69
No regresé a la cueva después de hablar con Deby, fui a mi casa, sabiendo que Kath y Max preferirían estar un tiempo a solas.
Era de noche y pensé en lo que me había dicho Deb, que una parte de mí jamás podría dejar de creer que era Hydra Lerna. Sentí odio a mí mismo porque ese día en lugar de buscar a mis amigos había estado pasando el rato con chicos humanos. Había creído que verdaderamente era Dan Carnegie y lo peor de todo era que me había gustado serlo.
Las calles estaban desiertas, había una pared de plata, estaba parado enfrente de ella. Antes de notarlo tenía un marcador en mi mano y lo giraba entre mis dedos morenos y delgados.
Preso del impulso destapé el rotulador con mi boca y mientras mantenía el capuchón en mis labios dibujé en la metálica pared del edificio un lobo con un reguero de sangre en la boca. A su lado escribí un texto y lo hice en su idioma: «Do not lie to me»
Decía: no me mientras. Lo hice lo suficientemente grande como para que toda la ciudad pudiera verlo, el rotulador se secó y tuve que utilizar otro. Era un dibujo casi macabro que describía a la perfección lo que sentía y lo mejor de todo era que casi toda la ciudad lo vería porque estaba en la esquina de una avenida. Cuando terminé lo contemplé satisfecho.
Fui a casa, saludé a tío Andrew, lo ayudé a preparar la cena para unos vecinos que venían. La concina era un poco pequeña, pero él siempre se pasaba el tiempo de vacaciones allí, por las mañanas salía a hacer democracia humana y cuando regresaba se centraba en cenas para invitados.
Me hizo pensar en Gornis y en la tranquilidad que tenía en ese lugar, como en los recesos Mirlo fumaba en el estacionamiento y yo la observaba fascinado, oyéndola hablar, porque nunca se callaba.
La cocina tenía una mesada de mármol, una alacena de madera encima, una nevera antigua al lado, de color rojo, con fotografías en la puerta. Una pequeña mesa en el centro, con flores frescas que había colocado Andrew y un aparador. Tío Andrew comenzó a hablar de que los cultivadores tenían una disputa con el gobierno y él tuvo que mediar un acuerdo toda la mañana, pero el presidente Arno Mayer no le permitió hacer mucho porque se suponía que estaba de baja por mí; sólo presenció la reunión con los cultivadores.
Kath se nos unió al rato, no me dijo nada acerca de que la había abandonado en la cueva y dejado a solas con Max, pero tenía una sonrisa boba en el rostro que me lo comunicó todo. Cuando su papá se fue, la miré con curiosidad mientras ella se sentaba en la mesada, mordía un palillo y reía.
—¿De verdad? —pregunté.
Ella asintió, aterrizó con ligereza y mutismo en el suelo, se dirigió hacia el pasillo para comprobar que no había nadie más que nosotros y se volteó hacia mí, recostándose sobre el marco de la puerta y resbalándose al suelo. Me senté a su lado estrujando un repasador.
—¿Fue la primera vez? —pregunté.
Giró su cabeza y me observó divertida, me dio un golpe en el hombro.
—No hicimos el amor, Dan, me estoy reservando hasta el matrimonio como la voluntad de Dios lo pide.
Esa gente me tenía las pelotas por el piso con Dios. Había muchas reglas que solo seguían porque su dios las decía, no lo tenía bien claro por el momento.
—No tuvimos sexo, no, fue mejor que eso, solo bailamos al compás de la música, luego nos sentamos a observar las estrellas sintéticas y hablamos toda la noche, parloteamos y charlamos sobre cosas que —suspiró—, sobre sueños, tonterías divertidas, planes, miedos ¿Recuerdas que te dije ayer que necesitaba una buena charla? Necesitaba compañía y él me la dio escuchándome y mirándome...
Suspiró, se rodeó las piernas con los brazos.
—Hay muchas maneras de hacer el amor y nosotros elegimos esa.
—Genial —Mi voz tenía un entusiasmo tan fingido que daba lástima—. Entonces supongo que comenzarán a salir.
Ella parpadeó y su sonrisa se desdibujó como tinta en agua.
—No en realidad.
—¿Por qué?
—No puedo decírtelo —dijo dándome un empujoncito con el pie y me observó.
—¿Me guardas secretos? —pregunté seriamente.
Entre nosotros había miles de conversaciones a la vez, nos acabábamos de meter en un laberinto que cada paso era una trampa. Ella sabía que su respuesta no contestaría una única pregunta. O tal vez era mi fructífera imaginación haciendo de las suyas y colocando significados ocultos en respuestas planas y vacías.
—Te guardo muchos secretos.
—¿Quisieras decirme la verdad?
Miró el techo.
—Nunca lo haré, pero a veces quiero hacerlo y otras no.
—¿Hoy? —pregunté.
Cerró sus ojos, su aire jovial se desvanecía.
—Sí, hoy sí.
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