84
Mis amigos estaban esperándome del otro lado, con toda seguridad sabía que estaban heridos, sin fuerzas para moverse, debilitados por toda la plata que habían tenido que atravesar para llegar al exterior. Tenía que ir a ayudarlos.
Kath y Max habían incendiado todos los campos de cultivos.
Me dio nostalgia que sacrificaran la única parte de la ciudad que amaban como distracción para que pudiéramos irnos. Los dos se sentían fatal porque habían rociado de gasolina el sector donde Dan Carnegie había sido parcialmente feliz y luego le habían echado un cerillo. Se tranquilizaron a ellos mismos diciendo que fue como un funeral al querido primo y amigo, una manera de honrar su recuerdo.
Las autoridades ya habían notado el fuego y todo el pueblo corrió a apagarlo porque se ahogarían en humo antes de poder salir y todavía no estaban listos para marchar lejos de la ciudad.
Antes de irnos pasé por el orfanato. Estaba vacío.
—¡Apúrate, Hydra! —me gritó Max cuando bajé del auto y embestí la puerta de doble hoja que había en la entrada del instituto.
Las calles estaban despejadas, con los autos aparcados a medio camino y las actividades interrumpidas, todos los habitantes estaban en los campos de cultivo, tratando de combatir con las llamas con tanques de agua o camiones. Si teníamos suerte los soldados de las puertas también acudirían a la brigada anti-incendios, entonces yo abriría las compuertas y saldríamos.
No encontré a Víctor allí. Ni rastro de él, revolví todas las habitaciones y lo llamé a gritos, pero no había nadie al igual que en toda la ciudad. Ni siquiera estaban las flores de papel en el orfanato.
—¿A dónde llevan a los niños? —pregunté cuando regresé al auto.
Kath estaba sentada en el asiento del acompañante, cargando el arma que sostenía entre sus brazos, era una especie de pistola oscura con el cañón fornido y chato. Me ubiqué en la parte de atrás, cerré la puerta y alcé las cejas esperando una respuesta.
Ambos se encogieron de hombros y negaron absortos con la cabeza.
—No sabemos, no estábamos en la ciudad cuando comenzó la Depuración. Podrían estar en cualquier lado —explicó Kath, dejó caer el arma en su regazo y se mordió el labio—. Oye, Hydra, abre las puertas. De todos modos, si salimos y notamos que no está allí regresamos por él, pero tenemos menos de diez minutos antes de que el plan se vaya al caño.
—Es nuestra única oportunidad —añadió Max—. No hay más cultivos para quemar.
—No podemos pasarnos el tiempo buscando a un niño que tal vez ni esté aquí.
Muy a mi pesar, asentí. Tenían razón.
—Está bien, vámonos.
Max arrancó el motor y atravesamos la ciudad a toda velocidad, el viento se colaba por la ventanilla que había roto para meterse allí. Notamos que había soldados al final de una calle. Kath me cedió un arma idéntica a la que ella cargaba, era tan liviana como un libro. Ella cerró los ojos, murmuró unas palabras que sonaron como un rezo a Dan, bajó la ventanilla de su puerta al momento que yo hacía lo mismo. Ambos sacamos la mitad del cuerpo y comenzamos a disparar. No sentía un latigazo al accionar el gatillo ni provocaba un rugido, no estábamos disparando balas de pólvora. Sólo eran tres soldados.
Los eliminamos antes de que lo notaran. Kath volvió a sentarse, cerró la ventanilla y Max alzó una ceja.
—¿Con que le diste, terroncito de azúcar?
—Les disparé dardos, todavía no matamos a nadie. No lo haremos nunca —dictaminó—. Ni humano ni licántropo, no somos así Max.
Max aferró con rigidez el volante y asintió.
—Me parece bien. Me parece muy bien, preciosa.
—Ya nos vamos de aquí —susurró ella como si quisiera consolarse—. Nos vamos sin ninguna mancha.
—Podríamos volvernos ateos —aportó él, mirándola por el espejo retrovisor.
—Puede ser.
—Podríamos probar el poliamor.
Kath le lanzó una mirada intrigada.
—¿A qué viene eso?
Max se encogió de hombros y soltó una risa nerviosa y muda.
—No sé siento que tengo que decir algo o voy a desvanecerme.
—Tres son multitud, Max.
—Entiendo, un paso a la vez —asintió y trató de acelerar.
Estábamos avanzando por la explanada que contorneaba la ciudad. Él había superado un pequeño escondrijo en la muralla, una brecha a modo de puerta para que atravesaran los autos. Esquivó esqueletos de árboles secos hasta que condujo en la tierra yerma y desolada. Observó con añoranza el extremo de la caverna, la montaña negra y aquellas rocas puntiagudas y enroscadas. Allí se encontraba su cueva, donde había sido feliz con Dan, su hogar.
—Está bien —lo consoló Kath, acariciándole la nuca—. Construiremos otra guarida de solteros.
Él la observó apenado, se enjugó la nariz y sonrió nerviosamente.
—Puede que no esté soltero para entonces. Solo dos, sin terceros.
—No quiero casarme contigo —le dije alejándome lo máximo de él.
Max rio.
—Oh, jamás engañaría a Dan. Lo siento.
Reímos débilmente hasta que llegamos a la ladera escalonada, miré arriba, muy por encima se hallaba el corredor que nos alejaría de allí para siempre. Me eché la escopeta al hombro y comencé a escalar. Trepamos rápido a pesar de que éramos lentos humanos.
Cuando estuvimos a un metro debajo del corredor, Max hizo ademán de que nos detuviéramos. Estábamos apostados en un escalón de roca de tres metros, un poco apretados y con los nervios en punta porque cualquier movimiento en falso podría enviarnos a una dolorosa caída.
Desde allí se podía observar toda la ciudad. Los capos de cultivos eran una franja flameante que provocaba una lumbre anaranjada en la distancia, las llamaradas amenazaban con comenzar a devorar parte del pueblo. El humo era tanto que estaba llegando a nosotros. Podía ver algunas luces de patrullas agolpadas por ahí. El humo ensuciaba el firmamento falso y consumía el poco oxígeno. Los edificios de plata resplandecían ante la luz roja del cielo como una ciudad infernal, debajo de la tierra era la descripción más acertada que podía encontrar.
Max acaparó mi atención sacudiendo una mano, lo vi, me mostró su muñeca y le dio unos golpecitos a sus venas. Comprendí lo que indicaba, saqué mi computadora y comencé a colarme otra vez en las defensas de la ciudad, derribando barreras cibernéticas, esquivando contrafuegos e infiltrándome como una serpiente que repta imperceptiblemente en la arena. Lo había hecho tantas veces que ya era algo cotidiano, después de todo, los humanos habían creado el sistema de seguridad creyendo que nadie lo sabotearía, eran solo ellos y ninguna amenaza externa.
Kath introdujo la mano en la bolsa que cargaba Max, hurgó hasta que encontró lo que buscaba y sonrió un poco histérica.
Era un espejo atado a un fierro, lo sostuvo en sus manos. Me lo habían explicado de camino allí, cuando yo abriera las puertas ella alzaría el palo con el espejo y trataría de advertir si había soldados apostados en los corredores de salida o si habían abandonado su puesto y huido a combatir las llamas con los bomberos.
—Entre —informé en un susurro animado.
Max alzó un puño y lo sacudió en señal de una victoria tímida, Kath me dio una palmeada y se inclinó a observar la pantalla orográfica de mi computadora. Cuando iba a abrir las puertas, observé a Kath para que ella estuviera atenta. Ambos se pusieron alertas. Abrí las puertas.
Una corriente de aire sacudió nuestra ropa, era fresca y olía a polvo, las luces rojas y las alarmas estridentes y grabes fueron acompañadas por un chirrido metálico que señalaba la apertura de la ciudad. El aire se cargó de polvo agitado. Mi prima falsa se puso de puntillas instantáneamente, observó el reflejo del espejo, contó apresuradamente con los labios y escondió el aparato sosteniendo con sus manos el arma chata que cargaba. Yo tenía el bisento colgado en mi espalda y la escopeta-espada en mis manos.
Tal vez ellos no querían matar, pero yo lo haría sin dudar.
—Son seis, menos de la mitad, el resto se encuentra en los campos, están distraídos porque abrimos las puertas. Es ahora o nunca.
Asentimos y comenzamos a escalar rápidamente la roca. Cuando apoyé mis manos en el suelo de plata del corredor sentí que cada célula de mi cuerpo gritaba, que mis pulmones explotaban de tanto aire que inhalaba, que mi corazón se detenía y mis piernas temblaban. Observé a Kath y Max estaban tan pálidos que parecían muertos.
Tal vez ya estábamos muertos.
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