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70

Él día transcurrió aburrido como cualquier otro.

 Todavía no me acostumbraba a la mesa al ras del suelo, en lugar de sillas no sentábamos en almohadones chatos y duros, tenía que doblar mis piernas como si fuera a meditar para sentarme. La mesa de la cocina era normal, con sillas normales, si fuera por mí estaríamos cenando allí.

 Los invitados no paraban de hablar de las fábricas que producían alimento, ropa y herramientas. Al parecer el huésped de esa noche era mi antiguo jefe de fábrica, cada ciudadano humano tenía que trabajar obligatoriamente en una industria a no ser que fuera del gobierno como el papá de Deb o mi tío.

 El hombre, el jefe de la fábrica de comida enlatada, se llamaba Hank Raines y fue invitado con su esposa Jane Raines y su hijo de ocho años Rodney Raines. Todos estaban vestidos de gala. La señora Raines era delgada, con un cuello largo y pálido como avestruz cargado de joyas brillantes, su maquillaje no parecía real, se veía como un payaso, pero de tanto caminar en la ciudad había aprendido que la gente solía pintar mucho su piel en aquellos lugares.

 Kat no seguía mucho la moda de aquel sitio, tal vez por eso me caía tan bien.

 Su hijo era petizo, con cabello oscuro cubriéndole las orejas y aspecto de brabucón aburrido, de mejillas infladas y mirada asesina. Le sostuve la mirada por unos segundos, eso le resultó divertido a él y me la sostuvo también, sonreí de lado, como un retador, y le levanté el dedo medio. Rodney me enseñó su dedo medio también y fingió dispararme con él.

Reí.

Todos me estaban mirando. Me enderecé y traté de aparentar normalidad, pero unas de las tantas cosas que tenía en común con Mirlo era que, a veces, los niños también me podían.

—Dime Rodney ¿Cómo te va en el cole? —pregunté yo.

—Bien —respondió cautelosamente el niño, sosteniendo el cubierto y girando una mora en el plato.

—¿Te va bien con el entrenamiento militar?

Su madre lanzó una risilla, agarró una copa con sidra y la sostuvo delante de sus labios rojos.

—No le imparten ningún tipo de entrenamiento en la escuela —sorbió un poco de alcohol—. Al menos no de ese tipo.

Se suspendió un silencio terrible. Lamenté no haberme pasado por una escuela primaria para comprobar cómo eran sus patios de juegos, tal vez ya no eran como los recordaba, tal vez ahora tenían toboganes y columpios en lugar de armas, muñecos con púas y escaladores.

—Ah —Me encogí de hombros—. Lo siento, volví a confundirme. Es que hay cosas que todavía no entiendo, como por qué solo vienen matrimonios de hombre y mujeres a comer a casa.

Todos estallaron en risas, Kathie apretó los labios, agarró su copa y apuró el vaso.

—¿Y qué esperabas ver? —preguntó tío Andrew—. Somos devotos...

—Ya, ya, ya entendí.

En realidad, no terminaba de entender. Pensé en Cartílago y Nuca y los eché mucho de menos, aunque el medicamento me ofuscaba los recuerdos no me quitaba lo que sentía por ellos. Me costaba concentrarme en cosas específicas, pero aun así los veía sin esfuerzo sentados en el porche, tocando música con Tiara y Argolla, cantando, mientras las adolescentes Mar y Panda los oían, sentadas en los escalones de la casa. Era un recuerdo hermoso, en otoño, el mundo se volvía naranja con las hojas fallecidas del bosque.

Continué haciendo preguntas y averiguaciones, pero sobre mí y no su extraño modo de vivir.

Yo trabajaba en la fábrica número 19, lo que resultó extraño porque era el número del país donde vivía Hydra Lerna. Dejé que el dato fuera barrido bajo la alfombra como todas las demás dudas que tenía y continué preguntándole a mi invitado sobre cómo era la industria. El señor Raines se mostró maravillado y habló de tecnicismos que no me importaban, lo interrumpí más de una vez para ir a lo conciso, a lo que me importaba.

No fabricaban armas, la industria se llamaba Enim, no tenía que ser un genio para advertir que el nombre de la fábrica era Mine escrito al revés. Eso me hizo desesperarme un poco y no supe ocultarlo porque golpeé frutado la mesa. La señora Raines se escandalizó. Traté de hallar serenidad cuando tío Andrew me lanzó una mirada de advertencia.

Podían haberse inventado esos datos solo para desconcertarme más.

Mis compañeros de trabajo, sin asombrarme, eran Max, Deby y Kath. Ella estaba un poco incómoda de tener que recibir a su jefe en la mesa, pero trataba de disimularlo riéndose de todos sus chistes o asintiendo cuando hablaba de la destreza de las maquinarias.

—Y dígame señor Raines —intervine interrumpiéndolo por décima vez—. ¿No hay fábricas de otro tipo? ¿Usted sólo se dedica a insumos alimenticios?

Of course —asintió.

Era un poco rollizo. pero no gordo, no había gente obesa en aquella ciudad, ni sedentarios u holgazanes. Todos parecían sumamente ejercitados y entrenados, pero en mi sueño había visto un vagabundo, él que me había golpeado en la cabeza. Y aquel mendigo, ahora se presentaba todas las noches en mi casa, vestido como médico y me echaba un examen o me quitaba muestras de sangre o piel.

Los primeros días había tratado de leer medicina, antes de irme a dormir, estudiaba algunas líneas de los libros más complejos y luego le había hecho preguntas que no sabría responder si era un actor. Pero había sido imposible revelar su verdadera identidad porque no solo estaba vestido como doctor, parecía saber tanto como uno, el farsante me había respondido y explicado cada una de mis dudas.

Incluso el doctor me preguntaba cosas de mi vida de Hydra Lerna y las anotaba en una libreta, al parecer también era psiquiatra. Yo siempre mentía porque me negaba a darles más información de mi familia. Él me recordaba que me contradecía muchas veces y yo me encogía de hombros. Incluso me explicaba que la mente humana es complejísima y puede inventar millones de recuerdos tan solo para protegerse de una verdad que quiere evitar.

Tal vez Deby podría alegrarse, después de todo, porque a la primera cena que participaba con antiguos amigos, estaba dudando de mi cordura. Miré el reloj de la pared, el doctor vendría dentro de dos horas, tenía que estar dormido para entonces y fingir un cansancio sobrehumano para poder evitarlo.

Ese día no tenía ganas de interactuar con ningún doctor. Apuré mi interrogatorio.

—Así que no hay, no sé... —Hice un movimiento circular con mi mano— otro tipo de fábricas en la ciudad.

El señor Raines tenía las mejillas rojas y el cabello blanquecino y embadurnado de gel, lo que le daba un aspecto marmóreo a su cabeza.

I don... No sé a qué te refieres, boy.

Agarré el chuchillo largo, que descansaba en el centro de la mesa, con el que habían cortado la tarta de frutas que estaban comiendo con el café y la sidra. Lo clavé con tanta fuerza en la madera que tembló y quedó unos segundos zumbando.

Awesome! —exclamó el pequeño Rodney Raines, pero era el único que no estaba tenso.

—¿Dónde fabrican los cuchillos? Por ejemplo ¿En la industria manufacturera o crecen en los árboles?

—¿Te refieres a las armas? —preguntó mi tío suspirando, juntando las manos sobre la mesa y observándome derrotado, me sentí culpable por la decepción que había en sus ojos, de alguna manera extraña quería convertir su vergüenza en orgullo—. ¿Otra vez con eso?

—Nadie dijo eso —negué yo—. No pongas palabras en mi boca ni mentiras en mi cabeza ¿Verdad?

—¿Quién puso mentiras en tu cabeza? —inquirió la señora Raines, un poco asustada como si quisiera irse, pero a la vez quisiera quedarse hasta el final para cotillear todo con los vecinos.

Me encogí de hombros y traté de aparentar normalidad para que no me encerraran, ordené los cubiertos y cuadré los hombros.

—Los humanos son una raza mentirosa por naturaleza, la mentira estuvo desde que supimos hablar ¿O no? Le mentimos a los niños que existen seres fantásticos o magia. Mentimos que amamos para siempre cuando no es cierto, decimos que no necesitamos más y nos engañamos. Crearon la parábola de que Eva introdujo el pecado al mundo porque le mintió a Dios y le dijo que no comió del fruto. Un perro no miente, ni un pez o un simio. Pero nosotros sí. Siempre mentimos, está en nuestros genes, en nuestra manera de pensar, de ser. Lo inquietante sería saber por qué decimos la verdad, por qué a veces elegirnos la honestidad yendo en contra de lo que somos.

—¿Qué estás queriendo decir? —preguntó Kathie divertida, al parecer para ella sonaba genial lo que hablaba.

Me gustaba que fuera así de rara.

—Quiero decir que mentir nunca estuvo mal ¿No te enseñó nada la religión? No importa mentir lo que importó siempre fue a quién le mientas y por qué.

—Interesante... razonamiento —comentó el señor Raines titubeando a cada palabra.

—Siempre me mintieron —admití encogiéndome de hombros.

—Nadie te miente, Dan —dijo mi tío meneando la cabeza.

La conversación estaba fluyendo a donde quería, fui paciente para no estropearla ni detener su curso antes de tiempo.

—Entonces díganme una cosa, solo una verdad —solicité.

Hubo un silencio incómodo en la mesa. Kath asintió y mi jefe se encogió de hombros, su esposa suspiró con desdén como si le diera dolor de cabeza y ya deseara irse a casa.

—¿Estoy loco?

—No —respondió inmediatamente el señor Raines—. Sólo estás confundido. Pero somos pacientes entre humanos ¿Sabes? Sacrificaste mucho por la humanidad al ir al exterior, esperaremos el tiempo suficiente a que te recompongas. Nuestra raza está sumamente agradecida contigo, Dan.

—¿Me tratarán diferente? —pregunté fingiendo estar compungido.

—No, sólo si tú lo quieres —contestó Kath y su papá asintió aseverando sus palabras.

—Genial —Me puse de pie, todos me observaron y alzaron el mentón, algunos soltaron cubiertos—. Porque no quiero que me traten diferente. Empiezo a trabajar mañana. Voy a reincorporarme —dicté.

—¿Qué? —inquirió el señor Raines con escepticismo, poniéndose también de pie.

—Me escucho boss, quiero trabajar como todos los demás. Dar más aporte a la humanidad. Mañana regreso al sector industrial.

But...

Bye and good nigth —le respondí agitando una mano, regodeándome por haberle contestado en su idioma, como lo hubiera hecho Dan, lo cierto era que no me estaba costando aprenderlo y eso me ponía los pelos de punta.

Tal vez se debía a que me habían enseñado un poco de ese idioma en Olimpo o tal vez porque era el verdadero Dan.

Tenía un plan, era un poco frágil, pero era mi última oportunidad, si eso no funcionaba tendría que resignarme a ser Dan Carnegie y asumir que era posible que estuviera loco... o tendría que matarme.

Se suponía que la fábrica en la que trabajaba solo producían alimentos enlatados, pero Dan contaba con un arma muy sofisticada como para que no crearan armamento en aquella ciudad. El bisento que había encontrado bajo su cama tuvieron que haberlo inventado ellos, aquel que con accionar un botón salían disparadas las hojas y zumbaban de electricidad. Sólo tenía que ir al sector industrial y filtrarme a la fábrica de armas, reconocería las máquinas que usaban, no podrían deshacerse de toda una industria en una sola semana. Había recorrido toda la ciudad y no había máquinas, creadoras de armas, tiradas.

Seguramente continuaban fabricándolas o las tenían ocultas en donde no había entrado: el sector de industrias.

Y cuando las viera sabría que era Hydra Lerna. Estaba ansioso y con terror porque una parte de mí se apabullaba con la mera idea de no encontrar nada.

Oí cómo se iban los invitados.

Me recosté en la cama, tomé mi medicina y le eché un vistazo a mi mapa de la ciudad.

Lo único que no había visitado eran las fábricas, porque tenían el perímetro vigilado y la única vez que había tratado de entrar habían llamado a mi tío, para que me regresara a casa a guardar reposo. Pero mañana no podrían echarme, sería un trabajador más yendo a su turno, entraría al sector industrial. Averiguaría sin fabricaban armas. Giré un lápiz en mis manos, con agilidad porque antes de dormir me obligaban a drogarme así que para la cena estaba casi despejado, sin efectos. El otro sector en donde no había buscado era en el mar bloqueado y sus cavernas, Max había dicho que había islas allí, pero que nadie podría llegar, que sería suicidio.

Apagué la luz sintiendo los efectos de la droga esparciese por mi cuerpo. Mañana averiguaría si tenían armas. Mañana. No podía dormir. Mañana.

¿Y si al enterarse de que iría mañana ocultaban todo por la noche? ¿Y si en aquel momento se encontraban trasladando las máquinas productoras de armas a otro lado? Era paranoia en su estado más puro, pero la idea había nacido y no podía sacármela de la cabeza.

Me puse de pie y comencé a vestirme. Tendría que ir al sector por la noche, comprobar que no había actividad hasta la mañana y entrar cuando comenzara el turno vespertino. Pero no podía introducirme al sector por la noche, no si no trabajaba allí y más si toda la ciudad sabía que estaba medio loco.

Lo pensé y fui a despertar a Kath.

Tío Andrew estaba durmiendo en la recamara de mis supuestos padres muertos, caminé de puntillas por el pasillo, pero me mecía ligeramente como si estuviera ebrio, por el efecto de las píldoras, de las cuales todavía no había adivinado qué tenían. Me rendí, abandoné toda discrecionalidad y caminé tranquilamente y en silencio. Cerré la puerta de la habitación de mi tío y fui a ella.

Kath estaba hecha un ovillo debajo de unas sábanas viejas en la habitación de huéspedes, un cuarto insulso, de color melocotón, con cortinas naranjas y lienzos de paisajes que parecían haber sido pintados por mi yo anterior. Por la ventana se escabullía una luz débil que iluminaba opacamente nuestras siluetas. Le sacudí el hombro. Ella se giró, se incorporó, abrió los ojos de súbito y cerró su puño dispuesta a golpearme y luchar.

Me resultó un poco extraño su destreza en combate, teniendo en cuenta que los habitantes de la ciudad no eran entrenados desde pequeños.

—Oye Kath, no digas nada, pero necesito que vayas al sector industrial conmigo —Ella abrió la boca para protestar, pero continué hablando—, quiero que digas que te olvidaste algo y que entres a la fábrica, solo un minuto, para que yo vea el lugar. No quiero que alteren nada por la noche antes de ir, no quiero que me engañen otra vez. Sé que me dirás que no existen las armas, pero no me importa quiero ir igual y averiguarlo por mí mismo. Aunque desconfió de todos tú no me das miedo. Me siento cómodo contigo, no sé si es confianza, pero —enmudecí—. Si dices que no, sabré que los encubres ¿Me puedes ayudar con esto o no?

Aguardé una respuesta.

Si se negaba rotundamente entonces sabría que ocultaba algo, si no me acompañaba entonces las posibilidades de que se llevaran las máquinas de noche aumentarían e iría corriendo hacía allí sin dudarlo para ver camiones o movimiento de soldados desvaneciendo la única evidencia de que yo decía la verdad. Pero si no había nada que ocultar ella me acompañaría, Kath era la única amiga que tenía allí, se apuntaría a mi paseo de espionaje demente.

—Sabía que querías trabajar sólo para averiguar qué hay en el sector industrial, lo sabía, mi papá cree que estás mejorando —Dejó caer sus manos entre sus piernas, meneó la cabeza y sonrió mientras se acariciaba la cara adormilada—. No te rindes nunca Dan, antes esto me hacía llorar, pero creo que ahora me resulta cómico, creo.

—¿Me acompañas? —susurré y su silueta asintió en constatación.

Sonrió nuevamente.

Le devolví la sonrisa como si fuéramos dos viejos amigos.

Me decepcioné. En el fondo esperaba que no me acompañara porque me aterraba más confiar en alguien que estar solo.

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