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3

 Mi primera actividad favorita era dormir, porque era igual que estar muerto y para alguien que se siente muerto por dentro eso es sensacional. Es como probar gratis en un supermercado algo que no puedes comprar.

Mi segunda actividad favorita era cerrar los ojos y fingir que todo el mundo se moría, que venía un meteorito de fuego y los aplastaba a todos, sería un sueño hecho realidad.

Pero el único meteorito que había en mi vida era la realidad y siempre le gustaba aplastarme solo a mí.

Aunque siendo sincero lo que de verdad me gustaba hacer era leer historia, sobre todo humana, porque nuestro mundo, aunque se viera parecido al de nuestros ancestros, no tenía nada igual. Era como comparar un trozo de carbón con una joya, ambos vienen de la tierra, pero son tan diferentes que dan ganas de llorar; a veces no sé cuál de los dos mundos sería el carbón o la joya.

Me desperté al atardecer con Runa roncando en mi regazo y el abuelo Tuerca zurrándome la frente con la mano como si quisiera hacer funcionar un reloj viejo, sosteniendo su bastón que meneaba y oprimiendo con disgusto su mentón arrugado.

—¿Dónde se habían metido, pequeños delincuentes? Casi llamamos a la Patrulla de Vigilancia.

Me desperecé y le di un golpe a Runa en el hombro.

—Genial, así podrían buscarnos el año que viene.

La Patrulla de Vigilancia solía ser veloz si se trataba de responder a la llamada de una manada de prestigio o meramente respetable, con nosotros generalmente se tardaban horas. Además, vivíamos lejos de la ciudad.

—Antes se llamaba policía y eran más necesarios porque el humano era violento sin razón y no se sometía a sus superiores —aportó Runa, desperezándose en el suelo como un gato—. ¿Ves cómo sé abuelo? Estudié historia con...

—¡Cállate, tú! ¡Me creo más que las vacas hablan a que tú agarras un libro y te pones a leer!

Me levanté, sacudí el polvo de mis pantalones y observé por la ventana. Ya estaba anocheciendo, reprimí un insulto y me precipité para bajar las escaleras, pero Tuerca interpuso su bastón en mi camino, a la altura de mi pecho.

—¿Te escondiste porque tu hermano y Yunque tienen la carta de los doctores?

—No —dije apartando su bastón, pero él volvió a colocarlo donde estaba.

Tuerca era un anciano esmirriado, el padre de Milla, su piel estaba tan arrugada como una madera expuesta al sol e igual de pálida, sus ojos casi blancos engañaban a cualquiera que lo quisiera subestimar porque solía tener la vista de un águila rapaz. Su cabello plateado estaba peinado hacia atrás y se podía notar los surcos del peine.

Siempre vestía como si fuera a asistir a una cita romántica pero la única cita que tenía en el calendario era con la parca. Lucía pantalones de vestir, levita, camisa blanca y zapatos tan lustrados que harían ver inútil a un espejo.

—Eres un asco mintiendo —Entornó sus lechosos ojos con desconfianza como si pudiera llegar a mi cerebro.

—Ya recibí cientos de tratamientos de médicos —espeté mientras trataba de aparentar encontrarme poco afectado, por Runa, que nos observaba asustada—, nadie sabe responder qué es lo que tengo, me cansé, abuelo. El último propuso abrirme el cráneo y estudiar mi cerebro.

—No iba a encontrar mucho ahí —se burló Runa, recogiendo los libros de historia y el abuelo la aporreó con su bastón—. ¡Ah! —Soltó todo y se aferró a su cacerola como si cayera granizo.

—Llamas la atención de todos los cuerpos de medicina, algunos buenos, algunos malos. Es obvio que la carta del doctor que quiso abrirte el cerebro fue tirada a la basura. Sólo debes saber hacer filtro, seleccionar a los profesionales, o no sé, los que no quieran abrirte...

—Ni los profesionales saben qué tengo —Traté de no levantar la voz, pero estaba comenzando a enfadarme.

En eso era bueno, enojándome, deprimiéndome y sintiéndome miserable, era algo así como un don, o una maldición, si eres poco optimista.

—Ya. Mira, Ceto y Yunque te están buscando porque quieren hacer contigo el filtro semanal, seleccionar a un médico y hacer el tratamiento que proponga. Tienen toda la correspondencia, te esperan para abrirlas.

—Quieren realizar el filtro de correspondencia porque ellos no harán el tratamiento, solo aguardarán en la sala de espera. Ya estoy cansado de las...

Agujas.

Pero nunca lo diría, eso me haría parecer débil y era humillante, incluso si lo decía frente al abuelo de la manda. Él estaba relajado y agradecido de que no hablara de mis sentimientos.

—Es su manera de apoyar —concluyó.

—Y esta es mi forma educada de decir que no —dije abrieron los brazos y mostrando mi escondite.

Él me observó, sus ojos lechosos me trasmitieron compasión, colocó una rugosa mano y cadavérica en mi hombro, lo agarró y sacudió.

—Se fueron a buscarte al pueblo —informó, ladeó la cabeza y me señaló las escaleras—, ya puedes salir de tu refugio, si quieres.

Sonreí a duras penas, le sacudí el cabello a Runa que se incorporaba luego de encogerse para recoger sus libros. Bajé corriendo las escaleras. En el camino me crucé con Circo, un hombre de piel color café y de sesenta años, él me observó asombrado y cuando lo rebasé se inclinó sobre el marco de la escalera.

—¡Hydra, te estaban buscando tu hermano y Yunque!

—Ya sé, por eso me escondí —dije encogiendo los hombros y contestando en un susurro, desenado que nadie hubiera escuchado, pero al ser una casa tan pequeña de seguro todos habían oído su noticia.

No había secretos allí, además, la escalera descendía es espiral y conectaba casi todos los corredores con habitaciones.

 Mar, una chica rubia de quince años se asomó a la puerta de su habitación, tenía un teléfono celular en la mano y cara de fastidio, era la hija de Milla y Rudy. Al verme puso los ojos en blanco y cerró la puerta de su cuarto.

 Rueda, otro de los numerosos hijos, estaba jugando en el pasillo, al verme se estampó contra la pared, estiró su pierna y esperó con una sonrisa maliciosa que yo tropezara por su zancadilla. Patético, Rueda.

 Tenía cinco años, ojos claros, cabello castaño y cuando creciera quería ser un villano, razón por la que vivía haciendo travesuras. Lo salté.

—Más suerte la próxima, perdedor.

—¡Te aniquilaré! —prometió.

 Runa no estuvo tan alerta y no pudo esquivar su zancadilla. Su despiste la hizo caer de bruces sobre la alfombra del pasillo, sus libros y la cacerola de su cabeza volaron en todas direcciones y mientras descendía al siguiente piso pude ver cómo se enzarzaban en una pelea cuerpo a cuerpo entre lápices y hojas. Tibia, una mujer embarazada que era esposa de otro integrante llamado Cuarzo, fue a detener la pelea, al observarme me fulminó con la mirada.

—¡Dile a Yunque y tu hermano que...

—Lo sé ¡Me estaban buscando!

—¡Me ponen los nervios de punta!

 No atiné a deducir si me lo decía a mí o a los niños que se revolcaban en el suelo y se jalaban del cabello.

 Me dirigí hacia la cocina, donde extrañamente y a mi favor no había nadie, crucé el desván, una diminuta habitación con una mesa de té rodeada de sillones hundidos que estaban tan amontonados que se asemejaban a un basurero de sillas y almohadas.

 Perdida entre los cojines estaba leyendo un libro la esposa de Circo, una mujer con casi sesenta, llamada Pan, pálida como una madeja de algodón. Extrañamente siempre solía vestir blanco. Era muy alta y rolliza, toda su vida había sido de esa contextura, hubiera sido una formidable luchadora si estuviera a favor de la violencia, pero ella era pacifista. Detestar la violencia en un mundo donde el ensañamiento y la ferocidad son ovacionados no es la mejor elección del mundo. Era la loca de la casa.

 Aunque también acabó en Betún porque, para entonces, a los once años ella estaba enamorada de su mejor y más débil amigo: Circo, y no quería separarse de él, por esa razón se saboteó ella misma su futuro. Aunque todo acabó color de rosa porque llevaban treinta años de matrimonio.

 Pan me observó por encima del cristal de sus anteojos.

—Alto ahí muchacho ¿A dónde vas con tanta prisa? —Cerró el libro sobre su regazo.

—Mirlo me está esperando fuera —dije señalando la puerta sobre mi hombro—, creo, se suponía que hoy haríamos las compras para la Ceremonia de Nacimiento de mañana. En realidad, se suponía que lo haríamos hace una semana. Esta noche Rudy comenzará con sus postres de día feriado y se enfadará si no hay nada.

—Suerte, querido —dijo colocando un dedo sobre su mejilla.

 Sonreí, no se le podía decir que no a Pan, le di un beso en la mejilla y ella me guiñó un arrugado ojo. Atravesé la puerta y observé a Mirlo parada de brazos cruzados en el porche.

 Su mirada destiló veneno y groserías, pero no tanto como su boca.

—¿Dónde mierda te habías metido asqueroso puto costal de desperdicios?

No esperó a que le respondiera que caminó aun con los brazos enlazados hacia el garaje, soltando improperios y letanías de calificativos a mi nombre.

Levantó la puerta de cortinilla oxidada, seleccionó la camioneta menos destartalada, que era de Pimienta, un solterón de unos cuarenta años, agarró las llaves del frasco y se ubicó detrás del volante, la seguí. Cuando me subí al coche, ella soltó un regaño autoritaria y dominante, me costaba sostenerle la mirada cuando se ponía así:

—Estuve esperándote por diez minutos ¿Sabes lo que fue eso?

—Los diez minutos mejor utilizados de tu día.

Ella se petrificó mientras se colocaba el cinturón de seguridad, tenía una artillería en sus expresivos y comunicativos ojos, y siempre la descargaba.

—Te lo perdono porque estoy de humor —me confesó, señalándome con un rígido dedo.

—Oh, sí, seguro, no es porque no hubieras hecho nada valioso con tu tiempo.

—Porque estoy de humor.

—Claro.

Reí y ella sonrió.

Con Mirlo siempre me sentía satisfecho como si todo lo que hiciera estuviera bien.

Mucha gente a veces dice que con cada persona se tiene una máscara o varias que se pueden intercambiar según el individuo con el que traten y que sólo se es uno mismo en el interior, pero Mirlo no era de ese tipo de gente. Ella no tenía mascara, ni siquiera una, era efusiva y jamás podía ocultar lo que pensaba, su rostro era la ventana a su alma y sus ojos dos enormes accesos. Ella era una chica chispeante y malhumorada, indulgente, brava, fuerte y sentimental; era una de mis personas favoritas.

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