39
Fuimos los únicos pasajeros de ese tren que bajamos en la estación Suelo Muerto.
El tren continuaba su curso hacia el país vecino, el 21, pero nosotros nos bajamos en el país 20, un lugar en donde casi no vivían licántropos.
El cielo estaba encapotado y despedía una luz plomiza sobre la superficie, las temperaturas del invierno se hacían notar congelando algunas hierbas. Además, ya anochecía.
La estación estaba prácticamente en ruinas, las plataformas desbordaban hierbas crecidas entre su suelo cuarteado, el techo sobre los bancos de espera estaba derruido, el metal de las columnas corroído, la casilla con baños públicos era de madera cuarteada y despintada.
Fuimos hacia la boletería, dejamos las dos motocicletas que le habíamos pedido prestadas a Nuca y Cartílago y entramos a la casilla, el suelo estaba cubierto de polvo y pelo. El vidrio de la boletería estaba opaco por la tierra y mugre, en la superficie sucia colgaba un cartel que decía «Fuera de servicio» y parecía haber sido colocado hace más de veinte años.
Caminamos hasta la calle de tierra que rodeaba la estación, detrás del sendero había un campo de hierbas y, mucho más lejos un bosque, que se veía como una línea oscura antecediendo unas montañas aún más lejos.
En la vereda del lado izquierdo había una parada de bus que había sido el lienzo de millones de pinturas aerosol. Del lado derecho yacía un banquillo con un anciano esquelético ocupándolo, era de tez morena, arrugada, vestido con unas pieles de cabra que olían terrible. Parecía no llevar pantalones, su peste agría me dio náuseas y era mucho decir, viniendo de alguien que compartía baño con Yunque. La barba blanca le llegaba a las rodillas y se la acariciaba como si fuera un gato.
Giró su cabeza, nos observó con interés y tardó en reaccionar:
—¿Estoy soñando? —preguntó parpadeando.
—No —respondió Yun.
—¿Son turistas?
—Sí —contestó Mirlo, vacilando un poco y agarrándose las correas de la mochila.
—¿Se perdieron?
—No —volvió a contestar Yun.
—Entonces no entiendo —concluyó el anciano poniéndose de pie sin dificultad y con la vitalidad de un joven—. ¿Qué hacen aquí?
—Queremos ver las ciudades humanas.
—Ya casi no queda nada de ellas —observó nuestra ropa—. ¿Cómo consiguieron el dinero para venir aquí?
—Se lo robamos al último que pregunto eso —bromeó Cet.
El anciano rio, solo tenía un diente, no me sorprendía. Colocó sus manos en la cintura y arqueó su espalda para continuar con su carcajada, de repente, la detuvo.
—Suerte con eso, no tengo nada de dinero, vivo de la naturaleza, yo fabrico mi propia ropa —dijo acariciando su abrigo de cabra.
—Jamás lo hubiera adivinado —ironizó Mirlo.
—¿También lava su propia ropa? —inquirí, pero él no captó mi sarcasmo.
—¿Hay algún hotel por aquí o casa de albergue? —preguntó Yun amablemente.
El anciano se cruzó de brazos y se partió nuevamente en una estruendosa carcajada como si hubiera escuchado el mejor chiste de su vida.
—No, no lo hay —dijo enjugándose una lágrima inexistente con un pliegue de su barba enmarañada.
—¿Motel? —insistió Yunque.
—Tampoco.
—¿Comercios? —traté.
—No —negó con la cabeza.
—¿Barrios?
—Nope.
—¿Alguien que no sea usted en la estación? —inquirió Cet.
—Sí —asintió y se acarició la barba—. El alcalde Servilleta Puente.
—¿Dónde podemos encontrar al señor Puente? —pregunté.
—Aquí —dijo señalando vagamente la estación.
—¿Aquí? —preguntó Cet con incredulidad.
—Sí, ajá, sí, sí —contestó desinteresadamente, arrastrando las silabas, parecía que se estaba burlando de nosotros.
—¿Es usted? —pregunté queriendo regresar a la plataforma y abordar el tren de regreso a casa.
—Sí —respondió, estudiándome el rostro como si me hubiera hecho una pregunta difícil y quería ver cómo contestaba.
—Aahhhh —Mirlo se volteó hacia nosotros y giró disimuladamente un dedo alrededor de su cara.
—Y tienen suerte —comentó alegremente el anciano, tenía la piel grasosa, seguramente no se bañaba desde que habían colocado el cartel de fuera de servicio— el alcalde acaba de inaugurar un hotel.
—¿Es su casa, verdad?
Él hizo un gesto con la mano desechando la pregunta de Yun.
—No, jamás invitaría a gente rara a mi casa, es mi granero.
—No pienso pagar más de un número, una cifra —decretó Cet.
—Trato hecho.
—Por los cuatro.
El anciano se acercó a Yun y lo inspeccionó.
—Este cuenta por dos.
—¡Oye!
Yun retrocedió apenado y apretó su panza como si quisiera enviarla para adentro.
—No te pagaré más de diez dracmas —regateó Ceto, subiendo su oferta de un solo dígito a dos.
—Me parece bien —comentó, se dio la media vuelta y se fue corriendo al interior de la casilla.
Ceto se giró hacia nosotros con una sonrisa radiante y suficiente, como si todo girara sobre ruedas, ninguno lo sentía así salvo él. Lo ojos azules de Mirlo se veían cansados.
—Ahora veo a qué se refería mi padre —comentó Mirlo—. Nos matará por la noche.
—¿Es el único del pueblo? —inquirió Yun—. No puede ser el único de Suelo Muerto.
—Si todos son como él no quiero conocer al resto —dije encogiéndome de hombros.
—Podemos tratar de seguir la calle y ver a donde llega —propuso Ceto con optimismo, caminando a la tierra apisonada, que parecía más un sendero que una calle y observando en la distancia.
—Ya es de noche —se lamentó Yun con pesimismo, observando el cielo—. Es mejor que vayamos a su granero y luego nos dirijamos al primer pueblo abandonado de día. Seguro él sabe dónde queda.
—¡Panfletos para los turistas! —canturreó el anciano saliendo de la boletería y sacudiendo tres folletos impresos a tinta negra, nos repartió uno a cada uno y nos hizo un gesto con la mano—. Ahora vamos, vivo cerca de aquí a siete horas caminando, pero a una hora en auto.
Era lo mejor que teníamos.
Subimos las motocicletas a la parte trasera de la camioneta. Era el auto más sucio que había visto en mi vida, parecía embarrado profesionalmente. Ceto iba en la cabina delantera, tenía un abrigo azul oscuro y la capucha de su sudadera puesta, hacía mucho frío, pero ellos ni lo sentían. Yo tiritaba en mi rincón, tratando de aligerar mi mal humor porque le había preguntado al anciano si tenía calefacción y él se había reído de mí.
Lamenté no empacar más abrigo.
Ceto encendió la emisora. Sólo se escuchaba estática. Servilleta Puentes resopló a modo de risa por su ingenuo intento de comunicar con el mundo exterior. Los asientos estaban pegajosos.
Yun repiqueteaba sus dedos contra su barriga y observaba el paisaje. Mirlo me clavó un codo en mis costillas sanas, giré y con su pulgar dio golpecitos en su folleto de turista. Ceto estaba inspeccionando cds de música, eligió uno y lo introdujo.
—¿Qué dice? —pregunté, escudriñando el folleto.
El sonido de violines siniestros comenzó a reverberar en el interior de la camioneta. Había tantos baches en el camino que tuvo que reducir la velocidad y el vehículo se movía como una lavadora.
—Dice que el País 20 es el menos poblado de todo el mundo. Sólo tiene tres ciudades: Villa Abandono, Sombra del Olvido y Suelo Muerto —explicó ella observando las borrosas fotografías del folleto y compartiéndome la información—. Su demografía es de doscientas cinco personas, el resto son ciudades humanas abandonadas.
—¿Les interesan las ciudades humanas? —inquirió Servilleta Puentes.
—Sí —respondí desempañando el vidrio y observando la negrura del exterior— buscamos una cerca de aquí ¿Conoce alguna?
—See —contestó desinteresadamente.
—¿Podría decirnos cómo llegar?
—Sí, podría.
Silencio.
Mirlo se inclinó hacia la cabina delantera con poca paciencia.
—¿Y bien? ¿Cómo llegamos?
—Con las motocicletas no tendrán ningún inconveniente.
—Mi amigo quiso preguntar si podría guiarnos —se sumó Yun, girando la cabeza y fulminando al anciano con la mirada.
—Sí, podría.
—¿Y bien? ¿Qué caminos tomamos para llegar?
—Fácil, uno que está rodeando mi casa, es de tierra, bordeado con pinos, por eso no crece vegetación. ¿Las agujas del pino son toxicas para la tierra, sabían? Gracias a los pinos el camino está despejado. Nada crece donde caen sus hojas. Los humanos eran como pinos —Chasqueó la lengua—. Eso sí, no se darán cuenta cuándo comienza la ciudad, fue consumida por la naturaleza. La devoró como nosotros devoramos a los humanos.
—¿Fue alguna vez por allí?
—Cielos no —Negó con la cabeza y se giró levemente para verme, pero regresó con presteza sus ojos al camino como si fuera a chocar con otro vehículo—. Esa ciudad está embrujada, muchos se perdieron en sus inmediaciones.
—¿Escuchó hablar de un edificio de dos caras? —inquirí.
—No, pero los humanos eran muy raros, ponían nombres como España, Argentina, Colombia, Alemania... sonidos extraños a los lugares. Incluso había un grupo de Estados que se unían para creerse la gran cosa porque se ve que separados no eran nada.
—Nunca escuché nada de ellos —dije.
—Oh, se supone que eran importantes, se creían los chicos malos del barrio y que todo el mundo los amaba cuando eran tan pesados como una tía soltera.
—¡Vaya, la historia humana es fascinante, no sé porque suena tan aburrida cuando tú hablas de eso Hydra! —comentó Ceto, concentrándose en el folleto con más interés y sonriendo amigablemente, gozando de cada segundo del viaje.
—Já —le di una patada a su silla.
—De hecho —prosiguió el anciano—, me parece que ahora nosotros estamos en Francia o no... no, me parece que era Canadá. Aguarden ¿Estamos en el continente que está parado y es largo o el que está acostado y es largo también?
Ninguno se molestó en contestarle.
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