X CAPÍTULO 18: Psicoanálisis X
El hospital psiquiátrico de Covington Wells no era el típico edificio tétrico y descuidado con moho en la fachada y pinta de que todo aquel que entrara acabaría perdiendo la razón por completo, si es que no lo había hecho ya.
Por el contrario, estaba bien cuidado y las paredes estaban pintadas de azul claro. Todo era austero. Apenas había decoración, por motivos obvios, y el olor a antiséptico y a hospital que se respiraba tan pronto como entrabas no era nada halagüeño. Pero por lo demás parecía un lugar común y corriente.
Nada más poner un pie en el interior, Axel se percató de los celadores que vigilaban cada pasillo para garantizar la seguridad tanto de los internos como del personal y sobre todo de las cámaras de vigilancia estratégicamente colocadas.
El director acudió a recibirlos, muy atento, y les dio la bienvenida con un vigoroso apretón de manos.
—Adelante, por favor, les estaba esperando. ¿Puedo ofrecerles algo? Aquí el café nunca falta —los invitó a seguirlo hacia la sala común, provista de butacas con aspecto inusualmente confortable, en la que se encontraba una mesa atornillada al suelo.
El intento de broma los hizo sonreír, pero declinaron con amabilidad. Deseaban solventar aquello cuanto antes, sobre todo Axel.
—No, gracias, acabamos de tomar uno. ¿Esa es la sala de visitas? —preguntó por mera cortesía, pues realmente ya había llegado a esa conclusión por sí solo tras hacer un escáner rápido del lugar.
—En efecto —corroboró el director, gratamente sorprendido. —Si quieren, pueden ir pasando mientras los celadores van a buscar a Siloh. Su habitación es la que da al final del pasillo, a la izquierda. Es la más aislada, supongo que entienden los motivos —cuchicheó, cuidando de que nadie más pudiera oírlo.
Algo en su tono le hizo pensar a Axel que aquel hombre sentía cierta aprensión por el íncubo y realmente no podía culparlo.
Compartió una mirada con Dalia, quien se mostró conforme. Cuanto menos tiempo se dilatara la visita, mejor.
—Claro. Esperar allí nos parece perfecto —aseguró ella, tan amable como siempre.
—Bien —el director se atusó el bigote, adoptando una expresión más seria, para darles algunas indicaciones de seguridad. —Mis compañeros permanecerán fuera, en la puerta, por lo que ante cualquier contratiempo solo tienen que dar la voz de alarma y acudirán enseguida. De todos modos, el paciente está restringido por su propia seguridad y la de todos... Sin embargo, tiene un apabullante don de manipulación. Ha protagonizado numerosos incidentes. En su primer año como interno, no sé cómo lo hizo, pero se las arregló para "persuadir" a uno de los guardias para que se suicidara. Se enterró un cuchillo en el estómago y murió desangrado —relató, tenso.
Aquellas palabras dejaron a Dalia con mal cuerpo
—Eso es horrible. Tendremos cuidado, gracias por advertirnos.
Sabiendo que su trabajo había terminado, el director los precedió hacia el interior y se retiró, no sin antes recordarles que también estaría allí ante cualquier contratiempo que pudiera presentarse.
La sala de visitas era un pequeño cuarto que constaba de una ventana por la que entraba un pequeño haz de luz que, sin embargo, no bastaba para contrarrestar esa sensación de frío y claustrofobia que invadía a los visitantes al poner un pie allí.
Tomaron asiento y esperaron, envueltos en un silencio denso y opresivo. La anticipación era notable en Axel, quien estaba rígido en su silla; al acecho como una pantera.
Dalia envolvió su mano entre las de ella, tratando de transmitirle calma. Funcionó, porque le dedicó una pequeña pero sincera sonrisa de agradecimiento. Entendía lo duro que tenía que ser para él, pero lo estaba haciendo muy bien.
La puerta se abrió entonces y dos hombres entraron asiendo de los brazos a un hombre de largo y enmarañado cabello rubio que iba con la cabeza gacha.
Era de complexión media y arrastraba los pies con parsimonia, como si tuviera todo el tiempo del mundo por delante. En cierta forma, así era.
Dalia se percató de que llevaba puesta una camisa de fuerza y tragó saliva con disimulo.
Fue entonces cuando el famoso íncubo alzó la cabeza y la inspectora se fijó en sus ojos grises, casi traslúcidos, que le provocaron un escalofrío. Habría sido muy atractivo de no ser por esa expresión de perturbado. La forma en que los miraba...era como si pudiera atravesar todas las capas de su piel hasta llegar a su alma. Se removió, tensa.
Ahora entendía a Axel, quien por cierto le sostuvo la mirada a su némesis sin parpadear siquiera.
Con brusquedad, los celadores condujeron al paciente hasta la silla situada justo frente a ellos y lo hicieron sentarse. Con la velada advertencia de que permanecerían vigilantes, se marcharon y cerraron la puerta.
Tras unos segundos de ominoso silencio que se les hicieron eternos, Siloh decidió romper su mutismo y habló:
—Axel Wood, qué sorpresa. Al fin te dignas a visitarme después de tanto tiempo.
Su voz era sorprendentemente sedosa y pausada, dando una falsa sensación de apacibilidad. Era un embaucador de serpientes.
—No te hagas ilusiones, que no estoy aquí por cortesía —replicó este, en tono cáustico.
El íncubo ladeó la cabeza, casi con deleite. Era como si hubiera estado esperando esa respuesta.
Axel le había pedido a Dalia que lo dejara hablar a él e interviniera lo menos posible, pues no quería que la acabara enredando con sus intrigas. Él sabía cómo manejarlo.
Así que la inspectora se mantuvo en un discreto segundo plano, hasta que percibió el escrutinio de aquel siniestro hombre. Alzó el mentón, no iba permitirle saber cuánto la había intimidado con esos pozos sin fondo que tenía por ojos.
—Hieres mis sentimientos. ¿No me vas a presentar a tu bella acompañante?
Ella misma lo hizo, con voz fuerte y clara. No iba a dejar que nadie más hablara en su nombre. Eso solo le daría el poder que buscaba.
—Dalia White, inspectora jefa de homicidios.
—Una mujer con poder, no hay nada más fascinante que eso —silbó, pareciendo impresionado. Dalia no se dejó engañar por falsos cumplidos.
Axel perdió la paciencia.
—Déjate de rollos y vamos al grano —espetó, de malos modos.
Siloh sonrió, satisfecho.
—Tan cortante como siempre. ¿En qué puedo ayudaros?
—Victoria Duchamp, quiero que me digas qué relación tenías con ella y por qué te visitó cinco veces en menos de dos meses.
Directo a la yugular, fiel a su estilo.
El íncubo frunció el ceño, pensativo.
—¿Victoria? No conozco a ninguna Victoria.
Le bastó con mirarlo a los ojos para saber que le estaba tomando el pelo. Ese maldito no tenía intención de cooperar con ellos en nada, no después de que Axel lo hubiera encerrado allí.
Sin embargo, no le daría opción de resistirse. Lo obligaría a darle las respuestas que necesitaba si era preciso.
Dio un golpe en la mesa con la palma de la mano, acentuando esa sonrisa sádica.
—No pongas a prueba mi paciencia. Hemos visto los registros y sabemos que estuvo aquí y que la recibiste —clamó.
—Mmmm...sí, ahora lo recuerdo. Mi mente está un tanto confusa, ya lo sabes. Era una de mis muchas admiradoras, ¿por qué? ¿Estás celoso? —lo provocó. Le divertía demasiado jugar a esos jueguecitos suyos.
Inhaló hondo, tratando de calmarse.
—Déjate de historias y dime la verdad. Te habló de su investigación, ¿no es así?
Siloh se encogió de hombros, removiéndose sobre su asiento. Debía de ser un suplicio estar privado así de la movilidad de las articulaciones, pero ese cabrón no le daba a Axel ninguna pena.
—Es posible que mencionara algo. Dime, ¿cómo estás? ¿Sigues teniendo esas pesadillas nocturnas? —hurgó en la herida, esperando que saltara.
Sin embargo, mantuvo el autocontrol y aprovechó para contraatacar.
—Recibí tu carta, veo que tú sigues obsesionado conmigo. Lo que no sé es cómo te las arreglas para mandar esos mensajes estando aquí. ¿Les has lavado el cerebro a los guardias? ¿Cómo tienes acceso a un teléfono?
Se echó a reír; una risa ronca y estridente que sonó como cristales astillados.
Dalia sintió que la carne se le ponía de gallina. Contaba los minutos para salir de aquel lugar y a ser posible no volver más.
—Tienes mucha imaginación, ¿de verdad crees que tengo tanto poder? —inquirió, satírico.
Axel se lo jugó todo a una sola carta, solo para calibrar su reacción.
—Dímelo tú, el obispo Durand se prendió fuego en su casa el otro día solo porque tú se lo ordenaste.
Su rostro era como un lienzo en blanco, pero si lo miraba durante un largo tiempo podía apreciar una chispa de orgullo en esos ojos diabólicos. Y supo así que tenía que ver y mucho en toda aquella locura. ¿Cómo? Todavía no lo sabía, pero no descansaría hasta averiguarlo.
—Esa sí que es buena —se carcajeó de nuevo, antes de mutar el semblante a una expresión sombría. —Y dime, ¿no te parece poético que ardiera en las llamas del infierno? Precisamente él que se las daba de santo. Me habría encantado verlo.
—¿Entonces reconoces que tú le hiciste aquella llamada? —presionó, para ver si se delataba.
—Yo no he dicho eso, Axel.
Rechinó los dientes. El bastardo era astuto. Aun así, no se dio por vencido.
—Él te mencionó, dijo que fue el diablo. Ese demonio de ojos grises, palabras textuales. Tú tienes los ojos grises y Marguerite te llamaba su ángel oscuro, ¿no es así?
Y fue ahí cuando por fin vio una grieta en esa máscara que portaba. La ira le deformó las facciones y siseó.
—No menciones a esa perra.
Ahora le tocaba el turno a Axel de sonreír y regocijarse.
—La mataste tú, ¿verdad? Su hermana Jasmine nos contó que un hombre extraño la visitó la noche antes de que muriera. Cuando le preguntó su nombre, le dijo que se llamaba Ángel. ¿Casualidad? No lo creo —chasqueó la lengua.
Pensó que eso bastaría para que el demonio que llevaba dentro saliera a la luz, pero no fue así.
—Ella quería moldearme a su imagen y semejanza. Siempre decía que era delicado y grácil como un ángel. Demasiado puro para este mundo. Era demasiado puro y por eso tenía que mancillarme. Me hizo quien soy ahora. ¿No lo ves? Soy un ser superior. Todos se inclinan ante mi voluntad. Y tú Axel, estás cayendo en mi juego. Ni siquiera he tenido que mover un dedo para lograrlo —se regodeó, extasiado.
Axel se envaró.
—¿De qué juego estás hablando?
—El reinado del oscuro se acerca. Los falsos ídolos serán aniquilados, del cielo lloverá sangre y los huesos de los pecadores se convertirán en cenizas —empezó a recitarlo una y otra vez, cada vez más alterado. Tenía los ojos casi fuera de las órbitas, como si estuviera en trance.
Axel se puso en pie, tratando de llamar su atención. O estaba peor de lo que creía o se trataba de una estrategia.
—Siloh... ¡Siloh! —gritó, agitando las manos frente a su cara hasta conseguir que dejara de murmurar esas chaladuras y cesara de mecerse. —Necesito que me digas si tuviste algo que ver con el asesinato de Victoria Duchamp. Sé que eres el líder de la Societatem Tenebris, ellos te ven como a un ídolo y harían cualquier cosa por ti. ¿Lo orquestaste tú? ¿Qué averiguó ella?
De repente, fijó su mirada ida en él y sonrió. Fue una sonrisa cínica y llena de maldad, de esas que ponían los pelos como escarpias. La locura se filtraba de sus poros y viciaba el ambiente, comenzando a poner nervioso a Axel.
—La mataste tú, Axel. Tú las mataste, a todas esas chicas —señaló, con crueldad. Axel empezó a negar con la cabeza, sabiendo que estaba haciendo lo que mejor se le daba; usar las debilidades de los demás para manipularlos. —Dejaste que yo las sacrificara. Fuiste demasiado lento, toda la verdad estaba delante de tus narices pero no podías verla. ¿Viste sus fotos?
—Cállate —exigió, tratando de bloquear sus palabras.
—Axel, no lo escuches —intervino Dalia, que también se había puesto en pie y estaba a su lado.
—Dejamos un rastro de miguitas de pan para ti, pero el alcohol te nubló los sentidos y no fuiste un buen sabueso. ¿Tienes la conciencia tranquila? Claro que no. Porque sabes que fue culpa tuya —sentenció, con sádico placer. Estaba disfrutando lo indecible al torturarlo.
—No es verdad. Fuiste tú. Estás enfermo —replicó, aunque con menos firmeza de lo que le habría gustado. Sabía que esas palabras lo perseguirían durante mucho tiempo.
—Siloh, dinos quién tiene el diario de la hermana Marie. Eso podría ayudarnos a hacer justicia. Sabemos que fuiste una víctima, pero los responsables todavía pueden pagar.
Dalia lo intentó en su lugar, pero no sirvió de nada. Nunca les daría las respuestas que necesitaban.
—Es demasiado tarde. Dime, Axel, ¿le has contado a Dalia lo de tu hermano? ¿Sabe ella que murió por tu culpa?
Y eso fue lo que lo hizo detonar.
—¡Hijo de puta! ¡No te atrevas a hablar de mi hermano! —rugió, saltando hacia delante y cogiéndolo del cuello. Apretó con todas sus fuerzas, con la visión nublada por la ira.
Desesperada, Dalia tiró de sus brazos para tratar de detenerlo antes de que lo matara. Apretaba con tanto ahínco que ya se estaba poniendo morado.
—Axel, por favor, suéltalo. ¿No ves que es lo que quiere?
Pero él ni siquiera la escuchaba.
Llamó a los guardias.
—Otra muerte más que recae sobre tu conciencia. No eres mejor que yo.
Incluso así, Siloh se las arregló para hablar, aunque con dificultad. En el fondo, Axel sabía que era lo que buscaba, que acabara con su vida para arruinar la de él y así obtener su venganza.
Pero no le importaba. Nada le importaba excepto hacerlo pagar por lo que había hecho.
—¡Cállate! ¡Te voy a matar! —bramó, fuera de sí.
Los celadores llegaron en ese momento y tuvieron que emplearse a fondo para quitárselo de encima.
Se resistió, hasta que lo sacaron fuera casi a rastras y aun con todas y esas todavía se podía oír la risa estridente y psicótica del íncubo desde el interior.
Una risa que les heló la sangre.
Dalia no dejaba de hablarle. No supo cuánto tiempo había pasado hasta que al fin lo soltaron.
Dalia intercambió unas palabras con el director y luego lo condujo hacia la salida, sin soltar su mano en ningún momento.
—Lo siento —atinó a decir, una vez que el aire fresco lo recibió y pudo volver a ser él mismo. Su propia voz le sonó extraña, más ronca. —Siento que hayas tenido que ver esto, verme así —completó, atormentado.
—Está bien, no tienes nada que sentir. Te dije que estaría contigo en las buenas y en las malas, ¿no?
No merecía a aquella mujer. Y no sabía qué había visto en él para amarlo, pero se prometió que dedicaría cada segundo de su vida a tratar de hacerla feliz.
—Lo he arruinado. Nunca nos dejarán volver y él jamás hablará. Estamos jodidos —escupió en el suelo, con amargura.
—Entonces encontraremos otra manera, como siempre hacemos —resolvió ella, infundiéndole seguridad.
Asintió, más tranquilo.
—Tienes razón. Creo que me espera una buena bronca del jefe —admitió y tal vez se debiera al cúmulo de emociones vividas o al hecho de que toda aquella situación era surrealista, pero los dos se echaron a reír a carcajada limpia.
—Bueno, ya sabía a lo que se exponía al enviarte allí —replicó ella, todavía con lágrimas en los ojos y una sonrisa en la cara.
Puede que Axel fuera problemático, pero era el mejor en su trabajo y Dalia tenía plena confianza en que juntos resolverían aquel rompecabezas como habían hecho en otras ocasiones.
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