4
Ese día ella tenía un moretón en su ojo derecho, era tan oscuro que se propagaba hasta la mejilla, sus nudillos estaban abiertos a carne viva lo que denotaba que los había estrellado contra la cara de alguien, su labio inferior estaba hinchado y partido. Su ropa se hallaba impregnada de tierra y pequeñas ramitas o hojas se perdían en su cabellera azabache. Supuse que esa era la razón por la que estaba de humor.
—¿Con quién te peleaste hoy? —pregunté cuando cerré la puerta.
—Con Reloj, esa tonta de la manada Oro.
—¿Cuánto duraste? —Esa era una pregunta común en nuestra familia porque era obvio que nunca se ganaba.
—Treinta segundos antes de perder —Me observó fascinada—. Pero iba a ganar, sólo que se metieron sus dos amigas cuando notaron que alguien de Betún iba a insultar a Oro.
—Siempre eliges las peleas más difíciles, contra tres o más contrincantes y contra gente de primer nivel —noté.
—Sí y tú hablas como si fueras un robot sin sentimientos.
—No tengo sentimientos.
—Pues ojalá fueras un robot así te ataría al techo de la camioneta o te tiraría en un basurero de chatarra.
—¿En la chatarrería donde naciste?
Me observó divertida.
—Esa misma, a veces les envío postales para mi cumpleaños o la Ceremonia de Nacimiento.
—Les enviaré saludos de tu parte.
Ella rio y encendió el auto. Rápidamente tomamos la carretera desolada, no vivía mucha gente por ese lado del bosque. El sol descargaba sus últimos relámpagos dorados de luz, el cielo adquiría una tonalidad rosada, los pinos, robles y abetos rodeaban el camino como centinelas en fila.
Bajé la ventanilla y Mirlo aumentó la velocidad como si leyera mi mente y supiera lo que necesitaba. No había nadie en la carretera, las ruedas parecían suspendidas sobre el asfalto como si volaran. Se podía ver el cinturón de barrancos y montañas que contorneaban con sus pétreos brazos el valle donde vivíamos. Con la escasa luz las montañas se veían como una masa negra en el cielo, que contenía las estrellas. El aire gélido olía a tierra mojada y pino.
El pueblo donde vivíamos era Mine, se llamaba así porque significaba «mío» en una lengua muerta. Y en ese momento sentí que verdaderamente podía ser mío.
Saqué la mitad de mi cuerpo y sentí como el viento me jalaba hacia atrás, retándome, purificador y asesino. Lo noté como una bandera helada cubriéndome. Ella me dedicó una sonrisa feroz, se desabrochó el cinturón, abrió la ventana y se inclinó hacia fuera.
A Mirlo solía gustarle el peligro y en mí caso era lo único que me hacía sentir vivo. Me trepé al techo, parándome de rodillas sobre la placa metálica, ella disminuyó la velocidad, pero no lo suficiente, me aferré del marco de la ventanilla para no caer.
—Era broma lo de querer atarte al techo —me gritó sacando la cabeza por la ventanilla.
Su cabello azabache ondeaba en el viento, sus ojos azules y entornados a causa de la brisa me observaban con curiosidad.
—¿Dónde quieres atarme entonces? —grité aferrándome con fuerza.
Meneó la cabeza, su mirada chispeante me comunicó que la había dejado sin palabras. Una patrulla de vigilancia transcurrió a nuestro lado y nos dio bocinazos de aliento por nuestra osadía. Encendieron la sirena con sus luces azules y rojas para animar el ambiente, un licántropo salió del coche imitándome. El oficial trató de parase sobre la capota y luego sobre la barra de luces cuando desaparecieron por una curva.
Regresé al interior de la cabina, todo era más divertido cuando nadie te imitaba.
Cuando llegamos al pueblo ya era de noche.
Mine no era uno de los pueblos más despampanantes, contaba con unas manzanas de altos edificios que sólo habían colocado por el turismo que llegó a grandes masas cuando Olimpo se nominó como manada más fuerte físicamente, económicamente, políticamente, fisionómicamente y otros mentes más. Pero alrededor de aquellos bloques yacían pequeñas tiendas y galpones de mermeladas, regalos, panaderías, carpinterías y todo lo que un pueblo pequeño puede ofrecer.
Los humanos solían usar cosas sintéticas para construir, nosotros no, solemos usar madera, o rocas o hormigón para los edificios. Todo eran cabañas enormes con luces de neón centellando en la negrura de las calles.
Aunque el pueblo era una delicia visual agradecía vivir lejos, en lo profundo del bosque, porque no me podía imaginar estar rodeado de tanta gente sosa y verlos todas las mañanas. Debería ser una pesadilla.
Las luces navegaban intermitentemente sobre nosotros, Mirlo redujo la velocidad cuando vio que los agentes del municipio estaban colocando guirnaldas o estrellas del color de la sangre sobre las plazas o amarradas a los postes.
Ella abrió enormemente los ojos. Era la decoración por Nacimiento, todo de color rojo que era el color del coraje, las decoraciones también eran verdes, que simbolizaba la naturaleza que nos cambió de humanos a licántropos y blanco que representa la pureza. Algo así como los colores de la antigua navidad humana.
Todo estaba bellísimo. Frente al hipermercado habían colocado una fuente que fluía sangre, Mirlo olfateó el aire y me dijo que los regueros eran sangre de cordero.
Yo era incapaz de tener todas las habilidades que ostentaban ellos como un olfato agudo o sanar rápidamente así que me conformé con creerle.
Alrededor de la fuente había un grupo de niños pequeños, estaban apretujados e introducían los dedos en el líquido granate. Algunos bebían. Uno estaba cubierto de un pelaje parduzco, seguramente pelearía mañana y no aguantaba las ganas de demostrar que podía transformarse.
Uno de los niños estaba siendo forzado por los demás para que observara la sangre, era más pequeño que el resto y cerraba los ojos. Los demás infantes le sostenían la cabeza, clavaban sus garras en la frente, en sus hombros y en el cuello para que no se moviera.
—No puedo, me impresiona —Su honestidad creó una explosión de comentarios alentadores y burlones.
—Vamos, tú puedes —Lo agarraron entre todos y trataron de abrirle los ojos, él se esforzaba por cerrar los párpados—. No seas cobarde, humillas a tu manada.
—¡Me la soba mi manada!
—Vamos, sólo resiste —alentó una niña palmeándole la espalda.
La cabeza del niño, de un momento a otro, estaba rodeada de manos, su cráneo parecía crecer de la masa de dedos y garras, se veía como un monstruo, trataba de zafarse, pero no podía.
—No quiero, qué asco, me da asco, basta, qué asco —Se esforzó por cerrar los párpados pero sus amigos le picaban los ojos para que los abriera.
—Está rica —comentó uno, bebiéndola para animarlo.
—La sangre es hermosa, es valor —opinó el niño peludo, rodeando a los presentes, mientras veía al que estaba preso bajo las manos que no le permitían desviar la mirada de la fuente escarlata—, papá dice eso.
—Tienes sangre dentro, es lo mismo, vamos —manifestó otro con aire optimista.
—Mamá dice que la sangre te hace fuerte...
—No quiero...
—Papá dice...
—¡Que jodan a tu puto padre, que no quiero ver esto!
Todos los niños lo soltaron y se apartaron rápidamente, retrocediendo hasta formar un círculo, para que el debilucho pudiera pelear con su peludo contrincante que defendía el honor de su padre.
Mirlo sonrió con ternura cuando los dos niños se revolvían en el suelo a mordiscos y arañazos. Irónicamente la pelea los hizo desplomarse a los dos en la fuente y ambos terminaron la trifulca echándose a llorar del asco y chapoteando hacia la orilla. Verlos así me puso de buen humor.
La lista era larguísima, cuando Mirlo la desdobló prácticamente llegaba al suelo.
—¿Rudy no podía usar doble hoja como la gente normal? ¿Tenía que hace una lista de más de medio metro? —se quejó Mirlo.
—Es tu madre, no me mires así.
Agarró un carro de supermercado el cual tenía un cartel en el frente que decía «No lo use como vehículo para aplastar personas» pero casi nadie hacia caso a esa señal.
—Nos dividiremos —informó tomando la lista y rasgándola a la mitad—. Mamá, Tibia y Cartílago nos matarán sino estamos ahí en una hora. Sobre todo, Cartílago, él de veras nos matará.
—Los dioses no quieran que me muera —me burlé.
—No tienes tanta suerte, tonto.
Agarré mi lista y arrastré los pies hacia otra sección del supermercado, me volteé.
—No te pelees con nadie —le recordé—. Cada vez que venimos al pueblo sales...
Ella continuó caminando como si no me escuchara. Por medir un metro sesenta, ser rechoncha y frágil ella solía buscar pelea casi todos los días, era su manera de demostrar que podía ser débil pero que no le tenía miedo a nada. Recibir golpizas era como su medalla de recompensa al esfuerzo.
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