repente, un seco chasquido resonó en el silencio de la madrugada. Ella dio un brinco, como si de un disparo se tratase.

Con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa, se giró en redondo para no hallar más que oscuridad y maleza tras su espalda. No había nadie.

Y sin embargo...

Sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta, lista para terminar de recorrer los metros que le restaban hasta llegar al punto de encuentro. No era la primera vez que se veían allí y nunca antes había tenido esa extraña y agobiante sensación de estar siendo vigilada por ojos invisibles.

Para entrar en calor decidió apurar el contenido de su botella y la tiró a un lado, sin miramientos. A ver si el alcohol la ayudaba a despejar sus paranoias.

Recorrió un trecho, todavía sin señales de su chico.

Al menos de momento parecía que todo iba bien, su recelo había ido desapareciendo a medida que avanzaba.

Hasta que la calma se rompió de golpe para dar paso al horror.

De súbito, como surgida de la nada, una figura oscura se atravesó en mitad del camino, cortándole el paso. Aquella figura portaba una máscara de la peste y por las rendijas de los ojos la miraba fijamente de un modo tan perverso que sintió un escalofrío.

Sin perder más tiempo, la joven corrió en dirección contraria, hacia su coche. Corrió con todas sus fuerzas, hasta destrozarse los zapatos y verse forzada a continuar descalza. Pero a pesar de todo no se detuvo, no podía.

A su alrededor se abrían ahora kilómetros de carretera solitaria.

No había ni un alma.

Era el lugar perfecto para matar.

Aterrorizada, se obligó a seguir corriendo.

No quería morir.

Aún le quedaban muchas cosas por vivir.

Ya había recorrido un buen trecho. No estaba lejos.

Apenas quedaban veinte metros. Ya casi había llegado. Se conocía aquellos caminos de memoria.

Pero no pudo hacerlo. Absorta como estaba en sus pensamientos y en el pánico que la dominaba, bajó la guardia. Y eso fue lo que la condenó.

Su perseguidor, aprovechando su descuido y el lamentable estado en el que se encontraba, logró darle alcance.

De nada sirvió ya que, aterrada, intentara echar a correr con las escasas fuerzas que le restaban.

La asió por una pierna, tirándola al suelo, y la arrastró brutalmente hasta depositarla en un rincón oculto por la maleza. Miró alrededor, satisfecho: no había allí ni una sola casa, ni el más mínimo vestigio de humanidad que pudiera entorpecer sus planes. No había testigos. Era el crimen perfecto.

Entretanto, ella se debatía entre aquellos fuertes brazos que la aplastaban contra el suelo, cerrando los ojos para evitar contemplar esa máscara diabólica.

La figura estaba inquietantemente silenciosa, salvo por su respiración queda que interrumpía la calma artificial del ambiente. La bruma cálida de los manglares cercanos se filtraba con pereza por el pantano, fatigando todavía más su respiración trabajosa.

De repente, se echó sobre ella, inmovilizándola sobre el húmedo suelo lleno de maleza y tierra mojada, con tanta fuerza que le hizo daño.

Trató de liberarse, sin éxito. Su captor comenzó entonces a entonar una tétrica y escalofriante salmodia que le erizó los pelos de la nuca. Acto seguido, le arrancó el vestido negro de un violento tirón. La dejó completamente desnuda. Ella trató de gritar, pataleando y retorciéndose. Pero todo fue inútil. Nadie acudiría en su auxilio. Estaba sola.

Cerró los ojos. La salmodia seguía llegando a sus oídos. Ahora con un matiz de rabia.

Aprovechando el desconcierto de su agresor, la muchacha separó las piernas, dándole un fuerte golpe en la entrepierna a ese desalmado. Con sus últimas fuerzas se puso de pie. Se disponía a marcharse cuando, de repente, notó la hoja de un enorme cuchillo atravesar su abdomen. Ese cabrón era más fuerte de lo que había previsto. La había pillado totalmente desprevenida.

Con todo y eso, haciendo un esfuerzo supremo, se las ingenió para ponerse en pie, presionando sobre la herida sangrante de su estómago y, casi desnuda, avanzó a trompicones, creyendo que podría llegar hasta su coche y ponerse a salvo.

Todo fue una vana ilusión, una que no tardó en verse truncada de cuajo. Porque, en su maltrecho estado, apenas había sido capaz de avanzar unos pocos pasos cuando su perseguidor, respirando como un toro rabioso, le dio alcance nuevamente.

Se desplomó de rodillas en el suelo al tiempo en que sintió el aliento de la muerte cada vez más cerca.

Cayó al suelo, entre estertores, llevándose las manos a la garganta, allá donde el filo del cuchillo la había rasgado. Se ahogaba en su propia sangre. Podía sentir como la vida se le escapaba a pasos agigantados, mientras bailaba a medio camino entre el delirio y la consciencia. Boqueando como pez fuera del agua, se aferró a la tierra húmeda y blanda de aquella zona salvaje. Escapando a gatas de su verdugo, que la perseguía, deleitándose con su sufrimiento.

Apenas atinó a emitir un último grito cuando la hoja del cuchillo rasgó su garganta, cercenándole la cabeza del cuerpo. Esta cayó al suelo, todavía con el esbozo del alarido de horror de la chica congelado para siempre en el bello rostro de alabastro.

Tarareando con más ánimo todavía, el asesino enmascarado se agachó para recoger la cabeza y empezó a trabajar en su nueva obra.

Una obra que muy pronto todos podrían admirar.

Porque él era el nuevo Dios al que muy pronto toda Nueva Orleans le rezaría.

Ya quedaba muy poco para alzarse, entonces comenzaría su reinado.


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