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30

 Una chica de piel morena, ojos verdes y cabello castaño caminaba ufanamente en los corredores enlodados, debajo de la sombra de los árboles enroscados entre el desguace. Estaba vestida con unos pantalones negros ajustados, botas oscuras y una camisa, iba acompañada de tres chicos formidables que le seguían el paso y ostentaban las mismas prendas oscuras. Sus manos estaban forradas por unos guantes de cuero sin dedos.

Era mi prima Neso, ella tenía diecisiete años y continuaba en la manada Olimpo, era el orgullo familiar porque bueno... los dos otros miembros de la familia éramos nosotros y a decir verdad nos había encontrado rodeados de basura.

Ella tenía un látigo de cuero en la mano, la última vez que había visto uno de esos tenía diez años. Sólo había tenido el placer de presenciar cómo lo usaban con los contrincantes, pero, aunque jamás había sufrido su dolor, todavía rememoraba los gritos de sus víctimas, era una reliquia de los Lerna.

—¿Qué haces aquí Neso poco Ceso? —preguntó Ceto, cruzándose de brazos y burlándose.

Al parecer él no le intimidaba la llegada de otra manada, observé a Yun, estaba azorado, parecía que iba a mearse en los pantalones. Su papada regordeta temblaba y trataba de comprimir los labios para que no los vieran vibrar. Yo no podía sentir nada.

—¡No me llames así! —vociferó ella, fustigando el látigo contra el suelo, Yun dio un saltito y chilló—. Ya no tengo cinco.

—Llámala Neso Menso entonces —sugerí, colocando pensativamente mi barbilla en la mano a la vez que anudaba mis brazos.

Ella desvió sus ojos iracundos hacia mí, sonrió socarronamente y comenzó a rodearnos con lentitud. Era demasiado bella y, al tenerlo todo, actuaba como la propietaria de cualquier maldita cosa. Y en realidad era heredera de la mitad de las cosas o propiedades del pueblo. Si había algo peor que alguien perfecto era alguien perfecto que sabía que lo era. Cursar la secundaria con ella había sido un suplicio, por suerte éramos mayores y sólo estuvimos en el mismo instituto pocos años.

Sus secuaces aguardaban ordenes, petrificados y de pie, como si fueran máquinas que esperaban en fila a ser reparadas.

—Tú no tienes derecho a hablar, humano. Ya no formas parte de nuestra familia...

—Gracias al cielo —me alivié.

—¿Puedes darme el mismo privilegio digo deshora? —suplicó Ceto.

—... no vine aquí para verles la cara. Mientras más rápido me vaya, mejor, la debilidad y el mal olor se te pega cuando pasas mucho tiempo en un lugar como este.

—¿Entonces ya viniste aquí antes? —inquirí.

Ceto soltó una carcajada, se palmeó la pierna y meneó la cabeza.

—Sólo les haré una pregunta antes de destrozarlos —ante su amenaza Yun emitió otro chillido, no ayudaba para nada—. ¿Qué hicieron con Orégano Onza?

—¿Quién? —pregunté.

—¿Quién ese llama así? —se burló Ceto, riéndose.

—¿Es tu novio? —pregunté.

—Pobre víctima —se lamentó Ceto.

—Orégano Onza —Neso alzó la voz para hacernos callar—. Tu madre, Andrómeda, hace exactamente casi dos días te contactó para disuadirte de publicar esa barbaridad tuya, pero al parecer no aprecias nada y lo hiciste de todos modos. Extrañamente ella te comentó que te seguía de cerca, un gesto de amor que no se merecen en absoluto, y luego de dos días la persona que los vigilaba desaparece.

—¿Desapareció? —pregunté—. ¿El hombre de Gornis? ¿El pervertido que vigilaba?

—No sé cómo les dio el intelecto para adivinar que era él, pero ayer tenía que llegar a la mansión Olimpo y no se apareció. Está su camioneta en medio del bosque, jamás regresó a su auto. Todas las noches le da el informe a la gobernadora de la ciudad de lo que hacen ustedes, pero ayer no se presentó ¿Qué hicieron con el miembro de nuestra manada?

—No lo sé ni me interesa —comentó Ceto—. Y si yo me llamara Orégano Onza desearía desaparecer también.

Neso detuvo su caminar amenazador, las paletas de su nariz se dilataron de la furia, por sus ojos macabros se desbordaba tanto odio que atemorizaba.

—Voy a arrancarte la otra oreja, gordo asqueroso —Sabía cuál era la víctima en la que infundía más miedo porque era la única que no le sostenía la mirada y no paraba de emanar olor a terror.

Dio unos pasos apresurados dispuesta a atacarnos y para evitar peleas contesté alzando las manos en señal de paz.

—La última vez que lo vi pagó la cena y se marchó de Gornis, no sé qué más fue de él. Tienen suficiente dinero para contratar un rastreador, háganlo, que olfatee su rastro y lo encuentre. No nos molesten a nosotros.

—¡Él era el mejor rastreador de la ciudad! ¡Él encontraba lo que sea! —protestó.

—Al parecer no era el mejor si no encuentra el camino de regreso a casa —dije encogiéndome de hombros.

Sonreí y fue lo último que recordé bien porque de un momento a otro estaba chocando sobre la cajuela de un auto, deslizándome sobre algo metálico y cayendo de bruces al suelo.

No sabía quién me había golpeado primero, pero lo único que escuchaba en el momento era un fuerte pitido que se apoderaba de mis oídos. Se me había escapado el aire de los pulmones, trataba de ponerme de pie, mis extremidades temblaban y no me respondían. Caía una y otra vez al suelo. Había volado unos cinco metros y luego colisionado con una de las pilas de vehículos.

Sentía una costilla rota, algo punzante en mi abdomen y mucho dolor manifestándose en escozor, como si fuera fuego quemándome, como si llamas recorrieran mis venas y se vertiera a mis tejidos. La vista se me desenfocaba al igual que el lente de una cámara. El pitido cesó abruptamente y pude escuchar rugidos, aullidos, gruñidos, mordeduras y el repique de las garras contra la chapa.

—¡Hydra! —Papel había venido corriendo como pudo desde el interior del desguace, se tumbó a mi lado y soltó las muletas.

—Corre —le ordené, pero él no se movió de lugar, era valiente o estúpido.

La combinación solo se daba en Betún.

Sentí una barra en mi pantalón y recordé que tenía un trozo de plata, era el que me había obsequiado Termo Ternun en su consultorio, desde entonces lo había cargado conmigo.

Lo saqué del bolsillo, el niño retrocedió con los ojos dilatados de miedo y cubriéndose la nariz. Me puse de pie como pude y observé la pelea. Los lobos se revolvían en una escaramuza, eran manchas veloces de colores pardos o cenicientos, sus movimientos eran tan rápidos que me costaba identificarlos. Algunas montañas de chatarra se habían desmoronado y una nube de polvo y herrumbre flotaba en el ambiente. Habían derribado un árbol.

Yunque estaba combatiendo contra mi prima, pero las llevaba de perder. Ella, una loba de cuatro metros, fornida, lo inmovilizaba contra el suelo y trataba de rasgarle el cuello con los colmillos mientras mi amigo se esforzaba por alejarse de sus fauces.

Ceto estaba peleando contra los tres acompañantes de Neso, había dejado a uno fuera de combate, herido en el suelo, parecía inconsciente, otro de los licántropos tenía el pelaje cubierto de sangre y las zarpas delanteras le temblaban, pero continuaba en pie y el tercero le estaba dando verdadera lucha.

Me acerqué hacia el más débil de ellos, él licántropo me observó con sus ojos rojos como los de una rata, su labio se erizó y en un gruñido me exhibió todos los incisivos con los que me arrancaría la piel. Arremetió contra mí, me arrojé al suelo, esquivé la primera dentellada, pude oír cómo los colmillos chocaban entre ellos y cuando me ubiqué cerca de su cuello enterré la plata allí, en su pelaje, hasta que encontré su yugular. El animal chilló de agonía, pude oír un leve siseo y su carne despidió un humo vaporoso y blanco.

Retrocedió y trotó lejos, apoyando torpemente sus patas y caminando a tumbos entre las pirámides de esqueletos de autos. Avancé, igual de raudo que el lobo que se había ido, hacia mi prima. Ella estaba decidida a arrancarle a Yun la otra oreja. Mi amigo no dejaba de aullar de dolor y trataba de librarse del peso de las garras de Neso, que no le permitían moverse.

No pensé en las consecuencias sólo seguí el instinto de salvar a Yun, ya que la distancia entre una oreja y la vena cava era tan pequeña que estremecía.

En el momento que ella abría el morro, para encestarle el golpe final, le arrojé la barra de plata al interior de su garganta. El aullido lacerante que emitió fue ensordecedor.

Rápidamente se convirtió en su forma humana, se quitó la barra de plata de la boca mientras temblaba, vomitaba y se quemaba las manos, la nariz, la lengua, la garganta y la cara. Todo su rostro estaba oculto detrás de la una nube de vapor y su piel siseaba como si fuera freída en una plancha caliente. Tosía sangre. Perdió la fuerza y cayó de rodillas. Quedó echa un ovillo en el suelo mientras su piel se descamaba y arrugaba.

Yun y Ceto retrocedieron jadeantes y heridos observando el repugnante espectáculo. Papel se acercó torpemente por sus piernas y las muletas, la examinó con los ojos desorbitados y exclamó un: «Qué asco».

Toda la belleza de Neso, su angelical rostro, se había convertido en una mal formación de quemaduras, machas y ampollas, su carne parecía haber sido derretida como la cera de una vela, unas lágrimas se desbordaron por lo que antes había sido su mejilla. Estaba desnuda y cubierta de vómito, bilis y sangre, estremeciéndose del dolor. Trató de decir algo, pero su voz sonaba como un hilo de sonido desgarrado.

Tal vez jamás volvería a hablar y era por mi culpa. Y lo peor de todo era que no sentía culpa alguna, solo asco de los ruidos que articulaba, tal vez Termo Ternun estaba en lo cierto y los humanos podían ser mucho más crueles que los licántropos.

Si había algo peor que una persona perfecta era alguien que creía serlo y ya no lo era.

En un segundo todo se había ido a la mierda. Su compañero la alzó en brazos, nos observó como si fuéramos unos monstruos.

—La plata es ilegal —balbuceó asustado y sorprendido.

—Entrar en tierras de otra manada sin autorización también —les recordé, tratando de mostrarme un poco arrepentido.

—Volveremos.

—Los espero —amenacé con la mayor fuerza que pude, respirando dificultosamente.

Se fue corriendo con ella en brazos. Yun, Cet y Papel estaban paralizados del temor.

Mis energías bajaron.

No pude sostenerme más en pie, caí al suelo, mis ojos se cerraron y al igual que Orégano Onza me desvanecí y desaparecí de la tierra.

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