55
Eso me inquietó, quise contactarlos, pero algo me decía que debería esperar a estar solo. Parpadeé, me ardían los ojos, no dormía hace casi tres días, mi cerebro parecía a punto de explotar. Me masajeé los párpados pensando en la canción que me cantaba Rudy cuando era pequeño, especialmente cuando ella tenía que trabajar turno nocturno en el hospital donde era enfermera. A veces me llevaba allí con Cet, Mirlo y Yun. Nos quedábamos en la recepción, durmiendo en las sillas de plástico, teníamos solo diez y once años.
La canción se llamaba «Buenas noches, luna» o «Luna partida» no podía recordarlo con exactitud. Recuerdo que sólo accedía que la cantara en casa porque me daba vergüenza en el hospital.
Ni siquiera sabía si quería ayudar a los humanos y estaba allí, dándoles pruebas de todo lo que tenía. No confiaba en ellos, pero tampoco tenía la crueldad suficiente para negarle a un niño como Víctor conocer el bosque o la lluvia. La vida bajo tierra no era vida.
Ellos continuaron actuando como si no hubieran oído nada de mis amigos, permanecieron por quince minutos formulando todos sus análisis hasta que la doctora me habló y me arrancó del vacío en donde había depositado mi cabeza.
—Necesitamos muestras para proceder—explicó con una carismática sonrisa.
—Partes de mi cuerpo —deduje.
—Pequeñas —aclaró arrugando su nariz.
Esperaba que no fuera medula, eso dolía de verdad y te dejaba algunos días en cama. El colega gordo se separó del grupo y me guío al pasillo, antes de irme la doctora, con una carismática mueca, me dijo:
—Hydra, gracias a ti estamos haciendo historia —Me abrazó, me observó fascinada aferrándose de los marcos de la puerta y luego juntó sus manos sobre los labios—, gracias.
—Pero qué están haciendo...
—Por ahora nada, ya te lo diremos cuando lo tengamos. A la tarde me contactaré contigo.
Suspiré, cargaba mi ropa en las manos, el colega gordo con sus labios estirados de la felicidad abrió la puerta contigua. Ya estaba cansándome de ver tantas sonrisas, tanta felicidad y dicha pululando por aquí y por allá, eso sí que me enfermaba. Antes de entrar al consultorio contiguo observé el pasillo de cal blanca.
No había nada de plata, las luces eran naranjas, se parecía a casa, pero no me hacía sentir como en casa.
Al final, en el otro extremo del pasillo, había una puerta roja con una "x" negra en el centro, alrededor del umbral había guardas de advertencia.
Me pareció misterioso.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—A door, una puerta.
Puse los ojos en blanco.
—Ya sé, genio ¿A dónde lleva?
El hombre me indicó que entrara al consultorio e ignorara la puerta misteriosa, lo seguí mientras él explicaba.
—It's el laboratorio, tenemos investigaciones peligrosas, bacterias y virus, no puedes pasar.
—¿Qué investigan? —dije siguiendo sus instrucciones y sentándome en la camilla.
—Oh, no sé cómo se dice en tu idioma... este —Se rascó su espeso bigote, se colocó unos guantes y agarró un hisopo—... sería algo así como humanos. We... nosotros, investigamos las defensas... Sorry... i don't...
Se calló, otra vez no sabía hablar en su idioma sagrado o como le dijeran al español.
Me quitó un poco de saliva, piel, sangre y cabello. Jamás había entendido por qué la gente estudiaba medicina, estudiaba casi una década o más para zambullirse en los asquerosos fluidos humanos que todo el mundo trataba de evitar. Mientras tanto el doctor observaba de reojo mis cicatrices como si temiera que yo le hiciera una a él.
Cuando estaba guardando todo en un portafolios, ubicado sobre su metálico escritorio, zumbó un comunicador y no era el mío que estaba coronando la pila de ropa. El doctor sacó una radio de su bolsillo, de ella sonó una voz que decía algo en su característico idioma, sólo entendí la palabra «Chica» y «enferma». Él respondió afirmativamente, sacó de un mueble una máscara de oxígeno, se la puso, se enlistó al lado de la puerta y esperó a que fuera abierta como un soldado presto y obediente.
Deby entró siendo escoltada por dos humanos en trajes herméticos de plata, cada uno la sujetaba de un brazo, sus pies descalzos se elevaban unos centímetros del suelo, su alborotado cabello dorado le cubría la mitad de la cara. Ella los mutilaba con sus ojos aguamarina como si deseara arrancarle los miembros uno a uno.
—Examínela —explicó uno de los guardias, su voz llegó ahogada detrás del traje hermético.
El doctor de bigotillo hizo un ruido de disconformidad, como si fuera un toro encabritado, alzó sus hombros preparándose para enfrentar el asunto, salió de la habitación y comenzó a discutir en la entrada. La arrastraron a ella hacia la discusión. Cuando salieron todos, aun sentado en la camilla, cerré la puerta de una patada mientras me tendía en el compacto colchón a buscar mi radio.
Accioné el botón:
—Chicos, qué sucede. Estoy solo. Cambio.
La voz de Mirlo y Yunque comenzaron a sonar alarmadas y acaloradas como si estuvieran corriendo. Escuché sonido de gravilla y que ambos se detenían.
—Hydra —dijo ella, respiró una bocanada de aire, hizo una pausa y siguió—. Hydra, los humanos están locos.
—¿Qué pasó? ¿Descubriste qué son los descerebrados? ¿Son armas?
—¿Qué? —inquirió ella—. ¿Armas? No, olvida eso, pero hacen cosas raras, encubren algo, tal vez una costumbre ¿Recuerdas lo que dijo Víctor? El niño ¿Qué moriría a final de semana? Pues no es el único, todos los niños menores de seis años morirán. Eso dicen ellos.
—Los adultos dicen que son invenciones suyas, que los niños son unos mentirosos —continuó Yunque—, pero no creo que sea verdad. Al principio los niños lo decían sin tapujos, pero luego comenzaron a mostrarse reservados con el tema. Al parecer se corrió la voz de que estamos preguntando y les ordenaron que mintieran.
—¿Me estás diciendo que ellos asesinarán a todos sus hijos menores? —pregunté.
—¡Sí! —contestaron los dos al unísono.
Me concentré en la discusión del pasillo, el doctor, los guardias y Deby estaban del otro lado, mi pulso se aceleró.
—Espérenme en la puerta, nos vamos.
—Aguarda ¿Qué? —preguntó Mirlo.
—Dijo que se va.
—¡Oh, ya sé lo que dijo!
—Creo que nos están mintiendo Mirlo, no quiero ayudarlos, me parece que son crueles —expliqué.
—Claro que son crueles, están locos —me dio la razón.
—Entonces no los ayudemos a conseguir una inmunidad, dejémoslos encerrados aquí.
Ella guardó silencio, como si pensara.
—Pero si no los ayudas a encontrar una manera de ser inmunes porque matan entonces también los matarás —explicó Yunque, sonaba compungido—. Serás igual de cruel que ellos. Escuché que hay épocas en donde se le acaban los cultivos, en esas épocas muere la mitad de la población de hambre, la pasan mal aquí abajo. Los matarás si no los ayudas. Los abandonarás para que pasen la eternidad aquí abajo, para que sufran.
—Eso es lo que trato de hacer —expliqué.
—Te gusta la historia ¿verdad? ¿Recuerdas lo que decía Maestro? —preguntó Mirlo—. Que cuando colonizaron... este... ¡América! Cuando colonizaron América la gente creía que los nativos eran salvajes y no merecían compasión. Sólo eran diferentes, tenían sus rituales sangrientos y todo, pero lo hacían porque no entendían que estaba mal. Los colonizadores los mataron cruelmente a todos por ser diferentes, si les hubieran dado una oportunidad...
—Creemos que se deschavetaron de tanto tiempo aquí encerrados —opinó Yunque—. Pero no puedes abandonarlos, sólo debes ayudarlos a encontrar la forma de no infectarse cuando salgan. Son como tú, Hydra.
—Es que —me di cuenta de que estaba alzando la voz y la bajé mientras vigilaba alerta la puerta—, es que no los siento como... como yo. Me siento diferente a ellos. No me caen bien los otros humanos.
—Solo ayudarlos a no morir y luego... —Mirlo suspiró.
—Cuando salgan al mundo exterior serán problema del gobierno —explicó Yun—, que ellos les digan que no pueden matar a sus hijos.
—Pero —suspiré— tengo el presentimiento de que algo malo está sucediendo ¿Recuerdan los cadáveres con la cabeza explotada? ¿No es extraño que el detective Onza se volviera loco y se apretara la cabeza? Tú lo viste Yunque, le sangraban los ojos, la boca, los oídos, todo. Era como si fuera a explotar.
—¿Crees que fueron los humanos? —inquirió Mirlo con curiosidad y desconfianza.
—No sé, cada vez que lo creo posible vuelvo a dudar. Nada tiene sentido —dudé, nunca se me habían pintado bien los misterios—. Los únicos humanos que había en la ciudad esa noche estaban muriendo dolorosamente. Eran una familia, el padre ya estaba muerto, la mujer en eso y el hijo, creo que había muerto antes que el padre. No se me ocurre cómo lo hicieron, cómo pudieron ser ellos. No se me ocurre otra explicación.
—Vampiros —soltó Yun.
—Termina de decir eso —se quejó Mirlo—. Los vampiros no existen, no estamos en un libro de ciencia ficción.
Meneé la cabeza. Lo último que tenía que hacer era escuchar las tontas teorías de Yunque que siempre involucraban vampiros, dinosaurios, realidades alternas, clones y humanos... Aunque ahora los humanos sí existían, esa teoría conspirativa ahora era una realidad.
—Es todo, regresaré a casa. Les diré que no los ayudaré porque me resultan misteriosos, les diré que no quiero ayudarlos —decreté—. Que sean sinceros o mueran.
—Es tarde para eso, Hyd —me regañó Mirlo—. Pero si desconfías estás de suerte porque estamos por descubrir qué traman.
—¿Qué? Aguarden ¿Dónde está Ceto?
No había escuchado su voz en toda la conversación. Hubo un silencio demasiado prolongado, tardaron más de cinco segundos en contestar.
—Estamos yendo a otro lado —respondió Mirlo como quien no quiere la cosa.
—¿A dónde?
La puerta se abrió, apagué el radio. El doctor entró seguido de los escoltas en trajes herméticos y Deby. La aventaron a la habitación como si fuera un saco oloroso y cerraron la puerta, el doctor gordinflón la observó por unos segundos, se dio la media vuelta y fue por unas jeringas a un armario de vidrio. Deby me observó.
—Creen que estoy infectada —explicó, aunque no le había peguntado porque no me importaba, se sentó en la camilla, junto a mí, me aparté de ella situándome al otro extremo—. Les dije que era una tontería o que en caso de estar infectada es demasiado tarde porque estuve en la fiesta.
—Ah —comenté sin saber qué más decir.
—Hice lo que pude, Deby —contestó con fastidio y de espaldas el doctor—. Sólo sigamos con esto, mientras más rápido termine más pronto te irás.
Ella cerró los ojos para tranquilizarse, se barrió el cabello del rostro y suspiró.
—No importa, mi padre vendrá cuando se entere que hicieron esta estupidez.
—¿Y por qué te trajeron aquí si él no quiere que estés?
—Fue el contrincante de mi padre, es el gobernador, el vicepresidente, se llama Andrew Carnegie, es un idiota. El odia a mi familia y como quiere encabritar a mi padre hizo que me examinaran por posible contaminación. Pero no estoy infectada —bufó.
—¿Carnegie? —inquirí acercándome un poco—. ¿Cómo los Carnegie que se fueron a entregarme la carta?
Ella me observó pasmada como si se preguntara de dónde había sacado la información.
—Sí, Dan Carnegie es... era el sobrino del gobernador Andrew Carnegie.
Asimilé la información y me frustré al caer en la cuenta de que no me servía de nada. El doctor le extrajo un poco de sangre, le dijo que se quedara allí y se marchó del consultorio, dejándonos sentados en la camilla, me sentía expuesto al estar casi desnudo frente a una desconocida, como si ella fuera una chica de mi manada.
—Escuché, cuando pasaba por el pasillo —continuó Deby cuando estuvimos a solas, recostando su espalda contra la pared— que en la sala de al lado estaban hablando de ti, decían que eras una maravilla, que estaban tan agradecidos contigo, que ya te querían como si fueras su propio hijo y todo eso.
—Ah —respondí reservadamente con la esperanza de que se callara.
Ella había estado en silencio desde que la había conocido, siempre con la mirada juiciosa y tensa como el ala de un águila en pleno vuelo. Pero en aquel momento se la veía curiosa, parlanchina y amigable.
—También los escuché hablando de que te caíste por el hielo, más bien que te tiraste —prosiguió como si fuéramos dos compañeros de manada en un café, hablando de cosas que nos interesaban.
—Sí, eso hice.
—¿Por qué?
—Mi hermano se estaba ahogando.
—¿Y qué hacía él ahí?
—Me había querido ahogar a mí —expliqué.
Ella abrió los ojos.
—¿Ceto? —inquirió—. Pero él se ve tan gentil y simpático...
—Y lo es, pero cuando éramos niños teníamos otras cosas en la cabeza —no iba a decirle que mientras más prestigio tenía la manada menos compasión o sentimientos humanos albergaban.
Era por eso que cuando yo y Ceto vivíamos en Olimpo no solíamos querernos mucho, ni siquiera éramos amigos, solíamos competir y casi nunca hablábamos más de lo necesario. En parte tenían razón, en Betún todos éramos unas cremitas, éramos débiles y sentimentales como humanos.
—¿Me cuentas la historia?
—No.
Ella guardó silencio, observándome, giré mi cabeza, sus ojos me estudiaron, sus labios carnosos separados por una palabra muda que no se atrevía a formular.
—¿Por qué me hablas? —pregunté molesto—. Estuviste haciéndote la tonta todo el tiempo con mis amigos y ahora eres un diccionario completo.
Deby me observó con reproche, se separó de la pared y frunció ligeramente el ceño como si viera algo que no pudiera comprender por más que se esforzara.
—Siempre soy charlatana, también soy muy graciosa —se defendió inflando el pecho como si fuera una heroína a punto combatir el crimen.
—Seguro.
—Tú tampoco eres don modales —espetó subiendo sus piernas a la camilla y flexionándolas.
—Es que no lo soy.
—Yo sí —comentó arrepentida, juntó sus manos en el hueco que formaban sus piernas—. Supongo que nunca podrás conocerme como era antes.
—¿Antes de que te ofrecieras voluntaria para escoltarme?
Asintió observándome con piedad como si me rogara que me detuviera.
—¿Por qué quisiste hacer una misión suicida?
—No puedo...
—Sé que hay algo, no sé qué es, pero los humanos tienen algo —Ella me contempló alarmada, con los ojos bien abiertos y las mejillas sonrosadas—. Puedo presentirlo y si tú te quisiste matar o morir sola, lejos de las únicas personas que habías conocido en la vida, es que no estás a favor de lo que ellos hacen o piensan. Ni siquiera sé si lo que hacen es algo malo...
—No lo es —aseveró—, no hay bandos malos aquí, sólo asustados, personas tan desesperadas. Ellos quieren que nos ayudes a salir de aquí sin morir, nada más. Deja de ser tan desconfiado y gruñón. Saca de tu cabeza la idea de que los humanos son malos. Sólo quieren salir.
—Es que ya no sé si creer eso.
—Es la verdad, quieren salir.
—Sé que no eres como los demás —insistí, le condecía que ella era única entre el resto de los humanos, era un misterio.
—No me conoces —Negó con la cabeza.
—No, es cierto, tú misma lo dijiste, jamás podré conocerte como eras antes de que todo esto pasara, antes de salir de la ciudad o de que los humanos supieran que existían inmunes. Pero sé que no concuerdas con ellos. Dijiste que nunca planeaste regresar a la ciudad, si no quieres regresar es porque ellos te daban más miedo que las bestias de afuera.
—Hydra, baja la voz —susurró chitándome.
—Te contaré la historia del hielo, si me cuentas la verdad.
Ella la pensó, la alarma se esfumó de sus ojos y fue suplantada por el instinto suicida que la obligaba a cometer locuras. Tal vez estaba loca, tal vez todos los humanos estaban locos, incluso yo. Agitó sus hombros con si aligerara una carga pesada, se acomodó el cabello detrás de la oreja.
—¿Puedo decidir cuándo contarte la verdad? —preguntó, el trato comenzaba a gustarle.
Dudé, no podía creer que estuviera admitiendo que los humanos tuvieran un secreto, y mucho menos creer que estaba accediendo a decírmelo.
—Mientras no me lo cuentes cuando sea demasiado tarde.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Oh, Hydra —Inclino la cabeza hacia el costado— incluso si te lo contara ahora ya sería demasiado tarde.
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