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6

 —Hydra —susurró ella como si leyera mi nombre de la palma de su mano junto con otras descripciones.

 —Mamá —murmuré con la garganta seca.

 Demoré un segundo en reaccionar, pero luego llegué a la conclusión de qué era lo mejor.

 Corrí mentalmente hacia ella para darle un abrazo, pero en la realidad le di la espalda, agarré el carro, lo giré y tomé otro corredor.

 Si viviera en mi cabeza todo sería más fácil. Tal vez yo también era rencoroso, como los humanos.

 Ella me alcanzó sin esfuerzos porque tenía una velocidad alarmante y envidiable, a veces cuando se movía se veía como una mancha borrosa, como cuando das muchas vueltas y de repente todo el mundo se vuelve una línea en movimiento de colores y formas indistintas. Esa habilidad la había heredado mi hermano, pero yo no era tan raudo ni veloz, de otro modo la habría mandado a la mierda más rápido.

 —¿Déjame solo, quieres? —Traté de reanudar la marcha y evadirla, pero de un segundo a otro la tenía otra vez frente a mí—. ¿Por qué no haces lo que mejor hiciste en estos diez años?

 —¿Triunfar?

 —Me refería a desaparecer.

 Ella frunció el ceño como si no me comprendiera.

 Estaba vestida con un traje diplomático y gris, su cabello castaño lo tenía atado en un tirante moño que remarcaba sus severos pómulos, los cuales, le endurecían el rostro. Su piel aceitunada era tersa, sin cicatrices ni ninguna marca que demostrara haber perdido en una lucha. Sus ojos eran dos canicas negras que me escrutaban. Lo peor de todo, que mi hermano y yo nos veíamos exactamente igual a ella.

 —Yo no te abandoné —refutó molesta retrocediendo un paso como si fuera yo el que había tirado por la borda la relación—, te dije que en la Ceremonia nos retaras a nosotros y no lo hiciste —recriminó.

 —¡Iba a perder! —Abrí las manos y solté el carro preguntándome si podía usarlo como vehículo para arrollarla—. Por los dioses, el chico que había peleado antes que yo, Yunque ¿Lo recuerdas? Había perdido cuatro dedos cuando retó a la manada Cobre y perdió, por suerte se le ocurrió luchar contra Betún, ellos lo recibieron bien como hicieron conmigo.

 —Pero habrías estado con nosotros —insistió con un tono frívolo e impasible.

 —Me hubieran matado o peor hubiera perdido un miembro...

 —Habrías tenido honor.

 —¿Para qué mierda sirve el honor? —cuestioné señalándola—. Me cago en el honor, me limpio el culo con el honor.

 —¿Ese lenguaje sucio fue lo único que aprendiste en estos años?

 —Me lo enseñó Mirlo —contesté introduciendo mis manos en los bolsillos para calmarme y no darle una paliza, o mejor dicho, que ella me diera una.

 —Ya, la camarera esa —habló como si se refiriera a la suciedad de su zapato y se anticipó a mi expresión de sorpresa—. Sí, los he seguido, sé más de tu vida de lo que crees.

 Tomé nota para quejarme con Ceto más adelante.

—Sé que trabajas de mecánico, esa profesión te la enseñó Tuerca, tienes un taller con Ceto y tu amigo Yunque, cerca de ese intento de casa en el que viven. Funcionan como un trío, siempre andan juntos. Van en coche porque queda a dos horas de caminata, pero a veces no tienen dinero para el combustible y se despiertan antes para ir. Por las mañanas llevas a los niños de la manada a la escuela en la camioneta de Pimienta, aunque él nunca se las presta, pero se la siguen usando de todos modos. Luego trabajas en el taller y por las noches cocinas en el restaurante donde Mirlo toma turno completo. Después van juntos a su casa, pero, aunque el viaje dura cinco minutos siempre tardan una hora porque se quedan solos en el coche. Rudy y Pan insisten en que veas a un psicólogo porque no eres expresivo, estás todo el tiempo hermético, como un muerto. Tienen miedo de que eso sea la repercusión de la enfermedad que tienes.

—¿Cómo mierda...?

—El dinero lo puede todo —me explicó cruzándose de brazos, la mirada de suficiencia que tanto conocía floreció en su rostro, ella siempre elevaba el mentón como si te desafiara.

—¿El dinero puede hacer que me dejes en paz?

—Sí, pero tú no lo tienes.

Fingí enjugarme una lágrima.

—Felicidades, Rudy verá que me harás llorar sin necesidad de un psicólogo, la pondrás feliz.

—Tú no puedes llorar —Se rio frívolamente, su risa era armoniosa, era una risa perfecta, de ganadora—, en eso eres como yo, duro emocionalmente, nada te conmueve. No lo veas para mal, ser indiferente es una virtud.

—Me siento virtuoso.

—No te busqué para discutir —dijo alzando una mano entre nosotros.

—Gracias por aclararlo, me lo temía.

No era la primera vez que nos veíamos desde la Ceremonia de Nacimiento, pero si la primera vez que hablábamos. El contacto entre la familia se había perdido con el tiempo.

En varias ocasiones, luego de la Ceremonia, Ceto y yo habíamos tratado de visitarla en la mansión, pero nunca se encontraba presente. Siempre nos echaba la servidumbre, prometiendo que ella nos llamaría cuando regresara, pero nunca sucedía.

Éramos unos críos y extrañábamos vivir con ella, escuchar su voz. Queríamos verla, que cambiaras de manada no significaba que perdieras contacto con tu familia. Los padres de Yunque siempre nos visitaban o ellos nos invitaban a nosotros a unas deliciosas cenas en su jardín. Aunque la residencia de Betún era pequeña siempre acogía invitados, casi todas las noches venían familiares de cualquier miembro, sobre todo de Tibia y Cuarzo que estaban a punto de tener un bebé.

Pero mi madre nunca fue a vernos y ni siquiera se presentó cuando Milla y Rudy la esperaban para las cenas o la invitaban a tomar el té. Rudy creía que era por los rumores de que vivíamos en el bosque como unos cochinos salvajes, en pelotas y con piojos. Así que siempre antes de salir nos peinaba el cabello, nos rociaba de colonia barata y nos indicaba que nos comportáramos, gritáramos groserías y no arrugáramos la ropa. Aunque con el tiempo, las prendas que pudimos llevarnos de Olimpo ya no nos quedaron, y la vestimenta que heredamos en Betún eran gastadas, desteñidas y emparchadas siempre estaban en buena forma ¡Aunque tenían un gusto de mierda!

Pero no importó el acicalamiento ni la compostura que adoptáramos, ella nunca respondió una invitación.

Cuando de casualidad nos cruzábamos en la acera mi madre fingía que no nos conocía, al principio no lo entendía, luego comprendí que se estaba postulando a gobernante de la ciudad y necesitaba su imagen pulcra para la campaña. La caridad no vendía.

No obtendría votos si congeniaba con los de abajo. A veces me resulta divertido porque había leído en los libros de historia que los políticos humanos solían hacer lo opuesto para ser votados, siempre congeniaban con los de abajo, los pobres, para demostrar compasión y ganar votos. Pues las cosas son diferentes en este lado de la historia, a los líderes se los elije porque son recios, poderosos, inmunes a la compasión, son insuperables, son lo mejor de lo mejor.

Pero eso no le importa a un niño.

Recuerdo que Ceto había llorado a mares la noche en que, al salir del cole a los diez años, Rudy nos estaba esperando en la puerta con su sonrisa característica y mamá había transcurrido en ese mismo momento por esa calle. Se dirigía a una junta y se la veía apurada. Yo no me había animado a hablarle, sólo la había observado de lejos, sosteniendo la mano de Rudy que me acariciaba tranquilizadoramente los dedos con su pulgar.

Aun recordaba la decepción que le había causado y no tenía ánimos de que me mirara otra vez así; pero Ceto la había corrido y la había llamado a gritos, aullando su nombre a todo pulmón. Y la única respuesta que obtuvo de mi madre fue un desvió de mirada. No volteó, se había subido a un auto y arrancado como si no existiera.

Es noche Ceto no podía parar de sollozar, se había acostado en la avejentada cama que le habían dado y decía que quería volver a mansión mientras Milla y Rudy trataban de consolarlo. Algunos miembros de la casa se habían reunido alrededor de la puerta a murmurar qué hacer, Pan y Circo, en sus mejores años, hablaban de reunir dinero y llevarnos al zoológico, otros proponían una fiesta y muchos insultaron a mamá.

Pero yo no había podido derramar una lágrima, me había sentado en la escalera mientras oía sus voces deslizarse por toda la casa, nunca había sido un niño de lágrimas ni de risas, pero sí de odio.

Y en aquel momento comencé a odiarme por ser débil, porque si no lo fuera Ceto no me hubiera seguido a esa manada y también había empezado a odiar a mi madre por ser fuerte, porque si no lo fuera ella hubiera volteado para sonreírle a su hijo.

Esa noche había comprendido que la familia no se hacía por la sangre se forjaba cuando se amaba y, sobre todo, cuando se enfrentaban problemas juntos. Esa noche, Mirlo se había sentado a mi lado, en un escalón más arriba de mí, había abrazado sus rodillas y me había observado con curiosidad.

—¿Por qué no lloras? —había preguntado.

—No tengo ganas de llorar.

—¿Quieres que te ayude con eso? —había insinuado gentilmente—. Puedo golpearte si quieres.

—No quiero.

—¿Seguro?

—Lárgate.

—No.

—Cómo sea.

—Tu madre apesta.

—Sí, lo sé. La odio.

—No es verdad, mi mamá dice que la odias porque la amas y ella te lastimó. Ella dijo que el del amor puede surgir el odio, pero nunca del odio surgirá el amor. El odio es amor lastimado.

—No te entiendo.

—Yo tampoco entendí lo que dijo. Mamá ve muchas novelas, a veces dice cosas sin sentido.

—Me parece que te lo heredó.

Ella se había reído y luego Cuarzo, cuando era adolescente aun, nos había mandado a la cama.

Era cierto que en aquel momento no había comprendido las palabras de Mirlo, pero mientras veía a mi madre en el hipermercado entendí a la perfección lo que de verdad sucedía.

Yo no era un niño de odio, era un niño de amor, siempre había estado lleno de amor, pero al amor cuando se lo hiere trata de fingir algo que no es, pretende aparentar ser más resistente de lo que es y se disfraza de odio. Pensé que no era como Mirlo, yo vivía con una máscara, una que cubría lo que de verdad era.

No quise discutir con mi madre, hice lo mejor que sabía y guardé todo para luego quejarme con mis camaradas: Yunque, Ceto y Mirlo.

—Ya, a qué viniste. Estoy seguro de que alguien hace las compras por ti, nunca pisaste uno de estos lugares

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