36
Sonreí, embutí las manos en mis bolsillos y tirité mientras le contaba lo que había sido el interrogatorio y lo poco que había descubierto.
Y aunque sabía que el señor Onza había perdido el rumbo de su cordura con la misma facilidad que un náufrago arroja una botella al mar y la pierde para siempre, sus palabras me habían calado hondo.
Era cierto que nunca pertenecería a ese lugar, pero no tenía nada con que compararlo, tal vez iba al mundo de los humanos y en ellos también era un marginado social. Pero lo que más me inquietaba de todo era que realmente existieran, no deseaba ser el único humano del planeta, pero tampoco quería ayudar a los otros.
No sabía ni siquiera cómo hacerlo y no me imaginaba cómo ellos creían que podía darles una mano y poner fin a sus dolores. El tan solo pensarlo me revolvía la cabeza, sentía que explotaba como un globo inflado de mucho aire. Yun, Cet y Papel me habían insistido el resto de la tarde que fuera a la dirección de la carta.
Ya no estaba pensando que era mala idea.
Quería respuesta de muchas cosas, de qué le había sucedido al señor Onza, de si los humanos eran amigables o no, si ellos habían salido más veces al exterior, por qué había desaparecido el escritor del mito de la ciudad, por qué la zona donde había pactado el encuentro era un país casi deshabitado y donde habían sucedido misteriosas desapariciones ¿Eran peligrosos? ¿Cómo animales? Si lo eran ¿Por qué invitarme? Sin duda no me fiaba de ello,s pero ¿Debía desconfiar de mí también?
—Creo que iré Mirlo, pero yo solo.
Ella abrió los ojos como platos y giró sus pies hacia mí, observó si las personas a nuestro alrededor estaban atentos a nuestra conversación, cuando comprobó que nadie lo estaba, me enmarcó las mejillas con sus manos, nuestras narices se tocaron.
—¿Me lo repites? No escucho bien las ideas suicidas.
—Iré sólo, puede ser peligroso para ustedes, Cet, Yun y tú no pueden acompañarme —confesé, además de que no soportaría guiar un viaje de más de tres días con ellos.
Ella rio.
—¿Los humanos? ¿Peligrosos para nosotros, tres licántropos jóvenes?
—Sí, pueden hacerles daño. Si existen su ciudad es de plata, te quemarías como en una hoguera, creí que el nombre estaba claro.
—Mira —Humedeció sus labios, un relámpago iluminó el cielo y algunos niños de la plaza chillaron, de sus pestañas colgaba una gota de lluvia—. Sé que lo de Onza es extraño, pero sinceramente dudo que haya tenido que ver con los humanos, si ellos pudieran hacerle eso a un licántropo, si fueran tan peligrosos ¿Por qué continúan bajo tierra?
Buen punto, listilla.
—No tiene sentido que siendo tan poderosos sean tan cobardes —continuó—, además, el detective era un rastreador, nadie pudo habérsele acercado a menos de un kilómetro sin que él se hubiese enterado. Tenía más instinto animal que otra cosa, era un luchador. Creo que nos estamos enfrentando a dos misterios diferentes. No pienso que los humanos sean peligrosos.
Apoyé mis palmas sobre sus dedos, estaban calientes como dos brazas, ella sonrió para asegurarme que no había problema que me relajara y fuera feliz, imposible no serlo si la tenía a mí lado.
Medité en sus palabras.
—Deja de condenar a los humanos, son una especie indefensa que si existe tristemente pasó los últimos novecientos años o más, bajo tierra —susurró—. Es triste pensar que el único con el que se conectaron en todo ese tiempo ya está juzgándolos mal.
—Pero...
—No, no puedo pensar mal de ellos —Oprimió los labios e hizo un gesto con los hombros—, no puedo, no si son iguales a ti. El único humano que conocí en mi vida me enamoró antes de que cumpliera trece —Bajé la mirada y ella me la alzó— y cuando tenía quince me regaló un pájaro mirlo, que estuvo un mes persiguiendo y tratando de cazar. Pero lo capturaste sin herirlo. Estaba vivo y canturreando. No creí que se pudiera tener a otro animal cerca y que no corriera por su vida pero sabías ganarte la confianza de los animales... domes.. ¿Cómo se decía?
—Domesticarlo.
—Eso. Me lo regalaste y dijiste que mi voz era más hermosa que todas las melodías que el ave podía entonar. Pero lo liberé y te contesté...
—Hydra, la libertad no se roba y el amor se pide —repetí y reí—. ¿De dónde sacaste siempre esas cursilerías?
—De mi corazón.
—Te estaba mintiendo, tu voz, cuando eras niña, daba jaqueca, era horrible.
—Si todos los humanos son así —continuó Mirlo con su romanticismo que me desintegraba pieza a pieza—. Los amaré a todos.
—Vaya, serás como una puta, puede que haya muchos.
Ella me pellizcó el cuello, estábamos húmedos, bajo la lluvia y rodeados de gente, pero para mí no existía otra alma en la tierra.
—Nadie es más puta que tú, espiando aves por mes y medio y regalando tu dignidad para tener una chica.
—Diablos, Mirlo Metro, me tienes enamorado desde que se inventó el amor.
—A mí antes —Se puso de puntillas y me dio un beso fugaz—. Iré contigo a ese viaje de mierda, Hydra Lerna, o no irás —decretó deteniendo las bromas y dándome toquecitos en los labios con su dedo—. Es una orden directa de la futura sucesora alfa de Betún.
—Mmm, no lo sé, pequeña, Ceto puedes ser el sucesor.
Ella sonrió burlona, apoyando sus brazos en mis clavículas.
—Ya lo veremos.
—Me iré mañana, tomaré el tren hacia la frontera ¿Vienes, entonces?
Mirlo abrió la boca para asentir, pero la voz de unos altavoces la interrumpió. Había tarimas y andamios en el centro de la plaza, con vigilantes montados sobre las estructuras, inspeccionando la multitud. Los vigilantes cargaban armas como si buscaran más dementes y traidores. Pero lo cierto era que sus rifles de asalto tenían dardos paralizantes por si un espectador quería correr y no contemplar la ejecución por cobardía y debilidad. En el transcurso de la conversación la plaza se había colmado de gente, seguramente nuestra manada estaría por allí, pero yo me encontraba solo con Mirlo.
—Silencio —ordenó la voz por los altavoces.
Era la voz del juez Lente Lerna, mi tío, tenía las mismas facciones que mi padre y la misma cara angular que nosotros. A Cet le daba igual verlo porque había superado la muerte de papá, por otro lado, a mí me entristecía, era como ver el fantasma de alguien que no te quiso lo suficiente como para quedarse.
Tenía alrededor de unos cincuenta años, nariz aguileña y manchas en su piel oscura, su cabello estaba salpicado de canas plateadas, arrugas contorneando sus rasgos y como juez se vestía ceremoniosamente, al igual que nuestros fundadores. Llevaba una túnica negra y un casco de soldado.
Subió las escaleras del patíbulo y se colocó detrás de un facistol. El Predicador iba con él para liberar el alma del condenado y junto con ellos, mi madre. Ambos se pusieron en fila.
Recordé que Onza me había dicho que, en su celda, mi mamá lo había visitado, de seguro ella tenía tanta sed de una explicación como yo, porque uno de sus mejores miembros se le había revelado.
Mientras hablaba un verdugo subía al detective Onza al tablado, llevaba los ojos inyectados en sangre, pero la cara limpia, sus manos estaban juntas por las muñecas, atadas con esposas debajo de su abdomen. No le habían quitado los andrajos que llevaba, su ropa antiguamente almidonada daba pena. Observó estoico a la multitud.
—Se da inicio a la sentencia de Orégano Onza, su castigo por cometer alta traición a su manada, por incendiar un monumento histórico del pueblo, un recreo cultural y turístico, además por atentar contra la vida de ochenta y cinco personas; contando a la servidumbre que trabajaba allí. Sin previo juicio, la condena que pagar por todos sus crímenes cometidos, señor Onza, será el ahorcamiento hasta la muerte —decretó Lente.
El predicador cargaba con él el regordete libro de las religiones, todos los proyectores iluminaron en aquella dirección, la lluvia se había vuelto menos copiosa pero aún continuaba cayendo como si no hubiera cosa mejor en el mundo que desmoronarse. El predicador le arrojó agua bendita mientras Onza cerraba los ojos y temblaba.
—Querido hijo, en el nombre de Jesús, Buda, Alá, Odín, Ra y Brahman, que todos nuestros santos dioses perdonen tu vida y vayas al paraíso que más te guste, en el cielo o en el infierno espero que puedan perdonar tu alma.
El predicador retrocedió abrazando el libro de las religiones, la silueta de mi madre permaneció regia, gélida y rígida como un tempano de hielo en mitad del mar. De seguro esa noche le habría hecho ganar más votos.
El verdugo lo sostuvo de los hombros mientras guiaba a Onza hacia la cuerda anudada y empapada, que colgaba a la espera de romper su cuello y comprimir tanto su garganta que dejara a sus vías respiratorias apretadas como hilo dental. El silencio era absoluto y se pudo oír a Onza perder su temple y comenzar a sollozar. Trató de detener el avance, pero continuaron empujándolo hacia la orca que pendía.
Mirlo me sujetó la mano, entrelazamos nuestros dedos. Observé a la multitud, algunos estaban tan entusiasmados como si fuera el final de su programa favorito, otros espectadores tenían una expresión criptica, imposible de llegar a atinar qué pensaba y otros parecían que estaban a punto de desmayarse del horror o vomitar.
—No podré —susurró Milo muy bajito, ladeando ligeramente la cabeza—. No podré verlo, Hydra.
—Sí que puedes —la estimulé dándole un apretón—. Sé fuerte.
—Es que no puedo, jamás seré fuerte para esto. La muerte no me sienta bien.
Agarré su capucha y se la bajé hasta el mentón, me incliné a su oído y le susurré:
—Cierra los ojos, nadie verá que no miras.
—Yo...
—Imagina que me miras a mí, cuando estamos solos, en la orilla del lago, imagina que mi cabeza esta recostada en tus piernas y tú bajas la mirada para verme. Estoy ahí.
Ella cerró los ojos.
El nudo rodeó el cuello del detective, la lluvia y su llanto parecían uno como si el mundo entero se estremeciera de lo que estaba ocurriendo. Le iban a poner un saco en la cabeza, pero él negó, él verdugo retrocedió cumpliendo su deseo y arrojó la capucha de arpillera al suelo. El detective miró a la multitud.
—Moriré viendo sus rostros —habló, pero con tanto silencio fue como si gritara—. Será lo último que me llevaré, moriré como viví, solo y rodeado de gente ¡Humano! —gritó, me buscó en la multitud, pero no me encontró—. Hydra.
Inevitablemente todos giraron hacia mí, me estremecí y lo maldije por querer hablarme en su momento de muerte, había vivido toda una vida vigilándome sin dirigirme la palabra y quería cambiar las cosas a último momento.
Aunque era justo despedirnos, después de todo, tal vez él me había visto tanto que me conocía más que yo mismo. Tal vez tenía razón y había sido como un dios para mí, todo el tiempo en distancia, con su presencia omnipresente. Pero lo cierto era que su momento de dios había terminado y ahora moriría como lo hacían todos los mortales, sin importar cuán osados o fuertes hayan sido: moriría con miedo.
—No te dejes engañar, eres un humano que no se crio entre humanos. No importa lo que busques y lo que encuentres, tú siempre estarás en un patíbulo, con una horca en el cuello, muriendo solo y rodeado de gente.
No supe qué decir, Mirlo se quitó la capucha y encaró a la multitud que se giraba sin disimulo a mirarme. Mi madre se apresuró, se acercó unos pasos y le susurró al verdugo que lo matara de una vez.
—¡Tú serás una de las primeras en morir, puta! —gritó tratando de voltearse a mi madre—. ¡Vendrán por todos ustedes! ¡NO ME ESTÁN CONDENANDO, ME SALVAN! —Soltó una carcajada histérica— ¡Me ahorran todo el sufrimiento que ustedes padecerán! ¡CUANDO LLEGUE EL GRAN DÍA TODOS SOÑARÁN CON MORIR AHORCADOS ESTA NOCHE!
El suelo bajo sus pies se desmoronó. Su cuerpo comenzó a sacudirse como lo hace un pez cuando sale del agua y se encuentra desesperado, buscando oxígeno, sus ojos desorbitados contemplaban a la multitud y la reflejaban, su rostro se amorató, se hinchó y...
Su muerte fue como cuando despiertas de una pesadilla, a veces te cuesta pensar que te encuentras calentito en tu cama en lugar de corriendo peligro, tardas en asimilarlo, pero cuando lo descubres un alivio tremendo te tranquiliza. En mi caso fue a la inversa, no podía creer que me encontraba observando su cadáver bamboleándose de un lado a otro, me costaba comprender que no era un sueño, que los sonidos de sofoco que se habían escapado de su garganta eran la realidad. Y cuando lo asimilé una intranquilidad se apoderó de mí, porque él tenía razón.
Mi vida entera era esperar que se abriera la puertecilla del patíbulo para caer al vacío con un nudo en el cuello.
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