72
Anduvimos fuera del sector industrial. Cuando salimos el guardia se seguridad estaba durmiendo otra vez, roncado estrepitosamente con su mandíbula batiente y abierta. Max se rio de eso, le tomó una foto con la computadora que siempre había llevado en su bolsillo, nos la envió a todos, se la volvió a colgar de la muñeca y continuó el camino hacia una zona residencial.
Las casas con jardines se veían acogedoras, en el aire se oía un rítmico sonido a grillos y algunos pájaros nocturnos, pero provenían de los parlantes y las bocinas que había en cada farol. Todo armonizaba una tranquila noche en una ciudad de mentira, donde no podías obtener más que engaños y sentimientos extraños.
De repente las casas finalizaron y creció a grandes pasos un campo de cultivo de maíz y otras legumbres. La carretera que atravesaba la zona de siembra era ancha y la valla que contenía la plantación era recta y de gruesas maderas avejentadas. Entre los surcos de cultivos había faroles enormes que simulaban la luz del sol para las verduras, pero ahora estaban apagados.
Luego de unos minutos, cuando estuvimos bien adentrados en los campos, nos desmontamos, arrojamos las bicis en el borde de la carretera, debajo de la valla y nos zambullimos en el océano de hojas como marineros que buscan las aguas, anhelando tranquilidad. Olía a tierra, como en casa, había una fragancia de hojas verdes y frescas. Seguíamos la voz de Max que cantaba una canción en aquella lengua muerta.
Sólo atinaba a comprender una palabra hallelujah que sería aleluya.
But baby I've been here before
I've seen this room and I've walked this floor
You know, I used to live alone before I knew ya
And I've seen your flag on the marble arch
And love is not a victory march
It's a cold and it's a broken Hallelujah
Las hojas ásperas de maíz susurraban al ser barridas o apartadas por nuestra carrera, las luces de nuestras computadoras iluminaban la oscuridad de colores temblorosos y destellos danzantes. Podía oír nuestras respiraciones en la quietud de la noche como si la desafiáramos. Él detuvo la canción para decirnos que se la había enseñado su abuelo, sabía que estaba omitiendo algunas estrofas por falta de memoria porque titubeaba al terminar cada oración, pero tenía una voz melodiosa e hipnótica.
Nunca me había gustado la música, era lo que la gente feliz y vacía escuchaba para sentir algo porque no era capaz de producir sus propios sentimientos. Pero aquella canción sonaba como un canto fúnebre; me trasmitía una tristeza deliciosa que lamentaba y saboreaba al mismo tiempo como sentir la adrenalina de una pesadilla justo cuando despiertas y te notas calentito y seguro en tu cama. Le pedimos que continuara.
—No te detengas.
—Sí, por favor —Kath tropezó con una roca y recuperó el equilibrio con agilidad—. No te detengas.
Well there was a time when you let me know
What's really going on below
Nos detuvimos en el centro del maizal, él se inclinó de cuchillas y dirigió sus ojos verdes al cielo, subió y bajó sus manos en una corta distancia para indicarnos que nos agacháramos como si fuera un par de alas que batía. Lo hicimos, me paré de rodillas. Él entonó un último verso consultando a su reloj a cada palabra y observando el techo de la caverna. Ahora susurraba en lugar de cantar. Aguardando ansioso a que iniciara el espectáculo que yo había descubierto antes de irme.
Maybe there's a God above
But all I've ever learned from love
Was how to shoot somebody who outdrew ya
And it's not a cry that you hear at night
It's not somebody who's seen the light
It's a cold and it's a broken Hallelujah.
Inmediatamente los rociadores vertieron regueros de agua fresca a todas las plantaciones, por el horizonte comenzaba a encenderse lentamente las luces falsas de la caverna, aquellos focos que uno muy distanciado del otro imitaban un cielo con baches y trasmitían el calor de un sol sintético. Pero por más artificial que fuera resultó magnifico, resultó más esplendido que un cielo real.
Todas las mentiras son hermosas, de otro modo no nos molestaríamos en crearlas. A veces son tan hermosas que terminan siendo más reales que la verdad.
La luz creó arcoíris en el agua que se vertía sobre nosotros, los destellos anaranjados comenzaron a iluminar nuestras siluetas oscuras, había petricor en el aire y una abundancia de colores que nunca creí ver juntos. Sentía el agua vertiéndose en mi cabeza, descendiendo en surcos por mi cráneo y deslizándose por mi piel como una caricia que te hace sentir seguro y luego desaparece para nunca volver.
Kath comenzó a reír y a bailar como si fuera Peter Pan en la Tierra de Nunca Jamás y amara su cárcel. Max nos agarró de las manos a los dos y comenzó a girar en círculos y a danzar mientras cantaba la canción, pero un tanto más alegre, apresuró el ritmo y la hizo una tonada festiva.
Well your faith was strong but you needed proof
You saw her bathing on the roof
Her beauty and the moonlight overthrew ya
She tied you to her kitchen chair
And she broke your throne and she cut your hair
And from your lips she drew the Hallelujah
La última palabra la gritó.
Los rociadores se detuvieron. Caímos de culo sobre el suelo.
No recuerdo quién fue el que arrojó un puñado de barro primero, pero dimos nacimiento a una batalla acalorada, plagada con armas de lodo, defendiéndonos con artillería de risas y plantados en trincheras de gritos felices. Tropezándonos y empujándonos regresamos a las bicis. Eso me había levantado el ánimo de una manera que no creí que fuera posible. Me había hecho sentir por primera vez feliz en la Ciudad de Plata.
Mientras Kath alzaba del suelo su bicicleta Max se humedeció el dedo en la boca y lo dirigió a su rostro cubierto de lodo, que se secaba en algunos extremos como una máscara.
—Creo que tienes una manchita —titubeó y de broma suspendió su dedo ensalivado alrededor de sus mejillas, tratando de buscar un lugar de aterrizaje.
Ella le apartó la mano de una bofetada, tenía el cabello sucio en tiras terrosas que se asemejaban mucho a alambres erizados. Estaba terminando de amanecer y mientras Kath se recogía el cabello y Max se quitaba tierra de las cejas, vi al fondo del campo, un establo enorme. Parecía un granero.
Medía unos quinientos metros, tenía una hilera de ventanas en la parte superior, su techo era de dos aguas y contaba con solo un piso. Era rojo y muy visible con la luz del día, aunque hubiera pasado inadvertido en la tiniebla de la noche.
—¿Qué hay ahí? —pregunté mojándome la nuca con el agua de una petaca que guardaba en mi cinturón.
Kath observó distraídamente la estructura de madera, cerró el nudo de su moño y dejó caer los brazos. Sus ojos verdes fulguraban como centellas en su rostro cubierto de tierra.
—Ah, ese es uno de los ranchos que hay distribuidos en toda la ciudad. Es uno de los más pequeños. Ahí tienen cerdos.
—Quiero ir.
—Mejor volvamos —propuso ella.
—No, quiero ir.
Max estaba estirándose y calentando músculos, sentado a horcajadas sobre la bicicleta. Alargó el brazo derecho sobre su pecho, lo estiró y con la mano izquierda se sostuvo el codo para mantener aquella postura. Hizo una mueca como si le doliera.
—Nuestro Dan fisgón quiere hacer de las suyas —canturreó burlón, miró a Kath y se encogió de hombros—. O lo llevamos nosotros o va él después, Kathie. Irá solo y sacará sus propias y dementes conclusiones.
Puse los ojos en blanco.
—Puedo oírte.
—Está bien —Kath miró hacia el cielo en señal de rendición, hizo un rugido con la garganta y bufó—. Vamos —Erizó el dedo índice—, pero una parada rápida.
—Sí —accedí.
Cerca de la cuadra de los cerdos pululaba un hedor a estiércol y barro que te revolvía el estómago.
Aquellos animales siempre me habían resultado los más maltratados de todos, junto con la especie vacuna o cualquier otro animal de corral. Maestro me había consolado una vez diciéndome que yo no era raro al ser vegetariano porque había una antigua secta en el pasado que no comía cerdo, eran humanos y se llamaban judíos.
Pensé que ese lugar le desagradaría mucho a un judío.
La puerta de lo que parecía un granero estaba abierta así que pudimos abrirla sin inconvenientes. La deslizamos horizontalmente por los rieles y la puerta emitió un chirrido, dándonos la bienvenida al interior de la finca. Eran las seis de la mañana, no había nadie alrededor, ninguna intromisión.
Los animales lampiños y rosados se amontonaban en sus corrales y olisqueaban el aire o chirriaban amedrentados cuando nos acercábamos demasiado. El alboroto era ensordecedor, Kath me sugirió que mantuviera distancia con ellos así que lo hice para que se callaran. Max embutió sus manos en los bolsillos y observó el recorrido arrugando la nariz, con una expresión de asco en el rostro.
—No veía tantos cerdos desde que terminé la secundaria —opinó.
—Yo no veía tanta mugre desde que salí de su cueva de solteros —agregó Kathie aligerando el ambiente, pero se la veía muy nerviosa.
—¡Oye! —reprochó divertido Max—. Cuando llevaba a una chica a la cueva de solteros dejaba de estar soltero.
—La única mujer que entró ahí fue tu madre, Deb y yo.
Él sonrió de lado.
—La única mujer que nombraste es mi madre.
—Ella tiene bigote.
—¿Cuantas veces tengo que decírtelo? Es una enfermedad hormonal, viene de familia.
—Tú no tienes.
—Me lo afeito para estar presentable, gracias.
Mientras hablaban noté que todos los animales tenían un cuadrado negro en la cabeza, era muy simétrico y aunque algunos estaban ocultos debajo de cascaras de barro seco, se notaba que cada cerdo lo tenía. Cuando me aproximé a la verja del corral y uno fue lo suficientemente lento como para apartarse a tiempo, lo agarré del cuello y examiné su cabeza con más detalle. Literalmente tenía un parche hundido en la piel, era metálico, sin decoraciones, como tela.
—¿Qué es esto? —pregunté tratando de sacárselo al animal que se revolvía en mis manos, chillaba y forcejeaba, era un cerdito pequeño y no presentaba mucha pelea.
—Un parche —explicó Kath acercándose a grandes pasos hacia mí—. Lo fabricamos para... los animales ¡Basta, detente! —aulló asustada.
Solté el cerdito que escapó rápidamente chillando hacia el otro extremo del corral y se perdió entre sus congéneres de mirada vacía. La observé sin entender y ella me contempló con un brillo alarmado en sus ojos verdes, tenía el mismo color que Max.
—No se puede quitar, Dan —continuó, se abrazó a ella misma—. El parche tiene como unos clavos, tienes que arrancarle la piel para sacárselo. Lo lastimabas.
Se había quitado la mayor cantidad de barro cuando caminábamos hacia allí, pero todavía tenía en las manos o en el cuello. Se veía como una montaraz.
—Y la piel del cráneo es la más dura en casi todas las especies —explicó Max—. Bueno yo no diría dura, pero hay piel y luego hueso, es como la más complicada de quitar. Estos animales tienen los prototipos, ahora los parches llegan al cerebro o al cráneo en lugar de limitarse a la piel.
—¿Por qué se los ponen? —pregunté compadeciéndome de aquellos animales.
Mi voz sonó desconfiada, la oscuridad del granero era tenebrosa y mi voz... odié el sonido de mi voz. Era férrea, decidida a odiar y yo no los odiaba, no a ellos, los consideraba mis amigos porque eran los únicos que me permitían averiguar cosas. Kath se puso tensa y Max continuó igual de relajado como si estuviera más acostumbrado a pelear conmigo.
—Para que no nos muramos nosotros, hombre ¿Qué no recuerdas nada de nada? —señaló el corral con una mano.
Llevaba puesta la capucha de su capa de plata y su torso musculoso y cubierto de espirales o intricados dibujos se veía parcialmente cubierto por aquella tela. Tenía la mano en un bolsillo del manto y con la otra continuaba señalando a los animales. Cuando negué con la cabeza él suspiró, se masajeó con la yema de los dedos el puente de su nariz y me miró.
—¿Así que tus recuerdos siguen en blanco?
—¿Recuerdos de qué?
—Hace unos años, cuando nosotros éramos bebés —explicó Kath—, hace maso menos veinte años, hubo una etapa en que la producción de cultivos se perdió. Un pedazo de caverna se desprendió sobre los campos y aplastó toda la comida. Íbamos a morir de hambre y no solo eso, teníamos que alimentar a los animales de ganado o se nos extinguirían. Un animal ya se vuelve histérico por estar toda su vida encerrado en una caverna, quítale la comida y se vuelve muy agresivo o enfermizo y sin voluntad de cooperar. Además, el estrepito del derrumbe los puso asustadizos. Tenía que haber una manera de convencerlos de que comieran menos y que ellos creyeran que estaban bien. Estaban enfermándose y muriéndose por una peste que salió en el mismo momento. Había un lío, que se muera un ganado es extinción y si ellos morían nosotros los seguiríamos porque no se podíamos salir al exterior y buscar otro. Los animales de afuera trasmiten la enfermedad.
—Así que crearon el parche —dijo Max dando golpecitos a su cabeza—. Conectas el parche con el cerebro, le das una señal y controlas su cuerpo y su mente. Si le controlas el cerebro le controlas todo hasta su sistema corporal, lo que produce y cuándo. Haces que engorde más rápido como si tuviera hipotiroidismo, puedes decirle que coma, que no coma, que actué como si estuviera sano cuando no lo está, que se reproduzca y que no... son como máquinas. El animal puede estar a un suspiro de desfallecer, pero continuara trabajando o produciendo como si nada sucediera, lo controlas en cada detalle, haces que no sienta el dolor ni la muerte. Eso nos salvó.
—¿Y por qué estaba yo en contra? —pregunté alejándome de los corrales.
Max oprimió los labios y entornó los ojos con arrepentimiento.
—Porque el parche con el tiempo los mata de una forma dolorosísima.
—¿Cómo? —pregunté.
De repente comenzó a sonar una alarma discordante y estrepitosa por toda la ciudad.
Una vez había ido con mi madre a los muelles de otro país, tenía cinco, no recordaba mucho, pero en mi mente perduraban el sonido de las bocinas de los barcos, sonaban exactamente igual que aquel ruido. Aunque en el muelle el rugido estridente de la sirena tenía toda una playa para dispersarse, allí la sirena reverberaba en cada rincón, regresando a ti.
Los animales se aturdieron y chillaron inquietos. Kath se cubrió los oídos, Max hizo lo mismo y yo los imité. Salimos todos al exterior, una brisa de viento sacudió los maizales y nuestras ropas, arrastrando tierra seca, la capa de Max ondeó como una bandera ¿Viento? Allí no existía el viento. Olía a polvo.
—Acaban de abrir las puertas —explicó Kath alarmada, viendo las corrientes de aire, al parecer eso no era algo que sucediera con frecuencia.
Max observó el cielo, abrió la boca y dejó caer las manos, señaló el techo, observamos los focos de la caverna, todos destellaban una luz amarilla chillona. En toda mi instancia no había visto una luz parecida.
—Es la señal, el código amarillo.
—Oh... no... —El rostro de Kath se ensombreció y se cubrió la boca con las manos, sus ojos se pusieron llorosos—. Deby qué has hecho.
—¿La señal de qué? —pregunté—. ¿Qué significa?
Ambos me miraron, asustados, compungidos, acorralados. Solo Max contestó y lo hizo luego de unos segundos.
—Lo practicamos cuando estabas inconsciente. Códigos y esas cosas.
—¿Qué practicaron? ¿Qué significa la alarma?
—Significa que Hydra Lerna acaba de llegar a la ciudad.
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