82
Soñé que Víctor estaba trepando una montaña de rocas. Yo lo miraba desde abajo y me angustiaba que estuviera tan lejos, pero por alguna razón no subía con él. Me quedaba en la ladera, en aquella explanada yerma que contorneaba la ciudad. Ponía los brazos en jarras y le gritaba.
—¿A dónde vas?
Él se volteaba con una sonrisa desafiante y respondía.
—Más alto —señalando hacia la cima.
—Pero no podré atraparte cuando te tires.
—Es que no me voy a tirar —me respondía y continuaba trepando—. No esta vez.
—¡Víctor!
—Nunca escalé una montaña, quiero subir Hydra —me explicaba, continuando con la escalada—. Quiero ver qué hay del otro lado —sonreía totalmente alborozado, parecía tan feliz que no volvería a llorar jamás.
—No puedo si te vas —supliqué.
—Es un ejercicio de confianza —explicaba tan lejos que ya casi no podía oírlo—. Confía en que puedo llegar solo.
—¡Víctor! —grité.
—¡Puedes alcanzarme cuando quieras, dick head!
Su ropa de plata oxidada brillaba con la intensidad de una estrella e iba convirtiéndose en un punto brilloso a medida que ascendía el muro escalonado de la ciudad y se iba para no regresar jamás, se iba como nunca había vivido en esas tierras.
Se iba como un alma libre.
Cuando desperté me dolía todo.
Estaba recostado sobre guijarros terrosos, la oscuridad era absoluta, estaba fresco, pero no hacía frío. Oí el sonido de la marea. Tenía los labios secos. Cada cosa me daba vueltas. Abrí los ojos.
Estaba en la playa, rodeado de estalactitas, estalagmitas, peñas y columnas de rocas y minerales. Estaba cerca de donde se había celebrado la fiesta para Hydra Lerna. Cada parpadeo era como una puñalada a mis ojos. Mis músculos estaban crispados y agarrotados.
Una de mis piernas dolía demasiado. Era la izquierda. Me senté, soportando el peso de mi cuerpo con mis brazos y deteniendo los mareos, utilizándolos como un ancla en aquel mar turbulento de imágenes y colores. Vi mi pierna. Tenía una herida en la rodilla, una fractura parecía ser.
—¡Dan! —escuché gritos a lo lejos.
Vi linternas acercándose, sus luces rebotaban de un lado a otro como diamantes agitándose en un saco. De repente todas las personas me rodearon, era una cuadrilla de búsqueda, sus luces me cegaron. Algunos se inclinaron para verme, colocándose de cuclillas, otros permanecieron apostados detrás, formando una esfera. Quise apartarme de ellos.
Eran peligrosos, pero apenas podía moverme. Reconocí unas cuantas voces: Deborah, el presidente Arno Mayer, el tío Andrew, la monja, el señor Raines y otros más.
—¿Qué hizo? —susurró una mujer.
—Trató de matarse —explicó el señor Raines y alzó su linterna a la peña más cercana, hizo una mueca—. No es una distancia lo suficientemente alta, chico —Luego iluminó mi pierna, se veía la sangre desbordándose por la herida—. Eso se ve feo.
—No traté de matarme, ustedes me dispararon —mascullé, sintiendo el sudor resbalar por mi frente.
—Acá no hay balas, chico —contradijo el empresario Raines.
El dolor me atenazaba la mente, no podía pensar en otra cosa que en la agonía. Llevé una mano temblorosa a la rodilla y sentí que el hueso desbordaba de la piel. Todo mi cuerpo sudaba y estaba acalorado. Jamás había sentido tanto dolor, pero pude reunir un poco de cordura. Me puse de pie con la pierna que me quedaba y me alejé de ellos, mis manos aferraron una columna de granito para no caer.
—¡Apártense! ¡Dónde está Víctor! ¡Qué le hicieron! —Las venas de mi garganta se inflaban, sentía mi cara roja y mi voz salía ronca por bramar tan alto.
—¿Quién?
Deby estaba detrás de dos mujeres, con semblante preocupado.
—Es el niño que dice que desapareció —explicó tristemente—. Es él.
—¡No vengan con estás jugarretas otra vez! ¡Yo lo encontré escondido entre las rocas! ¡Estaba por morirse de hambre!
—¿Cuándo lo encontraste? ¿Después de la fiesta? —preguntó ella con tono casino—. En la fiesta donde te drogaste, en la que no podías caminar de tan embotado que tenías el cerebro ¿De esa fiesta me estás hablando? —suspiró—. Max y Kath son malas influencias, no sé cómo pudieron hacerte esto.
—¡Por qué hacen esto! ¡No soy Dan! ¡Ya mantenme de una vez! Please stop this madness! ¡Jamás seré uno de ustedes! I hate you! ¡Dejen de engañarme!
Meneé la cabeza, no quería escucharla, quería que me mataran de una vez y terminara todo. Había podido liberar a Mirlo, Ceto y Yunque, eso me ponía en paz. Que los humanos hicieran lo que quisieran conmigo. Ya no me importaba. Pero estaba Víctor. No lo había visto escapar. No podía morir en paz si no sabía qué había sido de él.
—Dan estabas drogado, no sé lo que viste —explicó tío Andrew con voz calma—. Pero no era real. Por favor, tranquilízate, me lo estás poniendo difícil...
—¡Ya paren con esta farsa, por favor! ¡La doctora Martin me lo contó todo! ¡Vi la jaula! Do not lie to me! ¡Vi cómo experimentaban! ¡Sé de los parches! Ella y Víctor me lo contaron todo.
—¿Qué doctora? —volvió a preguntar el señor Raines—. No hay ninguna doctora llamada así.
—Sé que quieren matar a los humanos.
—Dan —el tío Andrew alzó las manos—. Cálmate ¿Sí? Abusaste de las drogas.
—¡Eran calmantes no alucinógenos!
—No eran calmantes.
Me golpeé el pecho con la mano libre, con la otra continuaba sosteniéndome de una columna.
—Basta de fingir, ya lo sé.
—What do you know? —preguntó el presidente, no podría creer que me preguntaban qué sabía, continuaban haciéndose los tontos, fingiendo que era Dan, me habían arrastrado del túnel hasta allá.
—I know everything, every secret. Please stop, I don't want to play anymore —imploré que se detuvieran, estaban volviéndome loco, eran monstruos.
—Nadie está jugando —respondió Andrew Carnegie.
—¿Dónde está Víctor? —gruñí.
—No sabemos...
Me lancé sobre él, con la pierna herida, no me importaba. Mi cólera me dio la fuerza que necesitaba. Lo embestí, cayó al suelo, su linterna salió despedida por los aires y dio unos giros antes de aterrizar sobre las rocas. Le aticé un golpe en la cara y luego otro y un tercero preguntando a cada uno «¿Dónde está Víctor?» hasta que me agarraron de los brazos, me empujaron de espaldas y me apartaron de él.
Lo aborrecía a él más que a nadie por fingir que era su sobrino muerto, por usar el nombre de Dan Carnegie, un artista de sueños y aspiraciones que había fallecido solo. Dan merecía más respeto, su memoria había sido profanada por toda la Ciudad de Plata, por los mismos humanos que él murió protegiendo. Por su mejor amiga... Deborah.
—¿Qué mierda te pasa? —me preguntó Deby—. Has perdido la cabeza —gritó completamente dolida.
—Si lo tocan juró que los mataré a todos ¡Voy a incendiar estar ciudad hasta encontrarlo!
Esa amenaza sonó mucho a Orégano Onza.
—Para de una vez, Dan —suplicó Deby.
—Sólo dime si está bien, sólo dime eso. Si me quieres un poco, solo un poco dime la verdad —Le pedí, la agarré de los brazos y la acerqué a mi cara, los demás se mantuvieron alerta mientras mi tío se levantaba del suelo—. Me prometiste la verdad. Ya es tarde. Dímela ¡DÍMELA AHORA, DEB!
Ella me observó a los ojos.
—No conozco a Víctor. Piénsalo, sólo estuviste con él en todo momento, lo encontraste cuando estabas drogado, no te cruzaste con ninguno de nosotros en ese supuesto día vivido. La ciudad no puede estar tan vacía. Dan, por favor, para ya, estás arruinando tu vida. No dejes que los licántropos...
—¡Cierra la boca!
Le desvié la mirada para no matarla en ese instante. Sentía un instinto animal en mi cuerpo, algo feroz que quería morir o asesinar. Las personas que no estaban viendo cómo quedó el vicepresidente Andrew Carnegie se hallaban llamando a las autoridades con sus computadoras. Noté que tenía la mía en el brazo. La encendí y proyectó una pantalla azul.
—¿Qué? —sólo pude articular, se suponía que yo había reparado una computadora con una pantalla holográfica morada y que había arrojado esa a las profundidades del mar para que creyeran que estaba muerto—. No importa.
Podían haberla recuperado del agua y habérmela puesto en la muñeca cuando estaba dormido. Pensar que me habían disparado en la rodilla, me habían sedado y cargado hasta la playa me descolocaba, como si mi cabeza fuera un rompecabezas que desarmaban. Estaban jugando otra vez a los engaños, haciéndome creer que era Dan y que quise quitarme la vida.
Comencé a infiltrarme en las cámaras de seguridad, no había ni pisca de lo que había pasado. Pero eso ya no era una prueba para mí, sólo quería encontrar registros de los licántropos encerrados, pero tampoco hallé ninguno. Busqué alguna pista de Víctor por minutos mientras me arrastraba lejos de ellos y procuraba luchar contra el dolor de la herida. No había ningún registro de él.
Me alejé de la playa, arrastrando la pierna que crujía, introduciéndome en la explanada yerma que rodeaba la civilización, aferrándome de piedras para poder estar de pie sin caerme. Había perdido mucha sangre, me sentía débil, vomité en el camino, pero no me detuve. Tenía que seguir. Quería salir de la ciudad, ya no me importaba nada.
Algunas personas me siguieron, no había avanzado ni quince cien metros en todos esos minutos, no podía huir y usar la computadora a la vez. Apagué la pantalla, apreté los dientes y traté de moverme. Deby, el presidente, mi tío con la cara inflada y sangrante, el señor Raines y lo que parecía un enfermero con una túnica de plata y un botiquín, me encontraron. El enfermero había llegado porque ataqué a mi tío, pero estábamos en medio de la nada no podía haber acudido tan rápido, sin embargo, estaba ahí como si supiera que eso iba a pasar o lo tuvieran todo preparado. El chico tenía el ceño fruncido.
—¿A dónde vas? —preguntó el señor Raines.
—Quiero salir.
—Tranquilo —habló el enfermero sonriendo amigablemente—. Nosotros te ayudaremos a salir ¿Eso es lo que quieres o no?
Me sostuve de una roca.
Estaba enfermo de cólera, mi debilidad se esfumaba cuando recordaba las personas con las que estaba tratando.
—¡DEJA DE HABLARME COMO SI FUERA TARADO, ESTÚPIDA MIERDA! ¡NI EN UN MILLÓN DE AÑOS IRÉ CONTIGO! —Le escupí en la cara—. ¡NO VAN A ENGAÑARME UNA SEGUNDA VEZ! ¿CREEN QUE SOMOS ANIMALES QUE PUEDEN ENJAULAR?
El hombre borró su sonrisa, desenfundó una jeringa y me la enterró en el cuello. Me la saqué y con mi puño le aporré la cara, él se encogió de dolor y le propiné un golpe seco y veloz en la yugular. Cayó al suelo sin aire.
—¡NO VAN A DROGARME OTRA VEZ!
El señor Andrew Carnegie meneó la cabeza con decepción, como si ya no supiera qué hacer. Iba a apuñalar al enfermero con la jeringa, pero me agarraron de los brazos y perdí control del cuerpo. Eran la monja y el jefe de Dan Carnegie. Observé que la inyección que aferraba en mi mano estaba vacía, me lo había vertido todo.
Caí de bruces al suelo.
Deseando no despertar otra vez.
Odiando mi mente y cayendo en la duda de la que había tratado escapar toda la semana.
No supe si fue Dan Carnegie o Hydra Lerna pero de todos modos se desvaneció y dejó de existir en ese mismo y delicioso instante.
Tuve sueños agitados y extraños. Me despertaba y había alguien para inyectarme algo y volverme a dormir. Estaba amarrado a una camilla en una sala sin nada, blanca, con paredes lisas, quería levantarme, pero las correas me lo impedían. Cuando hacía un movimiento, por más lento que fuera, venía alguien y volvía a dormirme.
Nunca respondían mis preguntas. Si soñaba, veía que llegaba alguien a sedarme, siempre era una persona diferente, desconocida, ya no sabía qué era real y qué no. No tenía idea de si llevaba allí una hora, un día, una semana o un año. O cinco años o veinte, cuarenta, sesenta, ochenta, cien, mil. Mil millones.
Mil millones de muertes. Muertes. Grabaciones antiguas. La doctora Victoria Martin falleciendo por mi mano. Mi mano manchada de sangre. Mi mano amarrada a la camilla. Estaba en un hospital. Estaba solo. Encerrado como Orégano Onza. La madre de Dan había vuelto loco al detective. Los parches. La Revolución. Víctor. Miles de muertes. Miles de millones. Yo los había matado. Yo había cambiado los planes de un exterminio masivo a un exterminio parcial. Por mi culpa solo morirían los licántropos... y los niños humanos. Víctor. Lo había dejado solo. Mi error. Quería que escapara. Mi error. Me había equivocado muchas veces.
Me odiaba. Porque nunca se me daban las buenas ideas. Quisiera abrazar a Víctor y mi familia una última vez y morir.
¿Por qué no me moría? Mi padre se había suicidado. El padre de Dan Carnegie también había preferido morir antes que seguir viviendo en la ciudad. Mi madre me había abandonado, la madre de Dan tampoco había regresado luego de ir al restaurante aquella noche. Lo había abandonado. Mi hermano me amaba y yo a él. Dan amaba a su prima y ella a él. Tenía un sector donde pasar tiempo con mis amigos que era el mecánico. Dan tenía una cueva donde estaba todo el tiempo con Max. Max. Yunque. Ceto. Kath.
Todo se parecía sutilmente, yo era Dan y Dan era Hydra. No importara en qué mundos diferentes hubieran nacido, éramos iguales.
Mirlo...
No Mirlo era única.
Y Víctor.
Algo como Víctor y Mirlo eran cosas que Dan nunca tendría en la ciudad. No. Los había inventado. No, no los había inventado. Yo me había equivocado.
Todo giraba como un espiral sin sentido y venía alguien con sedantes, pero yo lo soñaba así que en realidad nadie venía ¿Verdad? Todo se repetía una y otra vez, una y otra vez y otra vez y volvía a soñar.
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