78
Víctor estaba vestido de una manera tan extraña que parecía preparado para una Ceremonia de Nacimiento, sonreí, si él fuera un continente, mi familia ya lo hubiera colonizado porque había perdido todas las costumbres humanas. Su vestimenta de plata, dibujada con un esqueleto, estaba arrugándose debajo de la coraza metálica revestida de goma. Llevaba una capa para ocultar su rostro y un cuchillo con el filo y la empañadura envuelta de goma para poder cortar los cables metálicos que electrocutaban.
Yo también estaba refugiándome bajo la protección de una capa. Preparaba los últimos detalles del plan, revisando la bolsa que cargaba, sentando sobre un tambor, mirando de reojo a Víctor. Había pasado casi un día desde que lo había encontrado.
La ciudad estaba en plena noche, a punto de amanecer.
Antes de salir del basurero noté que se veía un poco nervioso. Jugaba con la linterna, pero de forma ausente, los niños suelen estar todo el tiempo haciendo algo para distraerse, les divierta o no. Pero por la forma seria en que tenía apretado los labios cuando alumbraba con el haz de luz los montículos de basura, noté que su la mente estaba en otro lado, tal vez extrañaba los cuentos que Mirlo le narraba al anochecer.
Lo miré y busqué a la desesperada una manera de distraerlo.
—Oye —dije dándole un golpecito en el hombro—. ¿Confías en mí?
—Yes.
—¿Quieres jugar a un ejercicio de confianza?
—Oh, well, ok —sonrió divertido, aunque todavía no le había dicho nada.
—Tienes que colocarte de espaldas a mí —expliqué poniéndome de pie—, debes dejarte caer de espaldas y confiar en que yo te atrape. Será como un ejercicio antes de completar la misión.
Una sonrisa feroz trazó su rostro como si le dijera que se tirara de una montaña, dejo la linterna en el suelo de roca, me dio la espalda, dio pequeños saltitos para calentar, su armadura repiqueteó y amagó buscando las agallas para dejarse caer. Cerró los ojos, emitió un gritito demasiado agudo y para nada heroico y se tumbó de espaldas. Lo agarré a medio camino y lo alcé, balanceándolo en mis brazos como si estuviera en un columpio.
—Very good —lo animé tratando de que mi voz sonara más amigable y viva—. You are someone trustworthy.
Él se rio, aterrizó en el suelo, buscó una caja alta y me la señaló animado.
—Ahora de ahí.
—Okey.
Lo hicimos, cuando les di unas vueltas en el aire y paró de reír encontró una biga enterrada en una montaña de basura maloliente.
—Ahora de ahí —me pidió señalándola con el dedo y comenzando a trepar la pila de desperdicios metálicos para reciclar, sin esperar una respuesta.
—Bueno.
Estuvo unos minutos aventándose de lugares algos para que yo lo atrapara en el aire y lo hiciera girar, o lo agarrara de los pies, lo pusiera de cabeza y lo sacudiera como si quisiera desembolsarle los bolsillos. Lo hice hasta que creí que era suficiente. Lo dejé en el suelo y antes de que encontrar un lugar más alto y me lo señalara le dije que debíamos comenzar nuestro plan. Un poco más animado asintió, ya sin miedo ni nerviosismo como si creyera que íbamos a jugar al hospital.
Le puse la capucha y oculté bien su rostro. Le piqué la nariz.
—Es peligroso, pero lo haremos con cuidado ¿Va?
—Sí.
También me puse la capucha.
Sabía que no debía llevármelo al hospital, pero no se me ocurría qué hacer con él. Si lo dejaba solo y yo moría, no podría regresar por él, por lo cual, también moriría de hambre, a mano de los humanos o enfermo. Nuestros destinos estaban unidos de una extraña manera. Si Víctor tenía que fallecer quería que lo hiciera con alguien que lo amara.
Fuimos hacia el hospital sin problemas porque no había ningún alma en toda la ciudad. Atravesamos las puertas de vidrio y nos agazapamos para que la recepcionista no nos viera caminar hacia las escaleras.
Había entrado al sistema de seguridad del hospital y reemplacé todas las grabaciones actuales por descargas de videos de una semana atrás, así que tampoco podrían encontrarnos por cámaras.
Cuando estuvimos en la escalera nos enderezamos, descendimos los escalones con precisión, aunque era regordete y un poco lento Víctor sabía lo urgente de la situación y trataba de mantenerme el paso sin chistar. Su cara destilaba pánico pero cada vez que le preguntaba si estaba bien se encogía de hombros como si le diera igual hacer eso o ver una película.
Todavía estaba demasiado débil por las semanas que había estado casi sin probar bocado, me preocupaba verlo delgado y enfermizo, pero me llenaba de orgullo que él se esforzara por no demostrarlo.
Nos detuvimos en cada rellano para inspeccionar los escalones de abajo. Fue fácil bajar hasta la última parada. No había nadie en corredor del sótano. Caminé hacia la puerta metálica con una x pintada.
Al entrar a la base de datos había leído que ahí tenían las vacunas de inmunidad que estaban creando, pero no había entendido mucho más porque los datos estaban en inglés, era terminología médica y Víctor no sabía leer. Comencé a teclear, accediendo al sistema de alumbrado de la ciudad y todas sus fuentes de energía mientras creaba algunas barreras para todo el que quisiera deshacer mi trabajo y volver a encenderlas.
—¿Estás listo, Vic?
—Sí, entramos, quemamos —Sacudió el bidón con gasolina que cargaba en su espalda, se lo habíamos robado a un camión de basura—, robamos oxígeno, una vacuna, me la pongo mientras huimos. Mientras corremos hablamos por los altavoces, trepamos la montaña, vamos a los accesos de salida, abres las puertas y allí esperamos a Mirlo, Yunque y Cet.
—Bien, todo muy rápido ¿Listo?
Asintió.
—I was born ready.
—Bien.
Apreté el botón y las luces de la ciudad se apagaron completamente emitiendo un zumbido ralentizado. El sótano contaba con luces de emergencias rojas, las cuales, se encendieron al instante que la penumbra cayó sobre el hospital. Víctor se puso de pie, dejó caer los brazos, alzó la cabeza para ver el techo borgoña y luminoso y emitió un:
—Red. Is mi color favorito.
Los nervios me consumían, sentía que mis pulmones se inflaban y no dejaban correr el aire, mi corazón se aceleraba a tal punto que aporreaba amedrentado mis costillas. Abrí la puerta sin problemas, del otro lado había cosas que no observé con detenimiento: oficinas, habitaciones con camillas, salas de cirugía, unos baños que parecían demasiado sucios y unas escaleras que descendían aún más.
Era un sótano bajo el sótano.
Estaba en el camino correcto.
El piso se llamaba «warehouse» y había leído en la base de datos que allí mencionaban muchas veces la palabra «Wolf» o sea lobo. Así que allí almacenaban las vacunas, tenía que ser allí, no había otro lugar.
Bajé las escaleras, había un pequeño pasillo con una puerta y recodo. Fui hasta la esquina, doblé y encontré lo que buscaba. Una habitación térmica con cajas plásticas repletas de frascos con un líquido traslucido. Agarré una vacuna ubicada en un gabinete, la destapé, pinché la tapa plástica del frasco, hice que la jeringa retuviera el máximo medicamento que podía y me volteé nervioso hacia Víctor. Él ya tenía el brazo descubierto y me exponía con confianza sus venas. La luz roja maximizaba las sombras y sus ansias, se había bajado la capucha, su cara mofletuda estaba al descubierto.
Me entraron dudas, sudaba.
¿Y si una dosis alta era letal? ¿Debía darle más medicamente o menos? ¿Y si había leído mal la etiqueta? ¿Y si...
—Vamos, fag, come on pussy, inyéctamelo de una vez.
Le introduje la aguja en las venas y dejé que le medicina fluyera con su sangre. Él hizo una mueca, pero no desvió la mirada porque era un niño valiente. Me observó admirado.
—¿Puedo salir ahora?
Me descolgué el bidón de gasolina y le quité el suyo. Señalé hacia el pasillo.
—Había unos tanques de oxígeno allí, coge uno para ti y trae los otros para explotarlos. Si ves a alguien...
—Lo mato.
—No, grítame.
—I understood.
Comencé a verter el combustible en toda la sala con las vacunas, las rocié con una lluvia mortal y sintética, tal vez el único diluvio que vería la ciudad. Cuando estaba vertiendo un camino hacia el corredor escuché el grito de Víctor.
Solté el bidón, agarré mi bisento y corrí hacia donde había provenido el aullido de terror: de la única otra puerta que había en el piso bajo el sótano.
Embestí la puerta y una peste agria y aún más putrefacta que el basurero me revolvió el estómago. Víctor estaba sano y salvo plantado en medio de una habitación con jaulas herrumbrosas y altas, de dos metros de largo y ancho. En el medio de los dos pasillos de jaulas había un sector con computadoras, pantallas, estanterías con químicos y aparadores cargados de medicamentos. Había al menos una veintena de jaulas, tal vez más y algunas de ellas estaban ocupadas por personas comprimidas.
Eso era lo que lo había asustado. Estaba pálido y temblaba mientras observaba a los prisioneros.
La luz roja de emergencias volvía cada cosa una pesadilla.
Todas las personas estaban encogidas, hechas un guiñapo en el fondo de la celda, se hallaban pálidas, enfermizas, delgadas, arrugadas y calvas. Ni siquiera levantaban la mirada cuando caminaba cerca de ellos y me inclinaba a verlos, evitaban el contacto visual o se cubrían la cabeza con las manos. No hablaban, respingaban cuando les entraba mucho miedo. Estaban vestidos con unas batas sucias y hechas girones. Dentro olía a heces, orina fermentada y carne rancia.
—¿Hola? —pregunté.
Víctor aferraba mi mano con fuerza y parecía a punto de llorar porque la persona de una de las celdas estaba muerta. La de la jaula contigua también y había sufrido una muerte violenta porque su cuerpo yacía yerto y rígido sobre charcos de sangre vomitada. Su boca estaba abierta, sucia, con una sustancia oscura y su postura demostraba que había fallecido en medio de un doloroso espasmo. Su mandíbula parecía descolocada de tanto gritar, podía verle los dientes cubiertos de sangre y ácido estomacal, desbordando la olorosa sustancia por su mentón. Incluso tenían los ojos abiertos, la muerte los había visitado tan rápido que no tuvieron tiempo a cerrarlos.
Si no fuera por el pecho que subía y bajaba, proveyéndose de oxígeno, de los demás habitantes de la perrera, hubiera creído que todos estaban muertos. Tenían la mirada perdida y no se había movido desde que había entrado a la habitación.
Me detuve frente a la celda de un anciano que parecía a punto de desfallecer. Tenía los músculos consumidos, por no moverse en lo que parecía toda una vida, los huesos prominentes y la piel tan arrugada que se había agrietado. Su espalda encorvada y jorobada delataba que llevaba años encogido en esa celda. Una barba rala se le esponjaba hasta el pecho, su cráneo lo tenía lampiño. Él no me miró, pero olfateó con timidez el aire.
—Hueles a casa —musitó.
No pude responderle.
—¿Estuviste ahí? —me preguntó, pero lo dijo como si hablara con el aire.
—¿En tu casa?
—Sí —graznó, su voz era ronca como si no hablara con nadie hace mucho tiempo.
Negué entrañado. El anciano sudaba, tenía la piel perlada, los ojos achicados y aire enfermizo, sabía lo que le pasaba, estaba siendo atormentado por una fiebre calurosa.
—No, lo siento —respondí.
—Sí, estuviste ahí. Jamás olvidaría el olor.
—Es que yo no estuve en su casa nun...
De repente se me congeló el corazón porque supe la respuesta antes de hacer la pregunta.
—¿Có-cómo te llamas?
—Estéreo Puente.
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