50
Después de media hora o más, llegamos a la costa del mar cavernoso.
Estábamos tan lejos de la ciudad que se veía como un puntito blanco en la negrura, refulgía al igual que una estrella lejana o una estación espacial. Había estalagmitas en el suelo y estalactitas o columnas que habían formado ambas al fundirse y viajaban del techo al suelo. El aire allí olía a encierro lo que me confirmó que no entraba una ventisca de oxígeno del mar hacía muchos años; ella tenía razón, habían derrumbado la entrada completamente.
La playa era de guijarros, no había marea. Nos quitamos las mochilas, Mirlo se acercó al agua, desenfundó su mano, arrojando el guante por encima de su hombro y la metió en el agua, pero rápidamente la quitó.
—¡Ah!
—¿Te quemaste? —pregunté inclinándome sobre ella con la velocidad de una bala.
Me paré de cuclillas a su izquierda, apoyé una mano en su hombro y la guíe hasta mi lado, debajo de mis atentos ojos.
—La sentí hirvien... caliente. Ya no que puedo sacar la máscara porque puedo matar a alguien creí que podría... ya, olvídalo —gruñó y apretó su mano contra el pecho—. Fue un gesto tonto.
Toqué la marea petrificada del mar. Todo allí estaba frío, incluso el agua. Pero ella tenía la mano roja como si la hubiera bronceado sin discreción sobre el sol. La cubrió nuevamente debajo del guante de cuero, no temblaba porque un leve dolor no le quitaba el temple a Mirlo, pero tampoco estaba a gusto.
—Te quemaste —bisbiseé—. ¿El agua tiene plata? —pregunté volteándome hacia la humana, mi voz sonaba como si fuera a matarla lo que era raro porque siempre me oía como un autómata.
—Llevamos cientos de años en este lugar, todo tiene plata, hasta el aire —explicó la humana, recostándose sobre una columna de piedra con aire aburrido.
No le había gustado que Mirlo se quemara, pero tampoco parecía disgustada, sinceramente le daba igual. Me puse de pie violentamente.
—Pudiste decírselos —discrepé hablando entre dientes—. No nos explicaste nada.
—Creí que lo adivinarían ellos solos.
—Ya, ahora sí siento ganas de pelear —masculló Cet, sentándose sobre una roca y apretando los puños.
—No —Mirlo me agarró del codo—. No importa. Mira, esto fue lo que toqué —dijo sacando del agua la cabeza de una flecha de plata, como ahora tenía puesto los guantes impermeables estaba protegida.
Eso no me tranquilizaba y no quería que sumergiera nuevamente la mano para comprobar que tan alérgica era a todo lo de la ciudad. Me maldije a mí mismo, literalmente todo era venenoso para ellos, ni siquiera podía saber si estaban preocupados, asustados o algo. Aunque estuvieran debajo de una mascareta, su rostro lo sentía tan lejos como otro sistema solar.
Estábamos en las entrañas de la tierra, lejos de casa, de la manada, nuestros empleos, la biblioteca donde solíamos estudiar, el lago donde íbamos a nadar... Detuve mis pensamientos. Añorar mi hogar no me ayudaría en nada, debía pensar de forma más lógica, pero no podía, las sensaciones me trastornaban; mis amigos, literalmente las personas que más amaba en todo el mundo, estaban poniendo en peligro su vida para probarles que no eran peligrosos y a la humana le era indiferente.
—Eres mala —la describió Yun.
—I? —preguntó la chica con sorpresa, desprendiéndose de la columna de piedra en la que estaba tumbada, señalándose el pecho con expresión de desconcierto.
—Sí, tú —dijo Mirlo y masculló un insultó entre dientes, alejándose del agua.
—Yo no soy la que vive bajo tierra porque su raza mata todo lo que toca.
—Pero si no matamos nada —Ceto se puso de pie, evidentemente molesto—, no sé si viste lo que había arriba, cabeza de topo, pero lo único destruido son esas horribles ciudades que mataban el planeta. Todo lo demás continúa como antes y en más cantidad. Ustedes iban a asesinar a todas las especies y nos echas en cara que casi matamos una. Ni siquiera extinguimos a los humanos porque de otro modo no estarías bravuconeándonos ahora.
La chica guardó silencio, pero su expresión de asombro era más grave que antes como si no pudiera creer que un argumento sólido pudiera venir de ellos. Tal vez los creía animales de zoológico parlantes.
—¿Qué no se lo dijeron todos los mensajeros que enviaron y regresaron? —pregunté—. Los que me dejaron las cartas tuvieron que haber visto que ahora los licántropos son más diplomáticos, más humanos.
—Nunca regresaron los mensajeros —susurró la humana—. Todo el que sale de la ciudad lo hace para no regresar —explicó abrazándose a sí misma con desamparo.
Habíamos tocado un tema que le calaba hondo, una herida en su alma, un tormento. La oscuridad del mar era tan densa que, si no fuera por nuestras linternas y el brillo que venía de la ciudad, estaríamos en completa penumbra.
—Pero tú regresaste —apuntó Mirlo sin entender.
—Se suponía que no lo haría, que tenía que guiarte y quedarme fuera pero como viniste con acompañantes —suspiró y miró las aguas—. Las reglas habían cambiado y... me acobardé, no pude morir por la humanidad.
—¿Pero por qué no los dejan regresar? —pregunté.
—Porque regresamos infectados —susurró—. Por eso tenía un respirador del otro lado, afuera, por si me topaba con un licántropo, para no ingerir el mismo oxígeno que un enfermo. Ellos transportan el virus, lo que se erradica por tu cuerpo como un cáncer, se filtra en tu código genético y te infecta. Pueden convertirme en uno de ellos, o peor, puedo morir de una forma dolosa en la transición.
—Aguarda —dije sin entender—. ¿Tienen miedo de volverse licántropos?
—Infectarnos —corrigió.
—Ya, pero es lo mismo —resumió Ceto arqueando sus manos como si sostuviera una cajita—. A ver si el lío viene a que somos agresivos y toda esa madeja ¿Por qué no contagiarse y ya? ¿Los humanos no tenían un dicho? Si no puedes contra ellos, úneteles.
Ese dicho lo sabíamos gracias a la proveedora de refranes: Rudy. En aquel momento la extrañé porque ella le daría un sermón a Deborah sobre el respeto, la honestidad y la paciencia y luego le diría que se peinara el cabello.
—¿Me estás hablando de extinguir toda una raza? —preguntó sin comprender.
—Así que no podían salir afuera porque... —comencé a formar la idea en mi mente—, no quieren relacionarse con ellos porque no quieren contagiarse y convertirse.
—¿Qué no saben nada de lo que pasó antes de la NE?
—¿Qué?
—La NE. La Nueva Era.
—Mmm, no, a decir verdad, en la superficie los licántropos estuvieron medios salvajitos por un tiempo —explicó Cet, tratando de minimizar la época más oscura de la raza—. Luego de, no sé, cien años, más o menos, la nueva generación podía controlarse más y ya no eran unos monstruos devoradores de carne. La parte humana ganó contra la parte animal. A su vez, ellos criaron una generación más civilizada y estos engendraron otra generación más humana que la anterior. Con el tiempo se reconstruyó todo desde cero, eso hace unos quinientos años. Pero se perdieron los registros de qué pasó antes.
La chica meditó lo que dijimos, humedeció los labios con la mirada perdida, desenfundó y enfundó la navaja en una vaina que colgaba de su muslo, como si fuera una extensión de su propio cuerpo y acabara de añadirse una pieza más. Se sentó sobre los guijarros oscuros y se alumbró la cara con la linterna, la imitamos y abrimos un círculo, las luces, de alguna manera, volvían más sombrío el lugar.
Las piedras de la costa crujían bajo nuestro peso, quejosas y viejas.
—¿Cómo... cómo son las cosas afuera? —susurró Deborah, su rivalidad hostil se había convertido en una curiosidad nostálgica.
—Pues tenemos escuelas y hospitales, casas de moneda, capitolios y eso —explicó Mirlo.
—¿Qué pasó con los países? —se interesó.
—La tierra no está muy poblada para que se divida —expliqué—, nos gusta que se mantenga verde, la mayor parte de la población vive en estaciones espaciales, fue lo único en lo que nuestra especie siguió... innovando —señalé el techo de la caverna—. Fui una vez a ellas, hay mares artificiales y bosques dentro de las naves. En la tierra hay ciento cincuenta países de los cuales sesenta están habitados, el resto del planeta son ruinas, no más de cuarenta millones de habitantes en cada país.
Los ojos de la humana resplandecían.
—Y nos dividimos en manadas —explicó Yun—. La nuestra se llama Betún, el alfa de allí es Milla Metro...
Estuvimos casi tres horas hablando de nuestra manada, de la Ceremonia de Nacimiento, de lo que trabajábamos cada uno, le mencionamos a Papel, cómo se dividían los niveles sociales según la fortaleza con la que contaras y hasta hablamos del loco alcalde de Suelo Muerto llamado Servilleta.
Su semblante de odio se extinguió como todas nuestras preocupaciones de la ciudad venenosa, ella no paraba de hacer preguntas e incluso comenzó a sonreír cuando oía algo que le agradaba como que cada luna llena tirábamos fuegos artificiales y hacíamos fiestas.
La humana nunca había visto fuegos artificiales, solo había leído de ellos en libros y nos confesó que esa su gran sueño poder ver un espectáculo como ese, incluso tenía tatuado uno en el muslo. Se levantó la tela metálica que cubría su pelvis y corriéndola exhibió el dibujo de un hilo de pólvora explotando en cientos de colores. Mirlo se inclinó para verlo y la oí sonriendo.
—Vaya, es guapísimo.
—Lo sé —Se apartó de ella, todavía le tenía desconfianza, la gravilla del suelo crujió mientras se alejaba con sus pies descalzos, nadie allí usaba zapatos—, mi padre casi me mata cuando me lo hice.
—Yo también tengo uno, en la muñeca —dijo tocándoselo con cariño—. Es muy lindo también —Chasqueó la lengua y se lamentó de no poder descubrirse la piel, pero seguramente hasta el aire de allí resultaría venenoso para ella.
—Amo ese tatuaje —le dije para animarla, coloqué mis brazos sobre las rodillas y señalé con la quijada—. Es una abeja.
La había acompañado a tatuarse, habíamos ido los cuatro con Tiara y Argolla. Mirlo tenía dudas de hacerlo porque a nosotros, por ser de Betún, nos costaría más dinero que al resto, era por esa razón que nunca visitábamos salones de belleza, barberías o lugares de estética. Mirlo decía que era innecesario y que prefería ahorrar el dinero para los niños, pero Ceto la convenció diciéndole que ponía excusas porque le daba miedo.
—¿Una abeja? —preguntó la humana sin creérselo.
—Sí —Mirlo asintió aun agarrándose el sector del cuerpo del que hablaba—. Me tatué solo porque Cet me retó a hacerlo. Dijo que no tenía las agallas —Lo miró desafiantemente y él rio colocando las manos sobre las rocas y apoyando el peso de su cuerpo allí—. Pero las tenía. Elegí una abeja porque polinizan las flores y las plantas, le dan vida a la naturaleza. Sin ellas el mundo se extinguiría en cuatro años. Son la cosa más importante del planeta y nadie lo reconoce, todos las ven como un insecto molesto más. A veces, las cosas más importantes son las más desvalorizadas. Al criarme en lo más bajo de la sociedad a veces me sentía como una abeja, alguien capaz de hacer grandes cosas, pero sin que nadie lo supiera jamás.
—¿Ustedes... —La humana guardó silencio y acarició distraída una de las pequeñas trenzas que había en su cabellera dorada—. No sabía que ustedes...
—¿Qué nosotros qué? —preguntó Yun—. ¿Qué nos gustan las abejas?
Yo sabía lo que quería decir la humana: «No sabía que ustedes tenían sentimientos, sueños y aspiraciones»
—Es que... no sabía que pensaban —Alzó las manos atemorizada—. No se enojen, pero lo que me dijeron, las historias que me contaron de niña, decían que eran monstruos que usaban las palabras para matar, te engañaban, que hablaban, pero eran tontos, sólo repetían como loros, que no hacían nada más que asesinar, sin amor ni piedad. Que no conocían la lealtad.
—Pues mi amigo Pincel sí que no conoce la lealtad —bromeó Cet—, él me quitó a mi último novio.
—Pero es que —suspiró y cerró los ojos— estoy confundida. Hasta hacen bromas, malísimas, pero parece que tienen sentido del humor —Iba a decirle que lo de Cet no fue una broma, de verdad perdió a un novio porque lo engañó con su amigo Pincel, pero preferí dejarla continuar— y que tienen sentimientos como que se ofenden o enojan si los tratan mal o que... que se quieren entre ustedes y que no se matarían.
—Sí hay asesinos en nuestra sociedad —admitió Mirlo—. Pero Maestro me dijo que siempre los hubo, aunque hay menos que en la tuya. Eso seguro, la lealtad es muy fuerte entre nosotros, sobre todo entre la manada. Además, a nosotros nos leían por la noche que ustedes se encerraron bajo tierra maldiciendo a los licántropos y buscando la destrucción de ellos con el correr de los años y nos invitaron aquí ¿O no?
—Este... sí, tienes razón —sonrió, lo hizo amigablemente.
Algo andaba mal, ella no era una persona agradable.
—Así que Servilleta, Tijeras, Nuca, Tiara, Cartílago, Yunque —murmuró—. Tienen nombres raros, de cosas, generalmente.
—Pues para mí es más raro Deborah —opinó Yun.
—Podrían hacerte muchas burlas por eso —propuso Cet—, como que eres una devora p...
—What are you doing? Deby —gritó la voz de un chico, algo aflautada.
Salió de la nada, como un animal de asecho. Emergió de un sendero oculto detrás de unas rocas, al verla se detuvo tan solo un segundo, como si no pudiera creer que lo que veía era real, luego corrió hacia ella con renovadas energías, la abrazó y al elevó del suelo.
—Max! —chilló Deby con una sonrisa de oreja a oreja.
No creí que Deby, una humana tan cascarrabias como ella, podría estar eufóricamente feliz. El chico la abrazó tan fuerte que las mejillas de ambos colisionaron y se arrugaron.
—I miss yuo so much. I thought you would never come back. I miss you. Deby, oh, Deby. I don't know what to do in the factory...
Deby, la humana, sonrió y le dio palmaditas en la espalda mientras él giraba con ella en sus brazos y no dejaba de hablar. Se veía tan... cariñosos, amigos, humanos. Era como si yo me encontrara con Yunque después de creer que estaba muerto y jamás lo volvería a ver. Me generó empatía y vaya que no quería sentirme así.
De repente, el chico me divisó y se detuvo en seco. La soltó con la cara desencajada de la extrañeza.
Tenía unos pantalones metálicos, un collar de colmillos de animales, la piel dibujada con plata y en sus brazos cargaba, amarradas, vainas de cuchillos. Su cuerpo era como una flecha, de espaldas hachas, piel pálida, cabello sedoso y castaño, cubriendo sus ojos verdes. Se veía resistente como Cet, un poco menos musculoso, pero de seguro en una pelea uno de los dos ganaría. Parecía de unos dieciocho años.
Caminó con sus pies descalzos hasta mí.
—They don't speak english —explicó ella, con una mano apoyada en el hombre de él—. Debes hablarle con el nuevo, con el idioma que hablan los sacerdotes. El idioma sagrado.
No llegaba a concebir qué había pasado en esa ciudad, para que el español terminara convirtiéndose en un idioma sagrado.
—You... are... ¿Eres Hydra Lerna? —preguntó el chico, señalándome acusadoramente con el dedo.
—Ese mismo —contesté esforzándome por sonar ameno.
En sus ojos saltó una chispa de entusiasmo, me apretó la mano y la sacudió con brío. Boqueó y soltó ruidos inarticulados como si su boca no pudiera modular el caos de preguntas y palabras que tenía en su cabeza. La chispa se extinguió de sopetón cuando notó que había más gente.
—¿Y quiénes son ustedes? —inquirió refiriéndose al resto.
Cet se tomó la libertad de bromear y comentó con voz grabe:
—Tu peor pesadilla —No estaba tan desacertado.
Unos ladridos comenzaron a oírse en la distancia, al principio me desconcerté porque creí que no había más lobos allí, sonaban como cachorros de licántropos. Pero luego vi que un perro, de pelaje dorado, corría meneando la cola hacia Deby. Había venido por el mismo corredor de piedra volcánica que el muchacho. Era gordo y sus patas soportaban, de alguna manera, todo el peso de su grasa.
Ella gritó de alegría, trotó hacia el perro, aterrizó de rodillas para verle la cara y le rodeó el cuello con las manos.
—¡Richard! —gritó, el animal comenzó a lamerle la cara, era muy dócil—. Oh, te eché tanto de menos, creí que no volvería a verte —Se giró hacia nosotros—. Él es mi mascota —Nos lo presento rodeándole el cuerpo peludo con los brazos, apretándole la grasa y sacudiéndosela con cariño.
—¡Mascotas! —gritó Mirlo divertida y se acercó al animal que retrocedió, comenzó a ladrar asustado, a gruñir y el pelaje de su cuerpo se erizó, pero ella no pareció notarlo o no le importó—. Siempre quise ver un perro ¿Es un... labrador dorado, verdad?
Deby se desconcertó, se puso de cuclillas, calmó a su mascota, acariciándole la cabeza y agarrándolo de un collar rudimentario que traía en el cuello, mientras nos observaba sin comprender.
Por mi parte me desconcertó el collar del animal, era como si el perro fuera un criminal y le pusieran esposas o grilletes, supuse que mascota para los humanos era sinónimo de esclavo. Sin embargo, el animal parecía pasársela bien sin su libertad, al menos hasta ver a Milo y considerarla una amenaza.
—No nos llevamos bien con otros animales, se asustan en nuestra presencia —explicó Yun—. Tenemos ganados y granjas, pero para que no arruinen la tierra están almacenados en campos al aire libre o planicies extensas, con casi salvajes... No existen las mascotas de dónde venimos, los perros allá también son salvajes, solo hay animales deambulando... molestando lejos, por ahí.
—Aunque Hydra una vez me regaló un mirlo —explicó Mirlo—. Pero con el correr de los días lo dejé libre, no se veía feliz y yo tampoco lo necesitaba a mi lado.
—¿De dónde vienen? —inquirió el humano, que se llamaba Max, su sonrisa comenzó a desdibujarse—. Creí que Hydra venía de...
Enmudeció rápidamente, su rostro se deformó del pánico, retrocedió temblando como una hoja, Deby dejó de acariciar a su mascota, se puso de pie y negó con la cabeza.
Alzó los brazos entre todos.
—Tranquilo, Max —Se volteó hacia nosotros—. Chicos, este es mi mejor amigo, Max, que no saldrá huyendo y me dejará sola ¿o no, Max? —El chico tenía la mano sobre un cuchillo de plata oxidada, los ojos abiertos como platos y los dedos temblorosos—. ¿O no Max? —preguntó entre dientes dándole un codazo en las costillas.
—¿Tu padre sabe de esto? —preguntó como si no estuviéramos allí.
—Él me obligó vigilarlos —explicó—. Ahora está reuniendo a todos en la plaza para decirles de nuestros nuevos visitantes.
—Cuando vine para aquí vi gente montando una carpa de tela vieja y normal... no metálica ¿Es por ellos? —bisbiseó.
—Sí, los lobos se queman con casi cada objeto que tenemos —contestó bajando poco a poco los brazos que uso para mediar entre ambos bandos, o para que Max no nos apuñalara—. Hay plata en todos lados.
—Hola —Se presentó Cet entendiendo una mano y sonriendo cortésmente—. Un placer, Max.
El chico no se dignó a estrechársela, lo miraba como si fuera a arrancársela de un mordisco, todavía tenía los dedos pálidos rodeando la empañadura de la daga de su cinturón.
—Entonces por ellos cancelaron la producción —dedujo—. Estaba en la fábrica, superamos los estándares de Descerebrados, me dijeron que no produjera más y que fuera a la plaza por un anuncio, pero desde que te marchaste estaba tan triste y vine aquí. Desde que creí que no regresarías vengo al mar para sentirme solo. Te eché tanto de menos —Se acercó a ella y la abrazó otra vez, sin quitarnos la mirada de encima, la agarró de los codos y la sostuvo frente a sus ojos—. ¿Cómo fuiste a pensar ofrecerte voluntaria para la búsqueda, chica tonta?
Los ojos de Deby se llenaron de lágrimas y trató de zafarse de sus brazos, le rehusaba la mirada. Ver a Deby expuesta y vulnerable era aterrador.
—Solo quería salir, Max, siempre dije que saldría —comentó con la voz entrecortada.
—¡Hiciste suicidio! Dijimos que saldríamos juntos a un nuevo mundo.
Hablaban tan apasionados que debía ser un robot para no sentir su melancolía y desesperanza, siendo tan jóvenes ya estaban marchitos, se habían desmoronado antes de crecer. Se habían criado bajo ruinas y eso eran ellos: ruinas.
Comprendí el pesar de Max, si Deby, su mejor amiga, se ofreció voluntaria para ser la mensajera de la humanidad y escoltar a los licántropos entonces se sacrificó. El plan original era que el embajador no regresaría a la ciudad, fallecería en la ciudad abandonada cuando se quitara la máscara de aire.
—Pero no podía aguantar, el cielo, Max, tenía que verlo —Meneó la cabeza resignada y lo agarró de las muñecas—, no tienes ni idea de lo que es el cielo, es tan amplio y profundo. Como este mar —Sus ojos rodaron hasta las aguas quetas—. No me importaba si eso significaba morir —Esas palabras parecieron demoler emocionalmente al muchacho porque comenzó a temblarle el labio—. Pero regresé y estoy bien —añadió ella y parpadeó para secar sus ojos.
El chico la soltó lentamente, se cubrió la cara con las manos y luego las ascendió hasta depositarlas en su nuca. Parecía que le acaba de caer una cubeta de agua congelada.
—Hydra Lerna vino aquí —Me miró asimilando lo que él decía—. Significa que el plan se llevará a cabo... oh, mi madre, ella estará desbastada, tengo que ir con ella.
Le dio un breve abrazó a Deby y corrió dejos de allí, olvidándose de nosotros, parecía que los últimos segundos había estado pensando en voz alta. Se metió por la fisura de una roca y desapareció.
—¡Suerte! ¡Con lo que sea! ¡Con el plan y... suerte! —gritó Cet, poniéndose de puntillas como si de esa manera expandiera el sonido.
La conversación no había tenido mucho sentido, Deborah se había enlistado a una misión suicida porque los mensajeros nunca regresaban y ella sí lo había hecho, pero solo por mera suerte, no estaba en sus planes seguir viva. Era extraño, porque por la forma en la que actuaba Deby, el amor que le tenía a su amigo, a su perro y la forma en la que hacía preguntas curiosas, me daba la intuición de que le gustaba vivir ¿Por qué razón dejaría todo eso atrás?
Había algo retumbando en mi cabeza. Una palabra.
—¿Qué plan? —pregunté—. Max mencionó un plan.
—¿Qué son Descerebrados? —inquirió Mirlo igual de desconfiada—. ¿Qué fabrican?
La humana nos observó desafiante como si hablar con su amigo le hubiera hecho recordar que nos odiaba. Aquella Deborah que había estado interesada en nuestro mundo se había desvanecido, explotado como un fuego artificial.
—Nada —contestó escuetamente.
Todos los humanos eran patológicamente mentirosos.
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